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El santo Borja
AÑO 1539
Desde la gran catedral, a lo largo de los muros del monasterio de San Juan de los Reyes, en los que se veían colgadas las cadenas que en otro tiempo habían sido quitadas a los esclavos cristianos liberados después de la conquista de Granada, llegaba solemne, lentamente, el triste cortejo. Pasaba por delante del Cristo de la Luz, donde el caballo del Cid se había hincado de rodillas para honrar la imagen del Señor empotrada en el muro; por delante de las oscuras casas toledanas de negras puertas de madera claveteada cerrando arcos de escasa altura.
Negros eran también los paños que, pesadamente, se movían al viento colgados en las fachadas; y de negro iban vestidos los caballos, negros eran los trajes de los caballeros, negras las plumas de avestruz de sus sombreros. Apretada contra las paredes de las casas se estrechaba una muchedumbre, una multitud deprimida y silenciosa; hombres de rostro compungido y mujeres que lloraban abiertamente.
El largo cortejo llegó al arco de la Puerta del Sol, puerta de ese puente que, en un único y osado arco, se tiende sobre el profundo valle del Tajo. En los viejos pilares romanos cubiertos de moho rompíase, como siempre, la rápida corriente del río.
A la cabeza del cortejo, que al llegar al castillo de San Servando volvióse hacia el sur, cabalgaba el infante don Felipe; más pálido que de costumbre, sus labios estaban blancos y sus ojos hundidos. Unos días antes había muerto su madre y ahora llevaba sus restos mortales a través del suelo español hacia Granada, donde la difunta había deseado que la enterrasen, al lado de sus abuelos maternos Fernando e Isabel.
El féretro de plomo de la reina se balanceaba entre cuatro caballos que por sus largas y negras vestiduras parecían fantásticos corceles de ultratumba.
Frailes dominicos caminaban al lado de los servidores armados; el sol de mayo se reflejaba en los crucifijos de plata, en los puños de las espadas y en las aceradas picas y alabardas.
En silencio, el cortejo avanzaba lento bajo el alto cielo blanco y brillante del verano de España. A lo lejos se extendía La Mancha, una tierra casi desprovista de árboles, con colinas planas sobre las que se alzaban numerosos molinos de viento con pesadas aspas inmóviles.
También durante la noche continuaba la marcha. La luna llena brillaba en el cielo y las colinas yacían en aquella penumbra como silenciosas olas de un mar nocturno y yerto. De vez en cuando se veía un rebaño de ovejas pastando y el ladrido de los perros llegaba penetrante y sonoro.
Detrás del féretro cabalgaba don Francisco de Borja, el amigo del emperador, a quien Carlos le había confiado los últimos honores que habían de rendirse a la muerta. Los pensamientos de don Francisco vagaban hacia allá arriba, hacia un convento de Jerónimos cercano a Toledo, donde su amigo, a aquella hora, en su altar mayor, se encontraba de rodillas entre los frailes pidiendo por el alma de su esposa; Borja recordaba que Carlos y la difunta, allí mismo, delante de él, se habían prometido apartarse del mundo cuando el infante don Felipe fuera lo suficientemente mayor para tomar las riendas del gobierno de España.
Don Francisco sacudió los hombros estremecido. Pero no era el ligero y frío viento de la noche, ese aliento de la sierra, lo que le hacía estremecer: presentía algo que él mismo no sabía bien lo que era. Constantemente, como atraído por artes de magia, miraba el féretro que, oscilante, continuaba la lenta marcha.
Veía ante sí a la reina, sonriente, amable, el rostro ovalado enmarcado en el adorno de su pelo oscuro, los dedos ocupados en el encaje destinado al altar mayor del sepulcro del Señor en Jerusalén. Recordaba cómo hacía nueve años, siendo casi un muchacho, había ido de un lado a otro huyendo de la peste con la reina, el infante don Felipe y doña María; cómo entonces cayó enfermo don Felipe en Madrid con fiebre alta y la reina creyó que su hijo era una víctima más de la terrible enfermedad; pero tan solo había sido un sarampión. Don Francisco sonrió un instante, pero al momento púsose otra vez serio. La luz de la luna jugaba reflejándose sobre los leones de plata bordados en el paño del ataúd. Pompa, resplandor del poder, sirvientes a caballo, corceles andaluces, caballeros con nombres altisonantes, ¡qué vacío le parecía todo aquello en esa hora!, ¡qué desértico e insignificante frente al descanso bajo la tapa de plomo, frente al trío de las manos cruzadas sobre el pecho joven todavía!
«Qué bien vive el pueblo —pensaba don Francisco—, los pastores con sus rebaños, los labriegos en sus campos, los mendigos, los niños». Y le parecía que aquella vida sencilla era ciertamente mejor, la más llena de significado. Por casualidad recordó que el Salvador siempre había morado entre el pueblo, entre los pescadores, los jornaleros, los pobres.
Don Francisco tenía raros pensamientos, demasiado raros para un joven y apuesto cortesano que al entrar en los salones reales provocaba una agradable excitación en muchísimas damas jóvenes, y cuyo rostro y lozana juventud habían sido causa de numerosas y mezquinas rivalidades entre las mujeres.
Y así marchaba, meditabundo, montado en negro caballo, un miembro de aquella familia que un día fundara Alejandro VI, el papa, con sus hijos César y Lucrecia. César, el fratricida, y la rubia Lucrecia. Pero este sobrino de César, este nieto de Alejandro, era tan distinto de sus parientes como lo era la seria y oscura Contrarreforma del polícromo y amoral Renacimiento.
Muy entrada ya la noche, la comitiva se detuvo. Pero tampoco entonces encontró descanso don Francisco, pues el deber le exigía vigilar el ataúd a cuyos extremos ardían tristemente unas antorchas pintadas de negro. Y así continuó muchos días; muchos días con sus noches, desde el amanecer, al cantar el gallo hasta entrada la noche.
Por un peligroso camino atravesó la comitiva la Sierra Morena, que separa el Guadiana del Guadalquivir. Ásperas rocas se elevaban contra el cielo; peñas con narices fantásticas se inclinaban como demonios de piedra hacia el estrecho y escarpado camino. Allá abajo se oía el murmullo de arroyos profundos, susurros de aguas invisibles. Don Francisco, en actitud de alerta y con un cansancio mortal, seguía adelante, como si ya no fuera el jefe de la caravana sino la misma muerte, invisible, y, sin embargo, siempre presente, montando invisible rocín.
Ahora cambiaba el carácter del paisaje. Encinas aisladas tendían sus nudosos brazos sobre el barranco. Bosques de tímidos y contrahechos olivos crecían aquí y allá, y cuando el viento de la sierra movía sus ramas el verde limpio de sus hojas se transformaba en un color plata gris y polvoriento. Movidas por asnos a los que se habían vendado los ojos, giraban las norias en los campos. Se percibía un penetrante olor a rosas que se extendía como un cálido perfume sobre las colinas cuyos contornos se difuminaban en un azul-gris. Hombres y mujeres, ataviados con sus jubones multicolores, con pantalones abombados y zapatos rojos, iban quedando atrás, al alejarse la caravana. Se había llegado a Andalucía.
Y se divisaban a lo lejos las torres de oración de los muecines, las torres de Córdoba que ahora, desde hacía ya 300 años, ostentaban otra vez la cruz del Galileo. La que una vez fue capital del Califato de Occidente, la Meca occidental, hacía tiempo que se había convertido en provincia española. Sin embargo en los patios, bajo los arcos de las estrechas calles, trabajaban aún los plateros, los silleros, los guarnicioneros, los alfareros, del mismo modo que en los días que ya hacía tiempo habían pasado.
El niño de doce años, don Felipe, que solo había vivido en Castilla, este archiespañol en cuyas venas se mezcla sangre suiza, bohemia, francesa, flamenca y portuguesa, este joven rubio de ojos azules que, sin embargo, es absolutamente español, percibe lo extranjero, lo extraño, lo no cristiano: el Islam, que había dejado en esta ciudad una huella indeleble. La tristeza causada por la madre muerta se mezclaba en su corazón con la repugnancia que sentía hacia los herejes, hacia la volubilidad y ligereza del sur.
En medio de esta ciudad, ya en decadencia, existía, y todavía existe, como el cuerpo muerto de una ballena encallada, la octava maravilla del mundo, la gran mezquita. Y precisamente allá se dirige el fúnebre cortejo. A través del patio de los naranjos, en cuyo centro canta una fuente, llegaron a las masas de bronce de la Puerta del Perdón, cubiertas de inscripciones árabes, que lentamente se abría al paso de la reina muerta y de sus acompañantes.
Ante la procesión, que en estos inmensos ámbitos se antojaba pequeña e insignificante, se extendía, perdiéndose en la oscura lejanía, el bosque de columnas que soportan los arcos de herradura listados de blanco y rojo. El gigantesco espacio, reflejo del mundo que el Islam imaginaba, daba frío a los cristianos. El cortejo se dirigió deprisa por encima del suelo de azulejos, hacia la capilla cristiana que el emperador Carlos, hacía dieciocho años, había mandado construir apenas comenzado su reinado. Esta capilla era muy fea. Carlos mismo, cuando la vio por primera vez, había dicho al maestro arquitecto: «Vos habéis edificado aquí lo que se puede edificar en cualquier otra parte del mundo, pero para ello habéis destruido lo que en el mundo era único».
De nuevo velaba el cadáver don Francisco, de nuevo ardían los negros hachones, de nuevo rezaban los dominicos. A su alrededor, perdido en la noche que la mortecina y temblorosa luz de las velas intentaba en vano vencer, se extendía el extraño edificio: columnas y columnas. Detrás del altar mayor estaba la capilla Villaviciosa que alguna vez, en la época de los moros, llevó el nombre de Maksura. Aquí habían celebrado los califas el sabbat, aquí se habían guardado los vasos de oro y plata para la fiesta del Beiram. Aún más, al sur estaba el sanctasanctórum, el Mihrab, la Kaaba de Occidente. La bóveda estaba hecha de un solo bloque de mármol. El recinto, hexagonal, aparecía adornado con valiosos mosaicos y esbeltas columnas. Aquí había estado en otro tiempo el Corán, escrito de la propia mano del califa Omán, en un atril de madera de áloe que había estado ricamente adornado con perlas y joyas. Aquí el Imán había recitado las oscuras y monótonas palabras de la Sura a la hora de Azalah; y los piadosos habían creído que en aquel momento Alá, el Invisible, el Bondadoso, el Guerrero, estaba presente, en persona, en el Mihrab.
No lejos de este sanctasanctórum yacía ahora, en un féretro de plomo, la reina católica Isabel de Portugal, y delante del féretro estaba don Francisco de Borja; misteriosamente sentía él, cristiano, la proximidad de Dios en aquel quedo murmullo de la noche, entre la monotonía de los rezos en latín, el runrún de los antiguos conjuros y el crepitar de los velones. Percibía el incesante correr del tiempo, que solo puede ser oído por el espíritu, en aquel ingente y expectante silencio del recinto. Allí, sobre el altar mayor de los cristianos, la cabeza del Crucificado se inclina llena de dolores; y allá, en el Mihrab, el vacío, el abandono que en algún tiempo había atemorizado a Tito, el romano, cuando entró en el sanctasanctórum del templo de Jerusalén.
A la mañana siguiente continuó la comitiva su marcha. Siguió hacia el sur pasando sobre el Guadalquivir por el Puente de Dieciséis Ojos que en otro tiempo había mandado construir Octavio César. Pronto les saludaron desde el horizonte las alturas de la Sierra Nevada, coloreadas de azul aurora. El territorio parecía abandonado. Los fértiles valles del Genil y el Manzanil estaban casi despoblados, pues los moros habían sido expulsados por los edictos de los Reyes Católicos, excepto el pequeño número de clase humilde que se habían prestado voluntariamente a dejarse bautizar.
Por fin, después de largos y fatigosos días, alcanzó el fúnebre cortejo su meta. Desde las colinas del Cerro del Sol vieron los hombres, allá abajo, la roja ciudad, la Medina Alhambra, donde estaban los palacios y las villas de los califas entre umbrosos árboles, frescas fuentes y blancos muros. Pasaron por la Gran Puerta llena de inscripciones árabes que ninguno de ellos sabía leer: «No hay más dios que Alá; Mahoma es su Profeta. No hay poder ni fuerza fuera de Alá».
La comitiva no se dirigió hacia el palacio maravilloso de la Alhambra; tampoco hacia el medio terminado palacio que el rey de España había mandado construir en el centro del edificio moro. El destino del cortejo era la Capilla Real.
De nuevo estuvieron los hombres en penumbra. Por encima de ellos, en relieve, se veía a la reina Isabel la Católica cabalgando un blanco corcel, acompañada de su esposo don Fernando y del cardenal Mendoza. Boabdil, el último rey moro, le entrega la llave de la ciudad. En este mismo lugar los dominicos habían bautizado a cientos de moros. Debajo de aquel relieve estaba el gran sarcófago; las figuras de Isabel y Fernando, esculpidas en pálido alabastro, yacían llenas de majestad. Aquí, al lado de los abuelos maternos debía descansar la madre del infante don Felipe según su propio deseo.
Ya había llegado el momento. Los hombros de don Francisco dejaban de soportar la carga pesada de la responsabilidad. La clerecía superior de Granada, los monjes, a los cuales incumbía la obligación de decir las misas de difuntos por los soberanos de España, estaban preparados también para recibir el cuerpo de esta joven difunta en la Capilla Real.
Desde siempre, nunca se revelaba tanto el sentido, innato en el español, de la distancia, forma y majestad como en presencia de la muerte. Ninguno de los presentes dudaba en serio que en el ataúd yacía realmente la reina muerta; pero el protocolo español exigía que el jefe del cortejo fúnebre se adelantara ante el féretro abierto y anunciara en voz alta el nombre y el origen del difunto levantando la mano para responder, bajo juramento de la identidad del cadáver. El ataúd fue abierto, y en el mismo instante el olor terrible y penetrante de la descomposición, cada vez más y más molesto, llenó la estrecha capilla llena de gente. Los nobles retrocedieron; tan solo los monjes permanecieron quietos, no sin esfuerzo. Don Francisco estaba de pie ante el cadáver; sus mejillas, pálidas y hundidas; en la frente, gotas de sudor.
—Díganos, pues —demandó el abad empleando el lenguaje formal—, ¿quién es este que hoy solicita la admisión en los panteones de los reyes difuntos? —Don Francisco abrió la boca y nuevamente la cerró sin decir nada—. ¿Quién es este que solicita entrada?
Un silencio angustioso. Desde alguna parte, a través de un vitral de colores, caía sobre los azulejos, trémula, la policroma luz partida por la negra sombra de la cruz de la ventana. La mirada del infante don Felipe se fijaba en ella como hechizada.
Don Francisco comenzó a hablar con gran esfuerzo:
—Yo no reconozco este cadáver —murmuró—; esta no puede ser mi reina. —El abad miraba a don Francisco levantando la mano en señal de advertencia—. Respondo de que nadie —murmuraba— ha abierto el féretro desde que la comitiva abandonó Toledo.
—¿No es la difunta doña Isabel, la emperatriz, la reina? ¿No es ella la esposa de nuestro rey, la nieta de la reina Isabel que en Dios descansa, la que ha de ser encomendada a la tumba de sus abuelos para eterno descanso?
El abad se acercó a don Francisco, saliéndose de las normas tan solo para acabar pronto.
Don Francisco estaba hincado de rodillas, sus ojos brillaban febriles.
—Tiene que ser ella —dijo con voz ronca—, pero ¿dónde está el esplendor y la alegría de este rostro, antes tan amable? ¿Dónde lo encuentro en estos rasgos esfumados, en estas mejillas hundidas? ¿Dónde la belleza? ¿Dónde la dignidad? ¿Sois vos doña Isabel? ¿Sois mi emperatriz, mi señora?
De nuevo tomó el abad la palabra, apremiante, advirtiendo:
—¿Respondéis vos, por tanto, con palabra solemne, que habéis vigilado el féretro… y que no ha sido abierto?
—Lo he vigilado —susurró, arrodillado—; respondo en nombre de la Madre de Dios.
Un suspiro de alivio recorrió la nave llena de gente. Se dijo la misa de difuntos. El féretro cerrado fue introducido en el sarcófago junto a los conquistadores de Granada. Los apóstoles, los padres de la Iglesia, esculpidos en mármol, miraban desde las cornisas pensativos, piadosos, apacibles y meditabundos.
El infante don Felipe estaba arrodillado al lado de don Francisco, sobre el frío suelo de azulejos. Por su rostro corrían abundantes lágrimas. Era su madre quien allí, ahora y para siempre, descendía a la tumba acompañada de los cantos de los monjes. Era de su niñez, de su protección, de quien se despedía. Lanzó una mirada escrutadora e intranquila a don Francisco, que ocultaba su rostro con las manos.
Cuatro años habían pasado desde el entierro aquel. Don Francisco de Borja, el cortesano, el virrey de Cataluña, el Caballero de Santiago, había renunciado a todas las dignidades desde hacía tiempo. Se le conocía como padre Francisco, como un miembro de la Compañía de Jesús, como un hombre que había sido consagrado por el fundador de la Compañía, el padre Ignacio de Loyola, a la obediencia, la disciplina, las tareas de la milicia espiritual.
Aquel momento ante el féretro, la contemplación de la muerte, aquella revelación de la caducidad, había sido el acontecimiento decisivo que había marcado su alma. Había sido un jesuita ejemplar, de una humildad que no tenía fronteras. Cuando una vez otro padre le escupió a la cara por descuido durante un violento ataque de tos y se excusaba confundido por este accidente ante el padre Francisco, de tan alto linaje, Borja, observó que había hecho bien, pues no había en la tierra ningún lugar más sucio que su cara.
Don Francisco de Borja como eclesiástico llegó también muy lejos. Murió como prepósito general de la Compañía de Jesús, más poderoso, pues, que como cortesano, virrey o duque; más poderoso quizá que el mismo Felipe II. El tercer general de la Compañía de Jesús, como el fundador de la Orden, fue declarado santo por la Iglesia.
¡San Francisco de Borja! ¡Un Borgia santo! ¡Qué lástima que Alejandro VI no pudiera vivir esta elevación del descendiente de uno de sus bastardos! Pero cierto es que este Borgia era otro, un piadoso cristiano y, sin embargo… ¡Qué abismo separa a este noble español del otro san Francisco, el burgués de Asís! El español no compuso ningún canto a su hermano el sol, a sus hermanos los animales; no predicaba a los pájaros. Aquella piadosa alegría y amable entrega a las criaturas era extraña a él; la tenebrosa ascética había adquirido por completo la supremacía en él. Su cristianismo no tenía nada que ver con la vida, sino con la muerte.
Aquella escena ante el féretro de la madre también se había grabado en el ánimo juvenil de don Felipe. No fue un santo, sino el rey de España. Quizá sufriera con ello, pues de vez en cuando se comportaba como un santo español. Y fue, por tanto, un rey cristiano. Y en cualquier parte, en los blancos salones de palacio, sobre su negro vestido, tras su pálido rostro, habitó, grande, oscuro y pavoroso, el fantasma de la caducidad, la muerte de la madre.