Capítulo 16

Capítulo 16

Una falacia corriente y muy aceptada en la literatura popular es aquella que relaciona a camareros románticos con parejas de ojos brillantes que, obviamente, están formadas por dos enamorados. El camarero se cierne sobre la mesa y sugiere unos platos especiales («¿Quizá el faisán en hielo picado para usted, señora?»), se besa los dedos o se estruja las manos contra el pecho, mientras su corazón late emocionado a la vista de la pareja.

Bert Kling había estado en muchos restaurantes de la ciudad, de muchacho y de hombre, acompañando a un buen número de señoritas, tanto del montón como muy guapas. Hacía tiempo que había llegado a la conclusión de que la mayoría de camareros de casi todos los restaurantes no tienen en la cabeza cosas más románticas que un menú de huevos al plato con algún que otro explosivo.

Ni por un momento creyó que él y Claire tuvieran ojos brillantes de enamorados pero, sin duda, formaban una pareja bastante bien parecida, y estaban en un restaurante elegante con vistas sobre el río, en el último piso de uno de los hoteles más famosos de la ciudad. Y, aun descontando la ausencia de brillo en los ojos (que pronto empezó a creer que no era más que una invención de Jon Whitcomb —ah, alguna vez el hombre tiene que empezar a dudar…—), pensó que un camarero que no tuviera el corazón de piedra habría reconocido y colaborado en el primitivo y torpe ritual de dos personas que tratan de conocerse mutuamente.

El día no resultó, bajo ningún concepto, lo que Kling habría llamado un éxito excitante.

Había planeado una excursión a Bethtown, con su correspondiente viaje en ferry desde Isola y atravesando el río. La lluvia echó por tierra aquella inocente idea.

Chorreando agua, se presentó en casa de Claire a las doce en punto. La lluvia le había causado un «horrible dolor de cabeza». ¿No le importaría pasar y esperar un rato, hasta que la aspirina que había tomado le produjera efecto?

A Kling no le importó.

Claire puso unos buenos discos, y un gran silencio se instaló entre ellos, que él atribuyó al dolor de cabeza de Claire. La lluvia resbaló en los cristales de la ventana, velando el paisaje urbano. La música resbaló en el tocadiscos, Concierto de Brandenburgo n.º 5 en Re mayor de Bach, Don Quijote de Strauss y Psyché de César Franck.

Kling no se quedó dormido de milagro. Salieron del apartamento a las dos. La lluvia había amainado un poco, pero a su paso había dejado un afilado cuchillo en el aire. Los dos jóvenes caminaron en silencio, chapoteando en los charcos, maldiciendo la lluvia, pero en cierto modo agradecidos porque había creado un vínculo entre ellos. Cuando Kling sugirió ir al cine, Claire aceptó de buen grado.

Aquello fue peor.

La primera película, titulada La debacle apache, o algo por el estilo, presentaba a miles de extras de Hollywood pintarrajeados, gritando y aullando alrededor de un puñado de soldados vestidos de azul. El puñado de soldados se pasaba casi toda la película rechazando los ataques de los salvajes apaches. Las hordas de indios lanzadas sobre los pocos ya agotados soldados debían sumar varias decenas de miles. A cinco minutos del final, otro puñado de soldados llegaba, dejando a Kling con la clara sensación de que la guerra podía haberse prolongado otras dos horas en una segunda película que bien podría titularse El hijo de la debacle apache.

La segunda película del programa trataba de una niña cuyos padres iban a divorciarse. La niña los acompañaba a Reno —el pretexto era que papá tenía negocios allí y, al mismo tiempo, mamá debía establecer su residencia— y mediante una larga e invariable progresión de posturas remilgadas, gestos afectados, sonrisitas y ojos brillantes de la niña, ésta convencía a papá y mamá de seguir juntos eternamente en bendito matrimonio, en compañía de su hijita remilgada, risueña y de ojos brillantes.

Salieron del cine con los ojos legañosos. Eran las seis. Kling sugirió tomar una copa y cenar después. Claire, probablemente a la defensiva, dijo que la copa y la cena quedarían a tono con el resto del día.

Y allí estaban sentados, en lo alto de uno de los mejores hoteles de la ciudad, mirando el río a través de los amplios ventanales. Y al otro lado del río había un anuncio luminoso.

El anuncio decía primero: LISTO.

Luego: LISTO PARA FREÍR.

Y luego: LISTO PARA HORNEAR.

Y, por último, otra vez: LISTO.

—¿Qué quieres beber? —preguntó Kling.

—No sé, quizá un whisky con soda.

—¿No quieres un coñac?

—Quizá más tarde.

El camarero se acercó a la mesa. Su aspecto era tan romántico como el de Adolf Hitler.

—¿Algo para beber, señor?

—Un whisky con soda y un Martini.

—¿Con limón, señor?

—Una aceituna.

—Gracias, señor. ¿Quiere mirar la carta ahora?

—Después de las bebidas, gracias. ¿Te parece bien, Claire?

—Sí, está bien —dijo ella.

Y otra vez el silencio. Kling miró por las ventanas.

LISTO PARA FREÍR.

—¿Claire?

—Sí.

LISTO PARA HORNEAR.

—Ha sido un fracaso, ¿verdad?

—Por favor, Bert.

—La lluvia… y esas asquerosas películas. No quería que fuera así. Quería…

—Sabía que iba a pasar, Bert. Traté de decírtelo, ¿o no? ¿No intenté avisarte? ¿No te dije que era la chica más aburrida del mundo? ¿No insistí, Bert? Ahora haces que me sienta como… como…

—No quiero que te sientas de ninguna manera. Sólo iba a decirte que… que empecemos de nuevo. Desde ahora. Olvidando todo lo que… todo lo que ha pasado.

—¿Y de qué servirá? —inquirió Claire.

El camarero vino con las bebidas.

—¿Whisky con soda para la señora? —preguntó.

—Sí.

Puso las bebidas sobre la mesa. Kling levantó la copa de Martini.

—Por un nuevo comienzo —brindó.

—Si quieres desperdiciar la bebida… —contestó ella y bebió.

—Anoche… —empezó él.

—Pensé que era un nuevo comienzo.

—Quería explicártelo. Me cogieron dos policías de Homicidios y me llevaron a su teniente, que me advirtió que me alejara del asunto de Jeannie Paige.

—¿Y vas a hacerle caso?

—Sí, por supuesto. —Después de una pausa añadió—: Es curioso, lo admito, pero…

—Entiendo.

—Claire —empezó Kling sin alterarse—, ¿qué demonios pasa contigo?

—Nada.

—¿Dónde vas cuando te ausentas?

—¿Qué?

—¿Dónde…?

—No creí que se notara. Lo siento.

—Se nota —dijo Kling—. ¿Quién era?

Claire lo miró sorprendida.

—Eres mejor detective de lo que pensaba.

—No hace falta serlo. —Había ahora un tono triste en su voz, como si la confirmación de sus sospechas lo hubieran dejado sin fuerzas—. No me importa que tengas un amor no correspondido. A muchas chicas…

—No es eso —interrumpió ella.

—A muchas chicas les pasa —siguió él—. Un tío las deja o por lo que sea rompe la relación…

—¡No es eso! —repitió Claire con brusquedad, y cuando él la miró vio que tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Eh, oye, que yo…

—Por favor, Bert, no quiero…

—Pero dijiste que había un chico. Dijiste…

—Muy bien. Muy bien, Bert. —Se mordió el labio inferior—. Muy bien, había un chico. Y yo estaba locamente enamorada de él. Tenía diecisiete años, mira, igual que Jeannie, y él tenía diecinueve.

Kling aguardó. Claire levantó el vaso y lo vacío. Tragó con dificultad y luego suspiró. Kling siguió aguardando.

—Lo conocí en el club Tempo. Nos enamoramos enseguida. Ya sabes cómo pasan esas cosas, Bert. Pues así pasó con nosotros. Hicimos muchos planes, grandes planes. Éramos jóvenes, fuertes y nos queríamos.

—No… no entiendo.

—Lo mataron en Corea.

Al otro lado del río, el anuncio proclamó, LISTO PARA FREÍR.

Hubo un gran silencio. Claire miraba el mantel. Kling juntó las manos nerviosamente.

—Por eso no tienes que preguntarme por qué voy a Tempo y hago la tonta con críos como Hud y Tommy. Voy, una y otra vez, en busca de él. Bert, ¿no lo ves? Busco su cara, su juventud y…

—No lo encontrarás —soltó Kling con crueldad.

—Yo…

—No lo encontrarás. Y eres tonta si lo intentas. Está muerto y enterrado. Está…

—No quiero escucharte —dijo Claire—. Llévame a casa, por favor.

—No. Está muerto y enterrado y tú te estás enterrando viva convirtiéndote en mártir, queriendo llevar el duelo de una viuda a los veinte años. ¿Qué te pasa? ¿No sabes que la gente muere todos los días? ¿No lo sabías?

—¡Cállate! —exclamó Claire.

—¿No ves que te estás matando? Por un amor de niña, por…

—¡Cállate! —insistió Claire y esta vez su voz estaba al borde de la histeria. Algunos de los comensales cercanos se volvieron para mirarlos.

—¡Muy bien! —dijo Kling con tirantez—. Muy bien, entiérrate. ¡Entierra tu belleza y trata de apagar tu brillo! ¡Lleva luto cada día de la semana, maldito lo que importa! Pero creo que eres una farsante, ¡una farsante de cuarenta quilates! —Calló un momento y luego añadió con furia—: ¡Salgamos de esta mierda de pecera!

Empezó a levantarse, haciendo señas al mismo tiempo al camarero. Claire siguió sentada, inmóvil, frente a él. Y luego, de pronto, se echó a llorar. Las lágrimas salieron despacio al principio, entre los párpados fuertemente apretados, rodando silenciosamente por las mejillas. Luego empezó a agitar los hombros, todavía completamente inmóvil en la silla, retorciendo las manos sobre el regazo, sollozando en silencio. Kling nunca había visto un dolor tan intenso. Volvió la cara. No quería verla.

—¿Han decidido ya lo que van a comer? —preguntó el camarero acercándose a un lado de la mesa.

—Dos más de lo mismo —ordenó Bert. El camarero se retiraba cuando Kling lo cogió del brazo—. No, cambie el whisky con soda por un doble de Canadian Club.

—Sí, señor.

—No quiero beber más —balbuceó Claire.

—Te tomarás una.

—No quiero —y lloró de nuevo, pero esta vez Kling la miró. Después de dos o tres sollozos, las lágrimas desaparecieron con la misma brusquedad con que habían venido, dejando su cara tan limpia como una calle de la ciudad después de una repentina tormenta de verano.

—Lo siento. Hace tiempo que tenía que haber llorado.

—Sí —dijo Kling.

El camarero trajo las bebidas. Kling levantó su copa.

—Por un nuevo comienzo —brindó.

Claire se lo quedó mirando. Pasó un buen rato sin que ella cogiera su vaso. Finalmente, sus dedos se cerraron alrededor del vaso. Lo levantó y lo chocó con el borde de la copa de Kling.

—Por un nuevo comienzo —repitió y enseguida apartó el vaso de los labios—. Es fuerte.

—Te sentará bien.

—Sí. Lo siento, Bert. No tenía que haberte abrumado con mis problemas.

—Con franqueza, ¿crees que algún otro los habría aceptado tan fácilmente?

—No —replicó ella enseguida y sonrió cansadamente.

—Así está mejor.

Lo miró a través de la mesa, como si lo viera por primera vez. Las lágrimas le habían dejado un brillo en los ojos.

—Puede llevar tiempo, Bert. —Su voz parecía provenir de muy lejos.

—Dispongo de todo el tiempo del mundo —aseguró Kling. Luego, casi temeroso de que ella se riera de él, añadió—: Todo lo que he hecho hasta ahora ha sido matar el tiempo, Claire, esperando a que llegaras.

Pareció que fuera a llorar otra vez. Alargó la mano, tomó la de él y se cubrió la cara con ella.

—Eres bueno… eres muy bueno, Bert —declaró con un hilo de voz, a punto de llorar—. Eres bueno, amable, atento. Y eres muy guapo, ¿lo sabías? Creo…, creo que eres muy guapo.

—Tendrías que verme cuando estoy peinado —repuso él riendo y apretando la mano de ella.

—No bromeo —aseguró ella—. Siempre crees que bromeo y eso no está bien, porque soy una chica sería.

—Ya lo sé.

—Entonces…

Kling cambió de postura bruscamente, con una mueca.

—¿Te pasa algo? —preguntó ella, de pronto preocupada.

—No. Es esta maldita pistola. —Volvió a cambiar de postura.

—¿Una pistola?

—Sí. La llevo en el bolsillo de atrás. Tenemos que llevarla, ¿sabes? Incluso cuando no estamos de servicio.

—¿De verdad? ¿Un arma? ¿Llevas un arma en el bolsillo?

—Sí.

Claire se inclinó y se acercó a él. Sus ojos eran claros ahora, como si nunca hubieran conocido las lágrimas ni la tristeza. Brillaban llenos de interés.

—¿Puedo verla?

—Claro.

Kling se inclinó, se desabotonó la chaqueta y sacó la pistola con la funda del bolsillo de la cadera. La puso sobre la mesa.

—No la toques, o te saltará a la cara.

—Parece amenazadora.

Es amenazadora. Soy el mejor tirador de la Comisaría del Ochenta y siete.

—¿De verdad?

—Me llaman el Rey Kling.[5]

Se echaron a reír.

—Puedo acertar a cualquier elefante del mundo a la distancia de un metro —aclaró Kling.

Aumentaron las risas. Kling la contempló riendo. Claire parecía no darse cuenta de la transformación.

—¿Sabes de qué me dan ganas? —preguntó Kling.

—¿De qué?

—De coger la pistola y cargarme de un disparo aquel maldito anuncio de LISTO al otro lado del río.

—Bert, Bert. —Puso la otra mano sobre la suya, de modo que las tres manos formaron una pirámide sobre la mesa. Su cara estaba muy seria cuando siguió—: Gracias, Bert. Te estoy muy, pero que muy agradecida.

Kling no supo qué decir. Se sentía incómodo, estúpido, feliz y muy grande. Como un gigante que midiera veinte metros.

—¿Qué… qué haces mañana?

—Nada —contestó ella—. Y tú, ¿qué harás tú?

—He de llamar a Molly Bell y explicarle por qué no puedo seguir investigando. Y luego pasaré por tu casa y nos iremos de excursión. Si sale el sol.

—Saldrá el sol, Bert.

—Ya lo sé —dijo él.

Claire se inclinó y de pronto lo besó. Fue un beso rápido y repentino que apenas rozó los labios de Bert. Volvió a sentarse, insegura, como una niña asustada en su primera fiesta.

—Has de tener paciencia —dijo ella.

—La tendré.

El camarero apareció de pronto. Sonreía. Tosió discretamente. Kling lo miró asombrado.

—Pensé —dijo amablemente— que, quizá, la señora estaría aún más bella a la luz de las velas, ¿no lo cree el señor?

—La señora es bella tal como está —señaló Kling.

El camarero pareció decepcionado.

—Pero…

—Pero las velas, naturalmente, tráigalas no faltaría más.

El camarero se inclinó con una reverencia.

—Claro que sí, señor. Y luego me dirán lo que desean tomar, ¿sí? Tengo algunas sugerencias. En cuanto les parezca bien. —Hizo una pausa y sonrió—. Hace una noche deliciosa, señor, ¿no es cierto?

—Una noche maravillosa —convino Claire.