II

or graves que fueran los riesgos de moverle, el hecho de dejarle allí un instante más de lo necesario hubiera equivalido a aceptar y acelerar una muerte que ya lo tenía firmemente sujeto en sus garras. Con silenciosa y denodada prisa apartaron las tablas de madera y arrancaron con sus manos las afiladas tejas de pizarra que le habían aplastado y lacerado los pies y los tobillos, dejándolos convertidos en una sanguinolenta masa de carne y huesos. Estaba medio desvanecido y no se dio cuenta de lo que ocurría cuando lo levantaron del gélido lecho para colocarlo sobre las parihuelas. En doliente procesión lo transportaron a través de los oscuros huertos hasta la enfermería donde fray Edmundo le había preparado una cama en una pequeña celda separada de los viejos y los enfermos que transcurrían sus últimos años allí.

—No puede vivir —dijo Edmundo, contemplando el distante y pálido rostro.

Lo mismo pensaba Cadfael. Lo mismo pensaban todos. Pero todavía conservaba el aliento aunque fuera un áspero estertor provocado por unas lesiones en la cabeza tal vez de imposible curación. Pusieron inmediatamente manos a la obra como si se tratara de alguien que podía y tenía que vivir aun en contra de la virtual certeza de que tal cosa no era posible.

Con infinito y meticuloso cuidado le quitaron las mojadas prendas y lo rodearon de piedras calentadas y envueltas en mantas, mientras Cadfael lo examinaba con suma delicadeza en busca de posibles huesos rotos, le reducía una fractura del antebrazo y se la vendaba sin que en su inmóvil rostro apareciera el menor asumo de una mueca de dolor. Después, Cadfael examinó minuciosamente la cabeza de Aluino antes de limpiar y vendar la sangrante herida, pero no pudo establecer si sufría una fractura de cráneo. La afanosa y chirriante respiración parecía dar a entender que sí, pero Cadfael no estaba seguro. En cuanto a los pies y los tobillos rotos, Cadfael trabajó mucho tiempo con ellos tras haber cubierto el resto de fray Aluino con mantas previamente calentadas para que no muriera por el simple efecto del frío y haberle inmovilizado el cuerpo para evitarle el sobresalto y el dolor del movimiento en caso de que recuperara el sentido. Cosa que nadie creía posible a pesar de que un secreto y obstinado resto de confianza los inducía a alimentar denodadamente la débil llama.

—Jamás volverá a caminar —dijo fray Edmundo, estremeciéndose mientras contemplaba los destrozados pies que Cadfael estaba lavando.

—Sin ayuda, por supuesto que no —convino tristemente Cadfael—. No podrá volver a caminar con estos pies —añadió, esforzándose, sin embargo, en ensamblar pacientemente los mutilados restos.

Fray Aluino tenía unos largos, estrechos y elegantes pies, muy en consonancia con su cenceña figura. Los profundos y mellados cortes que le habían producido las tejas de pizarra penetraban en algunos puntos hasta el hueso, astillándose aquí y allá. Tardaron mucho rato en limpiar los ensangrentados fragmentos y devolver a cada pie una forma mínimamente humana, introduciéndolo en un improvisado molde de fieltro acolchado por dentro para inmovilizarlo y devolverle en la medida de lo posible su anterior configuración. Eso siempre y cuando sanara.

Fray Aluino se pasó todo el rato respirando ruidosamente sin darse cuenta de lo que le hacían, lejos de las sombras y las luces del mundo hasta que, al final, su respiración se convirtió poco a poco en un superficial susurro semejante al murmullo de una sola hoja agitada por una brisa apenas perceptible, hasta el extremo de que todos creyeron que había muerto. Pero la hoja siguió agitándose débilmente.

—Si vuelve en sí, aunque sea por un instante, llamadme de inmediato —dijo el abad Radulfo retirándose, mientras los demás se quedaban para vigilar al herido.

Fray Edmundo se fue a dormir un poco y Cadfael compartió la vigilia con fray Rhun, el más reciente y joven monje del coro. Ambos se situaron uno a cada lado de la cama, contemplando incesantemente el ininterrumpido sueño más allá del sueño de un cuerpo ungido, bendito y preparado para la muerte.

Habían transcurrido muchos años desde que Aluino hubiera pasado de la tutela de Cadfael a las labores manuales en el Gaye. Cadfael examinó de nuevo con profunda atención aquellos rasgos que ya casi había olvidado en sus detalles iniciales y descubrió que éstos habían cambiado, pero al mismo tiempo le resultaban conmovedoramente familiares. Fray Aluino no era muy alto, pero su estatura superaba la media y poseía unos largos, finos y bien formados huesos, en los que ahora había más fibra y menos carne que cuando ingresó en el claustro siendo un muchacho que aún no había alcanzado su pleno desarrollo y apenas había cruzado el umbral de la virilidad. Ahora debía de tener unos treinta y cinco o treinta y seis años y entonces tenía apenas dieciocho, pero conservaba todavía toda la suavidad y el esplendor de la adolescencia. Poseía un ovalado rostro de pronunciados pómulos, una fuerte mandíbula y unas finas y arqueadas cejas casi negras, bastante más oscuras que el rizado cabello castaño que había sacrificado a la tonsura. El rostro mostraba una arcillosa palidez, las hundidas mejillas y las profundas cuencas de los cerrados ojos semejaban azules sombras sobre la nieve; la misma lividez se: estaba formando alrededor de los apretados labios. En las más altas horas de la noche, cuando la vida alcanza los máximos abismos de fragilidad, su existencia se apagaría o iniciaría la recuperación. Al otro lado de la cama, fray Rhun permanecía devotamente arrodillado sin mostrar el menor temor ante la muerte de otro ser, de la misma manera que no lo mostraría cuando algún día le llegara la hora a él. En la penumbra de la pequeña celda de paredes de piedra la radiante hermosura de Rhun, su juvenil y delicado rostro, su cabello rubio como el lino alrededor de la tonsura y sus ojos color aguamarina difundían un suave resplandor. Sólo alguien con la virginal certeza de Rhun hubiera podido permanecer serenamente sentado junto a un lecho de muerte con tan ardiente y afectuosa dulzura y, sin embargo, sin el menor asomo de compasión. Cadfael había visto a otras jóvenes criaturas tomar el hábito con una candorosa fe semejante en cierto modo a la de Rhun, pero más tarde amenazada, apagada y corroída poco a poco bajo el peso de la existencia humana sometida a la erosión de los años. Eso jamás le ocurriría a Rhun. Santa Winifreda, que le había otorgado la perfección física de la que carecía, no permitiría que aquella dádiva quedara desfigurada por alguna mutilación del espíritu.

La noche transcurrió lentamente sin que se produjera ningún cambio perceptible en la implacable inmovilidad de fray Aluino. Hacia el amanecer, Rhun dijo finalmente en un susurro:

—¡Mirad, se está moviendo!

Un leve estremecimiento cruzó el lívido semblante mientras las oscuras cejas se juntaban, los párpados se cerraban fuertemente en una distante conciencia de dolor y los labios se torcían en una breve mueca de tensión e inquietud. Esperaron un buen rato sin poder hacer otra cosa que no fuera enjugarle el sudor de la frente y el hilillo de saliva de la comisura de su apretada boca.

En los primeros albores de luz que preceden al amanecer, fray Aluino abrió sus negros ojos de ónice hundidos en sus profundas cuencas azuladas y movió los labios para emitir un hilillo de voz tan débil que Rhun tuvo que inclinar su joven y agudo oído para poder percibirlo e interpretarlo.

—Confesión… —dijo un susurro desde el umbral entre la vida y la muerte, y eso fue todo durante un buen rato.

—Ve en busca del padre abad —le dijo Cadfael a Rhun.

Rhun se retiró en presuroso silencio. Aluino estaba recuperando el conocimiento y a juzgar por la creciente claridad y perspicaz expresión de sus ojos, sabía dónde estaba y quién permanecía sentado a su lado y trataba de hacer acopio de toda la vida y el entendimiento que le quedaban con un deliberado propósito. Cadfael intuyó la agudización del dolor en la tensa palidez de la boca y la mandíbula y trató de introducir unas gotas de jarabe de adormidera entre los labios de su paciente, pero Aluino los mantuvo fuertemente apretados y apartó la cabeza. No quería que nada le embotara los sentidos hasta que no hubiera dicho lo que tenía que decir.

—El padre abad ya viene —dijo Cadfael, inclinándose sobre la almohada—. Espera y habla sólo una vez.

El abad Radulfo apareció en la puerta y se agachó para pasar bajo el dintel. Se acomodó en el escabel previamente ocupado por Rhun y se inclinó hacia el herido. Rhun se quedó fuera, listo para hacer cualquier recado en caso de que lo necesitaran, y cerró la puerta a su espalda. Cadfael se levantó para retirarse a su vez, pero de pronto se encendieron en los ojos de Aluino unos amarillentos destellos de inquietud y una leve convulsión le recorrió el cuerpo arrancándole un gemido de dolor como si quisiera levantar un brazo para impedir la marcha de Cadfael, pero no pudiera hacerlo. El abad se inclinó un poco más hacia él para que le viera y le oyera.

—Estoy aquí, hijo mío. Te escucho. ¿Qué es lo que te angustia?

Aluino respiró hondo para poder hablar.

—Tengo pecados… —dijo—, que jamás he revelado —las palabras se articulaban muy despacio y con mucho esfuerzo, pero con gran claridad—. Un pecado contra Cadfael… hace mucho tiempo… jamás lo confesé…

El abad miró a Cadfael desde el otro lado de la cama.

—¡Quedaos! Él lo desea —dirigiéndose a Aluino y rozando la fláccida mano, demasiado débil como para que pudiera levantarla, añadió—: Habla como puedas y nosotros te escucharemos. Ahorra todas las palabras que puedas, nosotros sabremos interpretar lo que digas.

—Mis votos —dijo el distante hilillo de voz—. Impuros… no los hice por devoción… ¡Desesperación!

—Muchos ingresan por razones equivocadas —dijo el abad— y después se quedan por razones válidas. Ciertamente, en los cuatro años que llevo aquí como abad no he observado la menor falta en tu servicio. No temas nada a este respecto. Es muy posible que Dios te haya conducido al claustro por una vía indirecta con sus buenas razones.

—Serví a De Clary en Hales —dijo la vocecilla—. Mejor dicho, a su esposa… pues él se encontraba entonces en Tierra Santa. Su hija… —un prolongado silencio mientras trataba paciente y obstinadamente de fortalecer su resistencia para poder revelar más y peores cosas—. La amaba… y era correspondido. Pero la madre… no acogió de buen grado mis cortejos. Tomamos lo que nos estaba vedado…

Otro prolongado silencio. Los azules y hundidos párpados se cerraron un instante sobre los ardientes ojos.

—Yacimos juntos —continuó Aluino con toda claridad—. Confesé este pecado sin mencionarla a ella. La dama me expulsó. Vine aquí desesperado… para no causar más daños. ¡Pero el peor daño estaba todavía por llegar!

El abad cerró firmemente la mano sobre la debilitada mano de Aluino para sujetarle fuertemente la muñeca, pues el rostro sobre la almohada se había convertido en una máscara de arcilla y un prolongado temblor había recorrido el magullado y quebrado cuerpo, dejándolo frío al tacto y en tensión.

—¡Descansa! —dijo Radulfo, inclinándose hacia el oído del enfermo—. ¡Tranquilízate! Dios oye incluso lo que no se dice.

A Cadfael le pareció que la mano de Aluino respondía brevemente. Acercó el brebaje de vino y hierbas con el cual había humedecido la boca del paciente mientras éste se encontraba sin sentido y vertió unas gotas entre los labios entreabiertos; por primera vez, el ofrecimiento fue aceptado y las cuerdas de la frágil garganta hicieron el esfuerzo de tragar. Su hora aún no había llegado. Aún tendría tiempo de librarse del peso que oprimía su corazón, Le fueron dando sorbos de vino y observaron que las arcillosas facciones adquirían de nuevo la consistencia de la carne aunque no perdieran la palidez ni la debilidad. Esta vez, cuando Aluino volvió a dirigirse a ellos, lo hizo con una voz apenas audible y sin abrir los ojos.

—¿Padre…? —inquirió temerosamente la lejana voz.

—Estoy aquí. No te dejaré.

—Vino su madre… ¡yo todavía no sabía entonces que Bertrada estaba preñada! La señora temía la cólera de su esposo cuando regresara a casa. Yo entonces servía bajo fray Cadfael y había aprendido cosas… conocía las propiedades de las hierbas… robé algunas y se las entregué… hisopo, fleur-de-luce… ¡Cadfael conoce mejores usos para ellas!

¡En efecto, mucho mejores! Sin embargo, lo que podía aliviar unos pulmones congestionados y una tos asesina en pequeñas dosis o combatir la ictericia que teñía de amarillo a un hombre, también podía poner fin a una preñez en un obsceno uso, tan abominable para la Iglesia como peligroso para la mujer a la que se pretendía salvar. Por temor a un padre enfurecido, por vergüenza ante el mundo y por temor a la ruptura de un apetecible compromiso de matrimonio y a la aparición de riñas familiares. ¿Se lo habría pedido la madre de la joven o él la habría convencido? Los años de remordimiento y de voluntario castigo no habían conseguido exorcizar el horror que todavía le desgarraba la carne y le torcía el rostro en una mueca de amargura.

—Ambos murieron —dijo Aluino con áspera y dolorida voz—. Mi amor y el hijo de sus entrañas. Su madre me lo mandó decir… estaban muertos y enterrados. Dijeron que habían sido unas fiebres. Morir de fiebre… no había nada que temer. Mi pecado, mi más grave pecado… ¡Dios sabe cuánto me arrepiento!

—Cuando la penitencia es sincera —dijo el abad Radulfo—, Dios siempre lo sabe. Bien, ya nos habéis revelado este agravio. ¿Habéis terminado o acaso hay algo más que contar?

—He terminado —contestó fray Aluino—. Pero deseo pedir perdón. Se lo pido a Dios… y a fray Cadfael por haber abusado de su confianza y sus conocimientos. Y a la señora de Hales por el gran dolor que le causé.

Ahora que ya lo había confesado todo, dominaba mejor la voz y las palabras; su lengua ya no estaba agarrotada por la tensión y, aunque su voz sonaba todavía muy débil, su tono era lúcido y resignado.

—Quiero morir limpio y perdonado de toda culpa —dijo.

—Fray Cadfael hablará en su propio nombre —dijo el abad—. En nombre de Dios hablaré yo si él me concede su gracia.

—Yo perdono de todo corazón —dijo Cadfael, eligiendo las palabras con más cuidado que de costumbre— cualquier ofensa que se haya hecho contra mis conocimientos bajo los efectos de una gran tensión espiritual. El hecho de que los medios y los conocimientos estuvieran allí para tentarte y yo no estuviera presente para disuadirte lo asumo como una culpa en la misma medida en que lo asumes tú. ¡Te deseo la paz!

Lo que el abad Radulfo tuvo que decir en nombre de Dios llevó un poco más de tiempo. Cadfael pensó que algunos monjes se hubieran mostrado sorprendidamente incrédulos si hubieran podido oír sus palabras al descubrir que la impresionante austeridad de su abad podía contener también una tal cantidad de comedida y autoritaria ternura. Una conciencia tranquila y una muerte limpia eran lo que Aluino deseaba. Ya era demasiado tarde para imponer una penitencia a un moribundo, y el consuelo en el lecho de muerte es algo de valor incomparable que sólo puede otorgarse gratuitamente.

—Un corazón contrito y humillado —concluyó Radulfo— es el único sacrificio que se te exige, y no será despreciado.

Tras lo cual dio la absolución e impartió una solemne bendición, retirándose de la celda del enfermo y haciéndole señas a Cadfael de que le siguiera. La expresión de gratitud del rostro de Aluino se había trocado de nuevo en la oscura indiferencia del agotamiento, y en sus ojos adormecidos y entrecerrados en un estado intermedio entre el desfallecimiento y el sueño se apagó de pronto el fuego que previamente se había encendido.

En la estancia exterior Rhun esperaba pacientemente para evitar oír, aunque fuera sin querer, alguna palabra de la confesión.

—Entra y siéntate junto a él —le dijo el abad—. Es posible que ahora se duerma y no creo que sufra pesadillas. Si hubiera algún cambio, llama a fray Edmundo. Y si necesitas a fray Cadfael, mándale llamar en mis aposentos.

En la sala de paredes revestidas de madera de los aposentos del abad se sentaron las dos únicas personas que conocían el pecado del que Aluino se acusaba y que tenían el derecho de hablar de su confesión en privado.

—Yo sólo llevo cuatro años aquí —dijo Radulfo, yendo directamente al grano— y no sé nada de las circunstancias en las cuales vino aquí Aluino. Parece ser que uno de sus primeros deberes en la abadía fue ayudaros a vos en el herbario y que allí adquirió los conocimientos de los que tan mal uso hizo después. ¿Es cierto que el brebaje que preparó podía matar? ¿O acaso la muerte pudo deberse realmente a unas fiebres?

—Si la madre de la joven se lo administró, no es posible que se engañara —le contestó tristemente Cadfael—. Sí, conozco algunos casos en los que el hisopo ha provocado la muerte. Fue un error guardarlo entre mis existencias pues hay otras hierbas que hubieran podido ocupar su lugar. Sin embargo, en pequeñas dosis, tanto la hierba como su raíz secadas y pulverizadas, son excelentes para el mal amarillo y resultan muy útiles en las dolencias pectorales mezcladas con el marrubio, si bien la variedad de flores azules es más suave y mejor para eso. Sé de mujeres que lo han utilizado para provocar el aborto en grandes dosis extremadamente purgantes. No es de extrañar que algunas veces la desventurada muchacha muera.

—Y eso debió de ocurrir sin duda durante su noviciado, pues no podía llevar mucho tiempo aquí si el hijo era suyo tal como él supone. Debía de ser casi un niño.

—Apenas dieciocho años y la joven no debía de tener más; eso si no tenía menos. Es un atenuante —añadió con firmeza Cadfael— que vivieran en la misma casa, se vieran a diario, fueran de análoga cuna, pues él procede de una noble familia, y estuvieran tan inclinados al amor como la mayoría de los jóvenes. En realidad, lo que me extraña es que los cortejos del muchacho fueran rechazados como impropios. Era hijo único y hubiera heredado un buen feudo, de no haber tomado el hábito. Y era un muchacho muy agradable, que yo recuerde, culto y con mucho talento. Más de un caballero lo hubiera aceptado con gusto como esposo de su hija.

—Puede que el padre tuviera otros proyectos para la joven —dijo Radulfo—. A lo mejor, la había comprometido en matrimonio con otro en su infancia. Y su madre no se atrevía a favorecer otro casamiento en ausencia de su esposo, si tanto miedo le tenía.

—Aun así, no hubiera debido rechazar al muchacho de plano. De habérsele dejado alguna esperanza, el mozo hubiera tenido paciencia y probablemente no habría intentado anticiparse al matrimonio. Aunque puede que en eso lo juzgara mal —respondió Cadfael—. No fueron los cálculos interesados los que lo condujeron al lecho de la joven sino un efecto excesivamente irreflexivo. Aluino no es un intrigante.

—Bueno, para bien o para mal —dijo Radulfo, lanzando un circunspecto suspiro—, lo que está hecho no se puede deshacer Él no es el primero ni será el último joven que caiga en este error, ni ella la primera ni la última desventurada muchacha que sufra las consecuencias. Por lo menos, la muchacha ha conservado su buen nombre. Se comprende que él temiera revelarlo, incluso bajo secreto de confesión. Pero todo ocurrió hace mucho tiempo, precisamente hace dieciocho años, la edad que él tenía entonces. Procuremos, por lo menos, que tenga un final tranquilo.

El sentir general era que lo mejor que se podía esperar para fray Aluino era un final tranquilo y que las plegarias por él no debían apuntar hacia otra posibilidad, tanto más cuanto que su breve recuperación del conocimiento desapareció rápidamente para dar paso a una inconsciencia todavía más profunda; durante siete días, mientras se celebraban los festejos de la Navidad, no se enteró de las idas y venidas de sus hermanos en torno a su lecho, no comió nada y no emitió otro sonido que no fuera el murmullo apenas perceptible de su respiración. Y, sin embargo, aquella respiración, a pesar de su levedad, era constante y regular y, cada vez que alguien le acercaba a los labios algunas gotas de vino con miel, éstas eran aceptadas y las cuerdas de su garganta se movían espontáneamente para tragar, a pesar de que la gélida frente y los ojos cerrados no revelaban la menor conciencia de lo que hacía su cuerpo a través de un mínimo estremecimiento o una mínima contracción.

—Como si sólo su cuerpo estuviera aquí —comentó fray Edmundo— y su espíritu se hubiera marchado a otro lugar hasta que la casa se encuentre de nuevo limpia, restaurada y en condiciones de ser habitada.

Una atinada analogía bíblica, pensó Cadfael, pues ciertamente Aluino había expulsado los demonios que lo habitaban y la morada que éstos habían desocupado podía permanecer vacía durante algún tiempo, sobre tocio en el caso de que finalmente se produjera la inesperada e improbable curación. Por más que aquella prolongada disociación se pareciera a la muerte, fray Aluino no moriría. Lo cual significaba que hay que extremar la vigilancia, pensó Cadfael, llevando la parábola a su adecuada conclusión, para asegurarnos de que siete demonios peores que el primero no consigan poner un pie en la puerta en su ausencia. Las plegarias por Aluino se sucedieron con incesante fervor a lo largo de todos los festejos de la Navidad y la solemne apertura del nuevo año.

Para entonces, el deshielo ya había empezado, aunque era un deshielo muy lento que iba desgastando gradualmente cada día las gruesas capas de nieve acumuladas durante las grandes nevadas. Los trabajos de reparación del tejado terminaron sin ulteriores contratiempos, el andamio fue retirado y la hospedería quedó nuevamente a salvo de las inclemencias del tiempo. Lo único que quedaba de aquel gran trastorno era el inmóvil y silencioso testigo en su aislado lecho de la enfermería, negándose a vivir y a morir.

La noche de la Epifanía, fray Aluino abrió los ojos y, con un prolongado y profundo bostezo semejante al de cualquier hombre que se despertara con normalidad, miró con asombro a su alrededor en la angosta estancia hasta que sus ojos se posaron en fray Cadfael sentado silenciosamente en un escabel junto a su cama.

—Tengo sed —dijo Aluino con la confianza de un niño, apoyándose lánguidamente en el brazo de Cadfael para beber.

Todo el mundo suponía que iba a sumirse de nuevo en la inconsciencia, pero Aluino conservó la conciencia todo el día y por la noche se sumió en un sueño natural y tranquilo, aunque superficial. Después, su rostro se volvió hacia la vida y ya no echó la mirada hacia atrás. Tras abandonar la semblanza de la muerte, regresó al territorio del dolor que soportó sin la menor queja, aunque su huella se advirtiera en las fruncidas cejas y en los apretados labios. El brazo roto se soldó mientras yacía sumido en la inconsciencia y sólo le dejó las molestias propias de las heridas en proceso de curación. Tras pasarse uno o dos días vigilándole estrechamente, Cadfael y Edmundo dedujeron que cualquier cosa que se hubiera dislocado en el interior de su cabeza había sanado en la misma medida que la herida exterior, gracias a la inmovilidad y el reposo. Su mente estaba muy clara. Recordaba el helado tejado y la caída, y una vez en que se encontraba solo con Cadfael demostró que recordaba perfectamente su confesión pues dijo, tras una prolongada pausa de silenciosa reflexión:

—Tuve un comportamiento vergonzoso con vos hace tiempo y ahora vos me cuidáis y me administráis medicinas; yo no he hecho ninguna enmienda.

—Ni yo la he pedido —dijo serenamente Cadfael mientras retiraba con paciente esmero los vendajes de uno de los mutilados pies para sustituirlos por otros nuevos, tal como había venido haciendo mañana y noche durante todo aquel tiempo.

—Pero yo tengo que pagar todas mis deudas. ¿Cómo podría quedar limpio de otro modo?

—Has hecho una confesión minuciosa —contestó comprensivamente Cadfael—, y has recibido la absolución del padre abad; guárdate de pedir más.

—Pero no he hecho penitencia. Una absolución tan cómodamente ganada me hace sentir todavía en deuda —replicó Aluino con aire pesaroso.

Cadfael había retirado las vendas del pie izquierdo, el que más daños había sufrido. Los cortes y las heridas superficiales habían cicatrizado, pero lo que había sucedido en el laberinto de huesecillos del interior jamás se podría arreglar, pues éstos se habían consolidado en una deforme y retorcida masa de cicatrices de color rojo encendido y distintos tonos de púrpura. Sin embargo, la lacerada piel había cicatrizado muy bien y lo cubría todo a la perfección.

—Si tienes deudas —dijo bruscamente Cadfael— es muy probable que las tengas que pagar con dolor hasta el día que te mueras. ¿Ves eso? Jamás podrás asentarlo firmemente en el suelo. Dudo que puedas volver a caminar.

—Sí —dijo Aluino, contemplando a través del ventanuco el plomizo cielo invernal—, sí, volveré a caminar. Caminaré y, si Dios quiere, volveré a usar los pies, aunque para ello tenga que apoyarme en unas muletas y, si el padre abad me lo permite, cuando haya aprendido el uso de los miembros que me quedan, iré personalmente a Hales para suplicar el perdón de Adelaida de Clary y observar una noche de vigilia ante la sepultura de Bertrada.

En su fuero interno, Cadfael dudaba mucho que los vivos o los muertos pudieran consolarse con la bienintencionada expiación de Aluino o incluso que se acordaran de él después de los dieciocho años transcurridos.

Sin embargo, si aquel devoto propósito infundía al mozo valor para vivir y trabajar y volver a dar fruto, ¿por qué desanimarle? Por consiguiente, se limitó a decir:

—Bueno, primero arreglemos lo que hay que arreglar y procuremos devolverte una parte de la sangre que perdiste porque, tal como estás ahora, no te darán permiso para ir a ningún sitio —contemplando el pie derecho, que por lo menos conservaba una cierta apariencia de pie humano y tenía un hueso del tobillo visiblemente entero, Cadfael añadió con aire meditabundo—: Te podríamos confeccionar unas gruesas botas de fieltro bien acolchadas por dentro. Quizá puedas apoyar un pie en el suelo, pero necesitarás muletas. Aunque todavía no… todavía deberán transcurrir varias semanas o probablemente varios meses. Sin embargo, te tomaremos las medidas y veremos qué podemos hacer entre todos.

Pensándolo más tarde, Cadfael llegó a la conclusión de que sería mejor advertir al abad Radulfo de la expiación que fray Aluino tenía el propósito de hacer y así lo hizo después del capítulo en la intimidad de la sala del abad.

—Tras haberse librado del peso que le oprimía el corazón —dijo Cadfael—, hubiera muerto tranquilo si hubiese tenido la suerte de morir. Pero vivirá. Tiene la mente clara, su voluntad es fuerte y, aunque su cuerpo sea delgado, posee mucho vigor; ahora que ve una vida por delante, no se conformará con librarse de sus pecados mediante una absolución sin penitencia. Si tuviera un espíritu más ligero y se le pudiera convencer de que olvidara esta decisión a medida que fuera mejorando, yo por mi parte no se lo reprocharía y me alegraría de ello. Una contrición sin penitencia jamás será suficiente para Aluino. Le retendré todo lo que pueda, pero tened por cierto que volverá a insistir en cuanto se sienta capaz de intentarlo.

—Difícilmente podría yo mirar con malos ojos un deseo tan digno —dijo sensatamente el abad—, pero se lo puedo prohibir hasta que esté en condiciones de cumplirlo. Eso le permitirá alcanzar la paz de espíritu y yo no tengo ningún derecho a interponerme en su camino. Puede que eso sea también un tardío consuelo para la desventurada dama cuya hija tuvo un final tan desdichado.

»No conozco el feudo de Hales aunque he oído hablar del nombre de De Clary —prosiguió Radulfo, reflexionando sobre la prevista peregrinación—. ¿Sabéis vos dónde está?

—Hacia el límite oriental del condado, padre, habrá como unas seis o siete leguas aproximadamente desde Shrewsbury.

—Y este señor que estaba ausente en Tierra Santa… es posible que no le dijeran nada sobre las auténticas circunstancias de la muerte de su hija, si su esposa le tenía tanto miedo como dicen. Han pasado muchos años, pero, si él vive, la visita no debe tener lugar. Sería en extremo reprochable que fray Aluino salvara su propia alma a costa de someter a la señora de Hales a ulteriores daños y peligros. Cualesquiera que fueran los errores de esta dama, ella ya ha sufrido por ellos.

—Que yo sepa, padre —dijo Cadfael—, es posible que ambos murieran hace años. Vi una vez aquel lugar cuando regresaba de Lichfield tras cumplir un encargo por cuenta del abad Heriberto, pero no sé nada de la casa de De Clary.

—Hugo Berengario lo sabrá —dijo confiadamente el abad—. Se conoce al dedillo a toda la nobleza del condado. Se lo podríamos preguntar a su regreso de Winchester. No hay prisa. Por mucho que Aluino quiera cumplir su penitencia, eso no es posible todavía. Aún no se ha levantado de la cama.