Capítulo 10

Capítulo 10

En toda la ciudad, sobre todo en Riverhead, los cavernícolas han construido miríadas de viviendas a las que llaman casas de apartamentos de clase media. Estos edificios, generalmente de ladrillo amarillo, se disponen de tal modo que desde la calle no se ve la ropa tendida, salvo cuando una desconsiderada autoridad de tráfico decide construir una estructura elevada que atraviese los patios traseros.

Delante de los edificios cuelga otro tipo de ropa. Allí es donde se reúnen las mujeres. Se sientan para jugar al bridge o para hacer punto al sol, charlan y, con su charla, lavan la ropa sucia del edificio de apartamentos. En tres escasos minutos, estas distinguidas damas arruinan la reputación de cualquiera. El hacha, afilada durante una amistosa discusión en el juego de mah jong de la noche anterior, cae con notoria brusquedad. La cabeza, con igual notoria rapidez, cae en el cesto, y la discusión termina perdiéndose en temas como: «¿Debe practicarse el control de natalidad en las Islas Vírgenes?».

La temporada otoñal era muy seductora a última hora de la tarde de aquel lunes 18 de septiembre. Las mujeres remoloneaban delante de los edificios, a sabiendas de que sus maridos hambrientos pronto llegarían a casa para cenar; y a pesar de eso, remoloneaban, saboreando la tentadora brisa. Cuando el hombre alto y rubio se detuvo delante del número 728 de la avenida Peterson, comprobó la dirección en lo alto del arco de la puerta y se introdujo en el vestíbulo, todo tipo de especulaciones entraron en liza entre las que hacían punto. Tras un momento de consultas, una de las mujeres —conocida por Birdie— fue elegida para entrar sigilosa y discretamente en el vestíbulo y, si la ocasión era propicia, seguir disimuladamente por las escaleras al bien parecido forastero.

Por culpa de su discreción, Birdie perdió su gran oportunidad. Cuando llegó al interior del vestíbulo, Kling ya se había desvanecido.

Tras hallar el apellido «Townsend» en la larga fila de buzones de latón, pulsó el botón que había al lado, se apoyó en el quicio de la puerta interior y esperó a que el zumbido anunciara la apertura de la puerta. Luego subió al cuarto piso, encontró el apartamento 47 y pulsó otro botón.

Y ahora esperaba. Volvió a pulsar el botón. De pronto, se abrió la puerta. No había oído pasos y el movimiento repentino de la puerta al abrirse lo cogió por sorpresa. Inconscientemente, lo primero que hizo fue mirar los pies de la muchacha. Iba descalza.

—Me crié en los Ozarks —dijo ella, siguiendo su mirada—. Tenemos aspiradora, limpiadora de alfombras, olla a presión, un montón de enciclopedias y estoy suscrita a la mayoría de revistas. Venda lo que venda, lo más probable es que ya lo tengamos y no estamos interesados en votarlo.

Kling sonrió.

—Lo que vendo es una despepitadora automática.

—No comemos manzanas —replicó la muchacha.

—Ésta cubre de tierra vegetal las simientes y las convierte en fibras. La despepitadora va acompañada de un manual de instrucciones que explica cómo tejer esteras de fibra.

La muchacha alzó una ceja interrogante.

—Viene en seis colores —prosiguió Kling—, marrón tostado, melocotón melba, rojo fucsia…

—¿Habla en serio? —La muchacha parecía confundida.

—… azul corrector de pruebas —continuó Kling—, verde bilioso y amanecer de medianoche. —Recuperó el aliento y preguntó—: ¿Le interesa?

—Demonios, no —replicó algo asombrada.

—Me llamo Bert Kling —se presentó seriamente—. Soy policía.

—Ahora parece el comienzo de un programa de televisión.

—¿Puedo pasar?

—¿He hecho algo malo? ¿He aparcado el maldito cacharro delante de una boca de incendios?

—No.

—¿Dónde está su placa? —preguntó después de reflexionar un momento.

Kling se la mostró.

—Tengo que preguntar. Incluso al de la compañía del gas. Todo el mundo ha de llevar su identificación.

—Ya lo sé.

—Entonces pase. Me llamo Claire Townsend.

—Ya lo sé.

—¿Cómo lo sabe?

—Me enviaron los chicos del club Tempo.

Claire miró a Kling a la cara. Era una muchacha alta. Incluso descalza, a Kling le llegaba a los hombros. Con tacones altos, superaría al americano medio. Su pelo era negro. No de un color castaño más o menos oscuro, sino negro, completamente negro, como una noche sin estrellas ni luna. Tenía los ojos marrón oscuro bajo el arco de unas cejas negras. Su nariz era recta, los pómulos altos y no había rastro de maquillaje en su cara ni pintura en sus amplios labios. Llevaba una blusa blanca y pantalones negros de torero, ajustados hasta los tobillos, y los pies desnudos. Las uñas de los pies estaban pintadas de rojo brillante. Siguió mirándolo. Al fin dijo:

—¿Por qué lo enviaron aquí?

—Dicen que usted conocía a Jeannie Paige.

—Oh. —La muchacha pareció ruborizarse. Agitó ligeramente la cabeza, como para aclararse de una primera impresión errónea y añadió—: Entre.

Kling la siguió al interior del apartamento. Estaba amueblado con el buen gusto característico de la clase media.

—Siéntese —pidió ella.

—Gracias.

Se sentó en un sillón bajo. Era difícil mantenerse erguido, pero se las arregló. Claire se acercó a una mesita de café, levantó la tapa de una caja de cigarrillos, cogió uno para ella y luego preguntó:

—¿Fuma?

—No, gracias.

—Dijo que se llama Kling, ¿verdad?

—Sí.

—¿Es detective?

—No. Patrullero.

—Oh. —Claire encendió el cigarrillo, sacudió la cerilla para apagarla y volvió a examinar a Kling—. ¿Cuál es su relación con Jeannie?

—Iba a hacerle la misma pregunta.

—Yo pregunté primero —soltó Claire con una sonrisa.

—Conozco a su hermana. Le hago un favor.

—Hum. —Claire hizo un gesto con la cabeza mientras digería las palabras del policía. Dio una chupada al cigarrillo y cruzó los brazos sobre el pecho—. Bien, adelante. Pregunte. Usted es el policía.

—¿Por qué no se sienta?

—He estado sentada todo el día.

—¿Trabaja?

—Voy a la universidad. Estudio para asistente social.

—¿Por qué?

—¿Y por qué no?

—Esta vez he preguntado yo primero —replicó Kling sonriendo.

—Quiero llegar a la gente antes que la policía.

—Eso parece razonable —afirmó Kling—. ¿Por qué pertenece usted al club Tempo?

De pronto su mirada se hizo cautelosa. Kling advirtió cómo pasaba un velo sobre sus pupilas, enmascarándolas. Volvió la cabeza y expulsó una bocanada de humo.

—¿Y por qué no?

—Veo —empezó Kling— que nuestra conversación va a estar girando siempre alrededor del «por qué» y del «por qué no».

—Que es mucho mejor que girar alrededor del «por qué» y del «porque», ¿no le parece? —inquirió con cierta intencionalidad en el tono.

Kling se preguntó qué le habría hecho cambiar su primera actitud amistosa. Sopesó su reacción unos momentos y luego decidió atacar de frente.

—Esos chicos son un poco jóvenes para usted, ¿no le parece?

—Está entrando usted en un terreno personal.

—Sí —admitió Kling.

—Nos conocemos desde hace muy poco para abordar temas personales —declaró con frialdad.

—Hud no debe de tener más de dieciocho años…

—Escuche…

—¿Y Tommy? ¿Diecinueve? Entre los dos no reúnen una chispa de inteligencia. ¿Por qué pertenece a Tempo?

Claire aplastó el cigarrillo.

—Será mejor que se vaya, señor Kling.

—Acabo de llegar.

—Pongamos las cosas en su sitio —dijo Claire—. Por lo que sé, no estoy obligada a contestar a ninguna pregunta que me haga sobre asuntos personales, a menos que esté bajo sospecha de algún horrible delito. Para decirlo en términos técnicos, no tengo obligación de contestar a ninguna pregunta que me haga un patrullero, a no ser que actúe oficialmente, que no es el caso, como usted ha admitido. Quería a Jeannie Paige y deseo cooperar. Pero si usted se pone impertinente, ésta es todavía mi casa y mi casa es mi castillo y usted se puede ir a la mierda.

—Muy bien. —Kling se sintió apabullado—. Lo siento, señorita Townsend.

—Muy bien.

Se hizo un silencio embarazoso. Claire miró a Kling y éste le devolvió la mirada.

—Yo también lo siento —dijo Claire finalmente—. No he debido ser tan susceptible.

—No, tenía toda la razón. No es asunto mío que usted…

—Aun así, no debí…

—No, realmente, es…

Claire rompió a reír y Kling se rio con ella. La muchacha se sentó.

—¿Le apetece una copa, señor Kling?

Kling miró su reloj.

—No, gracias.

—¿Demasiado pronto para usted?

—Bueno…

—Nunca es demasiado pronto para un coñac.

—Nunca he probado el coñac —admitió Kling.

—¿Nunca? —Las cejas de Claire se dispararon a mitad de la frente—. Ah, monsieur, se ha perdido una de las cosas grandes de la vida. ¿Un poquito? ¿Oui? ¿Non?

—Un poquito —aceptó Kling.

Claire cruzó la sala y se dirigió a un mueble con puertas forradas de piel verde. Las abrió y sacó una botella que contenía un líquido ambarino.

—Coñac —anunció pomposamente—: El rey de los brandies. Puede beberse con soda, en cocktail, con ponche y hasta con café, té, chocolate o leche.

—¿Leche?

—Leche, efectivamente. Pero la mejor manera de gozar de un coñac es saborearlo tal cual.

—Habla como una experta.

De nuevo, repentinamente, sus ojos se velaron.

—Me enseñaron a beber —dijo en tono apagado y luego vertió el líquido en dos copas de tamaño medio en forma de tulipa. Cuando volvió a mirar a Kling, la máscara había desaparecido de sus ojos.

—Sólo se llena la mitad de la copa para que pueda moverla circularmente sin derramar la bebida. —Le entregó a Kling su copa—. El movimiento circular mezcla los vapores del coñac con al aire de la copa, desprendiendo su bouquet. Eso calienta el coñac y hace que suelte su aroma.

—¿Pero se huele o se bebe? —quiso saber Kling. Y empezó a dar vueltas a la copa con sus manazas.

—Las dos cosas —respondió Claire—. Por eso es una gran experiencia. Pruébelo. Adelante.

Kling bebió un buen trago. Claire lo miró sorprendida.

—¡Pare! —gritó tratando de detenerlo con la mano—. ¡Santo Dios, no lo trague así! Beber así el coñac es una obscenidad. Saboréelo, acarícielo con la lengua dentro de la boca.

—Lo siento —se excusó Kling. Bebió un sorbo y lo paladeó—. Está bueno.

—Viril —dijo ella.

—Aterciopelado —añadió él.

—Fin del anuncio.

Permanecieron sentados en silencio, saboreando el coñac. Kling se sentía a gusto, cálido y relajado. Era agradable mirar a Claire Townsend, era agradable hablar con ella. Fuera del apartamento, los tonos grises y sombríos del polvo otoñal pintaban el cielo.

—Respecto a Jeannie… —Kling no tenía ganas de hablar de su muerte.

—¿Sí?

—¿La conoció bien?

—Tan bien como cualquier otra persona. No creo que tuviera muchos amigos.

—¿Qué le hace pensar eso?

—Imagínese. Con aquel aire de alma perdida. Una chica muy guapa, pero perdida. Dios, lo que habría dado yo por ser tan guapa.

—Usted no está tan mal —aseguró Kling sonriendo. Y se tomó otro sorbo.

—Eso es efecto del coñac —le advirtió Claire—. A la luz del día soy una bestia.

—Apuesto a que lo es —dijo Kling—. ¿Dónde la conoció?

—En Tempo. Vino una noche. Pensé que la había enviado su novio. Sea como fuera, tenía el nombre y la dirección del club escritos en una tarjeta blanca. Me la enseñó como si fuera la entrada y luego se sentó en un rincón y no quiso bailar. Parecía… Es difícil explicarlo. Estaba allí pero no estaba allí. ¿Ha visto a gente así?

—Sí.

—Yo estoy así a veces —admitió Claire—. Quizá por eso me interesó. El caso es que me acerqué a ella y me presenté, y empezamos a hablar. Simpatizamos. Al final intercambiamos nuestros números de teléfono.

—¿Le llamó alguna vez?

—No. Sólo la veía en el club.

—¿Cuánto tiempo hace de eso?

—Oh, ahora ya hace tiempo.

—¿Cuánto?

—A ver. —Claire bebió un sorbo de coñac y reflexionó—. Caray, debió de ser hace un año. —Asintió con la cabeza—. Sí, más o menos.

—Siga.

—Bueno, no era difícil saber lo que la preocupaba. La cría estaba enamorada.

Kling se inclinó hacia adelante.

—¿Cómo lo sabe?

Los ojos de Claire no dejaron de mirar a Kling.

—Yo también estuve enamorada —afirmó con tono cansado.

—¿Quién era el novio de Jeannie?

—No lo sé.

—¿No se lo dijo?

—No.

—¿Mencionó alguna vez su nombre? Quiero decir, conversando.

—No.

—Demonios.

—Entienda, señor Kling, que era un polluelo que volaba por primera vez. Jeannie salía del nido y probaba sus alas.

—Ya veo.

—Su primer amor, señor Kling, brillando en sus ojos, en toda su cara, viviendo en el mundo de sus sueños, cuando fuera todo estaba en sombras. —Claire negó con la cabeza—. Dios, las he visto verdes, pero Jeannie… —Se interrumpió y volvió a negar con la cabeza—. No sabía absolutamente nada. Con aquel cuerpo de mujer… Bueno, ¿la vio usted alguna vez?

—Sí.

—Entonces sabe lo que quiero decir. Era toda una mujer. Pero, por dentro, una niña pequeña.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Kling, pensando en los resultados de la autopsia.

—Por todo. Por cómo se vestía, por su manera de hablar, por las preguntas que hacía, incluso por su letra. Todo era de niña pequeña. Créame, señor Kling. Nunca he…

—¿Su letra?

—Sí, sí. Déjeme ver si aún la tengo. —Atravesó la sala y cogió su bolso de una silla—. Soy la persona más perezosa del mundo. Nunca anoto las direcciones en mi agenda. Las pongo entre las páginas hasta que… —Mientras, hojeaba una pequeña agenda de tapas negras—. Ah, aquí está. —Le dio a Kling una tarjeta blanca—. La escribió la noche que nos conocimos. Jeannie Paige y el número de teléfono. Fíjese en su letra.

Kling miró la tarjeta con aire confuso.

—Aquí dice club Tempo. Calle Klausner, 1812.

—¿Qué? —Claire frunció las cejas—. Oh, sí. Esa es la tarjeta con la que vino. Usó el otro lado para escribir su número de teléfono. Dele la vuelta. —Kling lo hizo—. ¿Ve qué garabatos infantiles? Ésa era Jeannie Paige hace un año.

Kling volvió a dar la vuelta a la tarjeta.

—Estoy más interesado en este lado. Me ha dicho que cree que fue su novio quien escribió la dirección del club. ¿Por qué lo cree?

—No lo sé. Supuse que era la persona que la había enviado allí. Nada más. Es letra de hombre.

—Sí —confirmó Kling—. ¿Puedo quedármela?

—Si quiere —dijo Claire acompañándose de un gesto de asentimiento—. Me imagino que ya no necesito el teléfono de Jeannie.

—No. —Kling se guardó la tarjeta en la cartera—. Me ha dicho que le hacía preguntas. ¿Qué clase de preguntas?

—Bueno, por decir una, me preguntó cómo se besaba.

—¿Qué?

—Sí. Me preguntaba cómo tenía que poner los labios, si tenía que abrir la boca o usar la lengua. Todo esto con los ojos muy abiertos, mirando como un bebé. Parece increíble, lo sé. Pero recuerde que era un pajarito joven que no conocía la fuerza de sus alas.

—Llegó a conocerla —dijo Kling.

—¿Sí? —preguntó Claire con incredulidad.

—Jeannie Paige estaba embarazada cuando la mataron.

—¡No! —exclamó Claire. Dejó la copa de coñac—. No, no lo dirá en serio.

—Muy en serio.

Claire guardó silencio unos momentos. Luego exclamó:

—¡La primera vez que coge el bate y se da en la cabeza! ¡Maldita suerte!

—¿Pero usted no sabe quién era su novio?

—No.

—¿Jeannie lo siguió viendo todo ese tiempo? Me ha hablado de hace un año. Quiero decir…

—Sé lo que quiere decir. Sí, el mismo. Lo estuvo viendo regularmente. De hecho, venía al club para eso.

—¡Vino al club! —Kling se irguió.

—No, no. —Claire negó impaciente con la cabeza—. Creo que su hermana y su cuñado se oponían a que viera al chico. Así que les decía que se venía al Tempo. Se quedaba allí un rato, por si alguien venía a comprobarlo, y luego se marchaba.

—Déjeme que lo entienda. Venía al club y luego se iba para encontrarse con él. ¿Es así?

—Sí.

—¿Era ése el proceso normal? ¿Hacía lo mismo cada vez que venía?

—Casi siempre. De vez en cuando se quedaba en el club hasta que cerraban.

—¿Se encontraba con el novio en el barrio?

—No, no lo creo. Una vez la acompañé hasta el metro.

—¿A qué hora solía salir del club?

—Entre las diez y las diez y media.

—Y se iba caminando hasta el metro, ¿es así? Y usted supone que tomaba el metro para encontrarse con él.

que se encontraba con él. La noche que la acompañé, me dijo que iba al centro para verlo.

—¿El centro, dónde?

—No lo dijo.

—¿Cómo era ese chico?

—No me lo dijo.

—¿Nunca lo describió?

—Sólo decía que era el hombre más guapo del mundo. Oiga, ¿quién habla sobre su amor? Shakespeare, quizá. Nadie más.

—Shakespeare y las crías de diecisiete años —corrigió Kling—. Las crías de diecisiete años proclaman su amor a los cuatro vientos.

—Sí —convino Claire suavemente—. Sí.

—Pero no Jeannie Paige. Maldición, ¿por qué ella no?

—No lo sé. —Claire se quedó pensativa—. Ese atracador que la mató…

—¿Sí?

—La policía no pensará que era el chico que iba a ver, ¿verdad?

—Ésta es la primera vez que alguien relacionado con la policía escucha algo de la vida sentimental de Jeannie —afirmó Kling.

—Oh, bueno. Ese chico no creo que fuera de esos. Debía de ser amable. Quiero decir que cuando Jeannie hablaba de él daba a entender que era amable.

—¿Nunca mencionó su nombre?

—No. Lo siento.

—Será mejor que me vaya. —Kling se levantó—. Es la cena lo que huelo, ¿verdad?

—Mi padre volverá pronto a casa. Mi madre ha muerto. Cuando vengo de clase preparo algo.

—¿Todas las noches? —preguntó Kling.

—¿Perdón? No le he oído bien.

Kling no sabía si seguir o no. Podía encogerse de hombros y olvidarse de su comentario. Pero decidió seguir.

—He dicho si cada noche. Si prepara la cena cada noche. ¿O sale alguna vez?

—Oh, yo tengo las noches libres.

—¿No le gustaría cenar fuera alguna noche?

—¿Con usted? ¿Es eso lo que sugiere?

—Pues sí. Eso es lo que estaba pensando.

Claire Townsend lo observó un buen rato con dureza en la mirada.

—No, no creo —dijo al cabo—. Lo siento. Gracias. No podría.

—Bueno… ejem… —De pronto Kling se sintió como un tonto—. Supongo… ejem… que he de marcharme. Gracias por el coñac. Ha sido estupendo.

—Sí.

Kling recordó lo que le habría dicho de estar en un sitio sin estar en él, sabiendo exactamente lo que quería decir, porque Claire estaba allí, pero no estaba. Estaba en algún sitio lejano, y deseó saber dónde. Con una repentina y desesperada nostalgia, deseó saber dónde se encontraba ella pues, curiosamente, necesitaba estar allí con ella.

—Adiós —se despidió.

Ella esbozó una sonrisa y cerró la puerta.

Echó la moneda en la ranura del teléfono y oyó la voz de Peter Bell. Era somnolienta.

—¿Te he despertado? —preguntó Kling.

—Sí —respondió Bell—, pero no importa. ¿Qué pasa, Bert?

—Bueno, ¿está por ahí Molly?

—¿Molly? No. Ha bajado a comprar algunas cosas. ¿De qué se trata?

—He estado, bueno, me pidió que comprobara algunas cosillas.

—Ah, ¿sí?

—Sí. Fui al club Tempo esta tarde y hablé también con una muchacha, Claire Townsend. Simpática.

—¿Qué has averiguado, Bert?

—Que Jeannie se veía con un chico.

—¿Quién?

—Bueno, ésa es la pregunta. La señorita Townsend no lo sabe. ¿Os mencionó Jeannie alguna vez algún nombre?

—No, no que yo recuerde.

—Es una lástima. Podría darme alguna pista que seguir. Aunque sólo fuera el nombre de pila. Algo con que poder trabajar.

—No —dijo Bell—. Lo siento, pero… —Dejó de hablar. El silencio duró un largo rato. Al cabo, exclamó—: ¡Oh, Dios!

—¿Qué te pasa?

—Sí que lo mencionó, Bert. Mencionó a alguien. Oh, Dios.

—¿Quién? ¿Cuándo fue eso?

—Charlábamos una vez. Estaba de buen humor y me dijo, Bert, me dijo el nombre del chico con quien salía.

—¿Qué nombre era?

—¡Clifford! ¡Dios mío, Bert! ¡Su nombre es Clifford!