Capítulo 15

Capítulo 15

El informe sobre el paquete de cigarrillos Pall Mall y la caja de cerillas llegó después, aquella misma tarde. Decía simplemente que aquellos artículos, como era de esperar, habían sido tocados con los dedos numerosas veces. Lo único que pudieron obtener los chicos de huellas dactilares fue un montón de huellas borrosas y sin ningún valor práctico.

La caja de cerillas, con su llamativo anuncio de Los Tres Ases, se devolvió al Departamento de Detectives, y los de Homicidios Norte y los del Distrito 87 suspiraron profundamente al advertir que la caja de cerillas significaba más caminatas.

Kling se vistió cuidadosamente para su cita.

No sabía exactamente por qué, pero tenía la impresión de que tenía que poner el mismo cuidado en el trato y en la comida con Claire Townsend. Admitió que nunca —bueno, quizá pocas veces— había estado tan colado por una muchacha, y que probablemente se hundiría para siempre —bueno, o por mucho tiempo— si llegara a perderla. No tenía idea de cómo conquistarla, salvo la intuición de ir con sumo cuidado. Después de todo, ella le había advertido repetidamente. Había puesto el cartel de «no moleste», luego se lo había leído en voz alta y, por último, se lo había dicho en seis idiomas, a pesar de lo cual había aceptado su proposición.

«Lo que prueba, más allá de toda duda, que la muchacha está locamente enamorada de mí».

Y esta muestra de deducción estaba, más o menos, al mismo nivel que el trabajo de detectives que había hecho hasta aquel momento. Su intento frustrado de llegar a alguna parte en la muerte de Jeannie Paige lo hacía sentirse como un tonto. Deseaba ardientemente que algún día lo ascendieran a detective de tercer grado, pero ahora dudaba de sus dotes para tal puesto. Habían pasado ya casi dos semanas desde que Peter Bell le había venido con su petición. Hacía casi dos semanas que Peter Bell le había garabateado su dirección en un trozo de papel, un papel que había guardado en su cartera. Habían pasado muchas cosas en esas casi dos semanas. Y todo lo ocurrido le daba motivos para buscar un poco de solaz para su alma.

Estaba sumido en esos pensamientos, casi decidido a dejar que resolvieran el caso los hombres mejor preparados para manejar esos asuntos. Sus andanzas de aficionado y sus torpes preguntas merecían la peor nota o, al menos, así pensaba él. Lo único importante que había sacado de todo era Claire Townsend. Claire, estaba seguro, era importante. Ya lo era y tenía la sensación de que lo sería todavía más a medida que pasara el tiempo.

«Así que vamos a limpiarnos los malditos zapatos. ¿O quieres parecer un desaliñado?».

Sacó los zapatos del armario, se los puso encima de unos calcetines que seguramente mancharía y tendría que cambiar, y se sentó junto a su caja de limpiabotas dispuesto a trabajar.

Escupía en el zapato derecho cuando alguien llamó en la puerta con los nudillos.

—¿Quién es?

—Policía. Abra —dijo una voz.

—¿Quién?

—Policía.

Kling se levantó, con los pantalones enrollados y las manos manchadas de betún.

—¿Es una broma? —Se acercó a la puerta.

—Vamos, Kling —insistió la voz—. Ya sabes de qué va.

Kling abrió la puerta. Había dos hombres en el pasillo. Ambos eran altos, ambos vestían chaquetas de punto sobre jerséis con cuello en pico, ambos parecían de mal humor.

—¿Bert Kling? —preguntó uno de ellos.

—Sí —contestó confundido.

Brilló una placa.

—Monoghan y Monroe. De homicidios. Yo soy Monoghan.

—Y yo Monroe —dijo el otro.

Parecen gemelos, pensó Kling. No se le ocurrió sonreír. Ninguno de los dos sonreía. Como si acabaran de salir de un funeral.

—Pasad, muchachos —invitó Kling—. Me estaba vistiendo.

—Gracias —dijo Monoghan.

—Gracias —repitió el otro como un eco.

Entraron en la habitación. Y los dos se quitaron el sombrero. Kling los miró expectante.

—¿Os apetece una copa? —preguntó mientras se preguntaba a qué habrían venido, sintiendo algo parecido al respeto y al temor.

—Un vaso corto —dijo Monoghan.

—Una gota de whisky —añadió Monroe.

Kling se fue al armario y sacó una botella.

—¿Va bien un bourbon?

—Cuando yo era patrullero —dijo Monoghan— no tenía dinero para comprar bourbon.

—Es un regalo —informó Kling.

—Nunca tomaba whisky. Si alguien en la ronda quería que bebiera, se la jugaba.

—Así es como tiene que ser —declaró Monroe.

—Es un regalo de mi padre. Cuando estuve en el hospital. Las enfermeras no me la dejaron abrir allí.

—No puedes criticarlas por eso —dijo Monoghan.

—Habrías convertido aquello en una taberna —añadió Monroe sin sonreír.

Kling trajo las bebidas. Monoghan dudó.

—¿No bebes con nosotros?

—Tengo una cita importante —informó Kling—. Quiero tener la cabeza despejada.

Monoghan lo miró con ojos planos de reptil. Se encogió de hombros y se dirigió a Monroe.

—Por ti —brindó.

—Por ti —respondió Monroe sin sonreír y se bebió todo de golpe.

—Buen bourbon —dijo Monoghan.

—Excelente —remachó Monroe.

—¿Más? —preguntó Kling.

—Gracias —dijo Monoghan.

—No —dijo Monroe.

—¿Habéis dicho que sois de Homicidios?

—De Homicidios Norte.

—Monoghan y Monroe —presentó Monroe—. ¿No has oído hablar de nosotros? Descubrimos el triple asesinato de Nelson-Nichols-Permen.

—Oh —exclamó Kling.

—Sí —dijo Monoghan modestamente—. Un gran caso.

—Uno de los más grandes —corroboró Monroe.

—Un gran caso.

—Sí.

—¿En qué trabajáis ahora? —preguntó Kling sonriendo.

—En el asesinato de Jeannie Paige —declaró Monoghan con tono neutro.

—¿Sí? —Kling sintió una punzada de miedo en la garganta.

—Sí —dijo Monoghan.

—Sí —repitió Monroe.

Monoghan carraspeó.

—¿Cuánto tiempo hace que estás en la policía, Kling?

—Hace… hace poco tiempo.

—Me lo imaginaba —comentó Monoghan.

—Claro —dijo Monroe.

—¿Te gusta tu trabajo?

—Sí —respondió Kling con recelo.

—¿Quieres conservarlo?

—¿Quieres seguir siendo policía?

—Sí, naturalmente.

—Entonces, sal de Homicidios.

—¿Qué? —inquirió Kling.

—Ha dicho —aclaró Monroe— que salgas de Homicidios.

—No… no entiendo lo que quieres decir.

—Queremos decir que te apartes de los fiambres. Los fiambres son cosa nuestra.

—Nos gustan los fiambres —aseguró Monroe.

—Somos especialistas, ¿entiendes? Llamas a un cardiólogo cuando estás enfermo del corazón, ¿verdad? Y a un otorrino cuando tienes laringitis, ¿no es así? Pues bien, cuando tienes un fiambre, llamas a Homicidios. A nosotros. Monoghan y Monroe.

—No llamas a un patrullero.

—A Homicidios. No a un policía que hace rondas.

—No a un patas.

—No a un guardia de la porra.

—No a un guardia de tráfico.

—No a ti —puntualizó Monoghan.

—¿Está claro?

—Sí —dijo Kling.

—Y va a quedar más claro —añadió Monoghan—. El teniente quiere verte.

—¿Para qué?

—El teniente es un tío divertido. Cree que Homicidios es el mejor departamento de la ciudad. Es el encargado y no le gusta que la policía venga cuando no se la llama. Te voy a revelar un secreto. Ni siquiera le gusta que los detectives de tu comisaría metan las narices en un asesinato. El problema es que no puede rechazar su ayuda o su cooperación, sobre todo cuando tu distrito amontona tantos malditos homicidios cada año. Por eso tolera a los detectives, pero no tiene por qué tolerar a los asquerosos patrulleros.

—Pero… pero ¿por qué quiere verme? Ahora lo entiendo. No tendría que haber metido la nariz, lo siento, yo…

—No tenías que haber metido tu nariz —admitió Monoghan.

—De ninguna manera.

—Pero no he hecho ningún daño. Yo sólo…

—¿Quién sabe el daño que has hecho? —inquirió Monoghan.

—Puedes haber hecho un daño incalculable —añadió Monroe.

—Demonios —exclamó Kling—. Tengo una cita.

—Sí —convino Monoghan—. Con el teniente.

—Llama a tu amiga —aconsejó Monroe—. Dile que la policía te está fastidiando.

—No sé dónde llamarla. —Miró su reloj—. Está en clase.

—Pervirtiendo la moral de un menor —declaró Monoghan con una sonrisa.

—Será mejor que no se lo digas al teniente.

—Estudia en la universidad —puntualizó Kling—. ¿Estaré listo a las siete?

—Quizá —respondió Monoghan.

—Coge tu abrigo —ordenó Monroe.

—No necesita abrigo. Hace buen tiempo.

—Puede hacer frío más tarde. Es época de pulmonías.

—¿Puedo lavarme las manos? —preguntó Kling después de respirar hondo.

—¿Qué? —dijo Monoghan.

—Es una persona aseada —declaró Monroe.

—Es que tengo que lavarme las manos.

—Muy bien, pues lávatelas. Pero deprisa. Al teniente no le gusta que lo hagan esperar.

El edificio de Homicidios Norte era el más pobre, repelente, sucio y miserable que Kling había visto en su vida. Era el lugar apropiado para Homicidios, pensó inmediatamente. Incluso apestaba a muerte. Siguió a Monoghan y Monroe después de pasar junto a la mesa del sargento y luego recorrieron un pasillo estrecho, mal iluminado y provisto de bancos. Oyó el repiqueteo de las máquinas de escribir detrás de las puertas cerradas. Una puerta entornada le dejó ver a un hombre en mangas de camisa con una pistolera al hombro. El lugar daba la impresión de ser la ajetreada oficina de un banquero. Sonaban los teléfonos, corría la gente cargada de papeles de una oficina a otra, los hombres se detenían a beber en la fuente de agua; todo ello en un diminuto interior de iluminación dantesca.

—Siéntate —ordenó Monoghan.

—Enfría un poco los talones —añadió Monroe.

—El teniente está dictando un informe. Estará contigo en poco rato.

Al cabo de una hora, Kling pensó que cualquier cosa que estuviera dictando el buen teniente, seguro que no era un informe. Probablemente era el volumen segundo de su autobiografía, Los años de patrullero. Ya hacía rato que había renunciado a la posibilidad de llegar a tiempo a su cita con Claire. Ya eran las siete menos cuarto y el tiempo corría a velocidad de vértigo. Con suerte, pensó, podría alcanzarla en la universidad, suponiendo que ella le diera el beneficio de la duda y lo esperara todavía un rato. Lo cual, considerando su resistencia a aceptar la cita, era suponer demasiado.

A las 8.20 paró a un hombre en el pasillo y le preguntó si podía usar el teléfono. El hombre lo miró con acritud.

—Será mejor que esperes a ver al teniente. Está dictando un informe.

—¿Sobre qué? —graznó Kling—. ¿Sobre cómo desmantelar un coche patrulla?

—¿Qué? —dijo el hombre—. Ah, sí, ya lo he cogido. Divertido. —Se acercó a la fuente—. ¿Quieres un vaso de agua?

—No he probado bocado desde mediodía —informó Kling.

—Bebe un poco de agua. Te sentará el estómago.

—¿No hay pan para acompañarla? —preguntó Kling.

—¿Qué? —preguntó el hombre—. Ah, sí, ya lo he cogido. Divertido.

—¿Cuánto tiempo crees que tardará?

—Depende. Dicta despacio.

—¿Cuánto tiempo lleva el teniente en Homicidios Norte?

—Cinco, diez años. No lo sé.

—¿Dónde trabajó antes? ¿En Dachau?

—¿Qué? Oh, ya lo he cogido.

—Divertido —añadió Kling con tono seco—. ¿Dónde están Monoghan y Monroe?

—Se han ido a casa. Trabajan mucho esos dos. Han tenido un día muy duro.

—Escucha —dijo Kling—, tengo hambre. ¿No podrías decirle que se dé prisa?

—¿Al teniente? ¿Yo, decirle al teniente que se dé prisa? Es lo más divertido que has dicho hasta ahora.

Meneando la cabeza, desapareció por el pasillo, no sin antes volver la cabeza para mirar a Kling con incredulidad.

A las 10.33, un detective con una pistola al cinto apareció en el pasillo.

—¿Bert Kling? —preguntó.

—Sí —respondió éste con aire cansado.

—El teniente Hawthorne quiere verte ahora.

—Aleluya…

—No te hagas el ingenioso con el teniente —aconsejó el detective—. No ha comido desde anoche.

Llevó a Kling hasta una puerta desvencijada con el consiguiente rótulo de TENIENTE HENRY HAWTHORNE, la abrió y lo anunció:

—Kling, teniente.

Luego lo empujó dentro y se marchó, cerrando la puerta tras él.

Hawthorne estaba sentado detrás de una mesa en un extremo de la habitación. Era un hombre pequeño, calvo y de ojos azules. Llevaba las mangas de la camisa blanca recogidas por encima de los codos, el cuello desabotonado y la corbata floja. De su funda ajustada al hombro sobresalía la culata de nogal de una 45 automática. La mesa estaba limpia, sin papeles. Una fila de archivos formaba una muralla detrás de la mesa y a los lados. Los postigos de la ventana, a la izquierda de la mesa, estaban herméticamente cerrados. Sobre la mesa, una placa de madera: LT. HAWTHORNE.

—¿Kling? —Su voz era aguda y metálica, como una doble nota do mayor forzada en una trompeta rota.

—Sí, señor —afirmó Kling.

—Siéntate. —Hawthorne señaló la silla de recto respaldo al lado de la mesa.

—Gracias, señor —Kling se acercó a la silla y se sentó. Estaba nervioso, muy nervioso. Ciertamente, no quería perder su empleo, y Hawthorne parecía un tipo correoso. Se preguntó si un teniente de Homicidios podía exigir al comisario que despidiera a un patrullero y se contestó que sí. Tragó saliva. Ya no se acordaba de Claire ni de su hambre.

—Así que usted es el señor Sherlock Holmes, ¿eh?

Kling no supo qué contestar. No sabía si sonreír o bajar la mirada.

—Así que usted es el señor Sherlock Holmes —repitió enfáticamente después de observarlo detenidamente.

—¿Señor? —dijo Kling educadamente.

—Embaucando a la gente con un caso de asesinato, ¿eh?

—No me di cuenta, señor, que…

—Escucha, Sherlock —le interrumpió Hawthorne dando una palmada en la mesa—. Esta tarde hemos tenido aquí una llamada telefónica. —Abrió el cajón superior—. Registrada a las… —consultó un cuaderno— a las dieciséis treinta y siete. Decía que estabas liándola por ahí con lo de Jeannie Paige. —Cerró el cajón violentamente—. He sido muy amable contigo, Sherlock. Podía haberme ido directamente al capitán Frick de la Ochenta y siete. Resulta que la Ochenta y siete es tu comisaría, y resulta que el capitán Frick es un viejo y buen amigo mío, y el capitán Frick no aguanta tonterías de patrulleros fisgones que lo que tienen que hacer son sus rondas a pie. Al teniente Byrnes, de tu comisaría, también le gusta meter las narices en los casos de asesinato, pero contra eso no puedo hacer demasiado, como no sea hacerle ver de vez en cuando que no aprecio mucho su ayuda de abuelita buena. Pero si la Ochenta y siete se cree que un patrullero se va a entrometer en mis cosas, si la Ochenta y siete piensa…

—Señor, en mi comisaría no saben nada acerca de mi…

—¡Y TODAVÍA NO LO SABEN! —exclamó Hawthorne—. Y no lo saben porque he sido lo bastante amable para no decírselo al capitán Frick. He sido bueno contigo, Sherlock, recuérdalo. He sido bueno y amable contigo, así que ¡cállate la boca!

—Señor, yo no…

—Muy bien, escucha, Sherlock. Si vuelvo a enterarme de que tú, aunque sólo sea eso, piensas en Jeannie Paige, vas a saber lo que es bueno. No me estoy refiriendo a un traslado para que hagas tu ronda en Bethtown, no. Me refiero a que te irás ¡FUERA! Te pondré de patitas en la calle. A la intemperie. Y no pienses que no puedo hacerlo.

—Señor, no creí…

—Conozco al comisario como a la palma de mi mano. El comisario vendería a su mujer si yo se lo pidiera. Así de bien lo conozco. Así que no pienses ni por un segundo que no se iba a quitar de encima a un moscón de patrullero si yo se lo pido. No se te ocurra pensarlo, Sherlock.

—Señor…

—Ni se te ocurra pensar que estoy bromeando, Sherlock, porque nunca bromeo cuando se trata de un asesinato. Estás tonteando con asesinos, ¿es que no te das cuenta? Has ido por ahí haciendo preguntas, y sólo Dios sabe lo que te han ocultado y cuánto de nuestro trabajo cuidadoso has estropeado, ¡ASÍ QUE QUÉDATE FUERA! ¡Vete a patear tu maldita ronda! Si oigo otra queja sobre ti…

—¿Señor?

—¿QUÉ PASA?

—¿Quién llamó, señor?

—¡Eso no es asunto tuyo! —gritó Hawthorne.

—Sí, señor.

—Sal de mi despacho. Me pones enfermo. Sal de mi despacho.

—Sí, señor. —Kling se levantó y se dirigió a la puerta.

—¡Y NO TONTEES CON ASESINOS! —gritó Hawthorne antes de que saliera.

Llamó a Claire a las once y diez. Sonó el teléfono seis veces y, estaba a punto de colgar, temiendo que fuera a despertarla, cuando alguien descolgó el auricular.

—¿Sí? —Claire tenía la voz somnolienta.

—¿Claire?

—Sí, ¿quién es?

—¿Te he despertado?

—Sí. —Hubo un momento de silencio y luego su voz sonó con más viveza—. Bert, ¿eres tú?

—Sí, Claire, lo siento. Yo…

—La última vez que me dieron un plantón tenía dieciséis años y tuve…

—Claire, de verdad, no ha sido así. Unos policías de homicidios…

—Me siento como si me hubieras dado plantón. Esperé en la oficina del periódico hasta las ocho menos cuarto, Dios sabe que es cierto. ¿Por qué no llamaste?

—No me dejaron usar el teléfono. Además —añadió después de una pausa—, no sabía a qué número llamarte.

Claire guardó silencio.

—¿Claire?

—Estoy aquí —dijo secamente.

—¿Puedo verte mañana? Podemos pasar el día juntos. Mañana estoy libre.

Silencio de nuevo.

—¿Claire?

—Te oigo.

—¿Y bien?

—Bert, ¿por qué no dejamos las cosas como están? Pensemos que lo de esta noche es un presagio, que es mejor olvidarse de todo, ¿de acuerdo?

—No —dijo Kling.

—Bert…

—¡No! Te recojo a mediodía, ¿quieres?

Silencio.

—¿Claire?

—Muy bien, sí —convino ella—. A mediodía.

—Ya te explicaré… He tenido un pequeño problema.

—Muy bien.

—¿A mediodía?

—Sí.

—¿Claire?

—¿Sí?

—Buenas noches, Claire.

—Buenas noches, Bert.

—Siento haberte despertado.

—No importa, sólo estaba adormilada.

—Buenas noches, Claire.

—Buenas noches, Bert.

Kling quería decir más cosas, pero oyó el clic del teléfono cuando ella colgó. Suspiró, salió de la cabina y pidió un filete con champiñones, cebolla frita, dos patatas asadas, un gran plato de ensalada con queso roquefort y un vaso de leche. Terminó la cena con tres vasos más de leche y un pastel de chocolate.

Al salir del restaurante se compró un caramelo. Y luego se fue a casa a dormir.