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Las hermanas Tudor
AÑO 1555
Felipe, el infante de España, era ya, desde hacía algún tiempo, un viudo joven. Podía medir el tiempo de su viudedad por el crecimiento de su hijo Carlos. El muchacho requería muchas veces grandes cuidados, pues, corporal e intelectualmente, había en él algo que no estaba en orden. Una cabeza hidrocéfala se asentaba sobre sus hombros estrechos; su pierna derecha arrastraba ligeramente; tartamudeaba mucho y frecuentemente, y sin ninguna razón, cogía unas rabietas violentas que dejaban perplejos a sus sirvientes y educadores. Todavía en aquel entonces, con sus diez años, se llamaba a sí mismo el niño.
Pero Felipe no podía creer que la antigua maldición que se cernía sobre la casa luso-española, la enfermedad mental, hubiera vuelto otra vez a su carne y a su sangre, y se consolaba pensando que la debilidad corporal y las extravagancias del muchacho desaparecerían con la pubertad.
Por lo demás, la vida de Felipe en España era muy agradable. Se sentía en casa y comprendido. Había dejado atrás, como si se tratase de una pesadilla, la destrozada Europa con su amenaza protestante. A su alrededor había hombres como Ruy Gómez, Silíceo, Zúñiga y Requesens, a quienes estimaba mucho. Cacerías, bailes, espectáculos y conciertos interrumpían las largas sesiones del Consejo de Estado. Y Felipe tenía ocasión de convertirse en un verdadero experto en pintura flamenca e italiana. Como a su padre, también a él le gustaba sobre todo Tiziano y estimaba a tan diversos maestros como Tintoretto, Antonio Moro, Bosco y Bruegel. Del corazón del príncipe se ocupaban doña Lénez y doña Isabel de Osorio.
Pero pronto, sobre este idilio español, descendieron tenebrosas sombras: preocupaciones por la mala salud del padre y las otras, muy prosaicas, que producía el dinero.
España, a la que constantemente afluían los ricos tesoros de plata y oro del Perú y América Central, sin embargo, estaba siempre manejando papel. El sostenimiento de la política imperial exigía sumas gigantescas. Y precisamente ahora esta política había llegado, como ya antes lo había hecho muchas veces, a un momento crítico. Mauricio de Sajonia, el protestante, que durante la guerra de Smalkalda había traicionado a sus compañeros de religión, se había vuelto, de repente, contra los católicos. Y el nuevo rey de Francia, Enrique II, que en una ocasión había estado prisionero, como rehén en España, invadió Lorena. El gran mariscal de los franceses, duque de Guisa, tío de la pequeña María Estuardo, había ya obligado al duque de Alba a retirarse de Metz. Se necesitaban nuevas tropas para Lorena, más tropas contra los protestantes, y esto significaba dinero, dinero y siempre dinero. Aquí 400000 ducados, allí 600000 ducados, y no había que olvidar que también se empleaban grandes sumas continuamente para la compra del trigo inglés; pues la agricultura española, por la escasez de hombres y por la desaparición de los labriegos, era incapaz de alimentar a España.
Con esta escasez de fondos, al emperador se le ocurrió una idea, el viejo y nunca rehusado remedio de la casa de Habsburgo: la idea de un nuevo matrimonio del príncipe, lo cual estaba muy estrechamente ligado a la idea de una rica dote. El rico Portugal debía pagarlo en este caso y ya estaba Ruy Gómez en Lisboa para pedir la mano de la princesa doña María.
En Lisboa tuvo lugar un verdadero pacto de los de toma y daca, al igual que lo que puede ocurrir en un mercado pueblerino bajo el ardiente sol de julio entre dos representantes sudorosos. Una dote de 400000 ducados había logrado del portugués el hábil Ruy Gómez —del portugués, que precisamente tenía mucha práctica comercial—, además de joyas por valor de 45000 ducados. Entonces, entre las dos partes contratantes, se desencadenó de repente una tormenta política de primera magnitud que produjo gran excitación en toda Europa. Eduardo VI, el muchacho que se sentaba en el trono de Inglaterra, el único hijo de Enrique VIII, había muerto, al parecer, envenenado.
Además del hijo, el rey Barba Azul había dejado dos hijas, quienes, por orden suya, habían sido declaradas bastardas sin derecho a la herencia. La mayor de las dos hermanas era María Tudor, hija de Catalina de Aragón, cuyo divorcio había dado origen a la Reforma anglicana; la más joven era Isabel Tudor, la hija de Ana Bolena. Ya desde el tiempo de las respectivas madres estaba decidida la posición futura político-religiosa de ambas hijas del rey, aunque Isabel, por su situación insegura y peligrosa, de momento no podía destacarse en su verdadera personalidad, pues María, la nieta de la gran Isabel de Castilla, no podía ser otra cosa que católica, ya que la Iglesia había luchado largos años contra el divorcio y el repudio de su madre. Tal servicio no había quedado olvidado y tampoco por Isabel, que era consecuencia de aquel divorcio y era considerada como ilegítima, como bastarda, por la Iglesia católica.
Apenas fue conocida en Lisboa la noticia de la muerte del rey inglés, rompió Ruy Gómez los contratos matrimoniales, porque enseguida vio claro cuál era el mejor partido para el príncipe: María Tudor.
Pero había muchas dificultades. Cierto era que María Tudor había vencido la rebelión del duque de Northumberland, que quería hacer llegar la corona de Inglaterra a su hijo Guilford Dudley ya que este estaba casado con Jane Grey, prima de la hija del rey. Pero entonces Francia lanzó un verdadero grito de rabia contra el nuevo plan matrimonial del de Habsburgo, pues se veía amenazada también por el Occidente, desde Inglaterra, como de hecho estaba ya cercada por el sur, este y norte. El embajador francés en la corte inglesa, Noailles, adoptó un tono amenazador frente a la reina; tenía dos triunfos en la mano: Calais y María Estuardo. Calais, la última posición inglesa en el continente, una miserable reliquia del poderío de los Plantagenet, sería ocupada por Francia en caso del matrimonio de la reina con el príncipe español, lo que sería un grave golpe contra el prestigio de la corona inglesa. Y María Estuardo, la nieta de la hermana de Enrique VIII, de Margarita Tudor, podía muy bien hacer valer sus derechos al trono de Inglaterra si Francia apoyaba con la fuerza de las armas a esta pretendiente que era esposa del sucesor al trono francés, el delfín Francisco.
Estas amenazas y alusiones de Noailles asustaron a María Tudor; pero ella encontró apoyo en el embajador imperial, Renard Rückhalt, que no en balde tenía nombre de zorro. María Tudor, coqueta y celosa, inclinada al erotismo como todos los Tudor, escuchaba sonriente y sonrojada al astuto Renard. No duró mucho tiempo, puesto que la envejecida doncella se enamoró extraordinariamente de don Felipe, al que nunca había visto, y día y noche pensaba en el rubio joven cuyas excelencias había sabido mostrarle Renard de modo tan admirable. Pero aún había que vencer un grave inconveniente, el más difícil de todos: la oposición del pueblo inglés al proyecto de matrimonio. Los ingleses no querían enemistades con Francia, no querían catolicismo español y menos aún querían verse metidos en las luchas continentales de España y del emperador. Hubieran visto con el mayor gusto como esposo de su reina al joven Courtenay, persona bastante insignificante, pero, al fin y al cabo, último vástago de la casa de Lancaster. Cuando el pueblo inglés supo que la reina había jurado que se casaría, a pesar de todo, con el español, el país se vio poseído de una violenta excitación. Wyatt, el jefe de los rebeldes, marchó a Londres. El conde de Egmont, enviado especial para concretar el matrimonio, abandonó secretamente Inglaterra a ruego de la reina. Pero de nuevo María se mostró como una auténtica Tudor, una hija de aquel linaje que desde siempre había mostrado toda su talla solo en las grandes crisis, catástrofes y en las penosas necesidades. La reina se obstinó férreamente en hacer su voluntad. Ante su intrepidez, se desmoronó la rebelión. Las ideas conservadoras, profundamente arraigadas en el pueblo, reclamaban una reina legítima, aunque fuera la esposa de un extranjero.
¡Pobre Felipe! De nuevo tenía que decir adiós a su patria, a España, después de haber confiado la regencia a su hermana más joven, a Juana, tempranamente viuda. En Compostela, donde en el camarín del Apóstol había rogado en favor de un viaje feliz, recibió a los embajadores de la novia, el conde de Bedford y sir Thomas Gresham. Este último, individuo muy taimado, era un inglés experto en cuestiones financieras. Por sus manos pasó un millón de ducados de oro. Así, la casa de Habsburgo obtenía una fuerte ventaja política, pero pagando por ello graves consecuencias: la desaparición de tanto dinero en España originó una crisis financiera, causa de muchas bancarrotas y una depauperación de los estamentos más pobres.
El viernes 13 de julio, fecha algo ominosa, el príncipe abandonó La Coruña con una escuadra de casi cien naves y, después de una semana escasa, llegó la flota a Southampton. Otra vez estaba el príncipe en el extranjero; otra vez entraban en juego las conversaciones y los discursos en latín. Los Grandes de España, y particularmente el duque de Alba, miraban con asombro y orgullo la conducta de la comisión de recepción de los insulares, mientras los ingleses mejoraban de humor, sobre todo después de que los sirvientes trajeran las jarras de cinc con espumeante cerveza negra inglesa. Sin perdonar un gesto, pero temblando en su interior, Felipe se bebió rápidamente el amargo líquido.
Entretanto, el tiempo se preparaba para saludar al príncipe. El agradable día de verano se envolvió en una ligera niebla y no tardó mucho en precipitarse en largos cendales sobre Felipe. Este envolviose en una larga capa roja, se cubrió con un gorro de franela y de este modo alcanzó, seguido de miles de caballeros, la amable ciudad de Winchester, donde le esperaba la novia.
Era muy entrada la tarde cuando Felipe, magníficamente ataviado con jubón y calzones de piel de cabra adornada de oro, envuelto en una corta capa con brocados de plata y oro, entraba en la cámara de la reina. Alrededor del cuello llevaba el toisón de Borgoña, y más abajo de las rodillas la Orden de la Jarretera, que le había concedido la novia a poco de su llegada a Southampton. Le seguían el duque de Alba, el duque de Feria y varios otros caballeros y damas de la nobleza española.
Ante él, a la insegura luz de las velas, bajo el techo artesonado, de poca altura y barnizado de oscuro, estaba María Tudor; quizá había elegido ella misma aquella escasa iluminación. María llevaba un vestido de negro terciopelo de algodón adornado en el cuello y los puños con ricos encajes flamencos. Interiormente, pero visible por los acuchillados del vestido, llevaba un halda brillante plateada. El cinturón estaba adornado en su parte delantera con turquesas y esmeraldas.
María, sonriendo, alargó la mano al príncipe. Este se acercó y la besó en la boca según la costumbre inglesa, pues Renard, el viejo zorro, le había instruido con gran detalle sobre cómo debía comportarse en este país. Los españoles quedaron perplejos. Nunca habían visto semejante muestra de cortés etiqueta. La duquesa de Alba se asombró y palideció cuando el mofletudo conde de Derby la saludó de la misma manera.
Mientras la conversación, ahora, después de las palabras de bienvenida, derivaba hacia el viaje del príncipe y la salud de su padre, el emperador, Felipe tuvo ocasión de observar detenidamente a su novia. Lo que vio entonces no le entusiasmó de un modo especial, pues ni la tenue luz de las velas ni la elegancia del vestido podían ocultar los treinta y siete años de María. Esto no era ciertamente capaz de causar admiración, pensaba Felipe para sí, pues María lo había pasado muy mal; primero, repudiada por su padre, siempre temiendo el veneno que había costado la vida a su madre y quizá también a su hermano; humillada luego al estar obligada a ser la criada de la favorita de su padre, Ana Bolena, y de su hija Isabel, y, finalmente, amenazada por la rebelión de la nobleza y del pueblo. María no era muy alta, más bien baja, bastante delgada, con pequeñas arrugas en los ángulos de los ojos y en las comisuras de los labios. Un rostro que no era feo, pero sí amargo y decidido, enmarcado por un cabello rojo no muy espeso; unos ojos muy astutos y oscuros bajo una cejas depiladas. Tenía la profunda voz de bajo de su padre, pero en la conversación con su prometido procuraba dar a esta voz un tono dulce que solo a medias podía conseguir.
Felipe pronto supo que la mujer que tenía delante estaba enamorada de él y que su enamoramiento crecía de minuto en minuto. A un extraño, ajeno al asunto, le hubiera conmovido la angustiosa y tardía pasión de la avejentada doncella, pero no así a Felipe, quien en este momento veía claramente que era víctima de la política de su padre y de la causa católica. Pero el tranquilo aspecto exterior del príncipe no delataba nada de lo que le removía interiormente. Sus respuestas eran corteses y sus ojos sonreían; tan solo una vez frunció el entrecejo, a lo cual María ordenó solícita abrir una ventana, puesto que en la habitación hacía un calor sofocante.
La conversación derivó ahora hacia la lengua inglesa y las dificultades de pronunciación de este idioma. Los españoles se esforzaban en vano en pronunciar correctamente la palabra night. La amargura crecía en el corazón de Felipe, mientras sonreía ante sus infructuosos intentos de entrenar su lengua en el extraño idioma; pensaba que otra vez se encontraba fuera de España rodeado de costumbres y sonidos extraños, encadenado a una mujer envejecida. Pensaba en cómo el parlamento inglés lo había atado de pies y manos, cómo lo habían degradado, a él, el heredero del imperio, convirtiéndolo en un muñeco impotente con el título de rey de Inglaterra, y cómo había tendido la mano hacia los Países Bajos. ¿Para qué todo aquello? ¿Solo para que él, el príncipe de España, se fuera a la cama con su avejentada y enamorada prima?
En su corazón nacía un odio hacia aquella mujer. Con gusto hubiera rechazado la mano que en aquel momento se apoyaba suavemente en la suya. Pero la severidad española acabó por vencer: la educación de Zúñiga, las enseñanzas de su padre, las explicaciones políticas de Granvela. El príncipe se avergonzó de sus propios pensamientos, un rojo fugaz subió a sus mejillas. Pues después de todo, pensaba, debía de llegar la hora de España si esta mujer le daba un hijo —y lo mismo si era una hija, puesto que en Inglaterra también las mujeres tenían derecho a la sucesión—. Entonces se cerraría definitivamente el círculo alrededor de Francia: España, Italia, Saboya, los Países Bajos y, ahora, Inglaterra. ¡Qué triunfo para la política! ¡Qué paso adelante hacia la preponderancia de España sobre una Europa católica unida!
Cuando las campanadas de la cercana catedral anunciaban la medianoche se marcharon los invitados españoles. El príncipe besó de nuevo a la novia medio reconciliado con la idea de este matrimonio inglés.
En el otoño, cuando tenían lugar las grandes lluvias y se tendían sobre Inglaterra las nieblas, parecía que la suerte se había decidido a favor de Felipe y la cuestión católica: María se sintió embarazada. Pero cuando llegó la primavera y los cálidos vientos del sur golpeaban en las ventanas, la esperanza del heredero se trocó en un vacío sueño. María no estaba encinta. La hinchazón de su vientre en vez de un futuro nacimiento anunciaba un grave caso de enfermedad: un caso de histeria. La voluntad férrea y fantástica de esta desgraciada mujer deseaba descendencia porque sabía que un hijo era el único medio de mantener al joven esposo que se iba alejando de ella.
María no podía ni quería creer en los indecisos médicos. El hinchado vientre de la reina le parecía a ella síntoma más seguro que la opinión de toda la ciencia médica, que, por otra parte, no se explicaba de ningún modo el estado de la soberana si no era pensando en la hidropesía.
En la corte, y en los distintos estamentos sociales del pueblo inglés, especialmente en los círculos protestantes, reían y murmuraban con sarcasmo cuando se trataba el caso. Por todo Londres corrían de mano en mano libelos de contenido obsceno sobre el imaginario embarazo de una reina.
Felipe pensaba que María le había puesto en ridículo. Le parecía ser el blanco de todas las referencias. El matrimonio, utilizado como medio para conseguir una ventaja política, se vengaba de su muy sensible honor. El simulacro de victoria del catolicismo en Inglaterra, la presencia del legado pontificio Pole, las misas y los repetidos Te Deum no podían engañarle; el príncipe veía con claridad que todo esto solamente podía ser transitorio, que, en realidad, el protestantismo había echado fuertes raíces en Inglaterra. Pero lo peor era que seguía sufriendo la humillación de su persona.
El odio contra la infeliz mujer creció con violencia en el corazón de Felipe. Ella, varias veces en el transcurso del día, permanecía sentada en el suelo de su aposento apoyado el rostro sobre las rodillas, o corría excitada por los pasillos y habitaciones de palacio con el pelo suelto, lo mismo que años antes lo había hecho su tía, doña Juana la Loca, por los corredores del castillo de Medina del Campo. El odio de Felipe no se manifestaba en quejas. Exteriormente conservaba una tranquilidad estoica y ocultaba su temperamento; y cuanto más odiaba, tanto más pétrea e inexpresiva se hacía esta inquieta tranquilidad.
María no podía menos de sentir el creciente alejamiento y la indiferencia de Felipe hacia el gran dolor que le oprimía el corazón. Se esforzaba por reconquistarlo, a él, a quien en realidad nunca había poseído. Le acosaba con su humildad, con sus cuidados, con su dulzura; y cuanto más se humillaba, cuanto más rogaba, tanto más apasionadamente era odiada. Muchas veces, en estos aconteceres nada agradables, si la reina rompía en lágrimas o cubría de besos las manos del esposo, los ojos de Felipe miraban de soslayo los rostros de los Grandes de España y de las damas; pero estas, vestidas de terciopelo negro, silenciosas y corteses, mirada altanera, no dejaban, al igual que el propio Felipe, que sus rostros delataran ni pesar ni alegría por el dolor ajeno.
En la estéril esperanza de descendencia se desvaneció en el Habsburgo el sueño de incorporar Inglaterra a las inmensas posesiones de su casa. También al mismo tiempo se apagó la esperanza de la reinstauración del catolicismo en las islas. La misión de Felipe había sido un fracaso. Solo le quedaba por hacer una cosa: reconciliar a María Tudor con su hermana Isabel, pues en ningún caso debía permitir que cayera Inglaterra en manos de María Estuardo, la futura reina de Francia y Escocia. Era fácil ver que con tal crecimiento del poder de Francia se perderían los Países Bajos. Entonces Felipe se puso a realizar la más extraña tarea de su vida; llevar al trono inglés a su futura enemiga, su adversaria en todo aquello que se llamara España.
Pero en aquel momento no podía estar clara para los tres protagonistas —María, Felipe e Isabel— la enorme ironía del destino, pues el conflicto España-Inglaterra, entre los paladines del catolicismo y el protestantismo, mundialmente conocido, se mantenía aún oculto por el velo del futuro de la Historia.
Isabel, la pequeña Tudor de veinte años y cabellos rojos, residía en un semidestierro, en Woodstock, vigilada con cierto temor. Su vida más de una vez estuvo pendiente de un hilo mientras vivió su hermana. Después de la rebelión de Wyatt había estado encerrada en la Torre de Londres, última etapa para los prisioneros antes de la ejecución. Todos en el país sabían que las esperanzas de los protestantes estaban ligadas a la hija de Ana Bolena, aunque también lady Isabel iba a misa y se comportaba como una buena católica.
Felipe se puso a la tarea de reconciliar a ambas hermanas y María no podía negar nada a su esposo. Así es que lady Isabel llegó a Hampton Court un día de abril por invitación de los reyes. Se había desarrollado alta y delgada, con la piel delicada de las muchachas pelirrojas; sus ojos eran de color castaño claro, color que se tornaba al verde en momentos de excitación. Su rostro era de forma alargada, la frente un poco demasiado alta, los ojos, de pesados párpados, demasiado próximos a la afilada nariz. No era bonita, pero, en aquel tiempo, poseía el encanto de la juventud del que ella sabía muy bien hacer uso. Cuando quería ganarse a los hombres no retrocedía ante los besos ni las ternezas más íntimas. Estaba especialmente orgullosa de la belleza de sus largas y esbeltas manos, cuyos dedos cubría con diamantes para atraer sobre ellas las miradas. Poseía la misma cultura y formación que su hermana, la reina, y sabía ponerlas de manifiesto mejor y con más efectividad que ella.
En aquel día de primavera en Hampton Court, en cuyo ámbito parecía morar todavía el espíritu de Enrique VIII, consiguió Felipe ver por vez primera a su gran contrincante del futuro. Mientras las dos hermanas hablaban en la alcoba de su esposa, Felipe permanecía detrás de una cortina. María en la cama, se mostraba fría y reservada; Isabel, sentada en un pequeño taburete, aparecía humilde y comunicativa e intentaba convencer a María de su fidelidad hacia la reina.
María, en la larga cara de caballo de su hermana, leía de nuevo la misma humillación que había soportado en una ocasión. Pensaba en su madre muerta, en los largos años de lucha por la santidad del matrimonio del que ella misma había nacido; y pensaba también en la madre de Isabel, que, a sus ojos, nada podía ser sino una adúltera y meretriz. Pensaba en Ana Bolena y recordaba con claridad aquella mujer de hermoso cuerpo y rostro vulgar y lascivo, con sus magníficos vestidos y su sonora risa provocativa. Se veía ella misma, niña de diecisiete años a la que se había obligado a llevar a bautizar a esta otra niña que ahora estaba frente a ella, un zorro envuelto en encaje y puntillas. María suspiró profundamente.
Ya no oía las amables y dulces palabras de Isabel. El sudor le cubría la frente. ¿Le robaría aquella delgada pelirroja, que estaba allí en pleno esplendor de juventud, a su esposo, como lo había hecho una vez Ana Bolena con su madre? Llena de miedo contemplaba a su hermana. En los movimientos de sus delgadas manos, tras los levemente velados ojos verdes, descubría con claridad el enorme temperamento del padre, la inquebrantable voluntad real que no podía quedar oculta por todas aquellas humildes y dulces palabras. ¿Pensaría después de su muerte yacer con Felipe en el lecho y engendrar el hijo que a ella misma le había sido negado de tan ultrajante modo?
De buena gana le hubiera pegado en el rostro, en ese rostro falsamente amistoso. De buena gana la hubiera apartado para siempre de su vista y enviado al abandono de la Torre. Pero debía dominarse, debía escuchar, debía responder. Lo hizo sin gana, ruda y brevemente, con oscura voz varonil, mientras le ardía furioso en el corazón el odio contra la joven.
Detrás de la cortina estaba Felipe escuchando las persuasivas palabras de Isabel. No podía comprender todo, pues la lengua inglesa era todavía extraña para él. Pero Felipe creía en las palabras de Isabel, en todo lo que pudo entender; creía en la lealtad hacia la reina, su fidelidad a la Iglesia católica. Algo como una leve inclinación hacia la delgada pelirroja le subió al corazón. La había conocido; y era distinta a como se la habían descrito. Y, ante todo, tenía juventud y encanto.
Aun después de muchos años recordaba Felipe aquella escena en la alcoba de María Tudor; y cuando pensaba en ello, cada vez se convencía más de que Isabel, en lo más íntimo de su corazón, le tenía simpatía.