Capítulo 11
Capítulo 11
Fue Roger Havilland quien llevó a la comisaría al primer sospechoso del presunto atracador asesino.
El sospechoso era un muchacho llamado Sixto Fangez, un puertorriqueño que llevaba en la ciudad poco más de dos años. Sixto tenía veinte años y había sido miembro de una pandilla callejera conocida como «Los Tornados». Dejó la pandilla cuando se casó con una muchacha llamada Angelina. Angelina estaba embarazada.
Se acusaba a Sixto de haber dado una paliza a una puta y haberle robado treinta y dos dólares del bolso. La muchacha era una de las prostitutas mejor conocidas en la comisaría y, de hecho, en bastantes ocasiones, se había acostado con hombres de uniforme azul. Algunos de estos policías le habían pagado por el privilegio de su compañía.
En circunstancias normales, pese a que la muchacha había identificado positivamente a Sixto Fangez, Havilland habría olvidado de buen grado todo el asunto a cambio de una pequeña cantidad de dinero. Era sabido que muchos policías pasaban por alto las acusaciones de atraco cuando a la palabra adecuada se añadía la adecuada cantidad de dinero.
Pero ocurrió que los periódicos dieron mucha cobertura al funeral de Jeannie Paige —un funeral que se atrasó a causa de la minuciosa autopsia— la misma mañana en que Sixto fue conducido escaleras arriba hasta la sala de la patrulla.
Los periódicos también presionaban a los policías para que hicieran algo con el violento atracador. Era quizá por eso que habría que perdonar el excesivo celo de Havilland.
Hizo la ficha de un Sixto desconcertado y asustado, gritó sobre su hombro un «¡Sígueme!» que sonó como un ladrido, y lo condujo a una sala en cuya puerta figuraba el discreto rótulo de «Interrogatorio». Ya dentro de la sala, Havilland cerró la puerta con llave y encendió un cigarrillo con calma. Sixto lo miraba. Havilland era un hombre corpulento que, según sus propias palabras, «no admitía tonterías de nadie».
Una vez quiso acabar con una pelea callejera y, a cambio, sacó un brazo fracturado por cuatro sitios distintos. El proceso de curación, teniendo en cuenta que los huesos no se asentaron bien la primera vez y tuvo que ser operado una segunda, fue bastante doloroso. Y durante ese tiempo pudo pensar largo y tendido. Pensó sobre todo en cómo ser un buen policía. Y pensó también en cómo sobrevivir. Y se formó su propia filosofía.
Sixto ignoraba totalmente el proceso de pensamiento que había conducido a la formación del credo de Havilland. Sólo sabía que Havilland era el policía más odiado y temido del barrio.[3] Lo miró con interés, con una ligera capa de sudor sobre su fino labio superior, sin perder nunca de vista las manos de Havilland.
—Parece que te has metido en un pequeño lío, ¿eh, Sixto? —bromeó el policía.
Sixto asintió con la cabeza, parpadeando nerviosamente. Se humedeció los labios.
—Dime, ¿por qué pegaste a Carmen, eh? —preguntó apoyándose en la mesa y arrojando una bocanada de humo por la boca.
Sixto, menudo como un pajarito, restregó sus manos huesudas en el tosco tejido de sus pantalones. Carmen era la prostituta a quien presuntamente había atacado. Sabía que la mujer mantenía ocasionalmente relaciones amistosas con los polis. No sabía si Havilland estaba metido en eso. Guardó un calculado silencio.
—Eh —insistió Havilland amablemente, con una voz desacostumbradamente suave—, ¿por qué le pegaste a una chica tan guapa como Carmen?
Sixto siguió callado.
—¿Buscabas un coñito, eh, Sixto?
—No. Estoy casado —declaró Sixto—. Yo no voy de putas.
—Entonces, ¿qué hacías con Carmen?
—Me debía dinero —respondió Sixto—. Fui a que me lo devolviera.
—Así que le habías prestado dinero. ¿No es eso, Sixto?
—Sí.
—¿Cuánto?
—Unos cuarenta dólares.
—Y fuiste a verla y quisiste recuperarlos, ¿correcto?
—Sí. Era mi dinero. Se lo presté hará unos tres meses, quizá cuatro.
—¿Y para qué lo necesitaba Carmen?
—Mierda, es una drogata. ¿No lo sabía?
—Sí, me suena algo esa canción. —Havilland sonrió amablemente—. Así que necesitaba una dosis y fue a buscarte para que se la dieras, ¿no es eso, Sixto?
—No, no fue a buscarme. Dio la casualidad que yo estaba en el bar y me dijo que tenía el mono y por eso le dejé los cuarenta. Nada más. Y luego fui a que me los devolviera, pero puso dificultades.
—¿Qué tipo de dificultades?
—Dijo que el negocio iba mal, que venían pocos primos del centro y cosas por el estilo. Le dije que su negocio no era mi problema, que quería que me devolviera mis cuarenta dólares. Estoy casado. Pronto tendremos un niño. No puedo ir por ahí haciendo el tonto y prestando dinero a las putas.
—¿Trabajas, Sixto?
—Sí.[4] Trabajo en un restaurante del centro.
—¿Y cómo es que necesitabas con tanta urgencia esos cuarenta dólares?
—Ya se lo he dicho. Mi mujer está embarazada. Tengo que pagar las facturas del médico.
—¿Y por eso le pegaste a Carmen?
—Porque le dije que yo no tenía por qué ir detrás de una puta. Y le dije que quería mi dinero. Y entonces me contestó que mi Angelita también era una puta. ¡Hombre, decir eso de mi mujer, Angelita, que es tan pura como la Virgen María! Y le arreé en la boca. Eso fue lo que pasó.
—Y luego le quitaste el bolso, ¿verdad, Sixto?
—Sólo para coger mis cuarenta dólares.
—Y te llevaste treinta y dos, ¿no es cierto?
—Sí. Todavía me debe ocho.
Havilland asintió con simpatía. Arrastró un cenicero sobre la mesa y apagó en él su cigarrillo con pequeños golpes. Luego levantó la mirada hacia Sixto; una sonrisa se dibujaba en su cara de querube. Respiró profundamente y levantó los hombros.
—Ahora cuéntame la verdadera historia, Sixto —pidió con tono suave.
—Le he contado la verdadera historia. Es lo que pasó.
—¿Y qué me dices de las otras chicas que has atracado?
Sixto miró a Havilland sin pestañear. Por un momento, pareció haber perdido el habla.
—¿Qué?
—Las otras chicas de toda la ciudad. ¿Qué me dices?
—¿Qué? —repitió Sixto.
Havilland se separó de la mesa con gesto elegante. Dio tres pasos hacia donde estaba Sixto de pie. Sin dejar de sonreír, echó hacia atrás el puño y asestó un golpe con los nudillos en la boca de Sixto.
El puñetazo cogió a Sixto completamente desprevenido. Abrió mucho los ojos y retrocedió para mantenerse de pie. Tropezó con la pared y, con un gesto instintivo, se llevó el dorso de la mano a la boca. Una mancha roja de sangre tiñó la piel de sus dedos. Parpadeó y cruzó su mirada con la de Havilland.
—¿Por qué me pega?
—Háblame de las otras muchachas, Sixto —insistió Havilland acercándose otra vez.
—¿Qué otras muchachas? ¿Está usted loco o qué le pasa? Le pegué a una puta para que me devolviera mi…
Havilland alzó el brazo y le dio con el revés de la mano una bofetada. Luego con la palma abierta, repitió el golpe en la otra mejilla, y así sucesivamente, con el revés y la palma, una y otra vez, hasta que la cabeza de Sixto empezó a balancearse como una brizna de hierba azotada por el viento.
—Ave María —exclamó el puertorriqueño—, ¿por qué…?
—¡Cállate! —gritó Havilland—. ¡Háblame de los asaltos, tú, latino, hijo de puta! ¡Háblame de la rubia de diecisiete años que mataste la semana pasada!
—Yo no maté…
Havilland lo golpeó otra vez, lanzando su enorme puño a la cara de Sixto. Lo alcanzó debajo del ojo, y el muchacho cayó al suelo.
—¡Levántate! —gritó el policía, y le propinó un puntapié.
—Yo no he…
Havilland volvió a darle una patada. El muchacho empezó a sollozar. Logró ponerse de pie y Havilland lo golpeó primero en el estómago y luego en la cara. Sixto quedó doblado contra la pared, llorando a gritos.
—¿Por qué la mataste?
Sixto no pudo contestar. Negó una y otra vez con la cabeza, sin dejar de llorar. Havilland lo asió por las solapas de la chaqueta y lo empujó una y otra vez para que la cabeza del muchacho chocara contra la pared.
—¿Por qué, condenado latino? ¿Por qué? ¿Por qué?
Pero Sixto sólo podía negar con la cabeza y, al cabo de un rato, cuando su cabeza cayó hacia un lado al perder la conciencia, dejó de hacerlo.
Havilland lo examinó un momento. Suspiró profundamente, se dirigió a un pequeño lavabo en un rincón de la sala y se lavó la sangre de las manos. Luego encendió un cigarrillo, volvió a la mesa y se sentó. Era una maldita vergüenza, pensó, pero no creía que Sixto fuera el hombre que buscaban. Aún tenía que responder por lo de Carmen, pero no le podían colgar el sambenito del asesinato. Era una maldita vergüenza.
Al poco rato, Havilland abrió la puerta y se fue a la oficina contigua. Miscolo levantó la mirada de la máquina de escribir.
—Hay un latino en la puerta de al lado —informó Havilland, y dio una chupada al cigarrillo.
—¿Sí? —dijo Miscolo.
—Sí —dijo Havilland con un movimiento de cabeza—. Se ha caído y se ha hecho daño. Será mejor que llames a un médico, ¿eh?
En otro lugar de la ciudad, los detectives Meyer y Patillas llevaban a cabo un método de interrogatorio algo más ortodoxo.
Meyer, personalmente, estaba agradecido por la oportunidad que se le presentaba. Siguiendo las órdenes del teniente Byrnes, había estado interrogando a seis violadores hasta que no pudo más. No es que no le gustaran los interrogatorios; era, simplemente, que le repugnaban esa clase de delincuentes.
Las gafas de sol encontradas cerca del cuerpo de Jeannie Paige llevaban una pequeña C dentro de un círculo sobre el puente. La policía contactó a varios tenderos y uno de ellos identificó la C como la marca de una compañía conocida como Candrel, Inc. Byrnes sacó a Meyer y Patillas del tejido pegajoso y degenerado del 87 y, con gran disgusto por parte de ellos, los envió a Majesta, donde se encontraba la fábrica.
La oficina de Geoffrey Candrel estaba en el tercer piso de la fábrica, un rectángulo insonorizado de paredes de pino nudoso y mobiliario moderno. La mesa parecía suspendida en el aire. Un cuadro en la pared detrás de la mesa recordaba a una máquina computadora con una crisis nerviosa.
Candrel, un hombre obeso, estaba sentado en un gran sillón de cuero. Miró las gafas rotas sobre la mesa y las empujó con su carnoso dedo índice, como si tocara a una serpiente y quisiera saber si aún estaba viva.
—Sí. —Su voz era grave y retumbaba en su pecho—. Sí, fabricamos estas gafas.
—¿Puede decirnos algo sobre ellas? —preguntó Meyer.
—¿Que si puedo decirles algo? —Candrel sonrió con aire de superioridad—. He estado haciendo monturas para todo tipo de cristales desde hace más de catorce años. ¿Y me pregunta que si puedo decirles algo de ellas? Amigo mío, puedo decirle cuanto quiera.
—Bien, ¿podría decirnos…?
—El problema con la mayoría de la gente —siguió Candrel— es que se creen que es muy sencillo hacer monturas para gafas, o cualquier clase de montura para un cristal. Bien, caballeros, eso no es verdad, simplemente. A menos que nos encontremos con un fabricante de pega a quien no le importe el producto que saca al mercado. A Candrel le importa y Candrel respeta al consumidor.
—Bien, quizá usted podría…
—Empecemos con la plancha del material —prosiguió Candrel haciendo caso omiso de Meyer—. Se llama zyl, nombre comercial del nitrato de celulosa para usos ópticos. Estampamos la forma de los frontales y las patillas en la plancha.
—¿Frontales? —inquirió Meyer.
—¿Patillas? —preguntó Patillas.
—Los frontales son los marcos que sustentan las lentes. Las patillas son los dos chismes que se ajustan a las orejas.
—Ya veo —dijo Meyer—. Pero estas gafas…
—Después de la estampación, los frontales y las patillas se trabajan con una máquina para poner las acanaladuras en los aros y eliminar las aristas producidas por el estampado. Luego se pegan los apoyos de la nariz a los frontales. Después de eso, una fresa iguala los apoyos con los frontales en una operación de «fresado».
—Sí, señor, pero…
—Con eso no se acaba —siguió Candrel—. Para igualar mejor los apoyos de la nariz, se frotan con una rueda húmeda de piedra pómez. Luego los frontales y las patillas pasan a una operación de desbastado. Se introducen en un tambor de piedra pómez y al girar desaparecen todas las asperezas. En la operación de acabado, esos mismos frontales y patillas se introducen en un tambor con trocitos de madera (aproximadamente de dos centímetros y medio de longitud por ocho milímetros de ancho) junto con un lubricante y nuestra composición secreta. Las estaquitas de madera rozan los frontales y las patillas y los pulen.
—Señor, nos gustaría…
—Después de eso —continuó Candrel con el entrecejo fruncido, pues no estaba acostumbrado a que lo interrumpieran— se colocan bisagras a los frontales y a las patillas, y las bisagras se cubren con protectores, y luego se unen los frontales a las patillas con tornillos. Se ingletean los ángulos y luego los bordes se redondean con piedra pómez en la sala de frotación. Después de eso…
—Señor…
—Después de eso, las monturas se lavan y limpian y se envían a la sala de pulido. Todas nuestras monturas se pulen a mano, caballeros. Muchas fábricas se limitan a bañar las monturas en un disolvente para que parezcan pulidas. Nosotros, no. Nosotros las pulimos a mano.
—Es admirable, señor Candrel —dijo Meyer—, pero…
—Y cuando ponemos cristales planos, usamos lentes de base seis, unas lentes que han sido pulidas y no ofrecen distorsión. Nuestras gafas de sol de cristales planos se hacen con lentes de seis dioptrías, caballeros. Y recuerden, las lentes de base seis son ópticamente correctas.
—Seguro que sí —admitió un Meyer agotado.
—Fíjese —señaló Candrel con orgullo—, nuestras mejores gafas se venden a veinte dólares.
—¿Y éstas? —preguntó Meyer señalando a las que había sobre la mesa.
—Sí. —Candrel volvió a empujarlas con el dedo—. Por supuesto también fabricamos gamas más baratas. Se inyecta poliestireno en un molde. Es una operación de moldeado de alta velocidad con presión hidráulica. Semiautomática, ¿sabe? En esos casos, por supuesto, empleamos lentes más baratas.
—¿Y estas gafas son de la gama más barata? —preguntó Meyer.
—Ah… sí. —De pronto Candrel pareció a disgusto.
—¿Cuánto cuestan?
—Las vendemos a las tiendas a treinta y cinco centavos la unidad. Lo más probable es que el precio al público esté entre los setenta y cinco centavos y el dólar.
—¿Qué me dice de la distribución? —preguntó Patillas.
—¿Perdón?
—¿Dónde se venden? ¿Algunas tiendas en particular?
Candrel empujó las gafas hasta el extremo más alejado de su mesa, como si de pronto hubieran contraído la lepra.
—Caballeros —declaró—, pueden adquirir estas gafas en cualquier tienda de baratillo de la ciudad.