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Canción de cuna
AÑO 1527
Era una tarde lluviosa del mes de mayo. De las nubes, que se desplazaban a poca altura, caía sobre la verde sementera una lluvia sesgada y fructífera. Las grandes campanas de Santa María la Antigua, de Valladolid, hicieron que sus badajos lanzaran en aquel momento, penetrando por entre la lluvia y su murmullo, un canto vibrante. Pronto respondieron San Pablo y las demás iglesias y conventos de la ciudad. Y el campaneo se propagó, alborotador, por los pueblos del valle del Duero, donde los aldeanos, en los encharcados campos, descubrían su cabeza bajo el aguacero y recitaban, sonrientes, una oración de acción de gracias. En la plaza Mayor de Valladolid, entre gritos y risas, se apretaba la multitud aguantando el chubasco. Las mujeres se besaban, los hombres se estrechaban la mano, los niños saltaban jubilosos, chillando y metiéndose en los grandes charcos que allí se habían formado.
En un palacio renacentista, no muy grande, que se alzaba cercano a la plaza Mayor, un distinguido joven abría con precaución la puerta de una estancia. Tenía espeso cabello oscuro, nariz ganchuda y un prominente labio inferior. Su mentón estaba adornado con una pequeña barba recortada.
Cuando el joven entró en el aposento, parose en el umbral; la habitación estaba llena de señoras y criadas, barreños de agua, herradas aquí y allá, sobre las mesas, lienzos de hilo y almohadones; y había tal trajín de idas y venidas femeninas que el joven, durante un instante, se sintió por completo fuera de lugar.
Pero no tardó en acercarse al indeciso una dama portuguesa muy regordeta, doña Leonor, quien le rogó que se allegara al lecho de su esposa.
Fueron apartadas las cortinas de seda y el joven pudo ver, hundido en las almohadas, el rostro radiante, ufano y un tanto agotado, de su mujer. Inclinose y besó las cálidas mejillas y la frente coronada por negro cabello. Se informó angustiado sobre el estado de la dama, quien, susurrando y sonriente, le contestaba al tiempo que oprimía su mano. Luego le señaló un bulto alargado que descansaba en los brazos de doña Leonor, apretado contra su voluminoso pecho. El joven tomó el bulto con cuidado, como si sostuviera un vaso de cristal de Venecia, y vio, entre encañonados y puntillas, una cabecita cubierta de fino cabello rubio. Dos ojos azul claro miraban, indiferentes al vacío. El joven, en aquel momento, bendijo al niño.
Así pues, Carlos, rey de España, emperador del Sacro Imperio Romano, vio por primera vez a su hijo, el que un día debía llevar la corona de España. Estaba contento con el pequeño y se propuso, a pesar de la oposición del duque de Alba, hacerlo bautizar con el nombre de Felipe.
Sonriente, subió la ancha escalera alfombrada hacia los aposentos oficiales, donde le esperaba la alta nobleza española.
Doña Isabel, la reina, la madre del recién nacido, había caído en un profundo sueño después del agotamiento del parto. Dormía sin agitación; parecía una estatua. Doña Leonor despidió entonces de la estancia a las damas de la corte y a las criadas, y todo quedó en silencio. El pequeño yacía en su cuna. Junto a él, en un sillón, doña Leonor se ocupaba en una labor destinada a un altar de Jerusalén. Pero el piadoso trabajo cayó de sus aplicadas manos, doblose su cabeza hacia un lado y pronto su profunda respiración anunció que había seguido a su señora y reina al mundo de los sueños.
¡Qué silencio había en la estancia!
El abolengo del niño que acababa de nacer era antiguo y complicado.
Ahí tenemos al antepasado que, como primero de la estirpe, ocupa un lugar notoriamente alejado en la Historia: el emperador Rodolfo de Habsburgo, un pequeño conde suizo que, después de un largo ir y venir, y precisamente a causa de su debilidad de carácter, es nombrado emperador por los electores, fenómeno muy peculiar en las casas de Suabia y Sajonia que ocuparon el trono de los grandes cesares medievales. Ahí tenemos a un burgués, buen padre de familia, que hace cuentas con cada céntimo; con su faz preocupada y su nariz grande y ganchuda… su cabello largo cae, en grises mechones, sobre sus estrechos hombros de viejo prematuro. Y, sin embargo, algo hay de sobresaliente en este hombre no muy agraciado. Y es su indudable y sincera piedad la que, según cuenta entre otras cosas la leyenda popular, le llevó a coger la cruz del altar en lugar del rico cetro imperial en el acto solemne de la coronación.
Contra este hombre solitario y taciturno, que prefiere la burguesía a la nobleza y a los príncipes, lucha el poderoso Ottokar de Bohemia, quien no solamente ha soñado sino que casi ha convertido en realidad un reino intermedio entre Germania y Slavia, una especie de Lorena oriental que debe abarcar desde el Adriático al Báltico. Y, maravilla sobre maravilla, el Magnífico es vencido en campal batalla en Marchfeld, en las praderas del Danubio; y con su magnificencia real, cada vez más brillante, y vestido de brocado, presenta sus excusas, de rodillas, al emperador, el cual, pobremente vestido, no se halla sentado sobre un trono sino sobre un taburete de madera de tres patas.
Esta pequeña escena constituye el singular comienzo de la casa de Habsburgo y de su política. El prolífico Rodolfo se une a la casa de Ottokar por medio de dos matrimonios: su hijo mayor se casó con una hija del vencido, la cual recibe Austria como dote, y una de las hijas del emperador contrae matrimonio con el hijo de Ottokar. Tu, felix Austria, nube!
Esta política de matrimonios es continuada por los sucesores de Rodolfo, con la consecuencia de que poco a poco va llegando a sus manos, en propiedad, toda la frontera imperial por el oriente, incluido el Tirol, Estiria y Carintia, y, con esto, llegan a ser los más poderosos señores del imperio, al tiempo que van perdiendo las propiedades primitivas de su casa por la sublevación de los Cuatro Cantones y la instauración de la Confederación Helvética.
Pero aún se restringe más el poder de los Habsburgo en Alemania. Primeramente, con el bisabuelo del niño recién nacido comienza la evolución a lo europeo. Este bisabuelo es el emperador Maximiliano I, hijo del incapaz e inactivo emperador Federico III que ocupó el trono durante medio siglo sin ejercer un auténtico gobierno. El emperador Max, como popularmente era llamado, era un caballero de larga cabellera rubia, la nariz ganchuda de su antepasado Rodolfo y el colgante labio inferior de Margarita Maultasch. Vive aún en el recuerdo del pueblo este amigo de las grandes fiestas, de los cortejos triunfales, los torneos, las cacerías, y aficionado a los grandes y pesados cañones. Vive en los cuadros de Durero y de Cranach, lo mismo que en las prolijas novelas del Teuerdank[1], concebidas por el propio emperador o escritas con su ayuda. Vivió en el mismo mundo de Lutero, Paracelso, Froben y Erasmo, sin que él, hombre más bien ingenuo y alegre, se haya revestido jamás con la gravedad de estos personajes. Y, por último, seguirá viviendo largo tiempo como el emperador del Fausto de Goethe, pensando siempre en nuevas diversiones, eternamente acosado por la necesidad de dinero y arrollado por las comparsas de máscaras de opereta de su corte.
El acto más catastrófico de Maximiliano es su matrimonio con María de Borgoña, la hija de Carlos el Temerario, pues precisamente por ella se rompe la casa de Habsburgo después de que, muerto tempranamente el duque en Nancy atravesado por las lanzas de los suizos, el gobierno provisional occidental ocupase Borgoña y Holanda, la región más poblada del norte de los Alpes, a finales de la Edad Media.
El espíritu suntuario y al mismo tiempo grave de la Lorena occidental, esta mezcla mágica de forma francesa y realismo holandés, ha convertido a los duques de Borgoña en personalidades tan perfiladas y tan claramente distintas: en un sentido casi moderno, a pesar de sus inclinaciones medievales, envuelve a los herederos, los Habsburgo, los despoja de su provincialismo meridional y hace de ellos, como quizá hubiera dicho Nietzsche, buenos europeos.
Muchas veces lo que hoy se estima como típicamente habsburgués, español o incluso austríaco, procede en realidad de la herencia de Borgoña; a ella pertenece el sentido jerárquico y cortesano de la forma, la inquietud por la distancia, la suntuosidad que la España anterior a los Habsburgo no ha conocido, la organización burocrática de la administración que, todavía, y proyectada a lo espiritual, lleva una existencia fantasmal en las novelas de Franz Kafka. Incluso el negro traje de corte, que indica un profundo conocimiento de la trascendencia del ser, que anuncia la muerte, es originariamente borgoñón.
El hijo mayor de Maximiliano y María de Borgoña fue Felipe de Borgoña, abuelo del niño de Valladolid. Este Felipe, llamado el Hermoso, un señor corpulento y rubio, notable mujeriego, casó con Juana, la hija de los reyes de España, Fernando de Aragón e Isabel de Castilla. Murió joven, a los veintiocho años; pero puesto que el único hijo de los Reyes Católicos, Juan, murió también en su temprana juventud, la corona de España, ya unificada, pasó al hijo mayor de Felipe y Juana la Loca, a Carlos, que fue Carlos I como rey de España y Carlos V como emperador del Sacro Imperio Romano.
A la herencia española superó en importancia la borgoñona. Lo que trajo consigo la casa de Habsburgo fue no solamente la soberanía sobre otro país, sino la hegemonía sobre Europa; el poder de los Habsburgo era tan crecido que ahora, y por su mera existencia, amenazaba muy gravemente la independencia de los restantes estados de Europa y, sobre todo, de Francia. Ello dio origen a varios conflictos, uno exterior, con Francia, que encontró un final provisional con la derrota de Francisco I, y otro interno, con las llamadas Comunidades, los casi independientes estados y ciudades de Castilla que no querían dejarse imponer el yugo de la burocracia flamenco-borgoñona de los Habsburgo. Pero el Gran Levantamiento de Castilla, como se llamó al movimiento de las Comunidades, terminó, por la falta de unión de los rebeldes, en una derrota y en una destrucción, al menos parcial, de la constitución feudal de Castilla en favor de una soberanía casi absoluta del rey español a la manera borgoñona, de una monarquía como nunca habían conocido los propios fundadores de España, Fernando e Isabel.
Carlos V necesitó ocuparse a lo largo de su vida en consolidar los gigantescos dominios de su casa, ampliamente dispersos por Europa, sometidos a las corrientes revolucionarias de la naciente Reforma y la amenazadora expansión de los turcos, para luego, en un momento de debilidad, ceder las posesiones orientales a su hermano Fernando, dividiendo así la soberanía en una rama austríaca y otra rama española. Casó con su prima Isabel de Portugal, la hija de su tía María de Castilla y de Manuel el Afortunado de Portugal, bajo el cual vivió este país su mayor época de florecimiento y una importante expansión colonial. Otra vez extendía con esto su mano la casa de Habsburgo hacia una gran herencia.
Este era, a grandes rasgos, el linaje del niño.
Desde fuera, entre el lejano rumor de las aguas del río, comenzaba a percibirse con mayor intensidad el ruido de la lluvia. El pequeño, en la cuna, se despertó y gritó con esa insistencia y ensañamiento propio de los recién nacidos. Doña Leonor, la camarera mayor, se levantó. Miró al pequeño, cuyos rasgos habían adquirido un aspecto de enojo muy poco digno de la realeza, se precipitó por la puerta al pasillo, donde había, en pie, dos soñolientos alabarderos, y entre ambos centinelas apareció enseguida, a su llamada, una vigorosa campesina castellana.
Esta abrió rápidamente, con expresión culpable en su cara morena y redonda, su rojo corpiño y recostó al niño contra su hinchado pecho. El niño, con insegura boca desdentada e hipando aún levemente, buscó el pezón. Se tranquilizó inmediatamente al sentir la promesa de una rica leche del tibio seno del ama castellana.