15

El Tearling

Historia del Tearling, según…

En la oscuridad de la celda, Katie despertó sobresaltada del sueño más extraño que había tenido en su vida.

Había estado hablando con la madre de Jonathan, ambas envueltas en la neblina, pero no era la neblina blanca que cubría la ciudad cuando el otoño descendía de las montañas, sino una tupida cortina gris oscuro. Podías mirar fijamente aquella neblina durante cientos de años, en cientos de direcciones diferentes, y aun así no podrías encontrar la salida.

—Necesito que me ayudes —le dijo Lily, y Katie asintió; al fin y al cabo, solo era un sueño.

Debería haber tenido miedo, porque Lily llevaba mucho tiempo muerta, tres años. Pero Katie no tenía miedo. Ella siempre había querido mucho a Lily, y no concebía que su fantasma quisiera hacerle ningún daño.

Sin embargo, eso no significaba que aquella percepción de Lily no inspirara temor. De vez en cuando, Lily parpadeaba y Katie distinguía otra cosa bajo la superficie, algo terrible. Aquella Lily no era amable y comprensiva, sino vengativa. Sin embargo Katie no creía que fuera de ella de quien Lily quisiera vengarse. Esperaba que así fuera. Tenía la sensación de que en cualquier momento Lily se desprendería de su piel y revelaría algo muy diferente, una forma negra y decaída que utilizaba a Lily como máscara.

—¿A qué? —le preguntó, pero solo escuchaba a medias. Con la otra mitad de su mente vigilaba lo que ocurría en la celda, a la espera de oír el ruido de una llave en la cerradura, la señal de que Row había ido por ellos. Pensó que estaba dispuesta a prometerle cualquier cosa a Lily con tal de que ella la sacara de aquel sitio y la devolviera junto a Jonathan. Katie escudriñó el rostro de Lily en busca de pistas, pero solo vio una paciencia infinita. Y entonces se fijó en otra cosa: Lily llevaba una corona, una diadema de plata adornada con piedras preciosas azules. ¡La corona de Row! Y de pronto Katie se relajó, porque aquella parecía la prueba más incuestionable de que aquel era un sueño inofensivo. La corona de Row no podía estar allí, en la cabeza de Lily. Katie la había enterrado en el bosque, y allí seguiría para siempre, incapaz de hacerle daño a nadie.

—Necesito estar aquí —dijo Lily—. Necesito que me dejes estar aquí.

Katie arrugó la frente, pero asintió, como en trance, y dejó que la voz de Lily pasara por ella. Tuvo un momento de confusión, y creyó que no estaba hablando con Lily sino con William Tear; pero entonces todo volvió a encajar, y Katie pestañeó deslumbrada por una luz que había aparecido en lo alto. Llevaba horas esperando oír el ruido de la llave en la cerradura, y al final se había despistado. Gavin y sus cuatro compinches estaban a su lado. Cada uno sostenía una antorcha en una mano y blandía un puñal en la otra. Eran demasiados para que Katie se enfrentara sola a ellos, aunque hubiera tenido su puñal.

—Levantaos —ordenó Gavin con voz monótona—. Quiere veros.

Se agachó para coger a Katie por un brazo, pero ella se soltó.

—No me toques, traidor.

—Yo no soy ningún traidor. Estoy ayudando a salvar esta ciudad.

Ella apretó los dientes y se preguntó cómo podía Gavin ser tan estúpido y estar tan ciego. Katie tampoco estaba segura de qué era lo que necesitaba la ciudad, pero sabía que, fuera lo que fuese, no provendría de Row, porque él lo quería todo para él solo. Sin embargo, la expresión de Gavin era petulante y afectada. A Katie le habría gustado pegarle un puñetazo; apretó el puño, y entonces se quedó quieta, desorientada, y su mano se abrió por iniciativa propia. Notó que algo se movía, impaciente, dentro de su mente, y luego volvía a quedarse quieto.

«¿Lo has soñado? —se preguntó Katie—. ¿Lo has soñado todo?».

—Vamos —dijo Gavin—. Seguid a Lear.

Katie obedeció, y se preguntó por qué no le habían puesto esposas. Sí, se acordaba de haber tenido un sueño, pero no recordaba sobre qué. Al subir la escalera (una escalera larga, con muchos más peldaños que ninguna otra que hubiera visto jamás en la ciudad) notó unos golpes, como si algo pesado rebotara sobre su esternón. El zafiro de Tear: claro, todavía lo llevaba debajo de la camisa. Jonathan se lo había entregado durante aquel largo y extraño interludio en la oscuridad. Katie se preguntó si estaría soñando en ese momento. Ojalá despertara en su camita, con su libro en la mesilla de noche y su madre en la habitación de al lado. Ojalá fuera así como terminaba aquella pesadilla.

Miró a Jonathan y vio que estaba pálido pero tranquilo. La llama de la antorcha parpadeó, y durante un instante el contorno de los pómulos de Jonathan se tiñó de gris, y su cara le recordó a una calavera. Katie estuvo a punto de gritar, pero entonces notó que Jonathan entrelazaba los dedos con los suyos en la oscuridad.

—Nosotros lo intentamos, Katie —le susurró con una voz apenas audible—. Lo hicimos lo mejor que pudimos.

Katie lo miró, pero él miraba al frente, concentrado en el futuro, y apenas se dio cuenta de que sus palabras se habían clavado como un puñal en el corazón de Katie, la habían trasladado al claro del bosque, cuando tenía quince años, aquel día en que Jonathan y ella se habían quedado rezagados. ¡Ojalá Katie pudiera volver allí! Habrían podido cambiar muchas cosas, empezando por Row. Katie habría podido estrangularlo en el bosque y haber enterrado su cadáver sin que se enterara nadie.

«Eso no le habría gustado a Tear». «Tear está muerto. ¿Por qué tiene que seguir condicionándonos?».

No hubo respuesta, solo aquella sensación de movimiento en lo más hondo de su mente, una sucesión de pensamientos que no eran suyos. Durante un instante la maraña se aflojó y destacó un solo pensamiento:

«Picas…», y luego pasó. Llegaron al final de la escalera. Se hallaban en un pasillo largo y estrecho, iluminado con antorchas. Katie volvió la cabeza, pero solo vio los primeros peldaños, una gran boca que bostezaba y descendía hacia la oscuridad.

«¡Cuánta gente! —se extrañó Katie de pronto—. Rob no construyó esta mazmorra para Jonathan y para mí. Madre mía. ¿Cuánta gente habrá encerrado aquí?».

Cuando ya estaban cerca del final del pasillo, una sombra alargada y estrecha apareció en el umbral, y Katie se puso en tensión y se preparó para arrebatarle el puñal a Alain, que siempre había sido el menos hábil del grupo. Seguramente Gavin solo tardaría unos segundos en apuñalarla, pero aun así quizá ella tuviera tiempo de clavarle el puñal en el corazón a Row. Valía la pena morir por intentarlo.

Pero no era Row. La sombra la había engañado. La figura que salió por la puerta era un niño, de poco más de un metro veinte de estatura, pero Katie tuvo que escudriñar su rostro largo rato antes de reconocer a Yusuf Mansour.

—¿Qué demonios es esto? —le espetó a Gavin—. ¿Qué le habéis hecho?

Gavin desvió la mirada, y Katie se dio cuenta, asqueada, de que él ni siquiera lo sabía. El Yusuf al que Katie había conocido era un niño adorable, muy bueno en matemáticas y deseoso de complacer. El ser que ahora estaba delante de ella tenía la cara de Yusuf, pero ahí terminaba el parecido. Estaba pálido, tan pálido que su piel parecía casi blanca, y sus ojos eran dos huecos insondables y oscuros. No sonrió, ni dio ninguna otra señal de haberla reconocido; se quedó mirando fijamente al grupo, y, cuando continuaron hacia la puerta, Katie vio, alarmada, que Yusuf tenía los ojos clavados en Jonathan.

Lo último que recordaba era haber salido por aquella puerta.

Rowland Finn se había imaginado aquel momento tantas veces que, cuando llegó, temió que lo decepcionara. Allí estaba Jonathan Tear, el hijo predilecto (sí, todavía le dolía aquella injusticia; Tear no le había dado nada a la ciudad), y allí estaba Katie, cabizbaja, como debía ser, porque Katie era la que más tenía que arrepentirse.

Katie alzó la vista, y Row sintió que le fallaba el equilibrio. Sintió un levísimo estremecimiento de miedo.

Katie debería estar arrepentida. Durante años, cada vez que Row imaginaba aquel momento, eso era lo primero que pensaba: Katie debería estar arrepentida de no haberse ido con él. Su postura encajaba: estaba encogida y debilitada; sin embargo su cara no. Lo miraba con gesto inexpresivo, impasible, como si estuviera conmocionada. Parecía que no supiera dónde se encontraba.

Row miró a Gavin, que estaba cerca, patético con aquel gesto de entusiasmo. A diferencia de Katie, Gavin reaccionaba a la perfección, como una marioneta: solo tenías que tirar de una cuerda, y él hacía lo que le ordenaras.

—¿Qué le pasa? ¿Está drogada? ¿Le habéis pegado?

—No —contestó Gavin—. No la hemos tocado.

Row se volvió hacia Jonathan.

—¡Tú! ¿Dónde está el zafiro de William Tear?

Tear levantó la vista, y Row se encogió ante la lástima reflejada en su rostro. Jonathan Tear no podía compadecerse de él, no ahora, no cuando Row se había impuesto por fin.

—Vas a dármelo —le dijo a Jonathan—. Nadie es inmune al dolor, ni siquiera un Tear.

Al oír eso, Katie tembló ligeramente, y Row vio algo, un estremecimiento bajo la máscara imperturbable de la joven. Y luego pasó. Dentro de Row se disparó una alarma. Era como si Katie estuviera en trance… Pero Katie no tenía trances. Ella nunca había tenido ningún don. Row miró de nuevo a Tear.

—Dámelo.

—No —dijo Tear, casi con hastío—. Si vas a matarme, hazlo ya, porque no voy a dártelo.

Row frunció el entrecejo. No se atrevía a coger la joya; ese era el problema. Su zafiro funcionaba, pero solo esporádicamente, de forma aleatoria, y no tenía el poder que había sentido que sí tenía la joya de Tear. Y sin embargo nunca se le había ocurrido matar a Jonathan y quitárselo. Sabía que no podía ser tan fácil, porque nada era tan fácil; no obstante, bajo esa certeza había otra: una magia que pudiera arrebatarse por la fuerza no merecía la pena. Row se había ganado su poder, llevaba años afinándolo. Nadie podía llegar y quitárselo.

Chasqueó los dedos y Yusuf se acercó de inmediato, y en su rostro apareció una sonrisa salvaje. Aquella sonrisa hizo estremecer a Row, pero no pudo evitar sentir una especie de orgullo paternal. Aquel crío, que ya no era ningún crío, era creación suya. Estaba construyendo otros dos, en las profundidades de las catacumbas que había excavado debajo de la Iglesia, pero aquellos tres no eran nada comparados con lo que podía llegar a hacer. Habría muchos más.

Creyó que, al ver a Yusuf, a Jonathan se le borraría la expresión de lástima, pero volvió a llevarse una decepción. Jonathan se quedó mirando al niño y dijo:

—Así que era esto lo que hacías por las noches. Ni siquiera mi padre creía que pudieras llegar tan bajo.

Row apretó los puños. Incluso ahora, después de tantos años, detestaba pensar que William Tear hubiera hablado de él a sus espaldas, que hubiera hablado de él con aquella familia de la que Row siempre había sido excluido. Tear, Lily, Jonathan, Katie, la zorra Rice… todos ellos estaban dentro, y él se había quedado fuera.

Miró a Katie, que seguía catatónica. Ella le había robado la corona; sabía dónde estaba, pero Row intuía que no iba a obtener esa información sin pelear. El dolor de Jonathan podía serle muy útil, pero al ver la mirada extraviada de Katie se preguntó si la joven sería capaz de entender que estaba torturando a Jonathan. ¿Se enteraría siquiera?

«¡Esto no tenía que funcionar así, maldita sea! —Volvió a pensar—. ¡Ella tenía que llorar! ¡Se suponía que los dos debían estar asustados!».

Chasqueó los dedos delante de la cara de Katie, pero ella lo ignoró. La joven miró a Jonathan, le tendió una mano y Jonathan se la cogió. Los celos, con sus uñas de gato, le arañaron toda la espalda a Row. No le gustaba la forma en que Katie y Jonathan se miraban, comunicándose sin hablar. En otros tiempos, habían sido ellos, Row y Katie, quienes se miraban así. En una ciudad que se había olvidado de él, ella era la única que lo veía con claridad. Cuanto más se miraban Katie y Jonathan de aquella forma, más nervioso se ponía Row, hasta que al final le dijo a Lear:

—Sepáralos.

Lear cogió a Katie y la apartó. Ella alzó la vista, y Row dio un paso atrás. La joven tenía el rostro encendido y lo miraba con los ojos entrecerrados, dos estrechas rendijas verdes. Al cabo de un momento, dio un salto y atacó a Jonathan.

Row, atónito, no supo reaccionar; le había ordenado Gavin que vigilara a Katie atentamente, dando por hecho que si atacaba a alguien sería a él. Pero la joven se había subido a la espalda de Tear y forcejeaba con él. Lear, Gavin y los demás estaban paralizados, boquiabiertos, mientras Katie, enseñando los dientes, agarraba a Jonathan por el cuello. Tear ni siquiera se defendió: se quedó allí plantado, respirando con dificultad, y en el último momento Row se dio cuenta de lo que estaba pasando y fue hacia ellos, pero ya era demasiado tarde. El cuello de Tear, al partirse, hizo un ruido casi ensordecedor que resonó por la espaciosa iglesia. Katie lo soltó, y Jonathan cayó al suelo, inerte, con los ojos abiertos.

—¡Que Dios nos ayude! —gritó Gavin.

Row quiso decirle que se callara (solo un necio como Gavin seguiría creyendo en Dios en un momento así), pero se mordió la lengua. Quizá necesitara a Gavin. Katie se quedó mirando el cadáver de Tear; le temblaban los hombros, y Row la miró como si la viera por primera vez.

—¿Katie? —preguntó.

Ella levantó la cabeza, y Alain se puso a chillar. Katie tenía la boca muy abierta, tan abierta que parecía que también estuviera chillando. El agujero fue agrandándose cada vez más, aumentando de circunferencia, hasta que pareció que la boca fuera a engullir toda su cabeza. Los ojos y la nariz retrocedieron hasta quedar en la coronilla, y luego descendieron hasta la nuca. La boca se convirtió en un agujero negro, y Row vio, horrorizado, que por ella salía primero una mano, y luego un brazo.

Alain salió corriendo de la habitación, sin parar de gritar, y Howell y Morgan lo siguieron. Gavin y Lear se quedaron donde estaban, pero Gavin se había retirado al rincón del púlpito, y se abrazaba el torso mientras contemplaba la transformación de Katie con los ojos como platos. Había salido un hombro, y los bordes del agujero se ensancharon un poco más para dejar pasar una cabeza, y, cuando vio la cara, Row también gritó. Los muertos no le daban miedo. Llevaba años trabajando con cadáveres. Los muertos no le daban miedo, pero aquello no era un cadáver.

Era un fantasma. Lily Freeman había salido por la boca de Katie, despojándose de ella como una serpiente se despoja de su piel, y la había dejado atrás, un montoncito en el suelo. Lily estaba desnuda, y tenía manchas negras en el cuerpo, manchas que parecían de tierra, y llevaba el pelo suelto, largo y oscuro, y no era la mujer a la que Row había conocido, sino otra mucho más joven. Él había visto a aquella Lily en el retrato que estaba colgado en el salón de la casa de los Tear. En más de una ocasión Row se había colado en la casa de los Tear cuando no había nadie dentro, y el retrato de Lily siempre le había llamado la atención, aunque no sabía por qué. Pese al poco caso que le hacía Row a su madre, cuando miraba aquel cuadro siempre sentía la rabia de ella, la rabia que le inspiraba aquella Lily salvaje y feliz que lo había estropeado todo, que se lo había quitado todo a los Finn.

Lily llevaba puesta la corona. Row, horrorizado, vio sus destellos azules y plateados; estaba dispuesto a matar para recuperarla, estaba dispuesto a torturar a Katie si era necesario, pero no podía arrebatarle la corona a un fantasma, del mismo modo que no podía quitarle la joya del cuello a Jonathan Tear. Mientras la llevara en la cabeza, estaba tan fuera de su alcance como si hubiera estado en la luna.

Lily se volvió hacia él, y luego volvió a gritar. La cara era de Lily, pero los ojos eran dos pupilas negras como el azabache. Sus labios dibujaban una sonrisa dura, bordeada el negro, como si se la hubieran manchado con hollín.

—Tenías razón, Row —susurró, y eso fue lo peor, porque aquellas palabras las decía Katie, era la voz de Katie la que salía por la boca de aquella aparición repugnante—. Aquí no hay sitio para gente especial.

Se abalanzó hacia él, y Row retrocedió y se agachó detrás de uno de los diez bancos que había en el lado derecho de la iglesia.

—No hay elegidos —continuó Lily con voz ronca—. No se salva nadie. Se salvan todos, juntos.

Una sombra salió corriendo hacia la luz: era Yusuf, que gruñía, con las manos en alto formando garras. Row sintió un profundo alivio, porque, a pesar de que no lo entendía todo de aquel niño, sabía que era capaz de…

Lily se dio la vuelta, y Yusuf soltó un gruñido que no parecía humano. El niño se encogió, como si le hubieran pegado, y cayó al suelo, retorciéndose. En el rincón, Gavin soltó un débil gemido y se abrazó la cabeza, tapándose los ojos. Lear se había derrumbado en uno de los bancos.

—Éramos buenos amigos —susurró el fantasma con una voz áspera, como el ruido de una carcasa arrastrada por el suelo de piedra—. ¿Por qué quieres huir?

Row dio media vuelta y echó a correr entre los bancos, pero cuando volvió la cabeza la vio, al final del pasillo, más cerca que antes. Lily le sonrió, y Row vio que tenía agujas en lugar de dientes.

—¿Katie? —preguntó, y luego, aterrado—: ¿Lily?

—¿Katie? ¿Lily? Ay, Row.

El fantasma rio, y entonces levantó un brazo, y Row vio que blandía una pala, no una de aquellas herramientas de jardinería que utilizaban en la ciudad para cultivar los campos, sino una pala plana, tan alta como una persona, y que estaba manchada de sangre.

Row echó a correr hacia la puerta, por donde entraba la luz del sol, y pensó: «Dios mío, sácame de aquí, te lo suplico, y seré el hombre que ellos creen que soy, el hermano Row, el padre Row, lo que sea, solo te pido…».

Cuando estaba a dos metros de la puerta, esta se cerró de golpe, y chocó contra ella, rebotó y cayó al suelo; se le metió sangre en el ojo izquierdo, y con el derecho vio un remolino negro.

«¿Como puede ser? —se preguntó, indignado—. ¡Lo planeamos tan bien! ¡Funcionaban tan bien! ¿Cómo es posible?».

Oyó pasos que se arrastraban hacia él, cada vez más cerca. Cerró los ojos y apretó los párpados. Hacía mucho que no lo pensaba, pero por las noches, cuando era niño, tenía miedo de los monstruos que pudiera haber en su habitación, pero, si cerraba los ojos y los mantenía cerrados el tiempo suficiente, desaparecían. ¡Habría dado cualquier cosa por tener cinco años y volver a estar allí, acurrucado en su cama!

Unos dedos lo cogieron por los hombros, le clavaron las uñas y lo levantaron del suelo. Row abrió su ojo bueno y vio aquellas pupilas negras y vacías clavadas en las suyas. Cuando el fantasma habló, su aliento salió entre aquellos dientes como agujas, y olía a las tumbas que Row había abierto cuando tenía trece años, buscando un tesoro, sin saber muy bien qué quería hacer, pero convencido, ya entonces, de que conseguiría hacerlo.

—Yo defiendo esta tierra, Rowland Finn. Nadie quiere saber cómo lo hago, pero lo hago.

Row se puso a gritar.

Katie despertó lentamente, con la sensación de haber salido de un sueño insondable.

Estaba tumbada en el suelo, en medio de la iglesia, justo delante del púlpito desde el que Row había pronunciado tantos sermones a lo largo de los años. Notaba algo frío contra la mejilla, y al cabo de un momento se dio cuenta de que era la cadena de plata, el zafiro de Jonathan que llevaba colgado del cuello.

Levantó la cabeza y vio un cuerpo tirado en el suelo un poco más allá. Parecía Jonathan, pero no podía ser; los dos acaban de subir por la escalera. Se puso de rodillas, se arrastró hasta él y le dio la vuelta.

Los ojos sin vida de Jonathan se clavaron en los suyos. Katie no se sorprendió mucho. En el fondo ella siempre había sabido que aquello terminaría así, claro que lo sabía: se lo había contado William Tear. Sin embargo eso no impedía que sintiera dolor.

Al fondo de la iglesia se oían unos sollozos. Katie miró alrededor, desesperada, y vio a Gavin acurrucado en un rincón, mirándola con los ojos muy abiertos.

—¿Qué has hecho? —preguntó, y sus lágrimas ocultaron el veneno de su voz—. ¿Qué le has hecho?

Gavin negó con la cabeza, presa del pánico, y palideció.

—¡No he sido yo! ¡Lo juro!

Katie se levantó y fue dando grandes zancadas hasta él; Gavin se abrazó el torso y se acurrucó en el rincón con la voz quebrada por el pánico.

—Por favor, Katie, lo siento. ¡Lo siento!

Katie vaciló un momento, pensando en la satisfacción que le produciría matarlo, en lo fácil y agradable y justo que sería, pero entonces se acordó del cadáver de Jonathan, que yacía detrás de ella, y eso la frenó.

Se dio la vuelta y vio que las puertas de la iglesia estaban abiertas de par en par; por el pasillo entraba la luz de un precioso día de verano. Fuera se oía gritar a los niños a lo lejos, en el parque. Nada de todo eso tenía relación con lo que ella estaba viendo: el cadáver de Jonathan, y a Gavin agazapado en el rincón.

«Subíamos juntos por la escalera —se dijo—. ¿Qué ha pasado?». Al final del pasillo, cerca de la puerta, vio un gran charco oscuro que parecía aceite. Pero, al acercarse, el olor la golpeó como una bofetada, y vio revolotear y zumbar a una gran cantidad de insectos alrededor del charco, moscas y mosquitos. Cerca del charco había un objeto reluciente; Katie se acercó más y vio que era una joya azul colgada de una cadena de plata.

Miró a Gavin y le preguntó:

—¿Dónde está Row? —Gavin empezó a sollozar, y eso la enfureció tanto que fue hasta él y le pegó un bofetón.

—Ya puedes llorar, inútil. Y ahora ¿qué vamos a hacer?

—No lo sé.

Asqueada, Katie lo ignoró y recogió el collar de Row. La cadena estaba manchada de sangre, pero la limpió con la manga de su camisa, casi distraída, encerrando el zafiro en la mano. De todas formas, Row no debería haberlo tenido nunca; no era suyo. Lo había conseguido mediante trampas. Miró el cadáver de Jonathan una vez más, y las lágrimas resbalaron por sus mejillas, no solo por Jonathan sino por todo, por el fracaso de la ciudad, por cómo se había corrompido. Se agachó junto a Jonathan y le apartó el pelo de la frente. Tantos años protegiéndolo para que acabara así. Y, sin embargo, en el fondo de su ser estaba confusa, porque, pese la claridad de los hechos (Row había desaparecido y Jonathan yacía muerto en el suelo), tenía la sensación de que nada encajaba. Así no era como había acabado la historia. Debajo de aquel relato, apenas visible, había un final diferente: Jonathan había muerto, sí, pero ella no había llegado a ver su cadáver. Ella había huido, había desaparecido, y había dejado a Row y a Gavin, que recibirían el castigo que esperara a los traidores de la ciudad… Pero mientras intentaba desentrañar aquel otro final, esa segunda visión desapareció, se disipó como el humo. No, ella no había huido; seguía allí, y, al pensarlo, Katie sintió que la responsabilidad descendía sobre ella como un manto.

—Gavin. Levántate.

La miró, atemorizado. Solo tenía veinte años, y Katie pensó que era extraño, porque hubo un tiempo que la gente de esa edad parecía muy mayor, y en cambio, ahora, tener veinte años era ser un crío. Entonces pensó que hasta podría compadecerse de Row, porque, al fin y al cabo, él era casi igual de joven y estúpido que todos ellos.

—Levántate.

Gavin se puso inmediatamente en pie, y Katie se dio cuenta de que le tenía miedo. Mucho mejor.

—Tú has ayudado a destruir esta ciudad, Gavin.

Él tragó saliva y, sin querer, desvió la mirada hacia el cadáver de Jonathan, y Katie asintió con la cabeza mientras le leía el pensamiento.

—No hay sitio para los Tear, dijiste. Pero yo no soy una Tear, ni tú tampoco. Ni Lear, ni Howell, ni Morgan, ni Alain. Tú has ayudado a Row a destruir todo esto. Y ahora me vas a ayudar a arreglarlo. ¿Me has entendido?

Gavin asintió enérgicamente. Se tocó la frente, como si fuera a santiguarse. Pero en el último momento bajó la mano y se quedó embobado.

«Esperando órdenes», pensó Katie con desdén. Bueno, Gavin siempre había necesitado que alguien le dijera lo que tenía que hacer. Acabó de limpiar la sangre del collar de Row echándole saliva en todos los sitios donde había empezado a secarse, y lo limpió hasta que el zafiro quedó como nuevo. Fue a ponerse la cadena por la cabeza, pero en el último momento se detuvo, sin saber por qué; un antiguo temor que aconsejaba prudencia, algo relacionado con los fantasmas…

Tras cavilar un momento, se metió el zafiro en el bolsillo. En años venideros, Caitlyn Tear pensaría a menudo en aquel collar, y a veces lo sacaría y lo contemplaría. En una o dos ocasiones hasta se planteó ponérselo.

Pero nunca lo hizo.

Kelsea despertó en una habitación iluminada por el sol. No era su alcoba de la Ciudadela; era la primera vez que veía aquel sitio: una habitación con las paredes pintadas de blanco, pequeña pero limpia y ordenada, con una mesa y una silla y dos estanterías llenas de libros. La luz entraba por una gran ventana que había encima de la mesa, una ventana de cristal. Kelsea se movió un poco y comprobó que estaba acostada en una cama individual.

«Mi habitación». No sabía de dónde había salido aquel pensamiento: de un rincón recóndito de su cerebro que todavía estaba medio dormido.

Kelsea se incorporó, se destapó y bajó los pies al suelo. Sábanas, almohadas, suelo… En aquella habitación todo estaba increíblemente limpio. Estaba tan acostumbrada a la Ciudadela, donde las botas siempre dejaban barro y donde todos estaban demasiado ocupados para que les importara. Pero era evidente que alguien limpiaba aquella habitación.

«La limpio yo», pensó. Una vez más, fue un pensamiento extraño, ajeno, seguido de un recuerdo fugaz: barría el suelo con una vieja escoba.

«¿Qué ha pasado? —se preguntó—. ¿Cómo terminó?».

—¡Kelsea! ¡A desayunar!

La voz le dio un susto. Era una mujer… «Mamá»;… pero el sonido llegaba muy apagado, como si la llamaran desde el piso de abajo.

Kelsea se levantó de la cama, y, al hacerlo, notó que la familiaridad de aquel espacio se solidificaba en su mente. Aquella era su habitación, lo había sido desde que ella era pequeña. Allí estaba la puerta del armario, donde guardaba su ropa: unos cuantos vestidos para las ocasiones especiales, pero, sobre todo, pantalones cómodos y jerséis. Aquella era su mesa, y aquellos, sus libros. Se quedó un momento junto a la estantería, repasando los títulos. Conocía algunos de aquellos libros; los cogió y los abrió, y se alegró de ver que las páginas estaban escritas (allí estaban Tolkien, Faulkner, Christie, Morrison, Atwood, Wolfe), aunque no reconoció las ediciones. Estaban todos en buen estado; era evidente que los cuidaban. Conocía aquellos libros, incluso los lomos. Algunos los tenía desde que era muy niña.

—¡Kelsea!

La voz había sonado más cerca, y Kelsea, aterrorizada, le echó un vistazo a la puerta. Tenía la mente en blanco.

«Me llamo Kelsea —se dijo—. Al menos ya sé algo. Mi nombre no ha cambiado».

Corrió hasta el armario y sacó unos pantalones y un jersey azul. El suelo del armario estaba lleno de cajas vacías, y Kelsea se quedó mirándolas un momento hasta que lo recordó: ¡claro! Estaba preparándose para mudarse, pero ¿adónde? Su mente parecía llena de pozos y túneles que le ocultaban aquella vida. Se suponía que estaba recogiendo las cosas de su habitación, pero llevaba dos semanas entreteniéndose, porque no quería meter sus cosas en cajas y que se las llevaran.

Cuando se hubo vestido, Kelsea abrió la puerta del dormitorio con cuidado, como si temiera encontrar dragones al otro lado. Vio un pasillo corto con varias puertas cerradas, y, más allá, una escalera que descendía. En la pared, cerca de la escalera, había un espejo de cuerpo entero sencillo, con marco de madera. Olía a huevos fritos.

—Kelsea Raleigh, ¡baja inmediatamente! ¡Vas a llegar tarde al trabajo!

—Raleigh —murmuró—. Sí, claro.

Allí no había ningún Glynn, ni Barty ni Carlin, porque nunca la habían dado en adopción; había vivido siempre allí, en aquella casa, y ya se había cansado de ella, se había cansado de que su madre la despertara todas las mañanas y de que lo supiera todo sobre ella. Quería mucho a su madre, pero su madre la sacaba de quicio. Kelsea quería vivir en su propia casa. Por eso iba a mudarse.

Avanzó hacia la escalera, con la sensación de estar soñando, pero cuando se vio en el espejo volvió a detenerse.

Vio su cara reflejada. Tocó el espejo con una mano y escudriñó la imagen con avidez. Allí había una chica de diecinueve años, con la cara redonda, una cara bondadosa de ojos verdes. Dio un paso atrás y vio que estaba fuerte y bien alimentada. Aquella mujer no era Lily; no era ni muy guapa, ni llamaba la atención por nada especial… y sin embargo Kelsea habría podido quedarse mirándola eternamente.

«Mi cara».

—¡Kelsea!

Se miró por última vez y bajó la escalera.

En el piso de abajo encontró una puerta abierta que daba a un comedor. Había platos en la mesa, pero no eran piezas bastas de cerámica de gres, sino de loza fina, blanca con dibujos azules. Tocó el borde de un plato y comprobó que era muy liso y suave.

—¡Por fin!

Se dio la vuelta y vio a Elyssa Raleigh plantada en la diminuta cocina contigua al comedor. Tenía una espátula en una mano y un plato en la otra. Y parecía rendida.

—¡Venga, a desayunar! —Le puso el plato en las manos a Kelsea—. Hoy no tengo tiempo. Tengo que ir a casa de la señora Clement. Su hija se casa y quiere que le haga un vestido ridículo.

Kelsea cogió el plato mientras aquello encajaba en su mente: otro dato sólido: su madre era modista.

—¡Venga! ¡Tú también vas a llegar tarde!

Su madre la empujó hacia la mesa, y Kelsea se sentó. Sintió que se desconectaba de la realidad. Nadie habría reconocido a la reina Elyssa… porque no existía ninguna reina Elyssa, nunca había existido. Kelsea no tenía ni pizca de apetito; no podía dejar de mirar a su madre, que trasteaba por la cocina, guardando cacharros y saliendo de vez en cuando por una puerta abierta que Kelsea sabía que daba a la despensa.

«Modista», susurró una voz en su cabeza. Eso podía aceptarlo, pero tenía la impresión de que todo lo demás, el mundo que había fuera de aquella casa, se cernía sobre ella como una incógnita inmensa. ¿Quién era su padre?

—Tengo que irme —anunció su madre—. Dame un beso.

Kelsea la miró, sorprendida y enojada. ¿Cómo iba a besar a aquella mujer tan egoísta que había hecho cosas tan feas? ¿O no las había hecho? De pronto se sintió perdida, deambulando por el enorme vacío que había en su interior, el abismo entre el mundo que siempre había conocido y aquella cocina. La reina Elyssa había destruido el Tearling, pero aquella mujer no era la reina Elyssa. Aquella mujer quizá fuera frívola; Kelsea intuía que eso había sido motivo de discusión entre ellas dos durante mucho tiempo. Pero no se dedicaba a destruir reinos.

—¿Kelsea? —dijo su madre arrugando el ceño, y la joven comprendió que sus sensaciones debían de haberse reflejado en su semblante—. Ya sé que estás nerviosa por la mudanza, Kel. Yo también lo estaba a tu edad. Pero te echaré de menos. ¿No me das un beso?

Kelsea se quedó mirándola, tratando de dejar a un lado el pasado, o, al menos, de hacer las paces con él. Nunca había sido una persona indulgente; era más fácil pasar del enfado al resentimiento. Pero su mente exigía una mínima justicia, y esa justicia decía que su madre no entrañaba ningún peligro para nadie. ¿De verdad quería responsabilizarla de aquella otra vida, cuando esa madre no tomaba decisiones, y lo único que hacía era confeccionar ropa?

La joven se levantó con rigidez, como si manejara las extremidades de otra persona, y abrazó a su madre, aquella mujer a la que conocía tan bien… y a la que sin embargo no conocía en absoluto. Se abrazaron, y a Kelsea la invadió un intenso aroma con notas cítricas.

—Que tengas un buen día, tesoro —le dijo su madre.

Salió presurosa de la cocina, y Kelsea se quedó contemplando su plato lleno de comida. El reloj de pared que estaba colgado encima del fregadero dio las nueve en punto. Kelsea tenía que estar en el trabajo a las nueve y media.

—Pero ¿dónde trabajo? —se preguntó en voz alta. No se acordaba, pero sabía el camino.

Al salir a la calle, Kelsea tuvo que pararse. Las casas, para empezar. Eran tan… impecables. Casas de madera limpias, recién pintadas, unas junto a otras, un bosque no de árboles sino de cúpulas y tejados a dos aguas que se extendía por una ladera. No había vallas que las separaran; en muchos jardines había robles, y en algunos habían plantado arriates de flores, pero por lo demás compartían el espacio. Y había una cosa que Kelsea solo había visto con los ojos de Lily, en los barrios aparentemente alegres de la Nueva Canaán pre-Travesía: buzones, uno delante de cada casa.

Atónita, casi aturdida, Kelsea recorrió el sendero de la casa hasta la calle. Se fijó en el buzón, amarillo intenso, con el número 413 pintado en rojo. La calle estaba concurrida; unos carros tirados por caballos pasaban cada pocos segundos, y había gente que iba a pie, presurosa; era evidente que también iban al trabajo. Todo parecía ordenado y próspero, pero eso hizo pensar a Kelsea, una vez más, en Nueva Canaán. Veía muchas cosas buenas, pero ¿eran reales?

Sin pensar, torció a la derecha y enfiló la calle mezclándose con el resto de transeúntes. Tomó el mismo camino que tomaba todas las mañanas, pero no paraba de mirar a un lado y a otro, buscando respuestas. Tenía la sensación de que algo se le escapaba, algo tan elemental que su mente se negaba a reconocerlo…

Había recorrido cerca de un kilómetro cuando lo entendió. Se había cruzado con mucha gente por la calle: obreros con la ropa manchada que cargaban con sus herramientas, hombres y mujeres bien vestidos que parecían dirigirse a algún tipo de oficina; transportistas que transportaban todo tipo de mercancías tapadas con lonas en sus carros… Pero no vio por ninguna parte ninguna armadura, ni siquiera un bulto bajo una capa que revelara que debajo se escondía algún tipo de armadura. Y después de esa certeza llegó otra: no había visto ninguna espada ni ningún puñal. Kelsea observó atentamente a las personas que pasaban a su lado, buscando una empuñadura, una vaina… Pero no vio ninguna.

«¿Qué hacíamos?».

Kelsea obedeció a sus piernas y recorrió la calle hasta el final, y luego torció a la izquierda y llegó a una calle que reconoció: era el Gran Bulevar. Allí estaban las tiendas con sus alegres toldos: la sombrerería, la botica, la zapatería, la tienda de alimentación… Pero había algo diferente, y de nuevo la diferencia era tan fundamental que al principio Kelsea no supo identificarla, y siguió caminando pese a que tenía la cabeza en otro sitio. Miró hacia la derecha y se paró en seco.

Estaba delante de una ventana llena de libros. Alguien tropezó con ella, y Kelsea perdió el equilibrio un momento; un hombre la cogió por el brazo.

—Lo siento —se disculpó sin detenerse—. ¡Llego tarde al trabajo! Kelsea le hizo una señal con la cabeza, atontada, y se volvió de nuevo hacia la ventana.

Los libros estaban colocados con ingenio, distribuidos en pisos ascendentes que formaban una pirámide. Kelsea reconoció algunos (Escoria, El gran Gatsby, Siempre hemos vivido en el castillo), pero había muchos más de los que nunca había oído hablar: En este mundo en llamas, de Matthew Lynne; Prestidigitación, de Marina Ellis; un montón de libros que nunca había visto en las estanterías de Carlin. Encima de los libros, un letrero escrito a mano rezaba sencillamente: CLÁSICOS. Kelsea se apartó un poco, esta vez más atenta, procurando no tropezar con los peatones que se dirigían al trabajo, y vio otro letrero escrito a mano, colgado debajo del toldo de la tienda. «Librería Copperfield». La tienda estaba cerrada; en la habitación que había detrás del montaje expuesto en la ventana todavía no había luz. Kelsea fue hasta la puerta e intentó asomarse, pero no vio nada: la puerta era de una especie de cristal templado, diseñado para evitar el paso de la luz. Había visto ese cristal en Mortmesne, en los aposentos de la Reina Roja, pero en al Tearling jamás había llegado nada parecido. Kelsea retrocedió y volvió a examinar el montaje de libros. Era una librería. Su librería favorita. La mayoría de los libros de los estantes de su casa los había comprado en aquella tienda. Era su sitio preferido para ir una tarde de sábado.

Un reloj dio la hora cerca de allí, unas calles más allá, y la joven se sobresaltó. Eran casi las nueve y media. Iba a llegar tarde al trabajo, y, pese a su perplejidad, su instinto tomó las riendas de la situación y la obligó a ponerse en marcha; ella nunca llegaba tarde al trabajo. Recorrió a buen paso el bulevar, sujetando su bolso para que no rebotara en su cadera, como había hecho todos los días desde que había terminado los estudios, a los diecisiete años… y sin embargo había algo diferente, algo tan diferente que…

—Santo cielo —susurró.

Estaba en medio del Gran Bulevar, contemplando casi dos kilómetros de calzada. Había estado allí antes, justo en aquel sitio, el día que había llegado con Maza a la ciudad, y se acordaba de que la Ciudadela se erguía ante ellos a medida que se acercaban, titánica, proyectando su alargada sombra por el bulevar.

Pero ahora no había ninguna Ciudadela. Kelsea siguió contemplando la calzada hasta confirmar definitivamente ese hecho. Donde debería haber estado la sombra de la Ciudadela no había nada, solo la lejana silueta de otros edificios donde el bulevar ascendía hacia la cima de la colina. Tras confirmarlo, Kelsea se volvió hacia la derecha, y automáticamente buscó el otro baluarte del horizonte de Nueva Londres… y no encontró el Arvath.

Kelsea se quedó contemplando el horizonte completamente vacío. —Carlin, ¿tú ves esto?— dijo en voz baja. Y, de alguna manera, creyó que Carlin sí lo veía.

Se puso otra vez en marcha y trató de entender qué significaba aquello. Ni Ciudadela, ni Arvath… ¿qué tenía aquella gente? ¿Quién gobernaba aquella ciudad? Rebuscó en su mente con la esperanza de encontrar también esa respuesta, pero no encontró nada. Tendría que resolver ella misma el enigma.

—De acuerdo —musitó—. Lo resolveré.

Ahora sus pasos la llevaron hacia la derecha; salió del bulevar y entró en una calle estrecha que debería haber conducido hasta las afueras de las Tripas. Sin embargo, a Kelsea le bastó una ojeada para comprobar que las Tripas también habían cambiado. La madriguera de casas destartaladas e inclinadas y chimeneas humeantes se había convertido en un bullicioso barrio comercial. Junto a cada puerta había una placa de cobre bien limpia donde se anunciaban diversos servicios profesionales: un contable, un dentista, un médico, un abogado.

«¿Qué hicimos?», volvió a preguntarse, y ahora era la voz de Katie la que exigía respuestas, la que exigía una valoración. Pero Kelsea intuía que tenía que ser muy prudente con eso. Al fin y al cabo, Demesne también parecía una ciudad próspera y bonita.

Había llegado al trabajo. Contempló la estructura que tenía delante, un edificio de ladrillo de varias plantas. En todas las ventanas había muchas ventanas (Kelsea no se acostumbraba a ver tanto cristal), y a la puerta principal se accedía por una amplia escalinata, pensada para que pudiera subir por ella mucha gente a la vez. Kelsea miró hacia abajo y vio otro letrero, atornillado al suelo: BIBLIOTECA PÚBLICA DE NUEVA LONDRES. Se quedó largo rato mirando el letrero, hasta que el reloj volvió a dar otro cuarto. Comprendió que tenía que darse prisa porque llegaba muy tarde al trabajo. Subió los escalones de piedra, abrió la puerta de vidrio y entró en una sala fresca y espaciosa. Dedujo que aquellas ventanas también debían de tener los cristales templados para aislar del calor. Allá donde mirara veía altas estanterías llenas de libros; ni siquiera se atrevía a calcular cuántos podía haber. Se dio cuenta de que aquello era lo más extraordinario que vería aquel día, pero no le impresionó. Era como si su capacidad de sorpresa se hubiera agotado. Le encantaba aquella biblioteca, pero era su lugar de trabajo.

Pasó por detrás del mostrador, que todavía no estaba atendido (la biblioteca no abría hasta las diez) y bajó al laberinto de despachos del sótano. Sus compañeros de trabajo la saludaron, y Kelsea les devolvió el saludo; sabía sus nombres, pero no quería pararse a hablar con ellos. Lo único que quería era sentarse a su mesa. Entonces recordó que estaba trabajando en un proyecto enorme: había fallecido un hombre muy rico, que había dejado todos sus libros a la biblioteca, y había que limpiarlos y catalogarlos. Era un trabajo tranquilizador.

—¡Kelsea!

Se dio la vuelta y vio a Carlin detrás de ella. Al principio Kelsea creyó que aquello solo era otra fase de un sueño (se fijó en que Carlin llevaba las mismas gafas de leer que siempre había llevado en la casita, y lo encontró divertido), pero la mirada de desaprobación de Carlin le resultó demasiado familiar y demasiado seria.

—Llegas tarde —dijo Carlin con un tono que parecía insinuar que habría sido preferible que Kelsea hubiera estado muerta.

—Lo siento.

—Bueno, es la primera vez. Pero mejor será que no haya una segunda. ¿Entendido?

—Sí.

Carlin se metió en el despacho más cercano y cerró la puerta, y a Kelsea no le sorprendió ver la placa en la que se leía: CARLIN GLYNN, DIRECTORA. Al cabo de un momento, siguió por el pasillo con paso vacilante. Se preguntó si se habría vuelto loca. Tal vez aquello solo fuera otra fuga, otra realidad que se desarrollaba en los límites más lejanos del Tearling que ella conocía.

«¿Y si no lo es?». Se paró en medio del pasillo, conmocionada por ese pensamiento. ¿Podía ser? ¿Y si las tres mujeres —Kelsea, Lily y Katie— lo habían conseguido, habían recogido el pasado, el presente y el futuro y los habían convertido en ese lugar?

«El sueño más antiguo de la humanidad», se dijo, y en el fondo de su cabeza creyó oír la voz de Tear, de William Tear, quien había visto aquel lugar en sus visiones, mucho antes de que nadie más supiera que el Tearling podía ser real.

«No hay armas, ni vigilancia, ni drogas, ni deudas, y no domina la codicia». Pero ¿era eso aquel lugar? A Kelsea se le antojaba imposible; a ella, hasta las victorias más insignificantes siempre le habían costado un precio. Aunque el mundo que tenía ante sus ojos no fuera onírico, sino sólido, tenía que haber algún inconveniente, algo que debilitara todo lo que había visto. Seguro que aquello tenía un coste.

Llegó a su despacho (KELSEA RALEIGH, AUXILIAR), y cuando abrió la puerta vio que en la pared del fondo había libros apilados hasta el techo. Viejos, nuevos… libros de todo tipo; y, al verlos, algo se liberó dentro de Kelsea por primera vez. Ese día ya había visto más libros de los que había visto en toda su vida en el Tearling, y parecía evidente que un mundo donde el acceso a la lectura fuera tan fácil no podía ser tan terrible. Sin embargo, con prudencia y recelo, cogió un volumen de uno de los montones y lo abrió. Vio que las páginas estaban impresas y dio un gran suspiro de alivio. Todo lo que había visto a su alrededor hasta ese momento parecía indicar que lo había conseguido, que había logrado mucho más de lo que había soñado para su reino. Hasta Carlin habría estado orgullosa si lo hubiera sabido, pero Kelsea ya no necesitaba los elogios de Carlin. El Tearling estaba a salvo, y Kelsea podía contentarse con eso.

Y se contentó, al menos por un tiempo.

Cuanto mejor conocía Kelsea el nuevo Tearling, más le gustaba. Quizá no fuera el sueño inalcanzable de William Tear hecho realidad (todavía se apreciaban sutiles diferencias en el poder adquisitivo de los ciudadanos, y la naturaleza humana hacía que fueran inevitables los conflictos personales), pero la comunidad era extraordinariamente abierta, y por lo visto no existía la corrupción que había imperado en el Tearling y en los países vecinos. No había tráfico ni de drogas, ni de personas ni de armas. Si alguien quería ir armado, no había ninguna ley que lo impidiera, pero Kelsea no vio ni un solo cuchillo, salvo en las carnicerías, y la violencia parecía limitada a alguna pelea ocasional provocada por el exceso de cerveza.

Había libros por todas partes, y en la ciudad se editaban seis periódicos diferentes. No había personas sin hogar; aunque algunos eran más ricos que otros (los médicos se ganaban la vida mejor que nadie), y en la ciudad todos tenían casa, comida, ropa y atención médica. Kelsea no había oído las quejas que, en los últimos años, se habían generalizado en la ciudad. Aquel mínimo de bienestar había sido el verdadero objetivo del sueño de William Tear, el motor que los había impulsado a todos a embarcarse en aquellas naves, y allí funcionaba a la perfección, consagrado y atesorado por la comunidad.

Además, Nueva Londres no era la única ciudad así; ahora había réplicas del prototipo de William Tear por todo el nuevo mundo, gobernadas sin mucho rigor por un parlamento que se reunía muy pocas veces. No existían ni Mortmesne ni el Cadare. Aunque alguna vez hubiera existido Evelyn Raleigh, nunca habría podido convertirse en la Reina Roja.

En los días posteriores Kelsea visitó el edificio del parlamento, que se erigía cerca de la antigua ubicación del Arvath; la Universidad de Nueva Londres, en la que ella misma se había graduado no hacía mucho; y, por último, y lo más extraño, el museo del Tear, una exposición de dos salas, abierta al público, ubicada cerca del viejo polígono industrial. Allí, un guía turístico de entusiasmo desbordante contaba la historia de la Travesía; de William Tear, que los había guiado a través del océano; de Jonathan Tear, que había muerto a manos de su traidor consejero, Row Finn. Al consejero lo habían asesinado después los guardias de Jonathan Tear, poniendo rápidamente fin a su rebelión.

Kelsea solo escuchaba a medias. En la pared de la primera sala había una serie de retratos, y reconoció muchos: William Tear, con cara de haber preferido estar en algún otro sitio; Lily en el campo con su arco, mirando hacia atrás a pesar de que todavía tenía todo el futuro por delante; y Jonathan Tear, con gesto impasible, con una nota de preocupación en la mirada. El único nuevo para Kelsea era el último retrato, y se separó del grupo y se quedó mirándolo largo rato, mientras oía la alegre cantinela del guía.

—¡Caitlyn Tear, la primera y única reina del Tearling! Disfrutó de un largo reinado: gobernó hasta los setenta y siete años.

No era el mismo retrato que Kelsea había visto en la Ciudadela, ni se le parecía. Allí, Caitlyn Tear era mayor, y tenía arrugas prematuras en la cara, y la boca tensa. Todavía tenía el pelo largo y brillante, y lo llevaba suelto, pero no portaba corona. Era una mujer intimidante, pensó Kelsea, una mujer que se reía muy poco, o nunca.

—La reina Caitlyn ayudó a redactar la constitución tear, y muchas de nuestras leyes actuales provienen de la época de su reinado. Tardó más de cincuenta años en diseñar y construir el parlamento tear, pero a los setenta y siete años le entregó el gobierno al parlamento y renunció al trono. El Tearling no ha vuelto a tener ningún monarca desde entonces.

Kelsea asimiló en silencio esa información; no era el desenlace que ella habría podido prever, pero en retrospectiva parecía perfectamente lógico. Una constitución y un parlamento: parecía un matrimonio de lo mejor de la Inglaterra y de Estados Unidos del período pre-Travesía. Katie quizá no lo supiera, pero Lear sí, porque él estudiaba historia. Katie debía de haberlos necesitado a los cinco: a Gavin, Howell, Lear, Alain, y Morgan, cada uno con su talento particular. A Kelsea le gustaba pensar que los cinco se habían pasado sesenta años pagando por sus crímenes. No una eternidad, pero sí toda una vida. Un castigo justo…

—También tenemos aquí sus joyas —anunció el guía con entusiasmo, y señaló un expositor que iba de un extremo a otro de la sala.

Kelsea se acercó y vio los dos collares de zafiro sobre un campo de terciopelo azul. La sensación de irrealidad se apoderó de ella, y se sujetó al borde de la vitrina para no caerse.

Concluida la visita, Kelsea salió de la sala detrás del guía y, nerviosa, echó un último vistazo a los destellos del zafiro bajo la luz del sol, pero ya era demasiado tarde. Dentro de ella se había disparado una alarma, la misma alarma que había oído aquella primera mañana en la biblioteca. A lo largo de su larga historia con aquellas dos joyas, siempre habían sido un arma de doble filo, y aunque ya no le pertenecían (y quizá no le hubieran pertenecido nunca), seguían siendo un incómodo recordatorio de que nada era fácil. Siempre había un coste, y por primera vez desde hacía muchos días Kelsea pensó en Maza y en el resto de su Guardia Real. ¿Estarían también ellos allí, en algún sitio? Algunos quizá no hubieran nacido; recordaba la charla de Simon sobre el efecto mariposa, y lo entendía. Pero si Carlin estaba viva, quizá también estuvieran vivos algunos de sus guardias. Maza, Pen, Elston, Coryn y Kibb… Habría dado cualquier cosa por volver a verlos.

Pero ¿podría encontrarlos? Salió a la calle, soleada, y al otear el extenso horizonte de la ciudad se amilanó. Aquella Nueva Londres era mucho más grande, y allí no había nada parecido a una Guardia Real. El dominio de la espada no se valoraba. Allí sus guardias quizá no destacaran en absoluto.

Pero ¿cómo no iba a intentarlo? Había sucedido algo extraordinario, se había producido un cisma en la cronología del mundo, y de pronto Kelsea se dio cuenta de que lo que más anhelaba era tener a alguien con quien hablar, alguien que hubiera estado allí con ella. Todavía se acordaba del pasado, y, si ella se acordaba, seguro que había otros que también se acordaban. Aunque no se creyeran su historia sobre Katie y Row, al menos podrían hablar de la Ciudadela, de los viejos tiempos, del mundo que ellos conocían.

Dos días más tarde vio a Pen. Había ido a la tienda de alimentación a comprar uvas (aunque todavía no era tiempo de uvas), y de pronto lo vio pasar por detrás de la ventana. Le dio un vuelco el corazón, y salió corriendo de la tienda, gritando su nombre.

Él no se dio la vuelta. Llevaba una mochila de piel colgada del hombro, y Kelsea la fue siguiendo entre el gentío, y llamándolo. Él no la oía, por lo visto, y eso hizo que Kelsea se preguntara otra vez si estaría loca, y si aquel sería, sencillamente, el sueño más extenso e irreal que nadie hubiera tenido jamás. Al final lo alcanzó y lo agarró por el hombro.

—¡Pen! —Él se dio la vuelta y la miró, pero no la reconoció.

—¿Perdón?

—¿Pen? —preguntó ella, dudosa—. ¿Eres tú?

—Lo siento, pero me parece que te confundes. Me llamo Andrew. —Kelsea se quedó mirándolo. Era Pen, no había ninguna duda. Pero no se llamaba Pen.

—Que pases buen día —le dijo él, y le dio una palmada en el hombro; se dio la vuelta y se marchó.

Kelsea lo siguió. No era tan necia como para volver a abordarlo (la cara de perplejidad del joven la había dejado helada), pero tampoco podía dejar que se marchara sin más, ahora que lo había encontrado. Manteniendo la distancia, lo siguió por varias calles hasta que el joven llegó ante una casita de piedra bastante apartada de la calzada. Se dirigió hacia los escalones de la entrada, y se abrió una puerta, y Kelsea vio a una mujer en el umbral, una chica rubia con un bebé en brazos. Pen le dio un beso, y entonces entraron y cerraron la puerta.

Kelsea se quedó largo rato allí plantada, contemplando la casa de Pen. No se había sentido tan sola en la vida, ni siquiera en la casita de Barty y Carlin. Al menos Barty la quería. Quizá Carlin también la quisiera, a su manera, pero en realidad Kelsea no la conocía. Nunca la había conocido. Y de pronto la asaltó un pensamiento espeluznante: ¿y si pasaba lo mismo con todos los miembros de su guardia? ¿Y si todas las personas que la habían querido, que habían luchado a su lado y la habían cuidado la veían como una extraña? Ella siempre le había dicho a Maza que estaba dispuesta a sacrificar cualquier cosa por su reino, pero había un precio que nunca se había planteado: estar sola.

Al final se dio media vuelta y, a regañadientes, se alejó de la casa de Pen y volvió a su casa. Últimamente había estado ocupada preparándose para irse de la casa de su madre y mudarse a un piso pequeño más cerca de la biblioteca. Sería la primera vez que viviría sola, y le gustaba la idea; pero de pronto la emoción de tener su propia casa parecía falsa e inconsistente, como un arco iris. Durante un momento deseó haber muerto en la Ciudadela; al menos así los habría tenido a todos a su alrededor. Habrían estado juntos.

Fue dos veces más al museo del Tear, y contempló los relucientes zafiros en su vitrina. Incluso a través del cristal, Kelsea ansiaba tocarlos, coger aquellas joyas y volver atrás, destruir su reino si fuera necesario, con tal de recuperar su vida, de volver a tener a una familia alrededor.

No llegó a ir al museo una cuarta vez, pero no importaba. El daño ya estaba hecho.

En las semanas siguientes, sin proponérselo, Kelsea empezó a preguntar a sus compañeros de trabajo si conocían a alguien que se llamara Christian. Creyó que sería un nombre bastante común, pero resultó que no; en nueva Londres había muy pocas iglesias, y aquel nombre ya no estaba de moda, ni siquiera entre los creyentes. Kelsea no sabía por qué buscaba a Maza; aunque lo encontrara, seguro que se repetiría la terrible escena que había vivido con Pen. Pero necesitaba saberlo. Tal vez algunos miembros de su guardia no hubieran nacido, pero quizá algunos estuvieran todavía allí, y Kelsea no podía hacer como si no lo supiera.

Resultó que en aquella Nueva Londres Maza también era todo un personaje. Kelsea solo tuvo que indagar un poco para descubrir que un tal Christian McAvoy era el jefe de la policía de la ciudad. Christian McAvoy era un hombre corpulento, de más de un metro ochenta de estatura, y todos lo consideraban un excelente policía, severo pero razonable. No podías mentirle, porque siempre te descubría.

Kelsea vaciló durante dos semanas. Quería verlo, y al mismo tiempo no quería. La idea la atraía, pero por otra parte la aterrorizaba. Al final se decidió.

Fue aprovechando el descanso para comer; cogió un carro taxi y atravesó la ciudad. Se propuso no molestar a Maza; solo quería verlo. Sería bueno para ella verlo. Saber que era cierto que existía, que él, igual que Pen, era feliz en aquel sitio nuevo. Que Kelsea le había hecho bien. No quería alterar su vida. Solo quería verlo.

Pero, cuando llegó el momento, cuando aquel hombre alto con la cara de Maza salió de la comisaría de policía y miró más allá de Kelsea como si ella no existiera, comprendió que había cometido un terrible error. De pronto se quedó sin fuerza en las piernas. Estaba de pie en la escalera del edificio que había enfrente de la comisaría, y, cuando Maza echó a andar por la calle, Kelsea se sentó en un escalón y se tapó la cara con las manos.

«Me acuerdo de todos. Yo me acuerdo de todos, pero ellos no se acuerdan de mí. Nunca se acordarán de mí».

Esa idea era tan tremenda que Kelsea rompió a llorar. Ella había negociado por aquello, había luchado, habían hecho algo importante, lo más importante que habría podido hacer. Ahora su reino era una economía próspera, con comercio libre y libre circulación de información. El Tearling tenía leyes, leyes codificadas, y un sistema judicial para hacerlas cumplir. La iglesia estaba separada del Estado. En el reino había numerosas librerías, pero también escuelas y universidades. Todos los trabajadores cobraban un sueldo. La gente criaba a sus hijos sin temor a la violencia. Era un buen país, por el que Kelsea lo había dado todo. De pronto se vio gritándole al Traedor, diciéndole que merecía su destino: ver morir uno detrás de otro a todos sus conocidos y sus seres queridos. Entonces ella no lo sabía, no lo entendía. Siguió sollozando, tan absorta que al principio no notó la mano en su espalda.

—¿Estás bien, niña? —Kelsea se enjugó las lágrimas, levantó la cabeza y vio al padre Tyler—. No me importa que estés aquí —la tranquilizó, interpretando mal su expresión de alarma—. La casa de Dios está abierta a todos, y especialmente a los que sufren.

—La casa de Dios —murmuró Kelsea. No había visto la diminuta cruz del tejado del edificio que tenía detrás. El padre Tyler tenía la tez pálida, pero no era la palidez enfermiza que ella recordaba; tenía la impresión de que aquel padre Tyler ya no era un asceta. No se parecía mucho al sacerdote tímido y cohibido del Arvath.

—¿Quieres entrar? —preguntó el sacerdote—. ¿Aunque solo sea unos minutos, para no estar al sol?

Kelsea quería entrar, pero sabía que no podía. El padre Tyler también la trataba como si no la conociera de nada; eso ya era demasiado, no podría soportarlo.

—La casa de Dios no es para mí, Padre —dijo Kelsea, compungida—. No soy creyente.

—Y yo no soy padre —replicó él con una sonrisa en los labios—. Solo soy hermano. El hermano Tyler. Y esta es mi iglesia.

—¿Cómo se llama su iglesia?

—No tiene nombre —contestó el padre Tyler (ella no podía pensar en él como el «hermano» Tyler)—. Los fieles vienen cuando quieren. Los domingos doy un sermón. A veces salimos a hacer buenas obras.

—Ya, seguro —masculló Kelsea, poco caritativa. Habría dado cualquier cosa por ver al padre Tyler, pero tenía que conformarse con el hermano Tyler, un religioso sonriente que no la conocía de nada.

—¿Por quién lloras? —preguntó el sacerdote.

—No importa.

—Claro que importa. —Se sentó a su lado y se abrazó las rodillas. Kelsea habría apostado cualquier cosa a que ya no sufría aquella terrible artritis, y se preguntó cómo habría logrado aquel milagro. Claro, ahora el Tearling estaba lleno de médicos. En el centro de Nueva Londres había incluso un hospital—. ¿Has perdido a algún ser querido? —Kelsea rio un poco, entre sollozos, porque lo suyo era peor que una pérdida. A su alrededor, la gente vivía tan tranquila, ajena a todo, feliz en aquel nuevo mundo. Más que quedarse sola, se había quedado atrás, y no podía imaginar una soledad más inmensa.

—Dígame, padre. ¿Alguna vez ha conocido a alguien que hubiera perdido toda su vida?

—Sí, pero nunca a alguien tan joven como tú. Por eso tu caso es una tragedia.

—¿Qué quiere decir?

—¿Cuántos años tienes, niña? ¿Dieciocho, diecinueve?

—Diecinueve.

—Ahí está. Eres joven, tienes buena salud… Porque tienes buena salud, ¿verdad?

Kelsea asintió.

—Eres una joven que goza de buena salud, con toda la vida por delante, y te sientas aquí a llorar por el pasado.

«Yo ya he vivido mi vida», pensó Kelsea, pero no lo dijo. No había cargado a Pen ni a Maza con el pasado que ellos no podían conocer; tampoco iba a cargar al padre Tyler con él.

—El pasado influye en todo —dijo—. Un hombre de Dios aficionado a la historia debería saberlo.

—¿Cómo sabes que soy aficionado a la historia?

—Me lo imagino —contestó Kelsea con hastío. No estaba de humor para aquello, para andarse con finezas con un hombre a quien había conocido tan bien y fingir que no lo conocía de nada. Se colgó el bolso del hombro.

—Tengo que irme, padre.

—Espera un momento, niña. —El sacerdote escudriñó brevemente su cara—. Dices que has perdido algo.

—Sí.

—Pues mira a tu alrededor. —Abrió un brazo—. Mira a toda esta gente. Seguro que encuentras algo nuevo por lo que interesarte.

Kelsea parpadeó, alarmada por el optimismo del sacerdote. ¿Cómo podía haber alguien tan resistente?

—Da usted buenos consejos, padre —dijo por fin—. Pero no son para mí.

Gracias por ofrecerme un sitio donde descansar.

—Claro, niña. —Señaló el edificio que tenían detrás—. Puedes venir cuando quieras, si te apetece hablar.

—Gracias.

Pero sabía que no volvería, y no miró atrás al bajar los escalones de la entrada. Todavía estaba un poco aturdida, como si no encontrara suelo donde pisar.

«Todas estas cosas que ya no están… ¿adónde han ido a parar? ¿Todavía están en algún sitio?».

Lamentó haber ido a la comisaría de policía. Allí solo podía encontrar dolor, y debería haberlo sabido. Había perdido incluso a Maza.

«Seguro que encuentras algo nuevo por lo que interesarte». Pero ¿qué? Ella ya había logrado la gran obra de su vida. Había salvado el Tearling, y ya no era reina, sino solo una joven normal y corriente. Ya no tenía que conseguir ninguna hazaña. ¿Qué iba a hacer como Kelsea Raleigh? Le gustaba su trabajo de bibliotecaria; le encantaba su pisito. ¿Y nada más? ¿Cómo no iba a ser aquella una vida vacía, después de ver cómo triunfaban y se derrumbaban reinos?

«También tiene un lado positivo —observó una voz inexpresiva y seca que Kelsea reconoció: era la voz de Andalie—. Nadie quiere asesinarte, ¿no? No has matado a nadie. No has sido cruel con nadie».

Cierto. La Reina de Picas, la sombra de venganza que había caído sobre Kelsea nada más ocupar el trono… había desaparecido, había quedado enterrada en un pasado lejano. Kelsea sentía su ausencia, como si le hubieran quitado una astilla que tuviera clavada, y estaba convencida (todo lo convencida que podía estar de algo en aquel nuevo mundo) de que la Reina de Picas jamás volvería a molestarla.

Eso era una ventaja, quizá una gran ventaja… pero Kelsea no acababa de verlo con claridad. El pasado se lo impedía.

En el cruce del Gran Bulevar, que ahora se llamaba Paseo de la Reina Caitlyn, Kelsea se apeó del carro e hizo el resto del camino hasta el trabajo a pie. Miró la hora y se tranquilizó al ver que tenía tiempo de sobra. No había vuelto a llegar tarde después de aquella primera mañana, y Carlin ya no miraba el reloj cada vez que Kelsea entraba por la puerta, lo cual era un alivio. Carlin no había cambiado ni un ápice; Kelsea buscaba continuamente su aprobación, pero Carlin parecía dispuesta a que se la ganara a pulso. Igual que en los viejos tiempos. Le dieron ganas de llorar otra vez, y apretó el paso. Sin embargo, las palabras del padre Tyler permanecían en su memoria.

«Toda la vida por delante». Habría preferido que esa idea se borrara de su mente. Soltar un pasado irrecuperable e intentar alcanzar un futuro… haría falta valor para eso, mucho más del que ella tenía. El pasado estaba incrustado en su ser.

«Tú tienes valor, reina mía», le susurró la voz de Arliss. Eso era verdad: siempre había sido valiente. Pero lo que necesitaba ahora era una sacudida. ¿Cómo iba a olvidarlo todo y volver a empezar allí, en aquella vida normal?

Llegó a la biblioteca y comprobó, compungida, que estaba llorando otra vez. Introdujo una mano en el bolso, pero no se le había ocurrido meter un pañuelo.

Sin embargo, lo peor estaba por llegar: Carlin se hallaba en el porche de la entrada, sentada en una silla. Le gustaba comer fuera cuando no hacía mucho frío, de modo que el resto del personal evitaba salir al porche. Kelsea intentó pasar a su lado lo más deprisa posible.

—¿Kelsea? —La joven maldijo en silencio y se dio la vuelta.

—¿Qué te ha pasado? —le preguntó Carlin.

—Nada —respondió Kelsea, cabizbaja, y en ese momento comprendió que quizá fuera cierto.

No había pasado nada, fuera de su cabeza no había pasado nada… pero ¿llegaría a aceptarlo algún día? Se enjugó las lágrimas que resbalaban por sus mejillas, y dio un respingo cuando Carlin le puso una mano en el hombro.

De todas las situaciones extrañas que Kelsea había vivido aquellas semanas, aquella fue, quizá, la más inquietante. Carlin no era nada cariñosa, nunca lo había sido; nunca tocaba a nadie, salvo para castigar. Pero, ahora, la mano que Kelsea tenía en el hombro no la estaba pellizcando, y cuando levantó la vista vio que el rostro adusto y arrugado de Carlin destilaba bondad. Sorprendida, Kelsea comprendió de pronto que en aquel nuevo Tearling todo podía ser diferente. Hasta Carlin Glynn podía cambiar, ser otra persona.

—¿Kelsea?

Kelsea contuvo las lágrimas, inspiró hondo y cuadró los hombros. No era una reina, sino una chica normal, una buena ciudadana del Tearling, su reino, que ya no necesitaba que lo salvaran, porque ya estaba completo.

—Kelsea, ¿de dónde vienes?