Capítulo 2
Capítulo 2
Ahora ya no le dolía el hombro.
Qué curioso. Uno se imagina que si le disparan en el hombro le va a doler mucho tiempo. Pero no dolía. Nada de nada.
De hecho, si Bert Kling hubiera dispuesto las cosas a su manera, ya habría vuelto al trabajo, y su trabajo era de patrullero en la comisaría del Distrito 87. Pero el capitán Frick era el jefe de los policías uniformados y el capitán Frick le había dicho: «Ahora te tomas otra semana, Bert. No me importa si en el hospital te han dado o no de alta. Tómate otra semana».
Así que Bert se estaba tomando otra semana y no era nada divertido. «Otra semana» había empezado el lunes, ya era martes, y parecía que hacía un bonito día de otoño en la calle. A Kling siempre le había gustado el otoño, pero ahora se sentía terriblemente aburrido.
Al principio, los días en el hospital no estuvieron mal. Vinieron a visitarlo los otros agentes, e incluso se dejaron caer algunos detectives. Eso de que le hubieran disparado de aquella manera lo había convertido en una especie de celebridad del distrito. Pero, al cabo de un tiempo, dejó de ser una novedad, las visitas se hicieron menos frecuentes, volvió a echarse sobre el grueso colchón del hospital y empezó a acostumbrarse al aburrimiento de la convalecencia.
Tachar con una cruz los días del calendario fue su deporte favorito. También miró golosamente a las enfermeras, pero el goce de tal diversión se desvaneció cuando advirtió que, mientras no fuera más que un paciente, sólo podía hacer de espectador. Así que siguió haciendo cruces en el calendario, día tras día, esperando la vuelta al trabajo, añorándolo con una intensidad casi feroz.
Y luego Frick le había dicho: «Tómate otra semana, Bert».
Habría querido explicarle: «Mire, capitán, no necesito más descanso. Estoy fuerte como un toro. Créame, puedo hacer hasta dos rondas».
Pero conociendo a Frick, sabiendo que era un viejo testarudo, Kling se relajó. Seguía relajado, pero se estaba cansando de tanta relajación. Casi era mejor que le dispararan.
Resultaba una actitud curiosa la suya, querer volver al trabajo que había sido la causa de que lo hirieran en el hombro derecho. Pero, en realidad, no le habían disparado durante el trabajo. Estaba fuera de servicio, salía de un bar y no le habrían disparado si no le llegan a confundir con otro.
El tiro iba dirigido a un periodista llamado Savage, un reportero que había ido a husmear por allí y que había hecho demasiadas preguntas intencionadas a un quinceañero, miembro de una pandilla, que luego llamó a sus compinches y colegas para que se encargaran de Savage.
Sucedió que Kling tuvo la desgracia de salir del mismo bar en el que había estado Savage interrogando al muchacho. También era una desgracia que Kling fuera rubio, porque Savage, con total falta de consideración por su parte, también era rubio. Los chavales se abalanzaron sobre Kling, deseosos de impartir justicia, y Kling se sacó la pistola reglamentaria del bolsillo trasero.
Así es como se hacen los héroes. Kling se encogió de hombros. Incluso con aquel gesto, el hombro no le dolió. Entonces, ¿por qué estar aquí sentado, en una habitación estúpidamente amueblada, si podía estar en la calle, haciendo su ronda?
Se levantó y anduvo hasta la ventana para mirar abajo, a la calle. Las muchachas se esforzaban para que el fuerte viento no les levantara las faldas. Kling las contempló.
Le gustaban las muchachas. Le gustaban todas las muchachas. Cuando hacía su ronda, las miraba. Siempre disfrutaba al hacerlo. Tenía veinticuatro años, era veterano de la guerra de Corea y recordaba a las mujeres que vio allí, pero nunca las relacionó con el placer que sentía cuando miraba a las muchachas norteamericanas.
Había visto mujeres agachadas en el barro, con las mejillas hundidas y los ojos brillando al reflejo de los bombardeos, desorbitados de terror por el rugido de los aviones. Había visto cuerpos esqueléticos cubiertos de harapos colgantes; mujeres que amamantaban a sus hijos con los senos al aire. Aquellos senos tendrían que haber sido fruta madura, rebosante de alimento, pero en lugar de eso eran arrugados y secos, uvas marchitas colgando de una parra hambrienta. Había visto mujeres, jóvenes y viejas, rebuscando comida en la basura y aún recordaba sus rostros y sus ojos hundidos, implorando sin palabras.
Ahora contemplaba a las muchachas. Miraba sus robustas piernas, sus firmes senos, sus traseros redondeados, y se sintió a gusto. A lo mejor estaba loco, pero era regocijante ver aquellos dientes blancos, aquellas caras bronceadas y aquellos cabellos descoloridos por el sol. De alguna forma, todo aquello hacía que él también se sintiera fuerte, y quizá estuviera loco, pero ni una sola vez relacionó aquello con lo que había visto en Corea.
El golpe en la puerta lo sobresaltó. Se giró desde la ventana.
—¿Quién es?
—Yo —contestó la voz—. Peter.
—¿Quién?
—Peter. Peter Bell.
«¿Quién es Peter Bell?», se preguntó. Se encogió de hombros y fue hasta la cómoda. Abrió el cajón de arriba y sacó su 38 del lugar en que descansaba junto a sus alfileres de corbata. Con el arma balanceándose a su lado, anduvo hasta la puerta y abrió una rendija. A un hombre sólo le puedes disparar una vez antes de que se dé cuenta de que no has abierto la puerta demasiado, incluso cuando el hombre de fuera ha dado ya su nombre.
—¿Bert? —probó la voz—. Soy Peter Bell. Abre la puerta.
—Me parece que no le conozco —replicó Kling cautelosamente mientras escudriñaba en la oscuridad del corredor, casi esperando la rociada de balas que astillaría la puerta de madera.
—¿Que no me conoces? Eh, muchacho, soy Peter. Eh, ¿no te acuerdas de mí? ¿Cuando éramos niños? ¿Allá arriba, en Riverhead? Soy yo. Peter Bell.
Kling abrió un poco más la puerta. El hombre que había en el pasillo no podía tener más de veintisiete años. Era alto y musculado. Llevaba una chaqueta de cuero marrón y una gorra de marino. A causa de la oscuridad, Kling no pudo distinguir bien sus rasgos, pero había algo familiar en la cara y empezó a sentirse ridículo con la pistola en la mano. Abrió la puerta.
—Pasa.
Peter Bell entró en la habitación. Casi enseguida vio el arma y abrió los ojos como platos.
—¡Eh! Eh, Bert, ¿qué te pasa?
Con la pistola en la mano floja, finalmente reconoció al hombre que tenía delante, en medio de la habitación, y se sintió tremendamente ridículo. Sonrió con timidez.
—La estaba limpiando.
—¿Me reconoces ahora? —preguntó Bell, y Kling tuvo la sensación de que su mentira no había colado.
—Sí —contestó—. ¿Cómo estás, Peter?
—Oh, así, así; pero no puedo quejarme.
Extendió la mano y Kling se la estrechó mientras observaba su cara a la luz de la habitación. Bell habría sido un hombre atractivo de no ser por la prominencia y la estructura de su nariz. De hecho, si había una parte de la cara que Kling no reconocía, era la estructura maciza y pronunciada que sobresalía entre sus ojos marrones y sensibles. Peter Bell, recordó ahora, habría sido un chico bastante guapo, y pensó que la nariz era una de esas cosas que crecen durante la adolescencia. La última vez que había visto a Bell fue quince años antes, cuando Bell se mudó a otro barrio del Riverhead. Así que había adquirido aquella nariz en algún momento de esos años. De pronto advirtió que estaba mirando descaradamente aquella protuberancia y su incomodidad aumentó cuando Bell comentó:
—Una buena napia, ¿no te parece? ¡Vaya pico! ¿Es una nariz o una trompa?
Kling aprovechó el momento para devolver su revólver al cajón todavía abierto de la cómoda.
—Supongo que te estarás preguntando por qué he venido —dijo Bell.
Lo cierto es que Kling se estaba preguntando eso mismo. Se volvió desde la cómoda.
—Bueno, no… Los viejos amigos, a menudo… —Se detuvo, incapaz de terminar la mentira. No consideraba a Peter Bell como un amigo. No lo había visto durante quince años, y además de chicos nunca fueron íntimos.
—Leí en los periódicos que te habían herido —comentó Bell—. Soy un gran lector. Compro seis periódicos cada día. ¿Qué te parece? Me apuesto lo que quieras a que ni siquiera sabías que hay seis periódicos en esta ciudad. Los leo todos, de punta a rabo. Nunca se me escapa nada.
Kling sonrió sin saber qué decir.
—Sí, señor —siguió Bell—, y lo cierto es que resultó un duro golpe para Molly y para mí cuando leímos que te habían disparado. Poco después pasé por Forrest Avenue y fui a ver a tu madre. Dijo que ella y tu padre estaban muy enfadados por lo ocurrido, pero que era de esperar.
—Bueno, sólo ha sido una herida en el hombro —declaró Kling.
—Sólo un rasguño, ¿eh? —Bell sonrió—. Bueno, tengo que reconocer que has tenido suerte, muchacho.
—Has hablado de Forrest Avenue. ¿Has vuelto al viejo barrio?
—¿Cómo? Oh, no, no. Ahora trabajo de taxista. Tengo mi propio coche, medallón y todo eso. Normalmente trabajo en Isola, pero me salió un viaje a Riverhead y así es como me encontré en Forrest Avenue y se me ocurrió visitar a tu madre.
Kling volvió a examinar a Bell y advirtió que su «gorra de marino» era en realidad una gorra de taxista.
—Leí en los periódicos dónde dejaron al heroico agente al salir del hospital —explicó Bell—. Daban tu dirección y todos los detalles. Ya no vives con los amigos, ¿verdad?
—No —contestó Kling—. Cuando volví de Corea…
—Yo me la perdí —interrumpió Bell—. Tímpano perforado, ¿no es de risa? Creo que el verdadero motivo para rechazarme fue mi napia. —Se la tocó—. Los periódicos dijeron que tu jefe te había dado otra semana de reposo —Bell sonrió. Sus dientes eran muy blancos e iguales y tenía una atractiva hendidura en el mentón. «Lástima que tenga una nariz tan horrible», pensó Kling—. ¿Qué se siente cuando uno es una celebridad? La próxima vez aparecerás en ese programa de televisión, contestando preguntas sobre Shakespeare.
—Verás… —empezó Kling con cansancio. Comenzó a desear que Bell se fuera. No le había pedido que viniera y lo encontraba cargante.
—Sí —continuó Bell—. Realmente he de reconocer que tienes suerte.
Luego siguió un largo y embarazoso silencio. Kling lo soportó cuanto pudo.
—¿Quieres una copa… alguna bebida? —preguntó por fin.
—Ni olerla —replicó Bell.
Volvió el silencio. Bell volvió a tocarse la nariz.
—La razón de que haya venido…
—¿Sí? —dijo Kling para animarlo a seguir.
—Si quieres que te diga la verdad, me da un poco de corte, pero Molly pensó… —Bell hizo una ligera pausa—. Estoy casado, ¿lo sabías?
—No lo sabía.
—Sí, con Molly. Una mujer maravillosa. Tenemos dos hijos. Y otro en camino.
—Qué bien. —Kling se sentía ya muy incómodo.
—Bueno, será mejor que vaya al grano. Molly tiene una hermana, una cría preciosa. Se llama Jeannie. Diecisiete años. Vive con nosotros desde que murió la madre de Molly, hará ahora dos años. Sí.
Bell volvió a guardar silencio.
—Ya veo. —Kling se preguntó qué tendría que ver él con la vida matrimonial de Bell.
—La chica es muy bonita. Verás, hablando en plata, es una fuera de serie. Está como Molly cuando tenía esa edad, y Molly no es de segunda fila. Ni siquiera ahora, preñada y todo.
—No te entiendo, Peter.
—Bueno, la chica anda por ahí.
—¿Anda por ahí?
—Bueno, eso es lo que Molly piensa. —De pronto Bell pareció incómodo—. Sabes, mi mujer no ve mal que salga con los chicos del barrio, pero la muchacha sale y Molly teme que se reúna con mala gente, ¿entiendes lo que quiero decir? La cosa no sería tan grave si Jeannie no fuera tan guapa, pero lo es. Quiero decir, verás, Bert, hablando en plata, la niña será mi cuñada y todo lo que quieras, pero está mejor que cualquier mujer mayor que conozcas. Créeme, es una fuera de serie.
—Muy bien.
—Pero Jeannie no nos cuenta nada. Le hablamos hasta que se nos seca la lengua y no le sacamos ni esto. A Molly se le ocurrió buscar un detective privado para que la siguiera, viera adonde iba y todo eso. Pero Bert, con el dinero que gano, no me puedo permitir el lujo de pagar a un detective privado. Además, de verdad que no creo que la chica esté haciendo nada malo.
—¿Qué es lo que quieres, que yo la siga? —preguntó Kling, viendo de pronto que el panorama se aclaraba.
—No, no. Nada de eso. Dios, ¿cómo iba a pedirte un favor así después de quince años? No, no, Bert.
—Entonces, ¿qué?
—Quiero que hables con ella. De esa manera, Molly se pondrá contenta. Mira, Bert, cuando una mujer está embarazada, tiene ideas tontas. Conservas, helados, en fin, antojos, ya sabes. Bueno, pues esto es lo mismo. Se le ha metido en la cabeza que Jeannie es una delincuente juvenil o algo parecido.
—¿Que yo le hable? —Kling estaba pasmado—. Ni siquiera la conozco. ¿De qué serviría que yo…?
—Eres agente de policía. Molly respeta la ley y el orden. Si llevo un policía a casa, será feliz.
—Diablos, prácticamente soy un novato.
—Bueno, pero eso no importa. Molly verá el uniforme y se sentirá feliz. Además, podrías ayudar a Jeannie realmente, ¿quién sabe? Quiero decir, si fuera verdad que estuviera liada con jóvenes maleantes.
—No, lo siento, Peter. No podría…
—Tienes toda la semana para ti —insistió Bell—, sin nada que hacer. Bert, he leído los periódicos: ¿crees que iba a pedirte que emplearas tu tiempo de descanso si supiera que estabas de ronda durante el día? Bert, créeme.
—Pero si no es eso, Peter. Es que no sabría qué decirle a la muchacha.
—Por favor, Bert. Es una cosa personal que te pido. Por los viejos tiempos. ¿Qué me contestas?
—No —replicó Kling.
—Existe la posibilidad de que ande liada con algunos granujas. ¿Qué pasa entonces? ¿Acaso un policía no debe prevenir los delitos, impedirlos antes de que se produzcan? Me estás decepcionando, Bert.
—Lo siento.
—Muy bien, muy bien, no hay por qué enfadarse. —Bell se levantó, como disponiéndose a marchar—. Pero, por si cambias de opinión, te dejaré mi dirección. —Sacó la cartera del bolsillo y buscó una hoja de papel.
—No tiene sentido…
—Sólo por si cambias de opinión —insistió Bell—. Aquí está. —Sacó un trozo de lápiz del bolsillo de la chaqueta de cuero y empezó a garrapatear en el papel—. Es en la calle De Witt, la casa grande que hay en mitad de la manzana. No tiene pérdida. Si cambias de opinión, pásate por allí mañana por la noche. Haré que Jeannie se quede en casa hasta las nueve. ¿De acuerdo?
—No creo que cambie de opinión —dijo Kling.
—Si cambiaras de parecer —respondió Bell— te lo agradecería mucho, Bert. Mañana por la noche, miércoles. ¿De acuerdo? Aquí tienes la dirección. —Le alargó el papel—. He puesto debajo el número de teléfono, por si te extravías. Es mejor que lo guardes en la cartera.
Kling cogió el papel y como Bell no le quitaba el ojo de encima, lo guardó en la cartera.
—Espero que vengas. —Bell se fue hasta la puerta—. De todos modos, gracias por escucharme. Ha sido estupendo eso de verte otra vez, Bert.
—Sí —contestó Kling.
—Hasta la vista. —Bell cerró la puerta tras él. La habitación recuperó su anterior calma.
Kling se fue a la ventana. Vio a Bell salir del edificio, subir a un taxi verde y amarillo, y alejarse del bordillo. El taxi había estado aparcado todo el tiempo delante de una boca contra incendios.