Capítulo 1
Capítulo 1
Katherine Ellio se sentó en la dura silla de madera de la sala de detectives, en la comisaría del Distrito 87. El sol de primera hora de la tarde otoñal, empañado como una antigua moneda española, se filtraba a través de las ventanas enrejadas, sombreando su cara con un dibujo de malla cuadriculada.
Pero su cara tampoco habría sido bonita en ninguna otra circunstancia. La nariz era demasiado larga, y los ojos, de un color pardo diluido, aparecían bajo unas cejas necesitadas de un depilado. Los labios eran finos y exangües, y el mentón acusadamente puntiagudo. En ese momento estaba aún menos agraciada, porque alguien le había amoratado el ojo derecho y le había dejado un verdugón hinchado a lo largo de la mandíbula.
—Apareció tan repentinamente —explicó la mujer—. La verdad es que no sé si me venía siguiendo todo el rato o si apareció por una bocacalle. Es difícil decirlo.
El detective de tercer grado Roger Havilland miró a la mujer desde sus dos metros de altura. Havilland poseía el cuerpo de un luchador y la cara de un querubín de Botticelli. Hablaba con voz alta y fuerte, no porque la señorita Ellio fuera dura de oído, sino simplemente porque a Havilland le gustaba gritar.
—¿Oyó pasos? —preguntó.
—No recuerdo.
—Señorita Ellio, trate de recordar.
—Ya lo hago.
—Muy bien, ¿estaba la calle oscura?
—Sí.
Hal Willis miró primero a la mujer y después a Havilland. Willis era un detective bajito, apenas rebasaba la estatura reglamentaria del metro sesenta y cinco. Sin embargo, su altura y estructura ósea engañosas no delataban la efectividad letal con que ejercía la profesión que había elegido. Sus ojos pardos, risueños y chispeantes contribuían a darle un falso aspecto de duendecillo feliz. Incluso cuando estaba enfadado, Willis sonreía. Pero de momento no estaba enfadado. Estaba, para ser sinceros, simplemente aburrido. Había oído esta historia, o variaciones sobre la misma, muchas veces antes. Veinte veces para ser exactos.
—Señorita Ellio —preguntó—, ¿cuándo la golpeó ese hombre?
—Después de quitarme el bolso.
—¿Antes no?
—No.
—¿Cuántas veces la golpeó?
—Dos.
—¿Le dijo algo?
—Sí, él… —La cara de la señorita Ellio se contrajo de dolor al recordarlo—. Dijo que sólo me pegaba para advertirme, para que no gritara pidiendo auxilio cuando se fuera.
—¿Qué te parece, Rog? —preguntó Willis.
Havilland suspiró y luego medio se encogió de hombros, medio asintió con la cabeza. Willis permaneció en silencio un instante, reflexionando.
—¿Le dijo cómo se llamaba, señorita Ellio?
—Sí —contestó la mujer. Las lágrimas brotaron de sus ojos inexpresivos—. Sé que suena ridículo. Y no van a creerme. Pero es cierto. Yo no me he hecho esto. Nunca… nunca me han puesto un ojo morado.
Havilland suspiró. Willis sintió un arranque de compasión por aquella mujer y la consoló:
—Vamos, vamos, señorita Ellio. Creemos todo lo que nos dice. No es usted la primera persona que nos viene con esta historia, ¿sabe? Tratamos de relacionar los hechos que ha experimentado con los que ya tenemos. —Hurgó en el bolsillo superior de la chaqueta y sacó un pañuelo que entregó a la señorita Ellio—. Tenga, séquese las lágrimas.
—Gracias. —La señorita Ellio ahogó un sollozo.
Havilland, perplejo y desconcertado, miró parpadeando a su caballeroso colega. Willis sonrió del modo más agradable, a la manera de un empleado de supermercado. La señorita Ellio, poniéndose a la altura de las circunstancias inmediatamente, sorbió las lágrimas, se secó los ojos y se sintió como si estuviera comprando medio kilo de cebollas y no siendo interrogada por las actividades de un atracador.
—Vamos a ver —continuó Willis amablemente— ¿cuándo le dijo él su nombre?
—Después de pegarme.
—¿Qué fue lo que dijo?
—Bueno… antes hizo algo.
—¿Qué hizo?
—Pues… es que suena ridículo.
Willis le dirigió una sonrisa radiante, tranquilizadora. La señorita Ellio levantó el rostro y se la devolvió con una mueca aniñada. Havilland se preguntó si no se estarían enamorando.
—Nada de lo que hace un atracador suena ridículo —insistió Willis—. Cuéntenos.
—Me pegó —continuó la señorita Ellio— y me amenazó y luego… hizo una reverencia, doblando la cintura. —Alzó la mirada, como si esperara ver asombro o sorpresa en las caras de los detectives. Pero sólo encontró sus miradas implacables—. Hizo una reverencia, doblando la cintura —repitió, como decepcionada por la falta de sorpresa.
—¿Sí? —dijo Willis para que la mujer siguiera.
—Y luego dijo: «Clifford se lo agradece, señora».
—Bien, eso encaja.
—Humm —masculló Havilland, no muy convencido.
—«Clifford se lo agradece» —repitió la mujer—. Y luego se fue.
—¿Se fijó usted en su aspecto? —preguntó Havilland.
—Sí.
—¿Cómo era?
—Bueno… —La señorita Ellio se paró a pensar—. Parecía una persona normal y corriente.
Willis y Havilland intercambiaron una mirada cargada de paciencia.
—¿Podría ser algo más precisa? —preguntó Willis, sonriente—. ¿Era rubio? ¿Cabello oscuro? ¿Pelirrojo?
—Llevaba sombrero.
—¿De qué color eran sus ojos?
—Llevaba gafas de sol.
—La intensa luz nocturna lo cegaba —comentó Havilland con sarcasmo—. Eso, o tenía una rara enfermedad en la vista.
—Quizá —terció Willis—. ¿Iba afeitado? ¿Barba? ¿Bigote?
—Sí —afirmó la señorita Ellio.
—¿Cuál? —preguntó Havilland.
—El hombre que me atacó.
—Pregunto que cuál de las tres cosas.
—Ah. Afeitado.
—¿Nariz larga o nariz corta?
—Bueno… me parece que mediana.
—¿Labios finos o abultados?
—Medianos, me parece.
—¿Era alto o bajo?
—Altura media.
—¿Gordo o flaco?
—Normal.
Willis dejó de sonreír. La señorita Ellio lo miró a la cara y su propia sonrisa se desvaneció.
—Bueno —dijo en tono desafiante—. Yo no tengo la culpa de que no tuviera una cicatriz en la mejilla o un lunar en la nariz o cualquier otra cosa. Escuchen, no es mi culpa que fuera una persona corriente. Y tampoco es mi culpa que me robara el bolso. Había mucho dinero en ese bolso.
—Está bien —gritó Havilland—. Haremos lo que podamos para cogerlo. Tenemos su nombre y dirección, señorita Ellio, y si sabemos algo se lo notificaremos. ¿Cree que podría identificarlo si lo viera otra vez?
—Desde luego que sí —aseguró la señorita Ellio—. Me quitó mucho dinero. Había mucho dinero en el bolso.
Willis se compadeció.
—¿Cuánto llevaba exactamente?
—Nueve dólares y setenta y dos centavos —contestó la mujer.
—Más una fortuna en piedras preciosas —añadió Havilland intentando dar una muestra de ingenio.
—¿Qué? —exclamó la señorita Ellio.
—Ya la avisaremos. —Acto seguido Havilland la cogió del codo y la acompañó hasta la barandilla que separaba la sala del pasillo. Cuando volvió a la mesa, Willis estaba garrapateando en una hoja de papel.
—¿Qué piensas de la señorita Ellio? —preguntó a Havilland.
—Pienso que se ha inventado la historia.
—Pero qué dices.
—Creo que ha estado leyendo en los periódicos lo del asaltante llamado Clifford. Se trata de una solterona que vive en un apartamento de dos habitaciones y que cada noche mira debajo de la cama y lo único que ve es el orinal. Anoche tropezó con el orinal y se cayó, se hizo daño, y pensó en venir a vernos para divertirse un poco —Havilland se detuvo para recuperar el aliento—. Creo, además, que haríais una buena pareja. ¿Por qué no vas y le pides que se case contigo?
—Los martes estás muy gracioso —comentó Willis—. ¿Así que no crees que la atracaran?
—Lo de las gafas de sol fue un verdadero toque de ingenio. Lo que se le llega a ocurrir a la gente cuando miente.
—Podía haber llevado gafas de sol —terció Willis.
—Claro. Y también unas bermudas. Lo que he dicho antes: tenía conjuntivitis. —Havilland resopló—. «Clifford se lo agradece, señora». Justo lo que dicen los periódicos. No hay un solo ciudadano que no haya oído hablar de Clifford el atracador, de su puñetazo en la boca y de su reverencia doblando la cintura.
—A mí me pareció que decía la verdad.
—Entonces, escribe tú el informe —repuso Havilland—. Entre tú y yo, lo de Cliff está empezando a joderme.
Willis miró fijamente a Havilland.
—¿Qué pasa contigo? —preguntó casi gritando Havilland.
—¿Cuándo escribiste tu último informe?
—¿Quién quiere saberlo?
—Yo —respondió Willis.
—¿Desde cuándo eres jefe de policía?
—No me gusta tu manera de holgazanear —contestó Willis. Arrastró su silla hasta el carrito de la máquina de escribir, abrió el cajón y sacó tres formularios.
—Todo el mundo lo hace, ¿o no? —inquirió Havilland—. ¿Qué está haciendo Carella? ¿Acaso no está holgazaneando?
—Por Dios, está de viaje de novios.
—¿Ah, sí? ¡Vaya excusa! Digo que esa tía Ellio es tonta. Digo que no vale la pena que se haga un informe. Y digo que si quieres escribirlo tú, adelante. Es cosa tuya.
—¿Te sientes con fuerza suficiente para echarle otro vistazo al Archivo Asqueroso?
—¿Y qué busco? —se burló Havilland—. ¿Atracadores de nombre Clifford, que lleven gafas de sol y bermudas?
—Puede que se nos haya pasado algo. Claro que el archivo está por lo menos a dos metros de distancia. No quiero que te agotes con el esfuerzo.
—He repasado el archivo de arriba abajo —explicó Havilland—. Cada vez que ese tal Clifford le ha pegado a una tía. No hay nada de nada. Y lo que la tía Ellio nos ha contado no añade nada a la película.
—Quién sabe —dijo Willis.
—No —replicó Havilland meneando la cabeza—. ¿Y sabes por qué no? Porque ese atraco no sucedió en la calle, como dijo ella.
—¿No? Entonces ¿dónde sucedió?
—En su cabeza, muchacho —contestó Havilland—. Todo sucedió en la cabeza de la señorita Ellio.