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Cartas a unas jovencitas

AÑO 1580

Don Juan no fue la única persona joven y visionaria por la que Felipe tuvo preocupaciones. Su sobrino don Sebastián, rey de Portugal, hijo de su difunta hermana doña Juana, se empeñó, como don Juan, en la idea de fundar un poderoso reino africano. El bello y seguro Portugal le parecía demasiado pequeño para su ambición; él se veía como un nuevo Alejandro y quería inundar el mundo con la fama de sus hazañas. En vano trató Felipe de disuadir al joven de su aventura africana con palabras bien meditadas. Don Sebastián tomó a mal los consejos de su tío. Toda una noche la pasó paseando de arriba abajo en su habitación, en camisón y con la espada desenvainada, lanzando amenazas contra Felipe y asestando de vez en cuando golpes al aire contra un enemigo invisible. Felipe fue informado de esta extraña vela de armas y fue lo suficientemente amable para ir a la mañana siguiente, temprano, a la habitación de su sobrino para tranquilizarlo con una charla amistosa y paternal. Prometió darle por esposa a una de sus hijas mayores y lo invitó a participar, con su ejército, en una cruzada contra los turcos. Reconciliados, tío y sobrino se fundieron en un abrazo; pero el desdichado Sebastián no quería renunciar a sus fantásticas ideas heroicas.

Y ocurrió lo inevitable. En la batalla de Alcazarquivir, don Sebastián y su ejército fueron aniquilados por la superioridad mora. El mismo don Sebastián cayó en la lucha; solamente unas pocas de sus tropas escaparon de la terrible matanza, en la que pereció casi toda la nobleza de Portugal.

Don Sebastián no tenía heredero varón. Felipe informó de sus pretensiones a la corona de Portugal; su madre, la emperatriz Isabel, era hija de Manuel el Afortunado. Había llegado la hora de que toda la península Ibérica estuviera bajo el poder de un solo hombre. Había aún otros pretendientes al trono, a los que se hizo desistir con dinero, bienes, títulos y honores, menos a un tal don Antonio, hijo natural de don Luis de Portugal, tío de Felipe, hermano de la emperatriz.

Este bastardo escapó del cautiverio moro y encontró protección en Portugal. Catalina de Médicis e Isabel Tudor le prometieron ayuda; el amenazador incremento de poder del rey católico les parecía peligroso.

Así se llegó a la guerra entre Felipe y don Antonio. El viejo duque de Alba había caído en desgracia porque su hijo mayor había seducido a una dama de la corte y se había negado, en contra de las órdenes de Felipe, a casarse con la compañera de sus horas de amor. Para rematar, Alba, resueltamente, había casado a su hijo con una joven de la casa de Toledo. Felipe se sintió burlado ante su corte y confinó al duque en sus tierras. Pero ahora, puesto que Marte dominaba, Alba fue de nuevo admitido en gracia.

Alba resolvió enseguida el asunto que se le había encomendado. En el puente de Alcántara, las amontonadas huestes de don Antonio fueron acribilladas por los veteranos españoles; lo que de ellos quedó en pie, escapó; Lisboa abrió las puertas al vencedor.

Poco después de esta victoria Felipe fue atacado de una grave enfermedad. Se dudaba de su restablecimiento: el mismo rey dio las últimas instrucciones para la regencia durante la minoridad de su hijo, pero la muerte lo perdonó y se cobró otra víctima del círculo familiar: su esposa Ana, que gozaba de poca salud desde el nacimiento de su última hija María. Ana solo tenía treinta años cuando la arrebató una maligna dolencia de garganta. Este terrible golpe convirtió a Felipe en un viejo en una sola noche. Sus cabellos se volvieron grises y su barba casi blanca; bajo sus ojos tristes se formaron grandes bolsas. De esta época, poco después de la muerte de su querida esposa, y durante su estancia en Portugal, tenemos las más encantadoras manifestaciones humanas de este hombre reservado: cartas a dos jovencitas —Isabel Clara Eugenia y Catalina—, las hijas que le había dado Isabel de Valois, ya desaparecida hacía tiempo, y para quienes la ahora difunta reina Ana había ocupado el lugar de madre con mucho cariño.

En el palacio de Madrid, en el espacioso Escorial, y, de vez en cuando, en el palacio de caza de Aranjuez, en el verano, habían crecido las dos niñas que habían de convertirse en dos hermosas y encantadoras mujeres. Isabel, que en su día fue llevada a la pila bautismal por su tío don Juan, tenía ahora catorce años y asombraba por su belleza, su modestia y su inteligencia. «L’infante est belle comme le beau jour», escribió el embajador francés Forgueraux a la abuela de la niña, Catalina de Médicis. Isabel era visiblemente la preferida de su padre, en cuyo cuarto de trabajo pasaba más tiempo que con sus muñecas. Su padre la utilizó pronto para que copiase y escribiese cartas y más tarde no dudó en ponerla muy al corriente de sus opiniones, planes y decisiones.

Si Isabel era hermosa e inteligente, Catalina era alegre y estaba llena de vida. Era algo regordeta y mofletuda, y muy popular entre los empleados de la corte porque poseía el don de reír de un modo franco y encantador y hacía participar de su alegría a todos los parientes; don que apenas era apreciado en su valor en la rígida formalidad de Madrid o en el frío mausoleo de El Escorial. Se casó más tarde con Carlos Manuel, duque de Saboya, al cual, en el intervalo de doce años, dio cinco hijos y cuatro hijas. El duque la honraba siempre como a hija de su católica majestad; él insistía en que ella tenía preferencia sobre él. La inició en todos los asuntos de Estado y la dejaba decidir en los más importantes, que ella resolvía con inteligencia. Amaba profundamente a su esposo y este amor la llevó a la tumba a la edad de treinta años: durante una guerra entre Saboya y Francia, en la que el duque tomó parte, ella lanzó repentinamente un grito: «¡Mi marido, el duque, ha muerto!». La excitación le originó un aborto y murió a consecuencia de ello.

A estas dos jovencitas sin madre, que estaban bajo la tutela de la condesa de Paredes, camarera mayor, envió Felipe sus famosas cartas. Estas cartas, que él firmaba como «vuestro buen padre» en lugar de «yo, el rey», como solía firmar las cartas oficiales, se refieren por completo a intereses infantiles y a la vida afectiva de las adolescentes, y sin embargo sus palabras reflejan con ingenuidad la vida de la época y el paisaje de Portugal. Continuamente nos dicen que Felipe las hubiera escrito antes con gusto, pero los despachos esperan y el padre asegura a sus hijas que no son pocos. No ha cenado todavía y tiene que ser breve; pero contra la voluntad del firmante, las cartas se alargan. Cuenta las ceremonias de la coronación; se le escapa su fastidio porque alguien quería vestirle de brocados, a él, al enlutado viudo. No; el traje de luto más sencillo, más negro, le parecía lo correcto. Incluso le parecía inadecuada la pesada cadena de oro del Toisón. Después sobreviene la nostalgia de Madrid, de su tranquilo cuarto de trabajo de El Escorial, de los jardines de Aranjuez. Aquí no hay claveles, escribe a las hijas. Les agradece la noticia de que a su hermanito le ha salido el primer diente y les pide que le cuenten muchas cosas de las que suceden en casa. Les da consejos prácticos: para una boda en Aranjuez deben adornar sus vestidos con oro, mientras lo hagan con «moderación», y su hermano debe seguir llevando su vestido de niño; todavía es muy pequeño para ponerle pantalones. Y «Dios os conserve y os proteja como es mi deseo. Vuestro buen padre».

Del legendario ser retirado del mundo, de la venenosa «araña de El Escorial» no se ve nada en estas cartas. Son las de un hombre dotado de un singular espíritu de observación que está satisfecho de las realidades de este mundo. Habla del tiempo, que allí en julio no es tan abrasador como en la alta llanura de Castilla; sin embargo, las calles están llenas de polvo y Felipe está encantado porque alguien le ha preparado un viaje a Lisboa por el ancho y fresco Tajo. Está contento con su magnífica galera. Cuenta cómo los marineros, que son fornidos mozos imberbes de cabeza rapada, se quitan la camiseta y manejan los remos con habilidad.

Las princesas le han enviado un melocotón especialmente hermoso, pero ¡Dios mío!, ha soportado mal el largo viaje hasta Portugal y ha llegado a Felipe como una pasta irreconocible. Lo siente, más que por el melocotón, por el desengaño de las niñas. También a él le hubiera gustado mucho comer de nuevo un melocotón que, como sabía, era del pequeño huerto que hay frente a la ventana del cuarto de sus hijas. Constantemente, muy quedo, se puede percibir entre líneas la nostalgia de un hombre que solo se siente propiamente en su casa cuando está entre los estrechos límites de la vieja Castilla.

Sobre Felipe se han dicho por el mundo una gigantesca multitud de desatinos. Desde la descripción de su contemporáneo Guillermo de Orange hasta los grandes trabajos de Prescott y del mayor Humes, se acumulan las afirmaciones más extrañas, entre las cuales se repite constantemente la de su frialdad interna y su indiferencia ante sus semejantes.

Pero de estas cartas a las pequeñas infantas se deduce claramente que Felipe se interesaba por el bienestar de las personas que le eran allegadas. No solamente se alegra del restablecimiento de su hijo y de la pequeña Catalina, sino que en muchas cartas se muestra preocupado por el bienestar del conde y la condesa de Paredes; describe la recuperación de la débil salud de su sobrino predilecto, Alberto, que le acompañó en este viaje a Portugal. Y, finalmente, no manifiesta interés solo por los miembros de la familia y los altos dignatarios de la corte, sino que también se extiende a sus servidores.

Con mucha frecuencia, bien sea por amor a sus hijas, hace referencia a la enanita Magdalena Ruiz, quien con desenfado desempeñó un importante papel en el ambiente de Felipe e incluso, si estaba de mal humor, se podía permitir regañar al mismo rey. Y de mal humor estaba Magdalena con mucha frecuencia porque le gustaba el vino y muchas veces se encontraba bajo sus deprimentes efectos. Las aventuras de esta enana despertaban gran interés en las niñas. Así lo decía el rey al describir a Magdalena. Sabemos de su preferencia por las fresas, mientras que el rey dice de sí mismo que tenía predilección por el gozo menos material del canto de los ruiseñores, que a veces cantaban delante de la ventana de su habitación. Sabemos del mareo de Magdalena en las tranquilas aguas del Tajo; de su pelea con Luis Tristán, el jardinero del rey; de la marcha de su sobrino, a quien ella no vio partir con desagrado porque él sabía limitarle el consumo de vino. Y también la vemos a ella con su mejor vestido en medio de un chaparrón, y salir contoneándose al encuentro de la emperatriz viuda María de Austria, hermana de Felipe, mientras al rey y a la emperatriz les caían las lágrimas y se abrazaban después de veintiséis años de separación. Luego Magdalena cayó enferma; los médicos le hicieron una sangría. Pálida y con ojeras apareció ante el rey, quien le ofreció un vaso de vino que ella rechazó, «lo que para ella es un mal síntoma», añade Felipe.

Magdalena promete continuamente que escribirá a las infantitas y a veces engaña al rey diciéndole que lo ha hecho. El rey disculpa a su hermana: «Hoy no puede escribir —dice— porque está excitada por una comida que se celebrará mañana».

También desempeñó un gran papel el jardinero Luis Tristán, con quien el rey gustaba de hablar sobre flores y frutos. Bien conocido por las princesas, cuida de que les sean enviados de vez en cuando pequeños regalos a las dos jovencitas. Hoy es un par de bandas de seda, mañana algunos sellos para sellar sus cartas y cuya fabricación ha vigilado el rey mismo. Otra vez son flores sobre las que Felipe escribe: «Os envía también algunas rosas y azahares para que podáis ver cómo son aquí. Todos estos días he mandado traer ramos al calabrés (Luis Tristán) o de las unas o de los otros. Muchos días, también violetas».

Es casi un idilio en el que suenan las grandes campanas de la Abadía de Belém (que muchas veces perturban el sueño matutino del rey); en el que cantan los ruiseñores, las plantas florecen, en el que uno se siente en el fresco refectorio del monasterio rodeado de bosque y toma su sencillo refrigerio en un mediodía demasiado caluroso. Tan solo muy de lejos, en este idilio que Felipe compone en las cartas para sus hijas, penetra el murmullo de las preocupaciones, los grandes acontecimientos. Ya sabéis que la flota ha llegado de Indias, escribe el rey. Se cita una vez la peste que hay en Lisboa; pero el rey pasa rápidamente sobre estos aspectos desagradables de la vida, incluso sobre su propia enfermedad, de la cual solamente informa a las hijas cuando la ha vencido.

Se ha llamado a Portugal el «Jardín de Europa». Con sus amables bosques, sus ricos huertos, sus colinas plantadas de viñedos y sus praderas que casi siempre están acariciadas por un cálido viento del oeste cargado de lluvia, la hermosa tierra presenta un fuerte contraste con la severa y seca Castilla, con el rocoso Guadarrama, en el que únicamente medran escasos pinos; así como también la lengua portuguesa con su suavidad, su sonido melódico, es fundamentalmente distinta del recio español de fuerte acento.

Algo de esta felicidad paradisíaca, de esta suavidad, logra también verter el envejecido rey en sus cartas. Emociona extrañamente que el mismo hombre a cuyas órdenes se dirigieran contra los turcos o contra Inglaterra cientos de galeras armadas, el que envió contra los Países Bajos grandes ejércitos, el que exigió la ejecución secreta de Montigny, que un hombre semejante, pudiera escribir estas líneas encantadoras de una ingenuidad casi infantil.

Cuando Felipe trasladaba sus pensamientos desde sus lejanas hijas a la realidad que le rodeaba, allí le esperaban montones de cartas y despachos. ¡Qué cansado tenía que estar de sostener en pie su orden católico en un mundo que amenazaba continuamente con sumirse en el desorden! Pero la idea del deber, la conciencia de su misión le mantenía atado a su mesa de trabajo.

Después de despachar la correspondencia venían las audiencias; por ejemplo: le presentaban a un comerciante portugués que reclamaba contra el gobierno inglés que se había incautado de su vino. Cuando veía al rey, una persona sencilla vestida de negro, con un gorro oscuro sobre su cabeza gris, con las estrechas puntillas de Flandes, blancas como la nieve, alrededor del cuello y las muñecas, renunciaba a hablar. «Tranquilizaos», decía el rey, y cerraba los ojos para no perturbar con su mirada al excitado visitante; había oído decir que la expresión de sus ojos, cuando miraba directamente a alguien, era tan terrible como la de un inquisidor.