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Un viejo soldado

AÑO 1588

A la cárcel de Sevilla, que estaba en la calle de las Sierpes, llevaban detenido a un hombre, quien, a juicio de los encargados de la inspección de cuentas del rey Felipe, había sido inculpado de supuestas malversaciones, pero también, sin duda alguna, de irregularidades en la contabilidad. El hombre tenía una espesa barba de color castaño, un rostro anguloso, ojos claros y un gran bigote marcial impecablemente teñido de negro y con rizadas puntas. Todo en él, su bigote, su envarada postura, su paso corto y firme, la mirada atrevida de sus ojos, denunciaba una vida militar. Si se le observaba más de cerca, se descubría que su mano izquierda estaba mutilada por un disparo, pues no intentaba ocultar el miembro herido, como suelen hacer los lisiados, sino que mantenía esa mano apoyada sobre el pecho, como si se tratara de una condecoración, de un distintivo. Además, manifestaba un extraordinario buen humor, con una mirada alegre en sus claros ojos que contemplaban el paso de los transeúntes —una gruesa aldeana con un burro cargado de ristras de cebollas, algunos golfillos que ante él escupían pipas de melón, y algunos individuos andrajosos, de dudosa catadura, cuyos ojos negros, tan tímidos como insolentes, denunciaban una posible profesión rufianesca o la más honrosa artesanía del ladrón—. El detenido miraba todo esto con gran interés, como si se tratara de la cosa más importante del mundo y de vez en cuando hacía alguna observación a los que le conducían, a los cuales las palabras del preso provocaban sonoras carcajadas. Aquello no se parecía en nada a la conducción de un preso; más bien se semejaba al encuentro de dos soldados con un antiguo compañero de armas que ahora marcharan juntos, a buen paso, a la fonda más próxima para tener allí una alegre charla mientras gustaran del contenido de una garrafa o de una bota repleta aun más apetitosa.

Cuando el preso llegó a la cárcel, lugar medio ruinoso que ofrecía un aspecto nada atractivo y que olía, en una mezcla verdaderamente desagradable de aromas, a coles, a judías, a cebolla, a manteca rancia, a paja podrida, a ropa vieja, a gente sin lavar, a orina…, uno de los corchetes se acercó al preboste y habló con él muy detenidamente señalando de vez en cuando al preso, que esperaba allí, alegre y satisfecho, como si acabara de llegar al palacio de recreo de Felipe, en Aranjuez, para presenciar el próximo espectáculo de teatro, danza y música. El preboste, que se mostraba algo difícil, se limitó a asentir fríamente con un movimiento de su cabeza gris y el preso fue conducido por los corchetes, con señales de triunfo, al piso superior del edificio, donde se encontraban los delincuentes peligrosos, los salteadores de caminos, los ladrones de mejor estilo, uno o dos asesinos, varios encubridores y algunas cortesanas que, con su amabilidad, alegría y belleza, ponían una nota de color en la aburrida existencia de los inquilinos de este piso. Los de arriba, como aquí se les llamaba, tenían todos ellos algo de dinero y disfrutaban, como también ocurre en el mundo, de un mejor trato y de mejores aposentos mientras que los de abajo, vagos, pillos y vulgares rameras, a causa de la insignificancia de sus delitos, eran tratados con el correspondiente desprecio por los carceleros, desprecio que, de vez en cuando, se traducía en patadas en las posaderas de los desdichados o en golpes de plano de las espadas.

Miguel de Cervantes —pues este era el nombre del preso recién llegado— fue recibido en el piso de arriba con tanta alegría que cualquiera, a primera vista y a causa de las jocundas observaciones y las chistosas apostillas sobre los inevitables incidentes de la existencia terrena y su extraordinaria cortesía palaciega frente a las cortesanas, sabría que tenía ante sí a un hombre de mundo.

Una vez que Cervantes hubo participado de una olla podrida y bebido algunos vasos de vino, todo a costa de uno de los asesinos que se mostró como un auténtico filántropo; después de que, además, rehusara galantemente un amistosísimo ofrecimiento de una de las cortesanas, se sentó recostado en la pared y las piernas extendidas sobre la paja.

Ardía allí una pequeña lamparilla de aceite. Los reclusos roncaban en diversos tonos. El hospitalario asesino dejaba escapar un gemido de vez en cuando. Según había referido a Cervantes, había matado a su propia mujer a causa de una supuesta infidelidad y quizá se le apareciera en sueños la víctima. O quizá suspiraba sólo por la sordidez de su existencia. En uno de los rincones, muy lejos del círculo iluminado por la débil luz de la lamparilla, una de las mujeres reprimía la risa junto a uno de los hombres.

Del rostro de Cervantes se desprendió la máscara de alegría; las puntas del bigote se inclinaron hacia abajo, la sonrisa desapareció de sus ojos dejando lugar a una profunda melancolía. «Hasta dónde he llegado —pensaba—, para que el rey Felipe me dé alojamiento aquí, a mí, que tranquilo y alegre me he paseado por los palacios más grandes».

Y por mero azar, casi como quien está a punto de morir, le vino a la memoria su propia vida, el recuerdo de las venturas y desventuras que había disfrutado y sufrido. Se vio como niño en el regazo de su madre; se vio en Alcalá de Henares, donde estuvo su cuna, jugando en la calle con sus hermanos. Eran juegos belicosos en los que había repartido y recibido muchos golpes con espadas de madera. Jugaban a que estaban en Túnez y el pequeño Miguel en una ocasión había llorado porque sus hermanos mayores se empeñaban en que él fuera siempre el infiel pirata que al final recibía dolorosos palos de manos del emperador Carlos —siempre su hermano Rodrigo—, para dar mayor autenticidad al histórico hecho.

Cervantes sonreía. Incluso ahora, hombre ya de cuarenta años, quería a su madre y a sus hermanos y hermanas más que a nadie. Pensaba también en el padre difunto, que había sido medico y que difícilmente había conseguido sacar adelante a la siempre creciente familia. Recordaba sus tiempos de estudiante en Alcalá, en Madrid, época en la que no tenía preocupaciones, a pesar de los muchos días de ayuno involuntario, aliviado gracias a un poco de pan seco y al olor de la salsa de carnero que le llegaba de las cocinas de sus más afortunados vecinos. Por último se vio en el mundo, en el gran mundo de los condes, de los duques y de los cardenales, en cuyas antecámaras, con el único atuendo, medio presentable, que poseía, había aguantado durante días largas esperas en compañía de otros peticionarios. Todo parecía ir bien; tenía grandes esperanzas, especialmente después de haber compuesto un tremendo poema a la muerte de la reina Isabel, poema que incluso había llegado a imprimirse, aunque los versos cojeaban de manera lastimosa.

Cervantes lanzó un hondo suspiro. «¡Ah! Cuánto más fácil sería la vida si no hubiera mujeres en el mundo». Sin mencionar al padre Adán y al pecado original y sin tener en cuenta los muchos ejemplares de la Historia, las Helenas, Mesalinas y Eloísas que amargaron la dulce existencia de hombres famosos, él también había tenido sus propias experiencias, como, por ejemplo, la aventura galante con aquella doña Eugenia que escondía bajo su negro vestido de terciopelo un pequeño busto encantador, unas esbeltas piernas y otros primores anatómicos. «La picara era hermosa —murmuraba Cervantes—, pero por desgracia completamente infiel a pesar de su voz suave, sus grandes ojos oscuros y húmedos, a pesar de sus caricias, de las que no era avara». Y así las cosas, el amante, enloquecido por los celos, había desafiado a otro galán que igualmente conocía, y no sólo de oídas, el lecho de doña Eugenia.

Un duelo, en sí mismo, no habría significado nada; era de buen tono batirse. Pero este duelo, por desgracia, había tenido lugar en el ámbito de la corte del rey Felipe. Conocidos los hechos, el rey Felipe era inflexible. No consentía que cerca de él tuvieran lugar encuentros ni belicosos ni amorosos. Y así, a causa de haber roto la paz ante el rey, se vio condenado a la pérdida de la mano derecha, la mano que había esgrimido la espada violadora de la paz.

Cervantes contemplaba pensativo su mano derecha completamente sana. Esta mano, con la que manejaba la pluma, se conservaba intacta gracias al camarero de su santidad Pío V, monseñor Giulio Aquaviva, con el cual había escapado en una noche amparados por la niebla. Este monseñor, que tenía un gran corazón, le había nombrado su gentilhombre de Cámara, en Valencia, dando un suave golpe en el hombro al consternado amante a la vez que le dedicaba una sonrisa. Con esto quedaba a salvo pues monseñor pertenecía a la representación diplomática de la potencia extranjera a la que el rey Felipe no molestaría en ningún caso.

Y, por otra parte, la vida a las órdenes de monseñor no había sido mala. De Barcelona lo llevaron a Milán y a Lucca, pasando por Perpiñán, bien equipado, vestido de negro y ciñendo espada con cazoleta de plata y montando un purasangre. Había pernoctado en palacios, había comido en largas mesas que se alabeaban bajo el peso de los manjares y los vinos a la luz amarillenta de las velas en candelabros de plata y en muy distinguida compañía. Y así había llegado finalmente a Roma, a las esfinges de la Porta del Popolo, entre las colinas del Pincio, en las que, tiempo atrás, había sido enterrado el monstruo Nerón. En Roma había trabado infinidad de conocimientos, ya que la ciudad estaba llena de españoles. Entre soldados, gentileshombres, embajadores, cardenales, damas de alta alcurnia y encantadoras damiselas había recibido una segunda educación, más liberal que intelectual. Había visto también las ruinas de los circos, baños y templos, últimos recuerdos de una generación pasada que, sin embargo, no despertaron interés especial en el joven español, puesto que el presente llenaba de vida sus venas hasta reventarlas. Durante su estancia en Roma, por otra parte tan agradable, solamente había una cosa que le fastidiaba y ello era que no podía intervenir en la conversación cuando, después del tercer vaso de vino, se pasaba a los relatos de guerras y aventuras, tema muy corriente en aquel tiempo. Cuanto más se iba animando la charla, más truculentos y terribles eran los acontecimientos relatados. Cervantes prefería no hablar; no le parecía que su incidente con el rey Felipe pudiera contarse, pues no era de ningún modo heroica su huida bajo el amparo de la blanca bandera con las llaves doradas.

Después aconteció lo de la Santa Liga, la Cruzada contra los turcos. El nombre de don Juan iba de boca en boca. Para entonces Cervantes ya se había convertido en soldado del regimiento de su tocayo Miguel de Moneada, a las órdenes del viejo Diego de Urbina, un veterano espadón que convertía a un joven, en un abrir y cerrar de ojos, en un auténtico soldado que le acompañaba valiente a los temidos Tercios. «No sería malo ser soldado —pensaba Cervantes—, si las guerras no degeneraran, en muchos de los casos, en luchas entre príncipes». Entornó los ojos y creyó ver de nuevo la cubierta de la Marquesa, la de Lepanto, en salvaje desorden y teñida de sangre, las velas desgarradas, el humo de las culebrinas y el resplandor del fuego de los cañones de Aluch Alí. Entonces mantuvo él los ojos bien abiertos, en el terrible tumulto de sorpresa y muerte y luchas, pero los galeones de Gian Andrea Doria, entre los que se encontraba la Marquesa, habían sido atacados por los piratas argelinos causando un gran peligro. Cervantes se había propuesto firmemente mostrarse, en aquellos días, como un nuevo Amadís de Gaula, como un intrépido Orlando. Se imaginaba una batalla con todo semejante al estilo de esas hazañas, que él podía describir con todo detalle y recitarlas de memoria después de los muchos años pasados en la lectura de libros de caballería. Por eso se dirigió, espada en alto, al castillo de proa, que no era un lugar especialmente seguro a causa del nutrido fuego rasante de los piratas. El puente, en ese momento, estaba completamente desierto, pues todos los viejos soldados se habían puesto a cubierto de las balas y las flechas. La solitaria figura, con la espada desnuda en actitud heroica, llamaba la atención, no solo de sus camaradas que le gritaban hasta desgañitarse: «¡Baja, tú, piojo!», sino también de los argelinos, que lanzaron un nutrido fuego de mosquetes, ya que no podían encontrar un blanco más ideal que el que ofrecía el joven héroe. La cosa terminó con un repentino grito. Cuatro disparos le habían alcanzado, tres de ellos en la pierna, que produjeron heridas leves, y otro, de mayor importancia, en la mano izquierda. Se desplomó, y Gabriel Castañeda, que a pesar de su nombre tenía poca semejanza con el arcángel de la Anunciación, lo puso a cubierto soltando maldiciones. El médico le examinó la mano durante un largo tiempo con aire de preocupación; en cambio, las heridas de la pierna parecían depararle cierta tranquilidad.

Cervantes continuaba soñando. Se veía en Génova, en el hospital, en aquellos días en que los dos partidos de la ciudad, con los nombres de San Lucas y San Pedro, habían llegado a las manos. Él, desde una ventana, había estado contemplando aquella guerra civil con gran tranquilidad de ánimo. Se veía ante su capitán, don Juan de Austria, que le había estrechado la mano con cordialidad, la mano derecha, la que estuvo a merced del rey Felipe, la misma persona temida de la que ahora, gracias a la carta de recomendación de don Juan en su poder, esperaba conseguir un pequeño empleo en la corte.

Pero no hubo nada del empleo, pues el barco que le había de traer a España, el Sol, había sido saqueado por los piratas argelinos y, por tanto, en lugar de venir a parar a los brazos de su madre y de sus hermanas, se encontró sirviendo como esclavo jardinero de un tal Dali Mami, quien la mayoría de las veces se comportaba como un canalla, pero que con Cervantes era más bien indulgente, porque esperaba conseguir un elevado rescate por un hombre que tenía consigo una carta dirigida al rey Felipe.

Vinieron los interminables cinco años tediosos, plenos de nostalgia, de espera sin esperanza, en los que uno llegaba a creerse olvidado del mundo. A un intento de fuga fracasado seguía otro; a él se le perdonaba, pero se veía obligado a contemplar cómo golpeaban las plantas de los pies y sometían a otros crueles castigos a sus compañeros. Por fin llegó el dinero, la gigantesca suma de quinientos ducados de oro que habían reunido con el mayor esfuerzo, maravedí tras maravedí, las hermanas y la anciana madre.

¡España! Era increíble encontrarse de nuevo en España, contemplar el paisaje español, besar a las muchachas españolas y rezar en las catedrales. Se sintió como aquel gigante de la Antigüedad cuyas fuerzas se multiplicaban cuando su pie pisaba el suelo patrio. Por entonces había iniciado una gran novela pastoril, La Galatea, y había terminado dos comedias. El éxito y el dinero tardaban en llegar; pero al menos estaba en casa.

Y ahora, otra vez, las muchachas. Es raro que en la idílica Arcadia de los eternos amantes, el pastor y la pastora, nunca se hable de hijos naturales. Se amaban en los prados, en la floresta, mientras contemplaban las dulces ovejas. Y esto era todo. Él mismo, en una España más terrena, había tenido experiencias distintas. El epílogo de nueve meses no se hacía esperar y, de repente, uno se encontraba con una hija que berreaba con todas sus fuerzas pidiendo alimento.

Se había casado cuatro años antes, en Esquivias. La novia, la pequeña Catalina, con la mitad de años que él exactamente, estaba encantadora en la iglesia, con su velo y su amplio vestido de boda; y aún más encantadora, por la noche, sin ninguna clase de velo. Pero una familia era un asunto serio para un literato sin apenas recursos.

De nuevo se había alistado como soldado, esta vez no con ambición de heroísmos, sino en busca de la soldada que pagaba el rey Felipe, aunque siempre llegaba con retraso. Había escrito poesía; solo por dinero había maltratado con dureza a Pegaso y lo había puesto a tirar del carro del trapero. Había hecho «poesía» para recomendar un libro sobre las enfermedades renales y alguna más con parecido motivo serio. Pero todo esto no podía prolongarse mucho tiempo y seguir así atendiendo a la mera subsistencia. Entonces llegó el momento de la malaventurada cruzada contra Inglaterra. Malaventurada para España y malaventurada en especial para Cervantes. Cierto que al principio había mostrado un aspecto suficientemente rosado cuando Cervantes, por primera vez, fue nombrado por el rey para un puesto oficial, el de acopiador de aceite y trigo para la Armada. Pero qué flema, qué paciencia sobrehumana había que tener para tratar con los avaros campesinos, tan lentos, tan astutos y tan torpes. De qué modo había que conocer exactamente el producto y cuánto había que saber del carácter del ser humano, especialmente de sus ocultos rincones, para no dejarse engañar por los bribones y regresar con aceite rancio y harina de mala calidad.

Resumiendo. Como viejo militar, se le acabó la paciencia de repente. En lugar de negociar y de rogar se había puesto a dar órdenes, sin ahorrar bofetadas y puntapiés en las posaderas de los aldeanos y finalmente había acabado por exigir la mercancía, simple y llanamente, a un determinado precio fijo. Esto provocó un grito de rebelión en toda Andalucía e incluso habían llegado a decretar su excomunión en Écija, entre las amenazas más duras y los más crudos juramentos del magistrado superior de aquel sucio lugar. Por si no fuera suficiente el que uno hubiera provocado el enojo de los campesinos, también se había atraído la indignación del gobierno de su majestad, sin furia, pero de mayor peligro. Los malditos empleados de despacho dijeron que los libros no cuadraban, que las partidas no estaban bien asentadas, que algunas sumas estaban mal y que el remanente de las mercancías consignadas no resultaba del todo claro, puesto que no se acompañaban las certificaciones de entrega. Faltaban, según decía la mezquina raza de chupatintas, tantos y tantos ducados, reales y maravedíes, como si un hombre como el rey Felipe usara de contar por maravedíes.

El juez se había comportado como un cerdo y enseguida tomó partido por el rey en lugar de ejercer la justicia sin tener en cuenta a las personas. Había condenado a Cervantes al pago de una considerable suma. El tal ruin juez, maliciosamente, se había referido a ello con reintegro a las arcas reales. Esta cifra provocó la carcajada del inculpado, pues la elevada cuantía estaba en notable contraposición con el dinero que poseía. Pero esta carcajada, con la que, según pensaba Cervantes, se hubiera mostrado comprensivo un juez más inteligente, había incluso aumentado la maldad de este juez especial, el cual, sin entrever lo cómico de la situación, en ese momento, antes de que Cervantes hubiera terminado de reír, ya lo había condenado al pago de una segunda suma a causa del comportamiento insolente. Finalmente, como era imposible que se pagara ni siquiera la centésima parte de esas cantidades, el juez, muy enfadado, soltó un largo sermón sobre la extraordinaria corrupción de toda la soldadesca y, con tan atronadoras voces que a Cervantes se le antojaron como una caricatura de las trompetas del Juicio Final, proclamó con toda firmeza y claridad que al tan inicuo como desvergonzado siervo del rey Felipe, un tal Miguel de Cervantes Saavedra, hasta la fecha acoplador y comprador de aceite de oliva y de trigo, se le condenaba, en el presente acto, a seis meses de arresto en la cárcel de Sevilla.

Cervantes dejó vagar su triste mirada por la habitación. No podía caber duda alguna: había llegado a su punto de destino. Se sentó en su baúl. La desnudez de las paredes, la suciedad, el hedor, los ronquidos, todo le causaba repugnancia. «A muchas leguas de la Arcadia de mi Galatea», pensaba.

En ese momento, la lamparilla de aceite que durante largo rato había estado luchando por prolongar su menguada existencia lució con una intensidad algo mayor y, seguidamente, se apagó. Cervantes se encontró a oscuras. Casi contra su voluntad comenzó a trabajar su fantasía, la más poderosa, la más gigantesca fantasía española. Llegaban pastoras, pastores, héroes en corceles espumeantes, damas llorosas. Llegaban barcos a través del mar; los cañones rugían, las armas se hacían oír con estruendo, los vientos soplaban con fuerza. Praderas y bosques, paisajes amables, como parques, que pronto hacían sitio a mares encrespados.

Pero Cervantes recuperó el equilibrio de su mente antes de que le rodeara por completo el profético encantamiento. «Es extraño —pensaba sereno—, cómo el hombre interior, la imaginación, el pensamiento, el ensueño crea ambiente. Si yo ahora pensara al estilo de mis libros de caballería, para mí tan queridos, ese juez ruin sería un peligroso encantador; la cárcel, un castillo encantado; las cortesanas, duquesas; y mi animoso asesino, quizá, el mismo Parsifal en persona. ¿Y yo? ¿Qué sería yo?» Esta idea le fascinaba sobremanera. Galatea estaba casi olvidada; él, él se iba transformando; en él nacía algo nuevo, algo grande. Se mordía las uñas. Algo completamente nuevo, un sentimiento universal le había deparado la vigilia en aquella noche pasada en la cárcel.

«Yo mismo, mi vida, estos dignos compañeros de prisión, sus ronquidos, su hedor, España, el pueblo español, el mismo rey Felipe, quizá el mundo entero…, sí, el mundo entero con todas sus circunstancias, con sus cunas y sus féretros… es quizá solo un sueño sin forma, una espesa materia prima para el activo espíritu del hombre. Y el mundo deja de ser un sueño tan solo cuando nosotros lo doblegamos a nuestra voluntad creadora, activa, formadora. He querido hacer de mi vida un cantar de gesta, y aquí estoy, en la cárcel con una mano mutilada, como un condenado por ladrón».

La profunda ironía, el abismo lleno de sonrisas, de una sonrisa cómica, por así decirlo, de una sonrisa medio melancólica medio burlona, este abismo que se abre ante el espíritu y la realidad, por cuyo borde caminamos todos, locos y cuerdos, y en el que más tarde o más temprano seguramente nos precipitaremos; la profunda ironía, eternamente insalvable, de toda existencia humana… eso, eso es lo que veía Cervantes aquella noche. Se veía a sí mismo, como un joven que busca fama con demasiadas esperanzas por lograr un ideal demasiado elevado.

Y, casualmente, el viejo soldado se transfiguró. Se le alargó la cabeza y se le estiró en punta su barba rala, como la de un viejo chivo; las mejillas hundidas, los hombros caídos, las piernas resecas y flaquísimas. Se vio encerrado en una viejísima armadura cuyas piezas estaban unidas mediante cuerdas. Su cabeza se tocaba con una bacía de barbero. Y junto a su flaca figura surgía la del rechoncho, mofletudo y barrigón, astuto, fiel, cobardón e inseparable del flaco; inseparable como lo es la realidad de la idealidad.

Pero Cervantes pronto se dio cuenta de que los dos que, por así decir, formaban las dos mitades de su propio ser y que se habían hecho independientes, de ningún modo estaban separados uno de otro. Y alrededor de ellas, desconcierto y confusión. Idas y venidas de pastores de cabras, arrieros, saltimbanquis, escribanos, clérigos, moriscos, galeotes, poetas, titiriteros, ladrones, cortesanas, rameras encantadoras, soldados, duquesas y mezquinos posaderos. Traqueteo de molinos de viento, rugido de leones, maullidos de gatos, rebuznos de asnos, chirrido de carrozas que se bamboleaban, corceles piafando. Y caminos, siempre caminos nuevos y, sin embargo, siempre el mismo camino de la vida con siempre nuevos caminantes. Ante los ojos de la imaginación de Cervantes, en la oscuridad de la cárcel de Sevilla, se presentaba España entera, la España de Felipe II, un país corriente de vigorosa realidad. Y hoy lo vemos nosotros como apenas podemos ver nuestra propia época, nuestro propio país; lo sentimos, lo olemos, oímos a su gente, porque Cervantes, el inigualable maestro del lenguaje, el más humano de todos los grandes autores, se decidió a escribir su visión de esta tierra, su España, por la que ahora, y para siempre, caminan don Quijote y Sancho Panza, los héroes a los que todos admiramos.