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En Tordesillas

AÑO 1545

En el palacio de Valladolid se reunía el Consejo de Estado. El infante don Felipe estaba sentado ligeramente inclinado hacia delante en su sillón, tres escalones más elevado que las sillas de los restantes miembros del Consejo. Sus delgadas manos blancas se agitaban, nerviosas, en los brazos del sillón y en su boca asomaba una tímida sonrisa. Con cierto cansancio estaba escuchando las palabras del cardenal Tavera, arzobispo de Toledo, primado de España.

El alto dignatario eclesiástico, hombre corpulento, de cabellos grises y un rostro severo y sagaz, terminaba en aquel momento su largo discurso:

—Por tanto, el santo padre de Roma se ha dignado conceder a vuestra alteza su dispensa expresa para el proyectado matrimonio. Pues aunque la infanta María Manuela es prima en primer grado de vuestra alteza, tanto por línea materna como por la paterna, su santidad sabe muy bien cuál es la importancia de este matrimonio para la felicidad de España y la paz de Europa. Ojalá se realicen las grandes esperanzas de unión de Iglesia y Estado, por este matrimonio, para salvación de la católica España.

El infante inclinose y dijo:

—Doy las gracias a vuestra eminencia. Ahora ruego a su alteza serenísima, el duque de Alba, tome la palabra.

Don Fernando Álvarez de Toledo, duque de Alba, se levantó lentamente. Sus ojos de color castaño claro, demasiado próximos a la afilada nariz y que prestaban a su mirada una expresión de astucia, se posaron altaneros e inquisitivos sobre el rostro del muchacho de dieciséis años. Luego, de repente, se atusó su rizado cabello, negro como la pez, y dijo con sorprendente voz:

—Alteza: poco me queda a mí que decir, después de que los señores eclesiásticos del Consejo han declarado tan expresamente todo lo importante. Yo soy un soldado; permítaseme por esto mostrar la importancia militar de este matrimonio. En definitiva, todo descansa en el poder; especialmente, la paz. España debe ser el estado más fuerte de Europa porque es el estado católico. Y así están, pues, los tercios y cañones españoles en el bajo Rin, en el Danubio, en la Italia alta, en Nápoles, en Sicilia y en los Pirineos. Hemos cercado a Francia, el archienemigo; hemos ocupado Italia, hemos vencido a la Alemania protestante. Pero todo esto, esta política de poder, nos es solamente posible porque la península Ibérica es fuerte y está unida como la guarnición de una única fortaleza…

Las palabras del duque continuaron oyéndose en la sala, pero Felipe, que veneraba al duque como a un general casi tan grande como lo era su propio padre, no escuchaba los bien hilvanados cambios de rumbo del discurso. Estaba pensando en que, fuera, era septiembre y el tiempo era cálido; y constantemente intentaba imaginarse a su novia, la jovencita de cabello moreno cuyo retrato, demasiado formal, pintado en una tablita de madera enmarcada en oro, llevaba colgado de una cadena debajo de su jubón. La tentación de sacarlo era grande y solo con gran esfuerzo conseguía vencer ese deseo imposible. De repente se asustó. El duque había terminado su discurso y se había callado. Un silencio expectante reinaba en la sala; solo se oía en alguna parte el zumbido de un moscardón. Felipe, mecánicamente, dijo:

—Doy las gracias a vuestra alteza. Ruego manifieste ahora su opinión el digno consejero Granvela.

Granvela, consejero del emperador, habló. Prudente, minucioso, lento, iba construyendo sus frases una tras otra. En otro tiempo, para Felipe constituía un placer escucharlo. Ninguno de los miembros del Consejo de Estado era tan conocido en Europa y en la política como Granvela. Este holandés de pelo blanco, con el rostro carnoso de un labrador, con el reluciente anillo de oro en el grueso dedo índice que levantaba, ligeramente curvado, en los momentos culminantes de su discurso a fin de atraer hacia sí al auditorio, no solamente conocía los principios de la política imperial, sino que también conocía a los actores de la escena política, los países, las ciudades, los príncipes, los rasgos de sus rostros y sus caracteres, y los pueblos, sus modos de pensar y sus costumbres. Granvela era, para Felipe, además, como un gran libro de estampas cuando, lentamente, pero sin aburrir, sacaba del tesoro de los recuerdos la estampa de un príncipe, acaso la del temible Enrique de Inglaterra, el hereje asesino de mujeres, y poco más o menos con estas palabras: «Y el rey, vestido magníficamente de ante blanco, a través de cuyos acuchillados se veía el rojo satén, estaba jugando a la pelota con Norfolk. Las damas se reían por lo bajo y se divertían y el rey sudaba tanto que le caía el sudor por las mejillas hasta la roja barba, y pedía una y otra vez, a grandes voces, que le trajeran una jarra de vino del Rin».

Así solía ocurrir en otras ocasiones; pero hoy Granvela no lo cautivaba, aunque su magistral discurso examinaba el matrimonio del infante desde su significado político refiriéndose a la pronta y decisiva alianza interna de las dos mayores potencias navales del mundo: España y Portugal, a las que estaba destinado poseer juntas el globo terrestre; España, la mitad oriental; Portugal, la occidental. Los nombres biensonantes de territorios e islas extrañas que mencionaba Granvela, nombres como Perú, Taprobane, Antilla, no eran en esta ocasión para Felipe realidades de este mundo, sino una rara música armoniosa para los sueños que le excitaban.

El infante Felipe estaba enamorado. Estaba enamorado de una joven a quien nunca había visto y a la que solamente conocía por las descripciones de sus embajadores y por un mal retrato. Él mismo sentía que la tenía que ver lo antes posible antes del matrimonio. Sus ojos se volvieron hacia Ruy Gómez, que le miraba y sonreía. Ruy Gómez bajó la noble cabeza, asintiendo.

En un dorado día de septiembre, cuando la recolección de la uva estaba ya en plena actividad, llegó la pequeña infanta María Manuela a Elvas, en la frontera hispano-portuguesa. El rico y poderoso Portugal había procurado que el cortejo de la princesa fuera sobremanera lujoso y suntuario. La infanta misma venía sentada en una magnífica litera; era una jovencita de dieciséis años, nerviosa y bonita, con unas cejas levantadas en ademán de asombro y una linda pero inexpresiva boca infantil. Llevaba el pelo, abundante y negro, del que estaba no poco orgullosa, con un peinado alto y cubierto con una toca blanca en la que había prendidas algunas joyas. Su traje, que ceñía apretado su busto y caía suelto desde las caderas, era igualmente blanco, de seda, adornado con brocado de oro.

Después del cambio interminable de formalidades y cortesías, la novia del infante fue recibida por la nobleza española de Elvas. El infante don Felipe no estaba presente, pues la costumbre de los dos países, en la que aún quedaba algo de las costumbres moras, únicamente permitía un encuentro de la pareja de novios ante el mismo altar de la boda.

En Elvas no faltaron abundantes sollozos y lágrimas; pero la pequeña princesa se consoló pronto, pues los españoles habían traído consigo, para su entretenimiento, bufones, enanos, juglares e indios.

Para no cansar a la princesa se viajaba en jornadas cortas. El tiempo era hermoso. El pueblo entero estaba en las viñas. Y en las aldeas, las muchachas con la falda recogida pisaban las uvas dentro de unas grandes tinas. Poco a poco, la princesa se iba acostumbrando al recio sonido de la lengua española.

Entretanto, el infante Felipe había salido de la hacienda del duque de Alba con un sencillo traje de caza y acompañado solamente por Ruy Gómez. Con el corazón agitado fue a esperarla a Badajoz, desconocido para el pueblo que lo miraba con la boca abierta. Pronto, el sonido de las trompetas denunció la proximidad del cortejo y el infante vio a su novia, como una súbita y fugaz aparición, envuelta en una larga mantilla de terciopelo al estilo de Castilla, pues el sol llegaba precisamente al ocaso y las noches eran frescas.

Desde Badajoz hasta Salamanca siguió Felipe al cortejo, adelantándose de vez en cuando para poder, de paso, ver a su novia.

Después de dos semanas, María Manuela llegó a la ciudad de Salamanca. Ahora iba vestida con un traje de plata y llevaba un tocado azul en el que, intrépida, ondeaba una pluma blanca. Desde una ventana de la casa del doctor Olivares el infante intentaba ver a la princesa; María Manuela había sido advertida, ocultó su rostro rápidamente detrás del abanico. Entonces el juglar Perico de Santerbo, bromeando, apartó a un lado el abanico con gran júbilo del pueblo.

A la tarde del día siguiente tuvo lugar la boda. El cardenal Tavera unió las manos de la pareja mientras el duque y la duquesa de Alba actuaban como testigos. Luego tuvo lugar el baile en casa de Cristóbal Juárez, baile que duró hasta las cuatro de la madrugada.

Para Salamanca, siempre dispuesta a los festejos, la boda de los príncipes significaba una abigarrada barahúnda de corridas de toros, torneos, fuegos artificiales, comida y bebida gratis para el pueblo, especialmente para los flacos hijos del alma máter que ahora celebraban a su modo, yantando y libando, la elección del infante.

Los dos jóvenes estaban enamorados uno del otro. Con gran sentimiento abandonaban la ciudad de la universidad. Pero Valladolid y el Consejo de Estado exigían la presencia del infante, el cual, por la eterna ausencia de su padre, el emperador, se había convertido a la larga en el verdadero regente del país.

En España todo estaba tranquilo, todo en la más profunda paz; y no había prisa. La pareja, lentamente, se encaminó hacia Valladolid. Cuando llegaron al valle del Duero se despertó en Felipe el deseo de llevar a su joven esposa a presencia de su abuela, la reina doña Juana, pues, desde lo más hondo de su ser, sentía una profunda veneración por los lazos familiares, y esto le exigía recibir la bendición de la anciana. María Manuela se atemorizo al entrar en el Alcázar de Tordesillas, cuyas pesadas puerta se abrieron chirriando ante la joven pareja. Doña Juana, la reina de España, era también abuela de la pequeña infanta, pues su madre era hija menor de la anciana reina. Nerviosa y temblándole las rodillas pasó María Manuela sobre las baldosas, que sonaban a hueco, a la sala donde estaba la reina, de quien se contaban las más raras habladurías en España y en Portugal. Se decía que estaba loca, que era una hereje; que frecuentemente entablaba diálogo con los espíritus de los muertos; una mujer que solamente por su alta posición y origen se había salvado de las garras de la Santa Inquisición. La anciana estaba sentada en una silla de alto respaldo; su cabello era blanco y estaba desordenado; las uñas de sus flacas y venosas manos estaban sucias. Su vientre estaba hinchado por la hidropesía, deformado bajo el antiguo ropaje, tanto que parecía una embarazada. Los pies, gotosos, enfundados en blandos zapatos de paño negro, descansaban sobre un pequeño escabel.

Felipe y su esposa se arrodillaron y de repente sintió María Manuela la mano de la abuela tocando su negro cabello. Ella oía latir muy fuerte su corazón y no se atrevía a mirar, mientras doña Juana decía palabras de bendición con su casi desdentada boca. Esta voz sonaba bien y amable, aunque algo ceceante.

—La niña —dijo doña Juana en voz baja— tiene el pelo negro y bonito como mi pequeña Catalina. Es joven, es muy joven, y aquí está también mi Felipe… ¡ah!, no es exactamente mi Felipe, pero, sin embargo, sangre de mi sangre. Dios os bendiga, nietos míos, Dios bendiga vuestro matrimonio.

Llena de miedo, María Manuela veía con asombro que la mirada de aquellos viejos ojos era maravillosamente clara, luminosa y joven, casi como la de una muchacha. Algo raro exhalaba de la vieja reina, la cual, a pesar de su suciedad y su enfermedad, infundía un profundo respeto. A María Manuela le parecía como si aquellos ojos miraran al pasado y, al mismo tiempo, proféticos, al futuro. Con leves escalofríos pensaba ella en la larga cautividad de la abuela, en los largos años de soledad, de los que su madre le había hablado varias veces, ya que aquí, en el castillo de Tordesillas, había crecido, como única acompañante, como último consuelo de la perturbada reina, hasta que la voluntad del emperador la había llamado a Portugal. Le parecía a María Manuela que la abuela, en este cuarto encalado, cuyas paredes estaban cubiertas de escasos tapices, había adquirido más experiencia que otros hombres; que la reina conocía la vida de un modo más profundo, mientras que la mayoría de los hombres solo habían conocido la superficie de la existencia rápidamente mutable. Con miedo y algo de curiosidad echó una mirada alrededor de la sala, como si las mismas paredes blancas y desnudas le pudieran hablar como fantasmas del otro mundo.

Doña Juana observaba la mirada de la joven, se sonrió al tiempo que un gesto de tristeza asomaba a su rostro, si bien desapareció enseguida.

—Ya no es todo aquí tan bonito, nieta mía —dijo doña Juana suspirando—, aunque mi esclavo Denia, sudando, ha arrastrado hasta la habitación candelabros de plata y ha encendido muchas velas. De vez en cuando tengo que reírme de todo corazón del pobre tonto, aunque la mayoría de las veces me irrita; no se puede adornar un cuarto solamente con velas. ¿No sabe el muy estúpido que, en otro tiempo, trabajaron solamente para mí muchos cientos de telares en Brujas y en Arras; que yo poseía aquí más tapices y mucho más hermosos que la misma Ana de Bretaña? ¿Por qué no cuelga los tapices con las hazañas de Hermes, con la manzana de las Hespérides y el león de Nemea, con la metamorfosis de Ovidio, con Dafne, que se convirtió en laurel, y con Filemón y Baucis, la antigua pareja que veía al luminoso dios sentarse a su humilde mesa? ¡Oh!, hija mía, tendrías que haber visto mis habitaciones en Bruselas y en Gante, el lujo de los cuadros, el esplendor de los suelos, las valiosas sillas, y los hombres, los muchos hombres. Cuando yo entraba en la sala al lado de mi Felipe ¡cómo sonaba la música!, ¡cómo se inclinaban las cabezas! Yo era pequeña, morena y esbelta, hija mía, y los señores de Flandes, de Artois, de Zelanda, me hacían muchos cumplimientos y admiraban la pequeñez de mis manos y pies y la oscuridad de mi pelo, el fuego de mis ojos. Pues allí, en los Países Bajos, la mayoría de las mujeres son rubias y sus ojos son azules e inexpresivos como los de las vacas. A mí no me gustaban aquellas mujeres. Sin embargo, a mi Felipe… Pero no quiero hablar de él; pues vuestro abuelo, hijos míos, tenía un gusto algo extraño que muchas veces me tenía en sobresalto. Tú no conoces aún a los hombres, María Manuela; y yo solo espero que este joven Felipe, tu marido, no salga demasiado a tu abuelo. Pero ¡Virgen Santa!, ¿de qué estoy hablando yo, locuaz gusano? Yo quería hablar de algo muy distinto. Yo quería decir que he amado tantísimo a mi Felipe, que incluso lo he odiado; pues es una suerte terrible estar tan ligada a un hombre. Siempre se trata de adivinar, con el corazón lleno de angustia, lo que está pasando detrás de su frente, si su boca miente, su sonrisa engaña, sus besos nos desprecian, y nunca se adivina. ¡Oh, Dios! Cuando ya no existía mi Felipe, entonces fue peor aún mi suerte, pues entonces siempre estaba yo preguntando a mi propio corazón y siempre la misma pregunta, y volvía a anhelar el martirio del amor. Por esto, mi pequeña María Manuela, ama a tu Felipe, pero no lo ames demasiado; pues corresponde a las mujeres ser comedidas y no ser, en el amor, desvergonzadas e ilimitadas, como lo fui yo, como casi todas las mujeres de mi casa.

Doña Juana acarició las mejillas de la nieta, que miraba a la anciana reina con timidez.

Felipe observaba intranquilo a la reina. Intentaba distraerla y dijo:

—Contadnos algo más de Flandes, pues es posible que pronto deba seguir allá a mi padre el emperador.

—Es un país rico y fértil —dijo doña Juana—, completamente diferente de nuestra España. Llueve mucho. También los hombres son diferentes; yo temía que ellos menospreciaran a reyes y señores. Dan más importancia a los municipios que a los duques o a los condes. No les gustan nada los españoles y se ríen de nuestras formalidades y de nuestra sobriedad; pues a ellos solo les gusta reír y divertirse en fiestas y quermeses, que celebran con gran boato y grandiosidad. Y, sin embargo, yo era feliz allí… Sí, al principio era muy, muy feliz allí, en los Países Bajos. Y también me gustaba reír, y las fiestas, las quermeses y los bailes que duraban toda la noche. —De repente, doña Juana se detuvo y miró a la joven pareja con cierto aire de melancolía—. Quiero pediros un gran favor —dijo—, quisiera veros bailar, mis pequeños nietos. Por favor, hijos, por favor, bailad para mí, solo para mí.

Felipe la miró indeciso, pero María Manuela comprendió enseguida a doña Juana. Con pies ligeros retrocedió. Felipe se negaba, pero luego se inclinó hacia su esposa, quien, por su parte, hizo una profunda reverencia casi sumergiéndose en la falda de seda adornada de flores que se hinchó al inclinarse. Luego se cogieron las manos y la pequeña infanta se contoneó con gracia y coquetería. Juntos realizaron varios pasos. El infante no era ningún mal bailarín y para la infanta aquello era como un juego. La seriedad y la temprana madurez de la pareja desapareció de sus rostros juveniles que enrojecieron a causa del ardor infantil que pusieron en la danza. En cuanto el príncipe tocaba las puntas de los dedos de su esposa, ella escapaba ligera para inmediatamente volver a aproximarse a él.

También en doña Juana se efectuó un cambio. Sus ojos se iluminaron y se enderezó más en su sillón. Con mirada atenta seguía todos los movimientos y giros de la danza. «Es realmente igual que Catalina, tan ligera, tan graciosa, tan infantil —murmuraba para sí—; casi es como si volviera a encontrar de nuevo a mi hija». Y recordaba el terrible día en que Catalina, su hija más pequeña, su último consuelo, fue llevada a Portugal para casarse. Recordaba los últimos besos, las últimas lágrimas de la muchacha, cómo fue extinguiéndose el ruido, cada vez más lejano, de los cascos de los caballos en el fresco atardecer, mientras ella, petrificada, sin lágrimas, había quedado en el balcón siguiendo con la mirada la caravana que pronto desapareció tras las colinas.

Grandes pesares tuvo la anciana reina, grandes pesares a lo largo de su vida. Y todavía su corazón seguía agitado por el amor, por aquel amor doloroso que, como creía el pueblo español, la había arrastrado a la locura. Sin embargo, en este momento, a ella, a la anciana, le parecía como si ella fuera un ser poderoso, casi demoníaco y terrible, una extraordinaria creadora. Los dos bailarines, los dos rientes niños, eran, después de todo, obra suya; surgidos, en fin, de su amor, como toda una serie de reyes y reinas sentados en todos los tronos de Europa.

En julio del año 1545 María Manuela dio a luz un niño al que se dio el nombre de Carlos, por su abuelo. La joven madre sobrevivió al parto solamente unos días. La muerte, que en aquel tiempo siempre acechaba en cada puerperio, la fiebre puerperal, la arrebató. Los médicos de la corte, sin embargo, creyeron que había muerto a causa de un zumo de limón que había tomado, poco después del nacimiento, para aplacar su sed.