22

El Greco

AÑO 1584

A la amable ciudad de Toledo había llegado hacía algunos años un extraño huésped. Entró por el viejo puente sobre el Tajo a lomos de una mula ricamente enjaezada, tiritando dentro de un amplio redingote guarnecido con piel de cebellina y mangas. Se detuvo en medio del puente y miró largo tiempo la ciudad con su mano derecha en arco por encima de los ojos. A su rostro asomó una amarga y cansada sonrisa y murmuró unas palabras en una extraña lengua antes de que, remiso, se decidiera a seguir adelante. Los golfillos callejeros se acercaron corriendo por la empinada calle para contemplar con curiosidad y pedir limosna al forastero.

El viajero tenía unos cuarenta años, pero aparentaba algunos más. El color de su tez era gris; en el mentón lucía una pequeña barba de chivo de un color indefinido y su alta frente estaba surcada por tres profundas arrugas. Lo más extraño en él eran sus ojos; bajo unas cejas muy levantadas había algo terrible en su mirada. Y el derecho era bastante más grande que el izquierdo. Parecía como si el ojo pequeño contemplara lo exterior mientras el derecho se hundiera lentamente en el alma de aquel a quien miraba. Esta extraña manera de mirar llamó enseguida la atención de los mozuelos, siendo así que rara vez los chicos se fijan en alguna peculiaridad de los adultos. Pero en lugar de provocar sus burlas, la mirada de estos ojos les indujo a amortiguar la bulliciosa algarabía. Decididos, se ofrecieron para conducir al viajero a la posada, a lo que el extranjero asintió con gran llaneza y sacó del amplio bolso de su magnífico ropón un puñado de raras monedas de cobre.

Cuando el forastero entró en la posada, enseguida suscitó la atención de los huéspedes que con sus vasos de vino estaban reunidos alrededor del fuego de carbón de encina que ardía en un brasero de bronce. Cuando el desconocido se quitó la gorra de cebellina, su rostro adquirió un aspecto aun más extraño. Solo las sienes estaban cubiertas de escasos cabellos grises; la frente continuaba hacia arriba y hacia atrás en imponente calva. A poco trajeron desde fuera varios paquetes alargados envueltos en lienzo gris. Estos misteriosos paquetes aumentaron la curiosidad de los huéspedes y uno de ellos se acercó al extranjero con un vaso de vino en la mano. Le preguntó su nombre, su procedencia y la razón de su viaje.

El extranjero murmuró algo imposible de entender. Luego dijo que había nacido en Candía, que había residido largo tiempo en Venecia y en Roma y que acababa de llegar a Toledo para pintar. Todo esto lo dijo en un español entrecortado intercalando con frecuencia palabras extrañas. El interlocutor se animó y le preguntó si los paquetes contenían muestras de su pintura.

—Contienen obras maestras, obras maestras únicas en su clase —contestó secamente el extranjero.

Los huéspedes no pudieron menos de sonreír ante el orgullo manifestado con estas palabras.

El extranjero pasó seguidamente a desenvolver uno de los paquetes, sin decir palabra, y puso sobre la mesa un lienzo, tomó en sus manos un candelabro y alumbró la obra de arte desde un lado.

Un grito de asombro salió del grupo. Se acercaron más al lienzo. Representaba una escena de desenfrenado movimiento: un apretado grupo de hombres, de mercaderes cuyos tenderetes caen al suelo, grupos de mujeres apiñadas en el atrio del templo y, en el centro, el Cristo indignado.

—¡Virgen María! —exclamó Luis de Velasco, también pintor—. ¡Tiziano no lo habría podido hacer mejor!

—Amigo mío —dijo el extranjero. Y preguntó—: ¿Dónde se encuentra en Tiziano realismo en el movimiento? ¿Dónde se encuentra en sus obras la lucha de la luz y la sombra, que es el auténtico sentido del acontecer universal? Tiziano sí entendía de colores, es cierto; pero carecía de dotes de teólogo y filósofo el viejo amigo. Si hubierais mencionado al menos a Tintoretto. Con él he aprendido yo, pero, naturalmente, hace tiempo que lo he superado. También del viejo Miguel Ángel he aprendido mucho. Es verdad que no sabía pintar, pero comprendía el cuerpo humano y lo representaba con grandiosidad y fuerza. —Muy instruido le pareció a Luis el extranjero, aunque sus observaciones, poco discretas, las lanzó como verdades evidentes. Sin orgullo. Contemplando detenidamente su propia obra decía—: Verdaderamente es una obra maestra. Pero esto no es más que el principio de lo que yo imagino. Faltan demasiadas cosas. El centro no tiene aún precisión. Sin embargo, es al menos un paso adelante en el mundo. Y debiera ser verdaderamente un ejemplo para el alma, como todos los pasajes de la Sagrada Escritura.

Entretanto habían acudido corriendo los huéspedes de toda la posada, las mozas de la cocina y los mozos de las cuadras. Todos permanecían ante la pintura, descubiertos, con caras de embobamiento. Algunos de ellos salieron fuera y trajeron a poco a sus mujeres y amigos. Y en breve se congregó en la habitación una enorme multitud. Y todavía había más gente en la calle. Entre los espectadores se encontraba uno de los regidores de Toledo.

—Honorable señor —dijo dirigiéndose al pintor—, ¿por qué habéis venido a Toledo y no os habéis quedado en Roma?

—Eso, señoría —respondió el forastero—, no os incumbe a vos, aunque seáis regidor. Sin embargo, puesto que habéis oído a los admiradores de mi cuadro, os diré que Roma para mí es, a pesar de su santidad, demasiado mundana y libertina. Roma ya no es lo que antaño fuera. Toledo es la nueva Roma, la espiritual. Aquí vive aún lo que allí tan solo se conserva en la existencia. España es el verdadero catolicismo, el catolicismo vivo. Y en ninguna parte está más vivo que aquí. Por eso vengo a Toledo, a la patria de mi espíritu.

Estas palabras halagaron no poco a los buenos toledanos, y a la mañana siguiente se sabía en toda la ciudad que había llegado un pintor extranjero que dejaba en sombras todo lo que hasta entonces se había visto.

El extranjero se llamaba Doménikos Theotokópoulos. Pero como nadie sabía pronunciar bien su nombre se le llamó sencillamente Domenico el Greco, el griego. No pasó mucho tiempo para que el griego recibiera ya un importante encargo muy honroso; a saber, un retablo para la iglesia de Santo Domingo el Antiguo. Según deseo del que lo encargó, debía representar el expolio del Señor antes de la crucifixión[5]. Una importante cantidad pasó, como anticipo, a la bolsa del Greco, que la empleó en la casa de cuatro pisos en la que montó el taller.

Pasaron los meses y el Greco no se dejaba ver y todos, expectantes, esperaban a que cumpliera el encargo.

Por fin, casi un año después, el cuadro estuvo terminado. Causó un gran asombro en los clérigos catedralicios, pues nunca antes habían visto algo parecido; casi lo tomaron como una burla al Evangelio. Allí estaba Cristo, grande, como cualquier misterioso dios de las almas, entre una multitud apiñada de gentes burlonas, de brutos, de sabelotodos y mercaderes. A un costado, el hombre que le arranca la túnica; al otro lado, el centurión romano que mira aquello un tanto desconcertado. Abajo, a la derecha, un bárbaro que taladra en la madera de la cruz; a la izquierda, muy cerca del Salvador, las tres Marías con rostro dolorido.

La nocturna escena —pues parecía ser de noche, noche metafísica— causó, en los clérigos, el efecto de una bofetada en pleno rostro. La fuerza de lo representado ya no era solo lo que imponía. Todo el conjunto había sido arrancado, por así decirlo, del mundo tridimensional y colocado en una atmósfera misteriosa que, atemorizadora, envolvía el corazón de los espectadores. No era tanto la brutalidad, la ordinariez de los rostros —también esto se dejaba ver, y aún más, en los flamencos—, sino la impasibilidad, la nada fluctuante en la que los rostros parecían sumergidos como en el opresivo interior de un mal sueño. Aquello no era un cuadro, como lo hubieran pintado los grandes venecianos, sino una visión extática, un grito del alma humana como entre sus contemporáneos lo había vivido santa Teresa de Ávila.

A las dignidades de Santo Domingo el Antiguo les parecía que aquello se pasaba de la raya y se negaron a pagar al Greco la muy considerable suma que pedía por su obra. El pintor acudió a la justicia, que convocó a un grupo de expertos a fin de que juzgaran y determinaran su mucho o escaso valor. En el grupo estaban Nicolás Vergara, arquitecto de la catedral, Luis de Velasco y Baltasar de Castro, pintores; el escultor Martínez de Castañeda, y el platero Alejo de Montoya. Estos hombres vieron el cuadro, y es una muestra de la delicadeza de sus sentimientos el que enseguida estuvieran todos ellos de acuerdo en su juicio. Lo enviaron por escrito diciendo que, en su modesta opinión, no se podía estimar ni pagar el verdadero valor del cuadro. Pero, añadían, puesto que el maestro extranjero ha de recibir una remuneración por su trabajo, proponían, como mínimo, el pago de novecientos ducados de oro, por valor de trescientos setenta y cinco maravedíes cada uno.

Los clérigos lanzaron un grito de asombro:

—¡Qué barbaridad! —exclamaron—. ¡Es una suma enorme! Y además las Marías están demasiado cerca del Salvador. Eso no es decoroso. Casi va en contra del dogma.

El juez convocó de nuevo a un entendido. Esta vez, un teólogo. Este contempló el cuadro detenidamente y dijo que, desde su punto de vista teológico, no había ningún reparo que ponerle, pues, conforme al Evangelio, las tres mujeres habían estado muy cerca del Salvador y añadió que, aunque no era un especialista, tenía que decir que nunca había visto representados el dolor, el miedo y la desesperación paralizante ante la muerte del Salvador y la suerte de la pureza en este mundo de una manera tan conmovedora como en los rostros e incluso en las posturas de estas mujeres.

Para terminar, el propio juez fue a ver el cuadro. Profundamente impresionado, aceptó plenamente el juicio de su experto y sentenció que los clérigos habían de pagar al maestro. La comunidad y el pintor convinieron en la suma de tres mil quinientos reales.

Este proceso despertó el interés de los toledanos y contribuyó a la mejor propaganda imaginable en favor del Greco y de su obra. El cuadro El expolio, como generalmente se le conoce, pasó a ser pronto una parte de las cosas dignas de verse en la ciudad y la fama del maestro se extendió por toda Castilla. Altas dignidades de la Iglesia, nobles, eruditos y príncipes se apresuraron a hacerse pintar por él, pues también mediante el retrato el artista poseía el don de hacer visible el interior del alma del retratado. El hombre del ojo grande, el extranjero de Candía, era ya más español que los mismos españoles. Parecía casi como si el país le hubiera estado esperando para que lo liberara de la eterna imitación de los italianos y los flamencos y que prevaleciera una visión propia del mundo. La gran fama del Greco llegó a Madrid y, cierto día, a oídos del rey; Felipe decidió hacerle un encargo. Un cuadro que representara una escena que él tenía especialmente en su corazón: el martirio de san Mauricio y la legión tebana. Quizá Felipe pensaba en los muchos soldados que, a su servicio, habían sufrido la muerte a manos de los infieles, o la muerte heroica en los campos de batalla, en las naves, en las fortalezas, o la muerte lenta en el cautiverio turco.

Era un encargo muy honroso. Pero el pintor intentó esquivarlo. Escribió al rey diciendo que, desgraciadamente, no tenía colores. Esta carencia era, sin embargo, fácil de solucionar; de Madrid llegó una remesa de dinero.

El Greco, entre suspiros, puso manos a la obra, pues sabía que con su majestad católica no se podían gastar bromas. Los amigos que conocían la colección de pinturas del rey le hablaban de sus gustos y de su veneración por Tiziano y de su aceptación a Pantoja de la Cruz. Lo hacían para conducir al Greco por el camino correcto. Pero cuando el Greco pintaba se olvidaba enseguida del mundo exterior. Para él no había más que su obra. Se olvidaba de quién le había hecho el encargo, aunque fuera el rey. Ni por lo más remoto pensaba en cambiar su arte al gusto de los ojos reales; se esforzaba más y más en avanzar hacia la propia concepción que él imaginaba. Y comenzó a probar uno y otro caminos.

El viejo Miguel Ángel, aunque a su juicio no era un pintor, había influido poderosamente en él. «¿Cómo resultaría —pensaba— si colocara las figuras en primer plano, grandes y dominantes, como el David, como el victorioso entristecedor del gran escultor?» El Greco hizo unas figuras de cera, las agrupó e hizo un apunte; no le gustó. Las agrupó de otra forma, hizo el boceto, pintó. Después del trabajo de un mes le pareció que había encontrado lo justo.

Cuando llegó ante Felipe el cuadro ya terminado, el rey, en su despacho de El Escorial, se puso furioso. Su enfado era sincero. Iba de un lado a otro, calzado con sus zapatillas de paño negro, sin hacer ruido, sobre la mullida alfombra. Presentes sus pintores de corte, manifestaba su disgusto ante las grandes dimensiones de los santos; porque sus rostros tuvieran un color blanco nada natural; porque, en el fondo, los mártires aparecieran todos desnudos, casi como si se tratase de El Jardín de las Delicias del viejo Jerónimo Bosco; y porque un desnudo masivo de esa clase no era, en manera alguna, propio de un cuadro de carácter religioso.

—¿Qué se ha creído ese hombre? —decía el rey—. ¿Me quiere tomar por un tonto? El cuadro no tiene ningún color, absolutamente ninguna naturalidad. Y ¿a qué vienen esas nubes gigantescas flotando como si no fueran a ninguna parte? Creo que está loco. No acepto el cuadro. No puedo malgastar mi dinero en esta monstruosidad.

En la habitación reinaba un silencio forzoso. Ninguno de los pintores se atrevía a replicar al rey. Y, sin embargo, según se decía después entre ellos, les parecía que la obra tenía ciertas calidades a las que quizá habría que acostumbrarse.

—Véase, tan solo —decía uno de ellos—, la mirada de ese hombre que, entre las nubes, descubre al ángel que con la corona de laurel recibe las almas de los degollados. A decir verdad, esta sola cabeza es una obra maestra en sí misma. Yo estaría sumamente orgulloso de haberla pintado. Y cuanto más pienso en el conjunto, tanto más grandioso y único me parece.

—Sí —dijo un escultor—; y las figuras del primer plano. Cómo está casi deificada su pura humanidad. Su postura y su andar tienen una dignidad nueva, casi como el Helios de los antiguos cuando sale de su templo monóptero con la frente rodeada de luz.

Pero no hubo oposición alguna en contra de la voluntad del rey. No se pagó el cuadro[6].

El Greco no hizo ningún comentario acerca de la indignación del rey, y no le guardó rencor por la injusticia. Pensaba para sí que, por lo menos, le había dado ocasión para desarrollar su arte. Por esto le estaba agradecido. Podía permitirse esta delicadeza. No le faltaban encargos bien pagados. Le iba bien. Se casó, tuvo hijos e hijas. Le gustaba dar banquetes. En las comidas había de haber siempre músicos que tocaran. Le agradaba conversar largamente con los amigos e invitar a filósofos, teólogos y otros eruditos. Podían discutir largo y tendido sobre luz y sombra, conceptos que, para él, eran las sustancias elementales en cuya lucha consistía el acontecer del mundo. Pero siempre era el color, la forma, la expresión más auténtica de su personalidad, de sus ideas y de su entusiasmarse en la lucha espiritual. «La vida es Metafísica», ha dicho un pensador moderno. Seguramente el Greco habría estado de acuerdo con él, y quizá habría añadido que el carácter metafísico de la vida no se podría comprender nunca expresándolo en definiciones, sino siempre y solo a través de la obra de arte.

Y así pintó El entierro del conde de Orgaz, en el que se retrató a sí mismo, en el fondo, entre el grupo de los congregados alrededor del combado cadáver del conde sostenido por los santos. Pintó La estigmatización de san Francisco de Asís, cuadro, en el que unos sorprendentes rayos llegan a las abiertas manos del fraile gris partiendo de los clavos de la cruz. Pintó El sueño de Felipe II, en el que el rey, arrodillado junto a su difunto padre, mira hacia el cielo abierto, en el cual aparece, misteriosa, la insignia del nombre de Cristo, mientras, a la derecha, las abiertas fauces del monstruo del infierno devoran a los condenados[7]. Cada uno de estos cuadros era una obra maestra única en su clase; un grupo perfecto, conjuntado como el de El entierro del conde de Orgaz, tan solo lo pudo conseguir, casi un siglo más tarde, Rembrandt con su Ronda nocturna.

Cuanto más envejecía el Greco, tanto mejor era su obra. Decididamente, sobrepasaba el gusto y la comprensión de todos sus contemporáneos, que no llegaban a saber bien lo que prevalecía en el Greco.

Los cuerpos de sus figuras se alargaban como atraídos por una fuerza magnética gigantesca ejercida hacia arriba; los rostros perdían toda expresión terrenal transformados en un total éxtasis embriagador. También los movimientos tenían una viveza nada natural; era como si, para él, el mundo se hubiera disuelto completamente en dinamismo. Ni antes ni después representó acontecimientos del mundo de la realidad, sino vivencias del espíritu en un espacio misterioso. Cuadros embriagadores como los suyos los pintaría siglos más tarde Van Gogh en la llanura de Arlés; pero al dinámico holandés le faltó la visión espiritual profunda y la superior cultura del Greco.

En la soledad última, a la que tan solo llegaba de vez en cuando el sonido de las violas de sus músicos, surgió, pujante, su obra tardía. En el día de su muerte, su hija, doña Gregoria, tomó en su mano el candelabro de plata con velas de cera y llorando recorrió las oscuras salas de la casa. En todas las paredes, en caballetes, había cuadros del difunto que llegaban a los dos centenares. La pálida luz de las velas iba descubriendo un mundo indecible de misterios. Era la obra del Greco; pero era algo más: eran los miedos, los desengaños, los sueños de cada una de las almas, las limitaciones del conocimiento humano, por las que uno solo se aproxima al secreto abismo interior del que nadie sabe con exactitud si se trata de Dios o de la Nada. Para el Greco era Dios. Y así, la llorosa doña Gregoria veía las oscilantes llamitas, que se posaban sobre las cabezas de los apóstoles, como el Espíritu que infundía en ellos. Veía la agonía de Cristo, la solitaria lucha ante el cáliz en el huerto de los olivos mientras los valientes discípulos roncaban inconscientes. Y veía también la rotura del quinto sello del libro del Apocalipsis y la aparición de los muertos que pedían a Dios la vida eterna. Veía a Laocoonte luchando con sus moribundos hijos, con Toledo al fondo, y a un lado, pasando de largo, indiferentes, las bellas imágenes en piedra de los antiguos dioses paganos Artemisa y Apolo. Veía la propia ciudad, Toledo, bajo pesadas y amenazadoras masas de nubes que anunciaban tormenta. Y finalmente se vio a sí misma. Era terrible y, al mismo tiempo, consolador, pues era tanto lo uno como lo otro. Como todo lo que el padre veía, también a ella la había cambiado de un modo extraño que la trasladaba de su ambiente mundano a un todo religioso en una prodigiosa relación que solo ella podía presentir. Allí estaba su rostro, extrañamente cambiado: una joven, una mujer llena de esperanza, la Madre de Dios, y allí estaba ella, dolorida, angustiada, triste, la Madre Dolorosa. Doña Gregoria se daba bien cuenta de que no se trataba de una persona, ante todo se trataba de la mayor esperanza y el mayor dolor de las mujeres. Bajó el candelabro al suelo y se secó los ojos. Se avergonzaba de sus lágrimas.

Muchos siglos después, pasadas épocas malgastadas y de estúpidos ayunos, cuando Gauguin escapó al mar del Sur para salir de una civilización carente de interés, cada vez más baldía, y entrar en la vida primitiva; cuando el modesto funcionario de aduanas Rousseau pintó sus sueños de bosques vírgenes y de animales en un abigarrado estilo naif; cuando Van Gogh pintó en Arlés cipreses como llamas vivas y oscuras, en aquellos días en los que se anunciaba un renacimiento de la pintura, se comprendió por primera vez toda la grandeza del Greco.

La obra de Domenico, el Greco, está ahí ante nosotros, como la gran señal de advertencia de que la pintura es algo más que copia de exterioridades; que el hombre es algo más que lo que parece ser, un trágico portador entre energías cósmicas, un nudo apretado, una cadena entre la materia y el espíritu, como tan acertadamente ha dicho Pico de la Mirandola.

El Greco era griego de nacimiento. La profunda fe de España lo atrajo y lo hizo grande. Su obra es española en la forma y en el carácter, pero la buena nueva de esta obra va dirigida a todos los hombres. En el Greco, como en Cervantes, España se ha superado a sí misma y ha puesto un pie firme en el milenio.