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Ejecuciones

AÑO 1568

Al conocer el llamamiento español para la expedición contra los Países Bajos, Guillermo de Orange se había retirado de las provincias. Había abandonado su dominio, la pequeña ciudad de Breda, y se había dirigido a Alemania, al castillo de Dillenburg, antiguo solar de la casa de Nassau. Guillermo era, a pesar de su juventud, buen conocedor de los hombres y no confiaba ni en Felipe ni en Alba. No olvidó nunca las palabras que el rey francés le había dicho poco antes de morir, tampoco la poca amistosa despedida que le había dedicado el rey cuando abandonó los Países Bajos. Sin ningún convencimiento acerca de los métodos españoles, con una clara inclinación cada vez mayor hacia la independencia y hacia la fe reformada, el joven estadista había preferido aceptar para sí la pobreza y una posición inferior en lugar de continuar viviendo en Breda con lujo, pero cada vez más amenazado y vigilado. La prudencia, la astucia y una exacta ponderación de todas las posibilidades eran cualidades innatas en Orange, y en él se mostraba ahora la tenaz perseverancia, la gran paciencia, la discreción, que le convertirían en el hombre de estado más importante entre los protestantes, así como también en el más peligroso enemigo de Felipe y de la reacción católica. Se ha calificado a Orange de traidor. Llegó a serlo para permanecer fiel a sí mismo y a su patria adoptiva neerlandesa.

Hombre completamente distinto a Orange era Egmont. Era un soldado, un general, un hombre de los combates a caballo; pero era también un hombre enamorado del lujo, de la magnificencia, de los altos cargos y dignidades. Estas le habían llovido casi con exceso bajo el gobierno de Felipe. En todas partes: tanto en Inglaterra, en Francia, en España, como en los Países Bajos, el conde de Egmont era conocido como embajador fastuoso, como general, como invitado a todas las bodas; y en todas partes se había ganado multitud de corazones por su franqueza, su generosidad rayana en el derroche, especialmente entre el pueblo neerlandés; porque él era neerlandés ciento por ciento: campechano, aficionado a la charla y a la risa, que disfrutaba de las mesas repletas, lujosas y abundantes, con gran diferencia de Orange, que era un poco extraño a los neerlandeses y se despegaba de ellos con su reserva y su silencio y a quien ellos habían dado el sobrenombre de «el taciturno». Egmont era el símbolo de los Países Bajos; pero Orange fue el creador del futuro neerlandés.

Por parte de Egmont no amenazaba a Felipe ningún peligro en tanto que Orange no lo utilizara como instrumento, puesto que Egmont era fiel al rey y al catolicismo. Consciente de su honradez y fidelidad y convencido también de los grandes servicios prestados a Felipe, Egmont no vio ningún peligro en la venida del de Alba, a pesar de las advertencias que le habían llegado desde diversas partes. Incluso él mismo fue hasta Tirlemont a su encuentro, donde le obsequió con algunos caballos de pura sangre. Alba exclamó: «¡Ved ahí al gran hereje!» de modo que Egmont pudiera oírlo; pero después hizo como si aquello hubiera sido tan solo una broma y abrazó a Egmont cordialmente.

Margarita de Parma y Granvela no vieron con gusto la presencia de Alba. Suponían que, desde aquel momento, el conflicto que ellos habían querido apaciguar con medidas conciliadoras llegaría a convertirse en franca ruptura. Y quizá Margarita, como mujer, y Granvela, como estadista experto, habían de conocer, con suficiente sagacidad, que no se puede tener atados a los pueblos durante mucho tiempo ni, por medio de la violencia y el asesinato, a una soberanía que no está en consonancia con su propia esencia.

A principios de septiembre, los condes de Egmont y Horn estuvieron invitados, juntamente con otros señores neerlandeses, a una comida en casa del gran prior, que era hijo ilegítimo de Alba. Alba había traído a sus propios músicos para entretenimiento de los invitados y había hecho saber a Egmont que lo esperaba en su cuartel, en casa del señor de Assche, para discutir los planos de edificación de la ciudadela de Amberes. Después de la comida, que no dejó nada que desear, el gran prior llevó aparte a Egmont y le susurró:

—Señor conde, abandonad enseguida y sin que se den cuenta esta casa, tomad el caballo más veloz de la cuadra y salvaos antes de que sea tarde.

Egmont abandonó el banquete, un tanto mareado por el vino, y en la antesala se encontró con algunos de los invitados. En su excitación fue lo suficientemente imprudente como para repetir la advertencia del gran prior. Los caballeros se sobresaltaron y lo miraron de un modo muy significativo. Uno de ellos dijo:

—¿Habéis pensado, señor conde, en que esta advertencia en boca del hijo del duque de Alba, que además es su íntimo confidente, es probablemente una trampa? Vuestra huida de Bruselas se interpretaría como consecuencia de vuestra propia conciencia de culpa y como alta traición para luego, sin ningún obstáculo, sin que el rey, que os tiene afecto, pueda protestar contra ello, embargar vuestros bienes y despojaros de vuestros cargos y dignidades.

Las palabras de este desconocido invitado convencieron a Egmont, quien, como hombre sincero y sencillo que era, ya no supo, en su confusión, de quién debía desconfiar y en quién podía confiar.

En casa del duque de Alba, en una de las estancias superiores, que ya había servido muchas veces como sala de Consejo, Pietro Urbino, un ingeniero, extendía los planos de la ciudadela. La reunión, a la que asistían Egmont, Horn y Mansfeld junto con varios capitanes e ingenieros españoles, se prolongó durante varias horas. Declinaba la tarde y, fuera, ya los tordos iniciaban su triste canto vespertino cuando los reunidos comenzaron a despedirse. En este instante se acercó Sancho Dávila, capitán de la guardia, a Egmont y le dijo que tenía algo de importancia que comunicarle. Ambos se apartaron a un lado y, después de un intercambio de cumplimientos y cortesías, Dávila dijo:

—Lamento mucho, señor conde, tener que pediros vuestra espada. Sinceramente me entristece que os tengáis que considerar prisionero de su majestad el rey.

El conde se estremeció. De repente vio todo claro. Recordó, dolorido, las advertencias de Orange y del gran prior. Ahora era ya demasiado tarde. Ya se habían congregado, a respetuosa distancia, algunos alabarderos dispuestos a rodear enseguida al conde en el caso de que opusiera resistencia. Con mano temblorosa, Egmont desprendió la espada de su cinto y, con amargura, dijo a Dávila, que estaba profundamente inclinado:

—Aquí tenéis, capitán, mi espada, que ha prestado tan grandes servicios a vuestro rey.

Con continuas muestras de condolencia, Dávila condujo al conde a una habitación que ya había sido preparada, la víspera, para recibirlo. Lleno de terror, Egmont vio que las paredes de la estancia estaban cubiertas de cortinajes negros.

Casi al mismo tiempo, Horn era apresado cuando estaba a punto de abandonar la casa. Catorce días después, ambos fueron conducidos al castillo de Gante.

El arresto y encarcelamiento de los dos condes no constituía únicamente un flagrante quebrantamiento de la hospitalidad que, desde siempre, los neerlandeses habían tenido como gran honor; no era solamente una traición; no solo un atropello de la impunidad de la Orden del Toisón de Oro, a la que ambos condes pertenecían; era, ante todo, un quebrantamiento del derecho. Pero Alba no estaba por actuar conforme a derecho (en esto se hacía bien patente la poca visión de estadista que tenía el guerrero) sino por el terror, provocando temor y espanto en todo el pueblo, a lo que, como consecuencia, según su opinión, se respondería con la obediencia incondicional de la nación hacia su rey y hacia la Santa Inquisición. La suerte de los condes de Egmont y Horn era solamente la súbita manifestación de esta nueva política de terror, pues poco después de su arresto se constituyo el llamado «Conseil des Troubles», al que el pueblo neerlandés dio el nombre de «Tribunal de la Sangre», al que incumbía la persecución de todas las dignidades del desdichado pueblo. El Consejo estaba constituido por Alba y dos de sus hechuras españolas: Del Río y Juan de Vargas, quienes, desde entonces, probaron la «fidelidad» de los flamencos con los métodos de la Inquisición española, basándose en confidencias, en sospechas no confirmadas y en pruebas preelaboradas, y acusaban de alta traición y hacían ejecutar a todo ciudadano cuya obediencia les parecía dudosa. Juan de Vargas poseía cierto humor instintivo que recuerda a los picaros de Cervantes. Como auténtico hombre tenebroso, gustaba de expresarse en un latín bárbaro como no hubiera podido encontrarlo mejor Ulrich von Hutten.

Pero el mayor «pez gordo» había escapado a sus redes: no poca alegría, muda y maliciosa, se había producido en Bruselas cuando, en la gran plaza, un heraldo requería a Orange para que, en el plazo de seis semanas, compareciera ante el Tribunal de la Sangre. Orange, su hermano Luis, Hoogstraat y otros más, estaban a 400 leguas de Bruselas febrilmente ocupados en transformar en un levantamiento armado la agitación y la intranquilidad del pueblo.

El primer éxito guerrero lo consiguieron los flamencos, en las proximidades del monasterio de Heiligerlee, al mando del valiente e impetuoso general de la caballería, Luis de Nassau. Seiscientos veteranos de Alba, casi todos ellos españoles, se hundieron sin remedio en los pantanos, en las ciénagas y en las turberas, cuya engañosa superficie no resistía el peso de las armaduras. Como tantas veces en los largos años de guerra flamenca, el país, en su combinación propia de tierra firme y agua, de diques, fosos y pantanos, se mostró como el mejor aliado del pueblo, circunstancia que, milenio y medio antes, ya habían conocido los romanos. Aún hoy, los aldeanos, al extraer la turba, encuentran a veces legionarios con su armadura completa curtida por el cieno.

Cuando Alba recibió la noticia de la desgracia de Heiligerlee, su rabia no conoció límites; consideró la derrota de sus tropas como una ofensa personal. Desde ese momento declaró desterrado de los Países Bajos a Orange, bajo pena de muerte; gesto completamente inútil. Mandó destruir el palacio de Culemborg, la inocente Casa Consistorial en la que, en una ocasión, la Liga de los Mendigos se había dado el nombre a sí misma entre salvajes discursos. Pero luego, todavía insatisfecho, volvió su furor hacia Gante, contra Egmont y Horn.

En la tarde de un alegre día de junio, cuando el sol iluminaba las mil pequeñas columnas y los miradores de la sede municipal y su luz se reflejaba en los muchos cristales de las ventanas; en un día que parecía hecho para el gozo alegre de la existencia, en la gran plaza de Bruselas había dieciocho banderas sostenidas por veteranos de Alba. Los barbudos rostros aparecían graves. Se dieron órdenes, y las banderas formaron un gran cuadro, en cuyo centro se alzaba una tribuna con colgaduras negras. Un bosque de lanzas se erizaba hacia el cielo, los estandartes caían pesadamente. Muchos de los soldados, con sus corazas negras de hierro y sus cortos y vistosos calzones, llevaban pesados mosquetes; otros, en cambio, pistolas de cañones inverosímilmente largos. Detrás de las tropas se habían congregado muchos paisanos; pero solo podían enterarse a medias de lo que pasaba a causa de la distancia.

A eso de las once, un movimiento recorrió la formación; se alzaron las lanzas: de la Casa de la Panadería salía el conde de Egmont magníficamente vestido, como siempre, con un jubón de damasco rojo y una casaca corta de color negro ribeteada de oro. El conde subió a la tribuna y se dirigió al capitán Romero preguntándole si no había ninguna esperanza de que pudiera evitar la espada del verdugo. Romero, mordiéndose los labios, negó con la cabeza. Egmont arrojó a un lado su capa; parecía como si estuviera muy enojado. Luego se arrodilló en dos almohadones de terciopelo. El obispo de Yprés rezó con el conde y le acercó un pequeño crucifijo de plata para que lo besara. Respirando con dificultad, se puso rápidamente una pequeña capucha sobre los ojos y, con las manos juntas, exclamó:

—¡Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu!

Luego, inclinó la cabeza. El verdugo, un hombre corpulento y de anchas espaldas, que hasta entonces había permanecido oculto, apareció; de un solo golpe de su espada separó la cabeza del tronco.

Los ciudadanos prorrumpieron en gritos y lamentos; a muchos de los veteranos españoles les corrían lágrimas por las mejillas curtidas por el sol y el viento, pues muchos de ellos habían luchado a las órdenes de Egmont en San Quintín y en Gravelinas; y muchos de ellos habían conocido, incluso, su afabilidad y su largueza. Arriba, en el mirador de una casa, estaba el embajador francés. Sacudiendo la cabeza, se volvió de espaldas y se llevó a los ojos un pañuelo de encaje. Luego comentó con su acompañante:

—Así cae la cabeza ante la que por dos veces se ha inclinado toda Francia.

Al conde de Egmont lo siguió el conde de Horn. Este parecía más tranquilo, pues ya con anterioridad se había formado su idea sobre Alba y no se había forjado esperanzas falsas; solamente a causa de Egmont había permanecido en Bruselas. Deseó a todos los presentes salud y bienestar con voz fuerte, y luego les pidió, a soldados y ciudadanos, que rezaran con él. Fue un extraño espectáculo ver cómo en ese momento los españoles rezaban por su víctima con las manos plegadas abrazando las astas de las lanzas; cómo las mujeres se lamentaban a gritos y los paisanos caían de rodillas.

—Yo no inicié ni planeé la traición —dijo el conde Horn.

Luego inclinó la cabeza al tiempo que encomendaba su alma a Dios lo mismo que Egmont.

Durante dos horas estuvieron expuestas en sendas estacas las sangrientas cabezas, con las barbas rígidas y los ojos cerrados.

De un modo más decisivo que Luis de Nassau, en Heiligerlee, había roto el mismo Alba el lazo de fidelidad y solidaridad que durante tanto tiempo había unido a los Países Bajos con la casa de Borgoña española. Pero en último extremo no fue, sin embargo, el duque de Alba quien inició estos asesinatos legales. Fueron obra de Felipe, pues las sentencias de muerte habían sido redactadas en Madrid y entregadas al duque en el momento de su partida; llevaban la firma de Felipe en grandes y cuidadas letras negras.

Nos ha quedado otra prueba de que Felipe tenía un interés personal en la ejecución de los nobles flamencos. Esta prueba, que ha permanecido enterrada en el polvo de las actas de Simancas, fue sacada a la luz a través de los trabajos de un historiador belga: Louis Gachard.

Los dos embajadores de la nobleza flamenca ante Felipe, el marqués de Berghes y el barón de Montigny, este último hermano del conde de Horn, no regresaron nunca de España. El marqués de Berghes, hombre ya de por sí enfermizo, murió cuando concluía su largo viaje a Madrid antes de que se tendiera a su alrededor la red de la venganza de Felipe. Pero Montigny, que había mantenido con don Carlos varias conversaciones, fue retenido en España; primero, con buenas formas y, finalmente, a la fuerza. Se le tuvo preso durante largo tiempo en el Alcázar de Segovia para, después, ser llevado definitivamente al lejano Simancas por orden personal de Felipe.

Entretanto, en Bruselas, el Tribunal de la Sangre había encontrado culpable de alta traición a Montigny, crimen que había de llevar, como consecuencia, a la pena de muerte. Montigny murió de repente, de unas fiebres, según el certificado de su médico. Y así se creyó, durante largo tiempo, que había fallecido de muerte natural.

Pero cartas dictadas por el propio Felipe y firmadas por él, enterradas durante siglos entre miles de papeles amarillentos, arrojan una nueva luz sobre aquel extraño suceso.

Montigny había sido encerrado en Simancas en el llamado «Cubo del Obispo», en la misma prisión en la que, en una ocasión, había sido estrangulado por orden de Carlos V el obispo de Zamora, quien había desempeñado determinado papel en el gran levantamiento de Castilla. Allí, donde había encontrado vergonzoso fin el luchador por la libertad, que con tanto denuedo combatió contra el dominio flamenco, allí, de la misma manera, debía terminar ahora el holandés, harto de soportar el yugo español.

Felipe, por alguna razón, no deseaba la ejecución pública de la sentencia de muerte; pero su corazón no sabía nada de clemencias. Quizá temía Felipe la condena de su propia nobleza si mandaba ejecutar al hombre que había llegado a él como embajador; quizá comenzaba ya a traslucirse, para el rey, la idea de que la vía del terror, para los Países Bajos, traería consigo cada vez mayores problemas. Se aconsejó al rey envenenar a Montigny; pero tampoco este camino le parecía justo al rey; lo consideraba demasiado piadoso. Montigny debía pagar con su muerte como criminal. Así pues, solamente quedaba una solución: el de la ejecución secreta. Esta no debía llevarse a cabo por la espada, sino por el garrote, por estrangulamiento, para que la causa de la muerte no fuera visible en el cadáver.

Montigny, que como Egmont abrigaba aún la esperanza de la pronta liberación y el retorno a su patria flamenca, cayó en un profundo desconsuelo cuando se enteró de la muerte que debía sufrir en país extranjero. Era voluntad de Felipe que Montigny estuviera conforme con esta forma de ejecución, nuevo y cruel rasgo de todo el procedimiento, que parecía dictado, principalmente y de la cruz a la fecha, por la venganza. El licenciado Alonso de Arellano consiguió, efectivamente, inducir a Montigny al consentimiento, pintándole al barón la situación de ignominia que supondría para su familia el hecho de una ejecución pública.

Se dio cumplimiento a la sentencia por la noche y el cadáver fue envuelto en un hábito franciscano, muy cerrado, para ocultar las huellas del garrote en el cuello.

El dominico fray Hernando del Castillo, a quien el barón había hecho su última confesión, informó al rey de que Montigny había muerto como un buen cristiano católico.

En su carta al duque de Alba, Felipe escribía: «Si en lo más íntimo de su ser estaba infundido de espíritu cristiano, tal como lo manifestó abiertamente, según me ha informado su confesor, tendrá entonces Dios misericordia de su alma; así podemos creerlo. Pero ¿quién, después de todo, puede saber si esto no fue también un engaño de Satanás, quien como sabemos no abandona al hereje en la hora de su muerte?».

Al leer de nuevo el contenido de la carta, Felipe tachó la última frase y escribió la siguiente nota marginal para su secretario: «Suprimid esto, ya que no debemos pensar nada malo de los muertos».