Capítulo 14

Capítulo 14

La ciencia, como cualquier tonto sabe, es el mejor detective.

Dad al laboratorio de la policía una astilla de cristal y nos dirá la marca del coche que conducía el sospechoso, cuándo lo lavó por última vez, qué estados visitó y si hizo el amor alguna vez en el asiento trasero.

Siempre y cuando la suerte juegue a su favor.

Cuando la suerte juega en contra, la ciencia es tan buen detective como el heladero de la esquina.

La suerte en el caso de Jeannie Paige se las arregló para jugar siempre en contra de los honrados deseos y esfuerzos de los chicos del laboratorio. Tenían —eso era verdad— una buena huella de un pulgar en uno de los cristales de las gafas halladas cerca del cuerpo de la muchacha. Desgraciadamente, es tan difícil identificar una sola huella como sacar el velo a una mujer musulmana. Los chicos del laboratorio no se desanimaron por esto.

Sam Grossman era técnico de laboratorio y teniente de policía. Era alto y delgado, de ojos amables y modales tranquilos. Llevaba gafas, único indicio intelectual en una cara rocosa que, por lo demás, parecía salida de una granja de Nueva Inglaterra. Trabajaba en la Jefatura Central, en el blanco y limpio laboratorio que ocupaba la mitad del primer piso del edificio. Le gustaba el trabajo de policía. Poseía una mente ordenada y precisa, y había algo atractivo y creíble cuando al indisputable dato científico le añadía la teoría policial.

Era un hombre emotivo, pero hacía tiempo que había dejado de identificar los datos de una muerte súbita con la gente que la sufría. Había visto demasiados montones de ropa ensangrentada, había estudiado los bordes de demasiadas quemaduras de pólvora, había analizado el contenido de demasiados estómagos envenenados. La muerte, para él, era la gran igualadora. Reducía los seres humanos a problemas aritméticos. Si la suerte jugaba a favor del laboratorio, dos y dos sumaban cuatro.

Si la suerte era indiferente, o se mostraba manifiestamente en contra, dos y dos, algunas veces sumaban cinco, seis u once.

En el escenario de la muerte de Jeannie Paige apareció un hombre. Fue allí equipado con un tablero de dibujo montado sobre un trípode fotográfico. Llevó también una pequeña alidada topográfica, un compás, papel cuadriculado, un lápiz de mina blanda, goma de borrar, alfileres, un cartabón graduado, una escala, una cinta de medir y una regla de acero.

El hombre trabajó silenciosa y eficazmente. Mientras los fotógrafos pululaban por el lugar, mientras los técnicos empolvaban superficies para obtener huellas dactilares, mientras se marcaba la posición del cadáver y mientras éste se transportaba al interior del furgón que ya esperaba, mientras se examinaba cuidadosamente la zona en busca de pisadas y huellas de neumáticos, el hombre actuó como el artista que pinta el granero de una granja en Cape Cod.

Saludaba a los detectives que ocasionalmente se detenían para charlar con él. Parecía ajeno a la actividad que surgía por todas partes a su alrededor.

En silencio, eficiente, cuidadosa y metódicamente, dibujó la escena del crimen. Luego recogió sus bártulos y se fue a su oficina, donde, partiendo de los apuntes preliminares, hizo un dibujo más detallado. Imprimió el dibujo y, junto con las fotos detalladas tomadas en el lugar, lo envió a los muchos departamentos interesados en resolver el asesinato del atracador.

El interés de Sam Grossman estaba definitivamente volcado en esa dirección, por eso un ejemplar del dibujo llegó a su mesa. Como el color no era importante en este homicidio en particular, el dibujo estaba en blanco y negro.

Grossman lo estudió con la atención desapasionada que un galerista pone en un Van Gogh posiblemente falsificado.

La muchacha había sido encontrada al pie de un talud de cinco metros, en una de las lomas que terminan en acantilados sobre el cauce del río. Un sendero, entre arbustos y arces, une una zona de emergencia para reparaciones de la autopista con el punto más alto del acantilado, a unos diez metros sobre el río.

La zona de emergencia es perfectamente visible desde la autopista, que traza un amplio arco en las proximidades del puente Hamilton bajo el cual pasa. El sendero, sin embargo, queda oculto por los arbustos y árboles, al igual que las laderas del mismo acantilado.

Claras huellas de neumáticos aparecieron sobre una fina capa de tierra enlodada de la zona de emergencia. También se encontraron unas gafas de sol junto al cuerpo de la muchacha.

Eso era todo.

Desgraciadamente, la subida al acantilado es muy escarpada. El sendero serpentea sobre sólidas rocas prehistóricas. Ni la muchacha ni su asesino dejaron huellas de pisadas para que los chicos del laboratorio jugaran con ellas.

Desgraciadamente también, aunque el sendero está oculto por árboles y arbustos, la vegetación no invade la derecha del camino en su curva hasta la cima de acantilado. Es decir, que ningún indicio de tejido, piel, plumas o polvo quedó retenido por las ramas o sobre las hojas.

Era razonable suponer que la muchacha había sido llevada viva al lugar de su muerte. No había señales de que se hubiera hecho ninguna reparación en la zona de emergencia. Si el coche hubiera llegado con una rueda pinchada, habría dejado manchas de grasa o raspaduras de metal. Cabía la posibilidad, por supuesto, de que el coche hubiera sufrido una avería en el motor, en cuyo caso se habría levantado el capó para inspeccionarlo. Pero la tierra lodosa se extendía en un arco que abarcaba las esquinas y los lados de la zona. Si alguien se hubiera colocado delante del coche para examinar el motor habría dejado las huellas de sus zapatos. No había ninguna, ni indicios de que alguien las hubiera borrado.

La policía supuso, por lo tanto, que la muchacha y su asesino conducían hacia el oeste por la autopista, se detuvieron en la zona de emergencia para reparaciones y continuaron a pie hasta la cima del acantilado, lugar donde fue asesinada.

Tuvo que ser así, ya que no había manchas de sangre en el sendero. Con esa herida en la cabeza, la sangre habría caído sobre las rocas del sendereo si la hubieran matado antes y arrastrado luego desde el coche.

El instrumento empleado para romperle el cráneo y la cara tenía que ser pesado y romo. La muchacha, sin duda, llevó sus manos a la cara del asesino y le arrancó las gafas de sol. Y al caer por el precipicio, soltó las gafas.

Habría sido fácil suponer que el cristal de las gafas se había roto al caer al suelo. Pero no era el caso. Los técnicos no encontraron ningún trozo de cristal. El cristal, por lo tanto, estaba roto antes de caer y se rompió fuera del lugar. Los chicos del laboratorio buscaron en vano trozos de cristal. La idea de un hombre llevando gafas de sol con un cristal roto era bastante curiosa, pero así eran los hechos.

Las gafas de sol, por supuesto, no apuntaban a nadie. Era un artículo de poca monta.

Las huellas de las ruedas parecieron prometedoras al principio. Pero cuando se estudió el molde y se cotejó con los datos, los neumáticos resultaron tan poco útiles como las gafas de sol.

El tamaño de los neumáticos era de 15×37,5 centímetros. El peso, once kilos. El neumático estaba hecho de caucho reforzado con fibra de nailon, con relieves y surcos diseñados para evitar patinazos y derrapes laterales. Su precio en las tiendas era de 18,04 dólares, incluido el impuesto federal. Cualquier persona que dispusiera de un catálogo de Sears, Roebuck podía comprar ese neumático en los Estados Unidos. La marca del neumático era Allstates. Cualquiera podía pedir uno, o cien, enviando la pasta y mencionando el número de catálogo.

Probablemente había ochenta mil personas en la ciudad que tenían cuatro neumáticos Allstates en su coche, si es que no llevaban cinco con el de repuesto. Las huellas de los neumáticos informaban a Sam Grossman de que el vehículo que se había detenido en la zona de emergencia era ligero. El tamaño y el peso de los neumáticos eliminaban la posibilidad de cualquier vehículo pesado.

Grossman se sintió como un hombre bien vestido que no sabe a dónde ir. Resignado, volvió a la tapa del bolsillo que Eileen Burke había arrancado de la chaqueta del atracador.

Cuando Roger Havilland fue a buscar los resultados del análisis aquel viernes por la tarde, Grossman afirmó que el bolsillo estaba compuesto de nailon al cien por cien y que pertenecía a un traje que se vendía por 32 dólares en una cadena de tiendas de ropas para hombre. La cadena tenía sesenta y cuatro tiendas esparcidas por la ciudad. El traje se hacía en un solo color: azul.

Havilland pensó que era imposible conseguir alguna pista a partir de un traje que se vendía en sesenta y cuatro tiendas. Bajó la cabeza y se sintió muy desgraciado.

Y luego cayó en la cuenta.

—¿Nailon? ¿Quién demonios lleva un traje de nailon en otoño?

Meyer Meyer estaba exultante.

Irrumpió en la sala de la patrulla, se dirigió bailando hasta Patillas, que hurgaba en los archivos, y le dio una palmada en la espalda.

—¡Lo han aclarado! —exclamó.

—¿El qué? —preguntó Patillas—. Meyer, por poco me aclaras la espalda. ¿De qué hablas?

—De los gatos —concluyó Meyer mirando con sorna a Patillas.

—¿Qué gatos?

—Los del Distrito Treinta y tres. El tipo que robaba gatos. Ya te dije que era un caso muy misterioso. He hablado con Agnucci, ¿lo conoces? Es uno de tercer grado en el Treinta y tres y ha estado trabajando desde el principio en este asunto. Bueno, pues ya lo han aclarado.

Meyer estudió pacientemente la expresión de Patillas.

—¿Y en qué ha terminado la cosa? —preguntó Patillas, repentinamente interesado.

—Tuvieron la primera pista la otra noche. Una mujer vino a decir que había visto a un tipo con un gato de angora. Bueno, fueron al callejón donde estaba el tipo con el gato y, ¿sabes lo que estaba haciendo?

—¿Qué? —preguntó Patillas.

—¡Quemando al gato!

—¿Quemando al gato? ¿Quieres decir que le había prendido fuego?

—Sí. —Meyer asintió con la cabeza—. Paró cuando llegaron y echó a correr como un diablo. Salvaron al gato y también tuvieron una buena descripción del sujeto. Después, todo fue pan comido.

—¿Cuándo lo han cogido? —preguntó Patillas.

—Esta tarde. Entraron en su apartamento y, créeme, no te puedes imaginar lo que encontraron. El tío, realmente, quemaba los gatos, los quemaba hasta convertirlos en ceniza.

—No puedo creerlo —dijo Patillas.

—Yo tampoco lo creía. Robaba los gatos y los convertía en cenizas. Tenía una estantería, y en los estantes guardaba pequeños botes con las cenizas de los gatos.

—Pero ¿para qué? —preguntó Patillas—. ¿Estaba chalado el tipo ese?

—No, señor. Aunque eso mismo se preguntaron los del Treinta y tres.

—Entonces, ¿qué era?

—Se lo preguntaron, George. Le preguntaron lo mismo que tú. Agnucci se lo llevó a un lado y le dijo: «Escucha, Mac, ¿estás chalado o te pasa algo? ¿Qué es eso de quemar los gatos para luego poner sus cenizas en esos botes?».

—¿Y qué contestó el tipo?

—Justo lo que tú habrías esperado que dijera —dijo Meyer pacientemente—. Dijo que no estaba loco. Que había una buena razón para tener toda aquella ceniza de gatos en los botes. Explicó que estaba haciendo algo.

—¿El qué? —preguntó con ansiedad Patillas—. ¿Qué demonios estaba haciendo?

—Minino instantáneo —respondió Meyer suavemente, procurando ahogar las carcajadas.