Capítulo 9
Capítulo 9
A diferencia de los detectives, que se inventan sus propios horarios de trabajo, los patrulleros trabajan dentro de los límites cuidadosamente calculados del sistema de turnos de ocho horas. Empiezan con cinco turnos consecutivos de 8 de la mañana a 4 de la tarde, y luego descansan cincuenta y seis horas. Cuando vuelven al trabajo, hacen otros cinco turnos de medianoche a 8 de la mañana, y después otras cincuenta y seis horas de descanso. Los cinco turnos siguientes son de 4 de la tarde a medianoche. Siguen las cincuenta y seis horas de descanso y luego el ciclo comienza de nuevo.
El sistema de turnos no respeta sábados, domingos o días festivos. El día de Navidad puede tocar libre o ronda; en este último caso, el policía puede cambiar su turno con un agente judío que quiera estar libre el Rosh Hashana. Es como trabajar en una fábrica de aviones en tiempo de guerra. La única diferencia es que los polis lo tienen más difícil a la hora de hacerse un seguro de vida.
Bert Kling empezó a trabajar aquel lunes a las 7.45 de la mañana, el inicio del ciclo. Fue relevado en su puesto a las 3.40 de la tarde. Regresó a la comisaría, se cambió el uniforme por ropa de calle en el vestuario que hay al final del pasillo de la sala de detectives y luego salió al sol de la tarde.
Normalmente, Kling caminaba un rato más por su zona vestido de paisano. Llevaba un pequeño bloc de hojas recambiables en su bolsillo trasero, y en él tomaba nota de las circulares de busca y captura y de los informes de los policías del distrito. Sabía, por ejemplo, que habría una sesión de tiro en el 3112 de North Eleven. Sabía que un sospechoso de tráfico de drogas conducía un Cadillac 1953 de color azul mate, con matrícula RX 42-10. Sabía que la noche anterior habían robado en unos grandes almacenes del centro de la zona y sabía de quién se sospechaba como autor del delito. Y sabía que unos pocos arrestos lo aproximarían al tercer grado de detective, puesto al que naturalmente aspiraba.
Así pues, en su tiempo libre, dedicaba unas horas cada día a recorrer el distrito, vigilando, curioseando, sin el estorbo del llamativo uniforme azul, asombrado por la gran cantidad de gente que no lo reconocía vestido de paisano.
Ese día tenía algo más que hacer, de modo que dejó de lado sus habituales actividades extras, subió al metro y se dirigió a Riverhead.
No le costó mucho encontrar el club Tempo. Simplemente entró en uno de los clubes que conocía de su adolescencia, preguntó dónde estaba el Tempo y le dieron la dirección.
El Tempo ocupaba todo el sótano de una casa de tres pisos en la calle Klausner, enfrente de la avenida Peterson. Se subía por un camino de cemento hasta un garaje de dos plazas en la parte de atrás de la casa, luego se giraba a la izquierda y allí estaba el acceso al club, con un rótulo pintado, en medio del cual había una nota musical alargada.
El rótulo decía:
Kling giró el pomo de la puerta, pero estaba cerrada con llave. De alguna parte del interior le llegó la poética letra de Sh-Boom que giraba en un tocadiscos. Levantó el puño y llamó. Siguió golpeando hasta que se dio cuenta de que la música ahogaba el sonido de sus llamadas. Esperó a que el disco concluyera su serena melodía y volvió a llamar.
—¿Sí? —contestó una voz. Era joven y masculina.
—Abre —ordenó Kling.
—¿Quién es?
Oyó pasos que se acercaban a la puerta y luego la voz al otro lado.
—¿Quién es?
No quería identificarse como policía. Si iba a empezar con preguntas, no quería tener un grupo de jovencitos automáticamente a la defensiva.
—Bert Kling.
—¿Sí? ¿Y quién es Bert Kling?
—Quiero alquilar el club —contestó Kling.
—¿Sí?
—Sí.
—¿Para qué?
—Si abres la puerta, hablaremos de eso.
—Eh, Tommy —gritó la voz—. Hay un tipo que quiere alquilar el club.
Kling oyó una respuesta apagada, luego sonó la cerradura, se abrió la puerta y se vio delante de un muchacho rubio y delgado, de unos dieciocho años.
—Pase —pidió el muchacho. Llevaba un rimero de discos que apretaba con la mano derecha contra su pecho. Vestía un suéter verde y unos pantalones con peto; por encima del cuello en «V» del suéter asomaba una camisa blanca desabotonada—. Mi nombre es Hud. Por Hudson. Hudson Patt, con dos tes. Pase.
Kling bajó los escalones hasta la sala. Hud se lo quedó mirando.
—Es usted un poco viejo, ¿no? —preguntó por fin Hud.
—Un viejo decrépito —replicó Kling.
Miró a su alrededor. El que había decorado aquello había hecho un buen trabajo. Las tuberías del techo estaban cubiertas de yeso y pintadas de blanco. Un zócalo de pino nudoso cubría las paredes hasta la altura del pecho, y encima estaban enyesadas. Discos de fonógrafo, lacados y pegados a las paredes blancas y al techo, daban la impresión de unos raros globos bidimensionales que se hubieran escapado de los cordeles del vendedor. Había un largo sofá y sillones desperdigados por la sala. Un tocadiscos pintado de blanco, con notas musicales y una clave de sol sobre un pentagrama, estaba colocado junto a un amplio arco a través del cual se veía otra sala. Sólo estaban Hud y Kling. Quienquiera que fuese Tommy, parecía haberse desvanecido en el aire.
—¿Le gusta? —preguntó Hud sonriendo.
—Es bonito —respondió Kling.
—Lo hemos hecho nosotros solos. Compramos todos esos discos del techo y las paredes a dos centavos cada uno. Son auténticos petardos, no me extraña que el tipo que los vendió quisiera quitárselos de encima. Escuchamos uno. Sólo se oían arañazos. Sonaba como Londres durante un ataque aéreo.
—Lo cual sin duda recuerdas perfectamente —insinuó Kling.
—¿Cómo?
—¿Perteneces al club? —preguntó Kling.
—Claro. Sólo los que somos miembros podemos estar aquí abajo durante el día. De hecho, los que no son miembros sólo pueden venir los viernes y domingos por la noche. Entonces admitimos invitados. —Miró a Kling. Sus ojos eran grandes y azules—. Para bailar, ¿sabes?
—Sí, ya sé.
—A veces, también hay un poco de cerveza. Es sano. Esto es diversión sana. —Hud sonrió—. Diversión sana es lo que necesitan los quinceañeros americanos con sangre roja, ¿no es eso?
—Absolutamente.
—Es lo que dice el doctor Mortesson.
—¿Quién?
—El doctor Mortesson. Escribe una columna en un periódico. Cada día. Diversión sana. —Hud seguía sonriendo—. ¿Y para qué quiere alquilar el club?
—Soy de un grupo de veteranos de guerra —informó Kling.
—¿Sí?
—Sí. Queremos hacer… bueno, una especie de reunión, con esposas, novias, todo eso, ya sabes.
—Sí, claro —dijo Hud.
—Y necesitamos un sitio.
—¿Por qué no prueba en la sala de la Legión Americana?
—Demasiado grande.
—Ah.
—Pensé en uno de estos clubes en un sótano. Éste es verdaderamente bonito.
—Sí —dijo Hud—. Lo hicimos nosotros mismos. —Se dirigió al tocadiscos, al parecer para dejar su carga, pero cambió de idea y se volvió—. Oiga, ¿para qué noche sería?
—Para el sábado.
—Eso está bien… porque los viernes y domingos tenemos nuestros invitados.
—Sí, ya lo sé —dijo Kling.
—¿Cuánto quieren pagar?
—Depende. ¿Estás seguro de que al casero no le importará que traigamos chicas? No es que vaya a pasar nada malo, ¿entiendes? La mitad de la gente está casada.
—Oh, claro —convino Hud, sintiéndose de pronto dentro de la fraternidad de los adultos—. Lo entiendo perfectamente. Nunca he pensado otra cosa.
—Pero habrá muchachas.
—Eso es perfectamente correcto.
—¿Estás seguro?
—Seguro. Aquí tenemos chicas siempre. Nuestro club es mixto.
—¿De verdad?
—Es un hecho —aseguró Hud—. Hay doce chicas que pertenecen al club.
—¿Chicas de la vecindad?
—Casi todas. De los alrededores, ¿sabe? De aquí y de allí. Ninguna es de muy lejos.
—¿Alguna que yo conozca? —preguntó Kling.
Hud calculó la edad de Kling con una rápida mirada.
—Lo dudo, señor. —El brillante vínculo de la fraternidad con los adultos se hizo añicos.
—Viví en este barrio —mintió Kling—. Salí con muchas chicas de por aquí. No me sorprendería que algunas de las chicas de tu club sean sus hermanas pequeñas.
—Bueno, es una posibilidad —concedió Hud.
—Dime algunos nombres.
—¿Para qué, tío? —inquirió una voz desde la arcada.
Kling se giró sorprendido. Un muchacho alto pasó por debajo del arco y entró en la sala subiéndose la cremallera de los pantalones vaqueros. Excelentemente constituido, sus anchos hombros resaltaban bajo las costuras de su camiseta, ajustada a una estrecha cintura. Su cabello era de color nogal castaño y sus ojos, más oscuros, de color chocolate. Era bastante guapo y caminaba con la arrogancia de saberse bien parecido.
—¿Tommy? —preguntó Kling.
—Ése es mi nombre. Pero no conozco el suyo.
—Bert Kling.
—Encantado de conocerlo —dijo Tommy. Examinó cuidadosamente a Kling.
—Tommy es el presidente del club Tempo —explicó Hud—. Me dio luz verde para que le alquilara el local. Si el precio es aceptable.
—Estaba en el servicio —comentó Tommy—. He oído todo lo que ha dicho. ¿Por qué está tan interesado por nuestras niñas?
—No estoy interesado —afirmó Kling—. Sólo tenía curiosidad.
—Su curiosidad, tío, sólo debe ocuparse del alquiler del local. ¿Tengo razón, Hud?
—Toda la razón —convino Hud.
—¿Qué puede pagar, tío?
—¿Con qué frecuencia venía aquí Jeannie Paige, tío? —preguntó Kling. Miró cara a cara a Tommy y no observó ningún cambio de expresión. Un disco resbaló del montón que sostenía Hud y cayó al suelo.
—¿Quién es Jeannie Paige? —preguntó Tommy.
—Una muchacha a la que mataron el jueves por la noche.
—Nunca he oído hablar de ella —aseguró Tommy.
—Piensa —dijo Kling.
—Estoy pensando. —Tras una pausa añadió—: ¿Es usted policía?
—¿Qué importa eso?
—Esto es un club decente —aseguró Tommy—. Nunca hemos tenido líos con la policía y no queremos tenerlos. Ni siquiera con el casero, con la lata que da.
—Nadie está buscando líos —aseguró Kling—. Sólo he preguntado que con qué frecuencia venía aquí Jeannie Paige.
—Nunca —dijo Tommy—. ¿No es verdad, Hud?
Hud, que recogía los trozos del disco que se había roto al caer, levantó la mirada.
—Es verdad, Tommy.
—Supongamos que soy policía —dijo Kling.
—Los policías llevan una placa.
Kling sacó del bolsillo trasero su cartera, la abrió y mostró el latón. Tommy examinó el escudo.
—Policía o no policía, esto es un club decente.
—Nadie ha dicho que sea indecente. Deja de marcar tus músculos de levantador de pesas y contesta sin rodeos a mi pregunta: ¿cuándo fue la última vez que estuvo aquí Jeannie Paige?
Tommy dudó un buen rato antes de contestar:
—No tenemos nada que ver con su muerte.
—Entonces, ¿venía por aquí?
—Sí.
—¿Con qué frecuencia?
—Algunas veces.
—¿Con qué frecuencia?
—Siempre que había invitados. También, en ocasiones, durante la semana. La dejábamos entrar porque una de las chicas… —Tommy se detuvo.
—Sigue. Acaba.
—Una de las chicas la conoce. Si no hubiera sido por eso, no la habríamos dejado entrar nada más que las noches de invitados. Es lo que iba a decir.
—Sí. —Hud colocó los trozos del disco roto sobre el mueble del tocadiscos—. Creo que esa chica se proponía presentarla como miembro.
—¿Estuvo aquí el pasado jueves por la noche?
—No —contestó enseguida Tommy.
—A ver, dilo otra vez.
—No, no estuvo. El jueves es noche de trabajo. Cada semana, seis miembros del club hacen la faena, se van turnando, ¿entiende? Tres chicos y tres chicas. Los chicos hacen el trabajo duro y las chicas, se ocupan de las cortinas, los vasos, cosas de ésas. No dejamos entrar a extraños la noche de trabajo. De hecho, tampoco a los miembros que no son del turno de trabajo. Por eso sé que Jeannie Paige no estuvo aquí.
—Y tú, ¿viniste?
—Sí —respondió Tommy.
—¿Quién más había?
—Y eso ¿qué importa? Jeannie no estaba.
—¿Y qué hay de su amiga? La que la conocía.
—Sí, ella sí estaba.
—¿Cómo se llama?
Tommy quedó callado un momento. Cuando contestó, lo que dijo no tenía nada que ver con la pregunta de Kling.
—Esta chica Jeannie era difícil de entender. Ni siquiera bailaba con nadie. Una auténtica zombi. Bonita como el pecado, pero fría como un iceberg. A diez bajo cero, no es broma.
—¿A qué venía entonces?
—Vaya pregunta. Oiga, aunque es verdad que venía, nunca se quedaba mucho rato. Se sentaba en un rincón y miraba. No había tío en el club que no se la quisiera llevar al huerto, pero era tan desagradable, tan repelente… ¿No tengo razón, Hud?
Hud asintió.
—Toda la razón. Muerta y todo, tengo que estar de acuerdo. Era un témpano de hielo. Un auténtico misterio. Después de un tiempo, los muchachos ni siquiera la invitaban a bailar. Ella se sentaba y ellos no le hacían ni caso.
—Estaba en la luna todo el tiempo —prosiguió Tommy—. Llegué a pensar que estaba enganchada con la droga o algo así. Lee uno tantas cosas por el estilo en los periódicos. —Se encogió de hombros—. Pero no. Es que era marciana, sólo eso. —Meneó la cabeza desconsolado—. Con lo buena que estaba.
—Repelente —repitió Hud meneando también la cabeza.
—¿Cómo se llama su amiga? —volvió a preguntar Kling.
A Kling no le pasó desapercibida la mirada de mudo entendimiento que se cruzó entre Tommy y Hud, pero no dijo nada.
—Ves a una chica tan guapa como Jeannie —empezó Tommy— y piensas, aquí hay algo. Tío, ¿la vio alguna vez? Porque, la verdad, no hay muchas como…
—¿Cómo se llama su amiga? —le interrumpió Kling, esta vez alzando la voz.
—Es una chica mayor —murmuró Tommy.
—¿De qué edad?
—Veinte.
—Eso es una edad mediana, como la mía —dijo Kling.
—Sí —concedió Hud muy serio.
—¿Qué tiene que ver su edad con esto?
—Bueno… —Tommy dudó.
—¡Por Dios!, ¿qué pasa? —explotó Kling.
—Va por ahí —insinuó Tommy.
—¿Y?
—Pues que aquí no queremos líos. Esto es un club decente. De verdad que no trato de confundirlo. Es que… por alguna vez que nos hayamos divertido con Claire…
—¿Claire qué? —preguntó Kling.
—Claire… —Tommy se detuvo.
—Mira —intervino Kling en tono cortante— vamos a abreviar esto, ¿de acuerdo? A una cría de diecisiete años le han aplastado la cabeza y a mí no me gusta jugar con esto. Ahora dime, por todos los diablos, el nombre de esa muchacha y dímelo rápido, maldita sea.
—Claire Townsend. —Tommy se humedeció los labios—. Oiga, si nuestras madres se enteran de que… bueno, ya sabe, que hemos estado aquí, tonteando con Claire, pues… Oiga, ¿no podemos dejarla a ella fuera de todo esto? ¿Qué se gana? ¿Qué tiene de malo que nos divirtamos un poco?
—Nada —dijo Kling—. ¿Te parece divertido un asesinato? ¿Lo encuentras divertido?
—No, pero…
—¿Dónde vive?
—¿Claire?
—Sí.
—En la misma Peterson. ¿En qué número, Hud?
—Creo que en el siete veintiocho —respondió Hud.
—Sí, me parece que sí. Pero oiga, oficial, déjenos fuera de esto, por favor.
—¿A cuántos de vosotros tengo que proteger? —preguntó Kling con sequedad.
—Bueno, realmente, sólo a Hud y a mí —dijo Tommy.
—Los gemelos Bobbsey.
—¿Cómo?
—Nada. —Kling se dirigió a la salida—. Manteneos lejos de las chicas mayores. Es mejor que levantéis pesas.
—¿Nos dejará fuera de esto? —gritó Tommy.
—Puede que vuelva —contestó Kling y allí se quedaron los chicos, de pie, junto al tocadiscos.