23
La hora de Inglaterra
AÑO 1588
Desde hacía largo tiempo se preveía que Inglaterra, más tarde o más temprano, tendría que entrar en la guerra entre la primera potencia católica, España, y la involuntaria promotora del protestantismo. Pero Felipe e Isabel habían eludido siempre la peligrosa decisión, aunque ambos tenían motivos suficientes para acusarse mutuamente. Luego Felipe prestó apoyo a los jesuitas y a los refugiados ingleses en Flandes, que soñaban con una restauración del catolicismo en Inglaterra y preparaban, uno tras otro, atentados criminales contra Isabel. Isabel, por su parte, aunque siempre con titubeos, apoyaba a los rebeldes holandeses, y, cuando menos, hacía la vista gorda si sus capitanes asaltaban y saqueaban las posesiones de ultramar y las naves españolas de la manera más desvergonzada.
Francia, en este gran conflicto, era el fiel de la balanza. Ni Felipe ni Isabel tenían intenciones de ayudar a poner en manos del contrario el país que permanentemente oscilaba entre catolicismo y protestantismo. Otros motivos para mantenerse en esta postura de indecisión por ambas partes eran, en el caso de Felipe, la eterna falta de fondos, lo que le hacía encontrarse siempre al borde de la bancarrota a pesar de las enormes aportaciones de oro y plata de Perú y de México; en el caso de Isabel, su absurda avaricia, que le llevaba a mirar cinco veces cada chelín antes de gastarlo. Pero se produjeron varios sucesos que dieron lugar a que la guerra estallara sin remedio.
Francia, como ocurriría cuarenta años después con Alemania en la guerra de los Treinta Años, se convirtió en el campo de batalla entre potencias exteriores a ella misma. Allí, el hugonote Enrique de Navarra luchó, con el apoyo de Isabel y de los Países Bajos, contra la Liga católica de Enrique de Guisa, que disfrutaba de la ayuda de Felipe.
En Inglaterra, después de largos años de prisión, había sido ejecutada María Estuardo a causa de una supuesta participación en una conjura de los católicos. Esta muerte acabó definitivamente con la esperanza de una restauración pacífica del catolicismo en Inglaterra. Fue el acicate que impulsó a Felipe. Nunca le había agradado tener que sacar las castañas del fuego por otros. Pero ahora, cuando hacía la guerra, la hacía por él mismo. Ello ofrecía la posibilidad de que él, descendiente de la casa de Lancaster, pudiera acceder al trono de Inglaterra; y si no él mismo, sí su querida hija Isabel Clara Eugenia, para quien siempre buscó una corona.
Alejandro Farnesio había logrado, al fin, restituir el sur de los Países Bajos, casi por completo, al dominio español. Una victoria decisiva frente a Inglaterra habría de consolidar esta otra victoria y asegurar, para largos años, la posesión de estas provincias en manos españolas. Felipe, pensando en todas estas cosas, a su modo, lenta y seriamente, había llegado al convencimiento de que ya no era posible otro aplazamiento de la definitiva confrontación con Inglaterra. Desde El Escorial llegó la orden de construir una gran flota, reunir provisiones y reclutar hombres. Los astilleros de Cádiz, Sevilla, Lisboa, La Coruña y Santander trabajaron con diligencia. Ingentes cantidades de aceite, trigo y vino se iban acumulando en los almacenes. Numerosas partidas de ganado llegaban al oeste por polvorientos caminos para ser sacrificadas. Las fundiciones de bronce y hierro se veían inundadas por multitud de encargos. En las ciudades y en los pueblos se reunían, en las casas de los nobles, millares de jóvenes españoles aguerridos llenos de júbilo.
La nueva cruzada estaba decidida. Las pesadas naves, con su casco de gruesa madera, fueron bautizadas con nombres de santos. El papa Sixto V, que, en el fondo, temía más a Felipe que a la herética Isabel, envió desde Roma, sin embargo, su bendición y la promesa de aportar un millón de ducados de oro para esta empresa, aunque no antes de que el ejército español hubiera desembarcado en suelo inglés.
Llegó también hasta la propia Inglaterra la noticia de los grandes preparativos y de la expedición planeada, lo mismo que al resto de Europa. Había llegado el momento crítico que tanto tiempo habían estado temiendo los responsables estadistas ingleses Burleigh y Walsingham.
En este momento en el que se trataba de tomar una decisión férrea y de pasar inmediatamente a prepararse para llevarla a cabo, Isabel se echó atrás. No era cobardía personal, pues Isabel no conocía por sí misma el miedo; era una aversión contra la guerra real, cuestión en la que no se sentía experta y de la que no entendía nada. Isabel como Felipe, su adversario, era, sí, experta en el juego de las intrigas, de los aplazamientos, de las promesas ambiguas, de las amenazas disimuladas. No le repugnaba una guerra a medias, como la de Irlanda o la de los Países Bajos; tampoco los asaltos ocasionales a las colonias españolas ni las piraterías en alta mar. Pero no había cosa que más odiara que una acción clara y concreta en la que no tenía oportunidad de retirarse en caso de que la cosa presentara peligro. Ella pertenecía a ese raro tipo de carácter que en cualquier circunstancia prefiere actuar de modo ambiguo. Pero en la guerra no hay nada más arriesgado que actuar solo a medias. Isabel quería la paz. La paz debe ser incondicional. Ella, con la ilusión de una paz, no veía otra cosa que la paz. Isabel, en su peculiar obsesión por la paz, estaba dispuesta, contra toda justicia, a abandonar a sus amigos y aliados, traicionarlos de forma ignominiosa y esto, precisamente, en el momento en que ella necesitaba, más que nunca y con urgencia, a los aliados. Negó todo apoyo a Enrique de Navarra, quien podría mantener fuera de la lid al partido católico de Francia. No prestó ayuda a los Países Bajos, que estaban en contra de Alejandro Farnesio, y ofreció al mariscal de Felipe la entrega de los puertos holandeses ocupados por Inglaterra. Por otra parte, intentó que Alejandro Farnesio traicionara a Felipe ofreciéndole a cambio la corona ducal de Borgoña, a la que ella, de ninguna manera, habría renunciado. Pero el mayor delito lo cometió al empeñarse en mantener a Inglaterra desarmada. Sus barcos permanecían en sus puertos, sin aparejos, sin armamento, sin tripulación. Sería necesario un gran esfuerzo para conseguir arrancar a Isabel cada libra de pan o de carne salada, cada cuartillo de cerveza, cada carga de pólvora, cada trozo de cuerda o de vela. Verdaderamente ella jamás habría podido pensar en superar a España en cuanto a elementos bélicos, pero sí podía haber seguido el consejo de hombres inteligentes y poner a Inglaterra en condiciones de poder combatir. En esta temible situación, el peligro lo veían y lo reconocían con toda claridad dos hombres que pensaban que la mejor opción que se ofrecía a Inglaterra consistía en entablar una acción ofensiva con su reducida flota. Hawkins y Drake tenían experiencia en la lucha contra los navíos de guerra españoles e incluso llegaban a subestimar su capacidad de combate. En un momento de debilidad de la reina, el elocuente Drake arrancó a la vacilante Isabel el permiso para atacar los puertos occidentales de España y Portugal a fin de perturbar los preparativos de Felipe. Isabel se arrepintió enseguida de su decisión y envió rápidamente un mensajero a Plymouth para revocar la orden; pero el mensajero llegó demasiado tarde. De noche, y con niebla, Drake, que había previsto algo semejante, había zarpado ya de Plymouth con treinta naves. Fue inútil enviar otros barcos tras él. Los mástiles de la escuadra acababan de desaparecer por el ondulado horizonte.
Drake se encontraba sobre el elevado puente del Bonaventura, navío de seiscientas toneladas. Muy distinto era sentirse en este navío de guerra, de casco sólidamente ensamblado que surcaba veloz las olas, comparado con la sensación que se tenía a bordo del gallardo Pelikan, frágil y pequeño, que le había llevado, hacía años, por todos los mares del globo. Al volverse a mirar a su alrededor vio cómo tras él aparecían los palos y las infladas velas del Lion, del Rainbow y del Dreadnought, ninguno de los cuales era de una capacidad inferior a las cuatrocientas toneladas de arqueo. Detrás de los grandes navíos de la reina venían los mercantes, que habían sido armados para este fin por los honorables comerciantes de Londres, no solo por razones políticas, sino porque se daba por supuesto que toda empresa conducida por Drake tenía que lograr indefectiblemente un gran éxito.
A la altura de las islas de Scilly soplaba en contra un rugiente viento suroeste. Las naves sufrían incesantes sacudidas por el impulso de las gigantescas masas de agua. Negras crestas de olas se encrespaban con estrépito. El agua barría las cubiertas. Los cañones y los mástiles no se libraban de su ataque. Las velas, pesadas como el plomo, no se dejaban dirigir por las entumecidas manos de los marineros. La furiosa tempestad levantaba hasta la altura de los palos las salpicaduras de las olas que luego caían como lluvia helada y ruidosa sobre aquellos hombres que apenas se podían mantener sobre sus piernas en ese caos de agua, espuma y viento. Pero el viejo John Hawkins, el antiguo tratante de esclavos, era quien había aparejado las naves. No hubo una vía de agua; no se rompió ningún mástil, no se rasgó ninguna vela ni se desprendió de sus anclajes ningún cañón. Una de las pequeñas pinazas parecía estar a punto de hundirse con sus hombres y sus ratas; pero, una y otra vez, chorreando como un perro de aguas, volvía a emerger de entre el salvaje y arrollador torrente espumoso de agua salada y cabalgaba sobre la siguiente cresta que se precipitaba sobre ella. No fue un mal comienzo. La victoria en la confrontación con los elementos fortaleció la confianza de los hombres para según ellos afrontar el mucho menos peligroso encuentro con el rey Felipe y su poderío.
Después de doce días de navegación surgió del mar la roca gris de Gibraltar. Al doblarla se llegaba a Cádiz en cuestión de tres jornadas. Drake se internó en el puerto como si se tratase de la desembocadura del Támesis. Los sorprendidos españoles intentaron defenderse. Dispararon los cañones y una bala acertó en el Lion; pero la confusión era tan grande que los españoles no podían hacer nada. Uno de sus barcos fue hundido. Entonces Drake se lanzó contra las naves de transporte, pesadamente cargadas. Las tripulaciones huyeron aterrorizadas, saltando al agua o a los botes. Las naves de transporte, grandes barcos de quinientas toneladas, estaban cargadas con trigo, harina, vino, frutas y otras provisiones. Drake ordenó trasladar a bordo de sus barcos lo que pudiera ser útil y luego mandó incendiar las naves españolas, que quedaron ardiendo allí, flotantes, en el puerto.
Esta acción audaz y afortunada de Drake causó admiración en España. Los descendientes de los conquistadores no pudieron menos de reconocer al inglés como uno de los de su clase. Y sucedió que Drake alcanzó los elogios del derrotado enemigo a la vez que los de su propio gobierno.
Después de esto, Drake se apostó frente al cabo de San Vicente. Casi diariamente atracaba allí algún barco de transporte. Él estaba madurando un plan. Quería internarse por el ancho Tajo y atacar y destruir en su propio puerto la flota de guerra española que en él estaba anclada. Si las cosas hubieran sucedido como Drake pensaba, la campaña de Felipe contra Inglaterra habría tenido un rápido final en Lisboa y diez millares de españoles se habrían ahorrado un lastimoso final. Pero Isabel seguía creyendo en la paz y prohibió a Drake acometer a Felipe con tanto rigor, por lo que el almirante tuvo que conformarse con enviar un desafío al adversario español, el marqués de Santa Cruz, desafío que el marqués rechazó cortésmente al tiempo que se lamentaba de tener que hacerlo.
Se apostaron luego los ingleses frente a Cintra, donde hundieron varias naves de transporte. Desde allí siguieron hasta La Coruña, donde se repitió el espectáculo de Cádiz, y finalmente, para llenar la bolsa y ganar algunos méritos entre los honorables comerciantes de Londres, tomaron rumbo a las Azores y allí abordaron y saquearon un navío procedente de las Indias Orientales con rico cargamento.
A pesar del daño material que habían sufrido la Armada y España, Felipe no renunció a proseguir con su idea. En la corte de Flandes se encontraba Alejandro Farnesio con treinta mil soldados escogidos esperando a la Armada, que pronto aparecería en el Canal, según se le había anunciado desde Madrid. El plan español era limpiar el Canal de barcos ingleses para que la flota española pudiera pasar sin ser molestada. En Madrid se contaba con el levantamiento de la fracción católica de la población inglesa y, además, no se pensaba en una resistencia seria. Se figuraban a los ingleses debilitados por los largos años de paz, sin experiencia bélica y armados con arcos, que habían constituido un arma terrible durante la guerra de los Cien Años, pero que ahora, con los modernos mosquetes y demás armas de fuego, serían casi totalmente ineficaces. Alejandro Farnesio conocía a los ingleses y pensaba de otro modo. Contaba con tener que librar, una tras otra, varias batallas en el suelo inglés, pero también creía que podría llevar a cabo la invasión con éxito si es que le dejaban libre la retaguardia y el Canal estaba limpio.
En medio de esta situación de riesgo, Isabel continuó con el peligroso juego de impulsar la paz. Licenció a una gran parte de la marinería y se negó con terquedad a la entrega de las necesarias raciones de víveres y munición a las naves. El almirante, lord Howard, escribía en esos días a Walsingham diciendo que se sentía como un oso amarrado a un poste y que los españoles vendrían como perros a lanzarse sobre él sin posibilidad alguna de defenderse. Y John Hawkins decía: «Malgastamos nuestras energías, nos deshonramos y nos hacemos despreciables a causa de nuestros inseguros titubeos».
Pero sobre la Armada española se cernía desde el principio una estrella de infortunio. Ya se había dado la orden de zarpar cuando, como de repente, de forma totalmente inesperada, murió el marqués de Santa Cruz, el almirante, marino muy experto que había colaborado en gran parte en la brillante victoria de Lepanto. El vacío se cubrió sin acierto con el duque de Medinasidonia, un simple hombre de la corte. En cualquier caso, la partida de la Armada se retrasó casi un año entero. Este aplazamiento fue la salvación de Inglaterra, pues la misma Isabel no tuvo más remedio que darse cuenta de la gravedad de las intenciones de Felipe. Un tanto remisa, dio a lord Howard la orden de poner a punto la flota y dotarla al completo. En todas las ciudades de Inglaterra se hizo un llamamiento de voluntarios que quisieran reunirse bajo la bandera de la reina para defender las islas patrias. Este llamamiento no resonó en vano. Por todos los caminos se agolpaban hombres, jóvenes y muchachos en marcha hacia el sur y el sureste de Inglaterra. Tan grande fue la tradicional fidelidad a la reina en el pueblo inglés que puede decirse que el auténtico héroe de esta hora decisiva no fueron lord Howard, Drake, ni Leicester, ni Burleigh, sino Isabel, quien, muy en contra de su voluntad, se vio envuelta en la guerra por la inquebrantable determinación de la nación, actitud que habría de ser fundamento de la hegemonía de Inglaterra sobre los mares y que hizo posible los primeros y modestos comienzos del futuro imperio.
Los viejos capitanes y la marinería de Vizcaya, de las costas de Flandes, de Holanda, Inglaterra y Escocia movían la cabeza con aire pensativo. Un verano como este de 1588 no lo habían conocido nunca. A una tormenta le seguía otra. El viento del sureste llegaba a la entrada del Canal con fuerza huracanada. Día y noche hubo que vigilar los diques hasta que, de repente, cambió el viento y ahora, con la misma fuerza, soplaba de noroeste, de forma que los grises desiertos de légamo de las marismas crecían por el impulso del enfurecido mar. Parecía como si no solo los pueblos, sino también los vientos se enfrentaran unos con otros; como si se acercara a gran velocidad y con gran fuerza el fin de todas las cosas. En susurros se mencionaba a Dios y a Satán, pues, por aquel entonces, nada se sabía de las manchas solares y de su influencia en los fenómenos meteorológicos.
Los españoles, con ciento veintinueve naves, dos mil cuatrocientos treinta cañones y treinta mil hombres, partieron de Lisboa a mediados de mayo. Los recibió un fuerte viento del norte. Los pesados galeones de pequeñas velas navegaron de bolina a lo largo de las costas portuguesas y después de tres semanas alcanzaron el cabo Finisterre, donde una violenta tempestad desbarató la flota. Algunas naves escaparon a alta mar hacia el oeste y otras se vieron impulsadas hacia Vizcaya. El viento norte cambió luego hacia el oeste y, a primeros de julio, la flota se reunió de nuevo en El Ferrol para tomar rumbo al norte por segunda vez. Soplaba una fresca brisa del suroeste y el tiempo se mostró favorable a la empresa por primera vez. Pero el suroeste se hizo más fuerte hasta convertirse en tempestad. Cuatro de las naves se vieron empujadas hacia las costas de Francia sin que pudiera hacerse nada por evitarlo y el gran galeón Santa Ana se hundió con cuatrocientos hombres y cincuenta mil ducados de oro, primera pérdida importante de la Armada a la que siguieron otras muchas. A finales de julio, la flota se encontraba a la altura del cabo Lizard; con ello había alcanzado el verdadero escenario de la guerra y, de boca de un pescador inglés, prisionero, oyeron que la flota inglesa se había concentrado en Plymouth.
En Plymouth se recibió la noticia de la llegada de los españoles. Las tripulaciones estaban hartas de vivir a media ración, a lo cual les había condenado la avaricia de Isabel y se prometían un importante aumento en la distribución a costa de las raciones españolas.
A la caída de la tarde del 31 de julio, la Armada española se apostó ante Plymouth y a la mañana siguiente se inició el primer encuentro. Los españoles se vieron desagradablemente sorprendidos por la velocidad de fuego y la movilidad de los barcos ingleses, que lanzaban un buen número de andanadas en poco tiempo contra los pesados galeones españoles e inmediatamente se alejaban. La táctica española consistía en esencia en el abordaje con el fin de entablar combate en cubierta. Con esta táctica se había vencido en Lepanto. Pero los rápidos veleros ingleses ni se dejaban abordar ni mostraban la más mínima intención de abordar a los barcos españoles, aunque estos se esforzaban, por todos los medios, en provocar en el enemigo una acción semejante. Las continuas maniobras de los ingleses pusieron nerviosos a los españoles y consiguieron menguar su moral. Sus disparos resultaban ineficaces; demasiado largos, pasaban por encima de los mástiles de las naves inglesas, o demasiado cortos, caían al agua, muy por delante de aquellas.
En los días siguientes, durante los cuales el mar se mostró tranquilo, y con ello proporcionó imparcialmente las mismas oportunidades a ambos contendientes, tuvo lugar una larga serie de combates aislados. Los españoles sufrieron grandes pérdidas mientras que en las naves inglesas solo hubo que lamentar un escaso número de heridos.
Con un viento oeste de creciente intensidad, la Armada española se retiró a Boulogne, y de allí siguió, siempre perseguida por los ingleses, a la rada de Calais, donde fondeó. Medinasidonia se dirigió a Alejandro Farnesio con la singular pretensión de que se embarcara inmediatamente para Inglaterra. Farnesio se negó a corresponder a esta irrisoria insinuación indicando que sus tropas, embarcadas en las lanchas de transporte, estarían a merced de la flota inglesa y que solamente embarcaría si tenía la protección de toda la Armada. En la siguiente noche, Drake, Palmer, Hawkins y Frobisher, que se habían reunido bajo el mando de Howard, lanzaron naves incendiadas contra la Armada. Medinasidonia, en lugar de interceptar con botes aquellas antorchas flotantes y hacerlas inofensivas, dio la orden de cortar los cabos de las anclas y alejarse a gran distancia de la costa. La confusión fue inmensa.
Los ingleses, desde lejos, contemplaban tranquilamente el espectáculo que habían montado, lanzando de vez en cuando algún disparo, ya que la munición escaseaba. Detrás de los navíos reales Ark Raleigh, Lion, Bear y Revenge se había reunido gran cantidad de pequeños botes de escaso velamen y chalupas y lanchas. Esta extraña flota entrelazada, bastante inútil, estaba tripulada por la juventud inglesa que se había unido, animosa y sin pensarlo mucho, a los grandes capitanes para la batalla decisiva de Inglaterra. Los españoles, llenos de asombro, avistaron la informe masa de pequeñas embarcaciones y creyeron que, tras esta singular cobertura de retaguardia de los navíos de guerra, había una nueva maniobra diabólica de su viejo enemigo Francis Drake.
En el Canal, como es frecuente, soplaba el viento suroeste. La flota española seguía navegando a lo largo de las costas holandesas perseguida por los ingleses, que se mantenían del lado del viento. Las pérdidas de los españoles fueron cuantiosas. La sangre cubría la cubierta de los barcos y las cámaras estaban llenas de soldados amedrentados que no sabían qué hacer para defenderse.
Los españoles se iban acercando peligrosamente a la costa holandesa, cuyos bancos de arena y bajos fondos ya habían inspirado una triste canción a los antiguos romanos. El mar se hacía cada vez más tranquilo. No se disponía de cartas de navegación ni de un práctico. El duque de Medinasidonia hacía ya tiempo que había olvidado toda dignidad.
—¡Dios mío! —exclamaba—. ¿Qué haremos? Estamos perdidos. ¿Qué podemos hacer?
De esta angustiosa situación lo sacó un cambio de viento que repentinamente empezó a soplar del este. Los ingleses abatieron hacia el suroeste; la costa holandesa se iba alejando. La Armada se encontraba sola y sin ser molestada en un mar desconocido. ¿Qué hacer?
Después de tantas pérdidas sufridas, después de todos los percances, la poderosa flota contaba aún con ciento veinte naves. Pero había ocurrido lo peor: había perdido todo espíritu de combate, al igual que su incapaz almirante, ante los ataques de los ingleses y los embates del mar. Nadie pensaba ya en una cruzada contra Inglaterra; todos pensaban en sus hogares, en España. Aquello ya no era una flota, sino un montón de barcos mal empleados. Se celebró un consejo y se decidió que era preferible atravesar el peligroso mar al norte de Escocia y llegar al oeste de Irlanda que volver a pasar por el callejón del Canal, donde Howard, Drake, Hawkins y Palmer esperaban con sus cañones la batalla final.
Y, en realidad, el final había llegado, pues una flota que rehuye la batalla decisiva es lo mismo que una flota derrotada. La gran empresa de Felipe, largos años planeada, se había convertido en polvo en quince días. Inglaterra estaba salvada.
Lo que queda por contar es la suerte que corrió la derrotada Armada. De las ciento veinte naves que tomaron rumbo al peligroso mar del Norte impulsadas por el viento suroeste solo cincuenta y dos volvieron a ver la patria. Las tormentas, los escollos de Escocia, de las islas Feroe, de la costa occidental de Irlanda, acabaron con el resto. La tempestad, los escollos traidores, los peligrosos bancos de arena, la flotante niebla y las olas tan altas como casas terminaron lo que Howard y Drake habían empezado.
Quien haya visto la violencia de los rompientes de los acantilados de Blasket, de las rocas de Clare, de los promontorios de la isla de Arran cuando brama el viento suroeste, con el océano abierto a la espalda, cuya montaña de agua se estrella contra las rocas dejando atrás cinco mil millas de mar, comprenderá que los galeones estaban irremediablemente perdidos si se aferraban a las costas irlandesas. Y tenían que hacerlo, porque no tenían ni agua potable ni pan. Los españoles que no encontraron una muerte dulce en las aguas fueron asesinados por los medio salvajes irlandeses. Los escudos de oro, los vestidos de terciopelo, las cadenas de oro, las armas, provocaron su codicia. Despojos del mar para los irlandeses, ese fue el destino final de muchos galeones, de muchos grandes señores, de muchos pobres a quienes en sus casas esperaban ansiosos hijos y esposas en Sevilla, en Córdoba. Tan solo el noble O’Neill acogió con hospitalidad a los españoles.
Felipe, que había tenido, paso a paso, conocimiento de la importancia de la derrota, la aceptó, a su modo prudente y circunspecto. Sin pánico. A España no se le había herido en el corazón por mucho que se hubieran desvanecido todas las esperanzas. Él no había mandado a sus barcos, como así dijo, a luchar contra los elementos.
Derrotas o victorias recibíalas como venían; como inescrutables designios de Dios. Con su delgada mano, en la que se señalaban las venas con toda claridad, atusó sus blancos cabellos y se inclinó sobre sus papeles. El mundo no podía pararse aunque ya no existiera la Armada. Pensaba que no había que olvidarse de aplicar misas por las almas de aquellos que no regresarían jamás.