Capítulo 3
Capítulo 3
Se escriben canciones al sábado por la noche.
Todas esas canciones dicen que la del sábado es una noche especialmente solitaria. El mito forma parte de la cultura americana y todo el mundo lo sabe. Para en la calle a cualquiera que tenga entre seis y sesenta años, y pregúntale: «¿Cuál es la noche más solitaria de la semana?», y la respuesta será siempre: «La del sábado».
Bueno, la del martes no tiene tanta fama.
El martes no se ha beneficiado de la propaganda y la promoción de la prensa y nadie ha escrito una canción sobre la noche del martes. Pero, para mucha gente, las noches del sábado y del martes son exactamente iguales. Nadie puede calcular los grados de soledad. ¿Quién está más solo, un hombre en una isla desierta una noche de sábado, o la mujer que lleva la antorcha en el club nocturno más grande y ruidoso en una noche de martes? La soledad no se atiene al calendario. Sábado, martes, viernes o jueves, todo es lo mismo y todo es gris.
El martes por la noche, 12 de septiembre, un sedán Mercury de color negro estaba aparcado en una de las calles más solitarias de la ciudad, y dos hombres sentados en la parte delantera hacían uno de los trabajos más solitarios del mundo.
En Los Angeles, a ese trabajo lo llaman «vigilancia». En la ciudad para la que estos hombres trabajaban se conoce por el nombre de «plantón».
Un plantón exige una cierta inmunidad al sueño, una determinada inmunidad a la soledad y una buena cantidad de paciencia.
De los dos hombres sentados en el Mercury, el detective de segundo grado Meyer era el más paciente. De hecho, era el policía más paciente del Distrito 87, si no de toda la ciudad. Meyer tuvo un padre que se creía dotado de un gran sentido del humor. Se llamaba Max. Cuando Meyer nació, Max le puso de nombre Meyer. Esto se consideró de lo más cómico, llamar a un niño Meyer Meyer. Hay que ser muy paciente si, para empezar, naces judío. Y hay que ser superpaciente si tu graciosísimo padre te etiqueta, además, con un nombre como Meyer Meyer. Era paciente. Pero una larga vida entregada a la paciencia produce sus estragos y, como se suele decir, deja alguna huella. Meyer Meyer era tan calvo como una bola de billar, aunque sólo tenía treinta y siete años.
El detective de tercer grado Patillas se caía de sueño. Meyer sabía siempre cuándo Temple estaba a punto de quedarse roque. Patillas era un gigante, un hombre enorme, y Meyer suponía que necesitaba dormir más que los demás.
—¡Eh!
Patillas enarcó sus peludas cejas arrugando la frente.
—¿Qué pasa? —preguntó sobresaltado.
—Nada. ¿Qué te parece un atracador que se llama Clifford?
—Merece que lo maten. —Patillas se giró y sostuvo la mirada penetrante de los ojos celestes de Meyer.
—Pienso lo mismo. —Meyer sonrió—. ¿Estás despierto?
—Estoy despierto —dijo Patillas, y se rascó la barbilla—. Hace tres días que tengo este maldito picor. Me vuelve loco.
Volvió a rascarse.
—Si yo fuera atracador —continuó Meyer, pensando que la única manera de mantener despierto a Patillas era hablándole—, no elegiría un nombre como Clifford.
—Clifford suena a maricón —terció Patillas.
—Steve es un nombre más apropiado para un atracador —opinó Meyer.
—Que no te oiga Carella decir eso.
—Pero Clifford, no sé. ¿Crees que es su nombre real?
—Puede que sí. ¿Por qué si no es el suyo verdadero iba a molestarse en darlo?
—Eso es verdad.
—Para mí, lo más seguro es que es un psicópata —sugirió Patillas—. ¿Por qué si no iba a hacer una reverencia y dar las gracias a las víctimas? Debe de estar majara. Ya ha atacado a trece. ¿Te ha contado Willis lo de la mujer que vino esta tarde?
Meyer miró su reloj.
—Ayer por la tarde —corrigió—. Sí, me lo ha contado. A lo mejor el trece es el número de la mala suerte para Clifford.
—Sí, a lo mejor. ¿Sabes? No me gustan los atracadores. Son un latazo. —Se rascó—. Me gustan los caballeros ladrones.
—¿Que te gustan qué?
—Hasta me gustan los asesinos. En mi opinión, los asesinos tienen más clase que los atracadores.
—Dale tiempo a Cliff —sugirió Meyer—. Todavía se está calentando.
Los dos hombres guardaron silencio. Meyer pareció pensar en algo concreto.
—He estado siguiendo este caso en los periódicos —declaró por fin—. Uno de otro distrito. El treinta y tres, creo.
—¿Y de qué se trata?
—De un tío que va por ahí robando gatos.
—¿Qué? —preguntó Patillas—. ¿Has dicho gatos?
—Sí. —Meyer miró de cerca a su compañero—. Ya sabes, gatitos de las casas. Hasta ahora, hasta la semana pasada, ha habido dieciocho denuncias. Muchas, ¿no?
—Tú dirás.
—Lo estoy siguiendo —dijo Meyer—. Ya te diré cómo acaba.
Continuó vigilando a Patillas; había un parpadeo en sus ojos azules. Meyer era un hombre muy paciente. Si le había contado a Patillas lo de los gatos robados, era por una buena razón. Seguía mirándolo cuando advirtió que, de pronto, se ponía rígido.
—¿Qué? —preguntó.
—Shhh.
Prestaron atención. A lo lejos, al final de la oscura calle, oyeron el sonido inequívoco de unos tacones altos de mujer sobre el pavimento. El silencio de la ciudad los rodeaba, como una inmensa catedral cerrada durante la noche. Sólo el agudo y penetrante sonido de los tacones rompía la quietud. Siguieron sentados en silencio, esperando, vigilando.
La mujer pasó junto al coche sin girarse para mirarlo. Caminaba rápidamente, con la cabeza alta. Tendría unos treinta años, una mujer alta con una larga cabellera rubia. Dejó atrás el coche y el sonido de los pasos se fue apagando, pero los hombres siguieron escuchando en silencio.
Una cadencia de otro par de tacones fue acercándose poco a poco. No era el sonido ligero y hueco de los pasos de una mujer. Éstos eran más pesados. Eran los pasos de un hombre.
—¿Clifford? —preguntó Temple.
—Quizá.
Esperaron. Los pasos se acercaban. Miraron al hombre por el espejo retrovisor. Luego, simultáneamente, Patillas y Meyer salieron del coche, cada uno por su lado.
El hombre se detuvo, con el miedo reflejado en los ojos.
—Qué —dijo—. ¿Qué es esto? ¿Un atraco?
Meyer dio la vuelta por detrás del coche y se puso al lado del hombre. Patillas se puso delante para cerrarle el paso.
—¿Se llama usted Clifford? —preguntó Patillas.
—¿Cómo?
—Clifford.
—No —respondió el hombre sacudiendo violentamente la cabeza—. Se han confundido. Mire, yo…
—Policía —soltó Patillas con brusquedad y mostró su placa.
—¿Po… po… policía? ¿Qué debo hacer?
—¿Adónde iba? —preguntó Meyer.
—A casa. Acabo de salir del cine.
—Un poco tarde para salir del cine, ¿no le parece?
—¿Cómo? Oh, sí, nos paramos en un bar.
—¿Dónde vive usted?
—Ahí mismo, más allá, en esta calle —dijo el hombre perplejo y asustado.
—¿Cómo se llama?
—Me llamo Frankie. —Hizo una pausa—. Puede preguntar a cualquiera.
—Frankie qué.
—Frankie Oroglio. Con ge.
—¿Por qué seguía a esa mujer? —soltó Meyer.
—¿Qué dice? ¿Una muchacha? ¿Están locos o les pasa algo?
—Iba siguiendo a una muchacha —gritó Patillas—. ¿Por qué?
—¿Yo? —Oroglio se señaló con ambas manos en el pecho—. ¿Yo? Escuchen, chicos, se están confundiendo. Estoy seguro. Os equivocáis de tío.
—Una rubia acaba de pasar por esta calle —dijo Patillas y usted venía detrás de ella. Si no la seguía…
—¿Una rubia? —preguntó Oroglio.
—Sí, una rubia —repuso Patillas levantando la voz—. ¿Qué tiene que decir de eso?
—¿Con un abrigo azul? —preguntó Oroglio—. ¿Con un abriguito azul? ¿Se refieren a ella?
—A ella nos referimos —dijo Patillas.
—Oh, Dios mío —exclamó Oroglio.
—¿QUE TIENE QUE DECIR? —gritó Patillas.
—¡Es mi esposa!
—¿Qué?
—Mi esposa, mi esposa, Conchetta —Oroglio ahora agitaba su cabeza como un loco—. Mi esposa, Conchetta. No es rubia. Se tiñe.
—Oiga, señor.
—Lo juro. Hemos ido al cine juntos y luego nos hemos tomado unas cervezas. Discutimos en el bar. Y se fue sola. Siempre hace lo mismo. Es tonta.
—¿Sí? —dijo Meyer.
—Lo juro por los pelos de mi tía Christina. Estalla, se va y yo espero tres o cuatro minutos. Y luego la sigo. Eso es todo lo que hay. Dios, yo no he seguido a ninguna rubia.
Patillas miró a Meyer.
—Vengan a mi casa —dijo Oroglio—. Se la presentaré. ¡Es mi esposa! Oiga, ¿qué quieren? ¡Es mi esposa!
—Apuesto a que lo es —repuso Meyer en tono resignado. Pacientemente, se volvió a Patillas—. Vuelve al coche, George, que yo comprobaré esto.
Oroglio suspiró.
—Jesús, es divertido, ¿se dan cuenta? —y añadió aliviado—: Que me acusen de seguir a mi propia esposa. ¿No es chistoso?
—Podría haber sido más chistoso —opinó Meyer.
—¿Sí? ¿Cómo?
—Podría haber sido la esposa de cualquier otro.
Permaneció en las sombras de la calle, llevando la noche como una capa. Oía su propia respiración ligera y, más allá, el vasto murmullo de la ciudad, murmullo en sueños de una mujer de vientre abultado. Había luces en algunos apartamentos, centinelas solitarios que atravesaban la oscuridad de amarillo imperturbable. Pero estaba oscuro donde él se encontraba y la oscuridad era su amiga, y ambos esperaron hombro con hombro. Sólo sus ojos brillaban en la negrura, escudriñando, esperando.
Vio a la mujer mucho antes de que atravesara la calle. Llevaba zapatos planos con suelas y tacones de goma y no hacía ningún ruido, pero la vio inmediatamente y se puso tenso contra la pared mugrienta de ladrillo, esperando, examinándola, viendo su manera descuidada de llevar el bolso.
Parecía atlética.
Un barril de cerveza con piernas cortas. Las prefería con aspecto femenino. Ésta no llevaba tacones altos y caminaba con un balanceo elástico. Probablemente era una de esas andarinas, una de esas muchachas que caminan diez kilómetros antes del desayuno. Ahora estaba más cerca, aún con ese balanceo en su forma de caminar, como si anduviera sobre muelles. También sonreía, sonreía como un gran babuino despiojándose, quizá regresaba a casa después del bingo, o de una partida de póquer, quizá acaba de tener una buena racha y tal vez ese gran bolso que se balanceaba rebosaba de billetes jugosos.
Se abalanzó sobre ella.
Rodeó su cuello con un brazo y tiró de ella hacia él antes de que pudiera gritar, arrastrándola a lo más oscuro de la calle. Luego le dio la vuelta y le soltó el cuello, la agarró con una enorme mano del jersey, manteniéndolo en el puño apretado, y la empujó y golpeó contra la pared de ladrillo.
—Silencio —susurró.
La miró a la cara. Tenía los ojos verdes, entrecerrados, observándole. Era de nariz grande y piel curtida.
—¿Qué quiere de mí? —preguntó la mujer con voz bronca.
—El bolso —contestó él—. Rápido.
—¿Por qué lleva gafas de sol?
—¡Deme el bolso!
El hombre extendió la mano y ella lo apartó fuera de su alcance. La mano del hombre asió con más fuerza el jersey. Tiró de ella, separándola de la pared, y luego la empujó contra los ladrillos.
—¡El bolso!
—¡No!
El hombre alzó el puño izquierdo y golpeó la boca de la mujer. La cabeza se movió hacia atrás. Aturdida, sacudió la cabeza.
—Escúcheme. No quiero hacerle daño, ¿me oye? Esto sólo ha sido una advertencia. Ahora deme el bolso y no diga ni pío hasta que me haya ido. ¿Ha entendido? ¡Ni pío!
La mujer se pasó lentamente el dorso de la mano por la boca e intentó ver la sangre en la oscuridad.
—No vuelvas a tocarme —exclamó—. ¡Desgraciado!
El atracador la amenazó con el puño. De pronto, la mujer le dio una patada y el hombre se dobló de dolor y ella empezó a golpearlo en la cara con sus carnosos puños, una y otra vez.
—Estúpida… —farfulló él, luego la cogió por las muñecas y la aplastó contra la pared. La golpeó dos veces y sintió cómo sus nudillos se hundían en aquella cara fea y estúpida. La mujer cayó contra la pared, gimió, y luego se derrumbó en el suelo.
El hombre permaneció de pie, jadeante, junto a ella. Miró por encima del hombro hacia la calle y se levantó las gafas para ver mejor. Nadie a la vista. Rápidamente se inclinó y recogió el bolso del suelo.
La mujer no se movió.
Volvió a mirarla, intrigado. Maldita sea ¿por qué había sido tan estúpida? No quería que pasara aquello. Volvió a agacharse y puso su cabeza sobre el pecho de la mujer. Respiraba. Tranquilizado, se levantó, y una sonrisita atravesó su cara.
De pie, sobre ella, hizo una reverencia, con la mano que sostenía el bolso cruzada galantemente en la cintura.
—Clifford se lo agradece, señora.
Echó a correr y se perdió en la noche.