11

La tierra del Tear

El resurgimiento del cristianismo fundamentalista en la ciudad de William Tear supuso un fuerte golpe, un golpe que Jonathan Tear reconoció con claridad pero no pudo evitar. Hay pocas cosas más peligrosas para un ideal igualitario que el concepto del pueblo elegido, y la división trazada por la versión temprana de la Iglesia de Dios ayudó a exacerbar los numerosos fallos ideológicos que ya subyacían en el panorama. Cuando llegó el momento crítico, el pueblo de Tear estaba a punto para la lucha fratricida, y la caída de la ciudad fue muy rápida, tan rápida que nos obliga a preguntarnos si no estarán destinadas al fracaso todas las comunidades como ella. Nuestra especie es capaz de practicar el altruismo, sin ninguna duda, pero ese no es un juego al que juguemos voluntariamente, ni al que juguemos bien.

La Travesía juzgada con perspectiva, ELLEN ALCOTT.

En los dos años posteriores al fallecimiento de William Tear, Katie Rice había aprendido muchas cosas. No se separaba de Jonathan, y a veces el joven sabía cosas. Pero había algo más. En ocasiones, Katie tenía la sensación de existir en el corazón oculto de la ciudad, un centro donde estaban enterrados todos los secretos de la comunidad, y a esas alturas ya sabía muchas cosas, incluidas algunas que ella habría preferido ignorar.

Sabía, por ejemplo, que cuando Lily Tear estaba en la última fase del parto, Jonathan y la señora Johnson, la comadrona, habían intentado practicarle una cesárea. El resultado fue espantoso, y Lily había muerto gritando de dolor. Katie oiría aquellos gritos hasta el final de sus días, pero eso no era lo peor. En el último momento, un pensamiento había salido de Jonathan como una flecha, un pensamiento cargado de pesimismo, y sin embargo tan claro y preciso que Katie casi pudo leerlo, como si Jonathan lo hubiera escrito:

«Estamos fallando». Katie no lo entendía. La muerte de Lily no había sido culpa de Jonathan; como mucho, podía considerarse culpa de su padre, por no haber regresado con los médicos, o incluso por no haber logrado que la Nave Blanca llegara a su destino en la Travesía original; aunque Katie no podía pensar eso, sobre todo porque recordaba la expresión de angustia de Tear. Él ya se había castigado. No se le podían exigir responsabilidades a Jonathan, pero Katie sabía que se culpaba de la muerte de su madre. Quizá ningún hombre fuera una isla, pero Jonathan era, como mínimo, un istmo, y ella no intentó convencerlo de su inocencia. Era imposible consolarlo; solo lo superaría con el tiempo. Katie lo conocía lo suficiente para saberlo.

Sabía que habían desaparecido dos niños más: Annie Bellam, cuando volvía de la lechería, y Jill McIntyre, que estaba jugando al escondite en el patio del colegio; ambos se habían esfumado sin dejar rastro. Esas desapariciones eran graves, pero Katie también sabía, por Jonathan, que habían vuelto a producirse profanaciones de tumbas en el cementerio: habían desenterrado quince tumbas en catorce meses, y todas eran de niños. La ciudad desconocía lo que había sucedido en el cementerio (la propia Katie había rellenado varias de aquellas tumbas, y había apisonado la tierra y la había cubierto con hojas para ocultar la profanación), pero, tras la desaparición de la hija de los McIntyre, los cristianos se habían encolerizado. Paul Annescott (o el hermano Paul, como ahora se hacía llamar) afirmaba que aquellas desapariciones eran un castigo impuesto a la ciudad, un castigo por su escasa fe. A Katie no le sorprendió; lo que sí le extrañó fue que tanta gente le hiciera caso. Estaba pasando justo lo que ella temía: sin William Tear, no había ninguna voz lo bastante fuerte para contrarrestar el torrente de retórica religiosa, cada vez más histérico. Su madre y Jonathan estaban encargándose de eso; Jonathan no tenía tanta habilidad como su padre para influenciar a las masas, pero si era necesario podía embaucarlas y hablar con una voz serena y lógica, la voz de un hombre que solo quería lo mejor para todos. Pero no era suficiente. Ocho meses atrás, un centenar de personas habían comenzado la construcción de una iglesia, un pequeño edificio de madera blanca en el extremo sur de la ciudad, y, ahora que la iglesia estaba terminada, Annescott daba sermones allí todas las mañanas. Había dejado su empleo de apicultor, pero nadie se atrevía a reconvenirlo, ni siquiera Jonathan. Katie ya sabía muchas cosas, pero no sabía cómo arreglar el problema de la ciudad. Confiaba en que Jonathan tuviera la fórmula, pero tampoco podía estar segura de eso, y tenía la inquietante sospecha de que el resto de la guardia de Jonathan también estaba acosada por las mismas dudas.

Gavin era el peor. Se quejaba continuamente de los turnos que Katie le asignaba, porque interferían con sus obligaciones para con la Iglesia. Si ella hubiera sabido que el muchacho se volvería tan piadoso, no lo habría escogido, pero ahora ya no podía prescindir de él. Seguía siendo el mejor del grupo con el puñal, y Morgan y Lear lo admiraban casi tanto como admiraban a Jonathan. («Quizá incluso más», pensaba a menudo Katie, y se estremecía, pues intuía que de eso no podía salir nada bueno). Eso, a su vez, influía en Alain y Howell, que siempre seguían a la mayoría. Virginia siguió siendo la aliada incondicional de Katie, pero hasta eso le parecía un fracaso a Katie, porque solo había podido conservar la lealtad de la única mujer del grupo, y la de ningún hombre. No estaba segura de si eso era machismo o no, pero, fuera como fuese, creía que a William Tear le habría decepcionado. Sabía que, tarde o temprano, Gavin se enfrentaría a ella para arrebatarle el liderazgo de la guardia de Jonathan, y Katie no tenía ni idea de cómo iba a enfrentarse a semejante reto. Jonathan la apoyaría, pero ella no podía permitir que interviniera Jonathan; eso no haría sino confirmar su falta de autoridad. Le daba vueltas y más vueltas a ese problema, pero no veía ninguna solución que no implicara echar a Gavin de la guardia.

Como es lógico, aquellas desavenencias no podían salir de su círculo. Para la ciudad, los siete no eran más que amigos de Jonathan, y sencillamente uno de ellos estaba siempre con él. Por la noche, un miembro de la guardia dormía en la cama que habían llevado al salón de la casa de Jonathan. El turno nocturno daba pie a muchas quejas, y Katie sabía que la mayoría (como mínimo Gavin y los suyos) consideraba que era demasiado alarmista. A Katie no le importaba. Todavía no había señales de la violencia que había previsto William Tear, pero ella no tenía ninguna duda de que llegaría, y estaba decidida a pararla cuanto antes. Le había hecho una promesa a Tear, y esa promesa parecía significar muchísimo más ahora que había fallecido. A veces Katie todavía tenía la impresión de que sus amigos y ella eran niños que, simplemente, jugaban a ser adultos. Pero no tenían alternativa: no había nadie más.

Sabía que Row Finn había realizado dos expediciones con el equipo de montañeros de Jen Devlin y que, hacía un mes, había emprendido una tercera. Como era amiga de Row, también sabía que a él no le interesaban en absoluto aquellas exploraciones. Pero supo por Jonathan que lo que Row buscaba en las montañas era zafiro, el mismo zafiro que Jonathan llevaba colgado del cuello. Todos habían encontrado trozos pequeños de aquel mineral alguna vez; por lo visto estaba en el lecho de roca de la ciudad. Sin embargo, en las montañas era mucho más fácil llegar a las vetas de zafiro, y también extraer grandes pedazos sin romperlos. Jonathan lo sabía, y Katie también pero ella no acababa de entender para qué quería Row aquel zafiro, ni qué pensaba hacer con él si lo conseguía. Por otra parte, conocía a Row lo suficiente para saber que este ambicionaría todo aquello que tuviera valor, y por eso, desde hacía dos años, contemplaba a su viejo amigo con algo peor que el remordimiento: la desconfianza.

Cuando no estaba por ahí explorando montañas, Row iba a la iglesia a diario. Era muy popular allí, tan popular que a veces Paul Annescott le dejaba dar el sermón. Katie le había escuchado un par de veces, aunque se había visto obligada a hacerlo desde un bosquecillo de robles que había al otro lado de la carretera. Los sermones de Row era tan populares que la gente no cabía en la iglesia y ocupaba todo el porche. Katie le escuchaba comiéndose las uñas, mientras la voz de Row salía, atronadora, por la puerta, hablando de los elegidos, de personas que eran mejores y merecían más. Poseía una voz excelente para predicar, hasta Katie tenía que admitirlo: grave e imbuida de una emoción que ella sospechaba que era fingida. Los sermones de Row tenían un trasfondo de falta de misericordia que ella no sabía si los demás percibían; al fin y al cabo, ella lo conocía mejor que nadie, o al menos lo había conocido mejor que nadie durante años. Pero siempre había sido un excelente actor; la cuestión era saber qué parte del niño se había conservado en el hombre. Katie sabía, por Gavin, que la iglesia interpretaba los viajes de Row a las montañas como un peregrinaje, cuarenta días deambulando por el desierto o algo parecido, y eso también la inquietaba. Seguro que a Row le encantaba aquel paralelismo con Jesucristo; siempre había estado resentido por el poco protagonismo que tenía en la ciudad. Si Row se había propuesto embaucar a su iglesia, Katie no iba a compadecerse de ellos, pero la idea de que hubiera tanta gente ingenua a la entera disposición de una sola persona parecía peligrosa.

«¿Peligrosa para Jonathan?». No lo sabía. Jonathan, de alguna manera, era el mayor misterio. Katie se preguntaba a menudo para qué necesitaba una guardia, si él sabía y veía mucho más que el resto de la gente. A veces parecía que su guardia fuera puro teatro, pero Katie no sabía a quién intentaba engañar. A veces hasta se preguntaba si William Tear había tenido realmente un plan, o si los había reunido y entrenado solo por capricho. Katie era capaz de matar a un hombre con las manos, pero ¿de qué serviría eso, si ni siquiera podía ver al enemigo al que combatía?

—¿Qué pasa con este sitio? —le preguntó un día a Jonathan camino de la biblioteca.

La gente los saludaba con la mano y les sonreía, pero incluso ella sentía el vacío que había detrás de aquellos saludos, notaba que las sonrisas se esfumaban en cuanto ellos pasaban de largo. Había algo en la ciudad que se había torcido, y, hasta que Katie no encontrara el extremo del hilo, no habría forma de desenredar el embrollo.

—Han olvidado —contestó Jonathan—. Han olvidado la primera lección de la Travesía.

—¿Qué lección?

Katie no soportaba que hablara de la Travesía. Él sabía mucho de aquello, más que nadie de su edad, pero compartía la información en pequeñas dosis.

—Debíamos cuidar unos de otros. —Jonathan sacudió la cabeza—. Hasta los miembros originales del Horizonte Azul parecen haberlo olvidado.

—¡Mi madre no! —saltó Katie—. Ella lo sabe.

—¡Como si eso sirviera de algo!

—¿Qué quieres decir con eso?

De pronto Jonathan le cogió la mano. Katie fue a retirarla, pero no lo hizo. Tenía la mano tibia, y no era desagradable y, al fin y al cabo, ¿qué más daba que los vieran cogidos de la mano? De todas formas, la mitad de la ciudad creía que se acostaban juntos. Y aquello era una fuente de diversión para el resto de la guardia.

—Tu madre está acabada, Katie —le dijo—. Siento decírtelo, pero vivía entregada a mi padre, y sin él no tiene nada que la anime a seguir adelante.

Katie fue a protestar, pero algo la hizo callar, una voz interior que ya no le dejaba rebatir una verdad difícil de aceptar. Esa voz se fortalecía año tras año; Katie a veces lo lamentaba, pero muchas veces le era útil, sobre todo en una ciudad donde ahora era tan necesario el pragmatismo. Su madre no estaba bien, no estaba bien desde que William Tear se había marchado. Realizaba las rutinas diarias con normalidad, pero Katie ya nunca la veía sonreír, y hacía meses que no la oía reír. Su madre estaba acabada, era verdad, y no era la única. La partida de Tear los había dejado a todos en vilo, y, cuanto más tardaba en regresar, más veía Katie a su comunidad como una manada de lobos, peleándose por una carcasa. En la última asamblea, Todd Perry había pedido una votación para decidir si la gente podía ir armada con puñal por la ciudad. Jonathan, Katie y Virginia habían votado en contra; su voto había influido mucho, y la moción había fracasado por un estrecho margen. Pero no podían engañarse respecto a cuál era la tendencia.

—A veces los odio —comentó Jonathan en voz baja—. No es lo que habría sentido mi padre, pero es lo que siento. A veces pienso: si quieren ir armados por la calle y construir vallas y dejar que la iglesia les diga lo que tienen que hacer, adelante. Que construyan su propia ciudad estrecha de miras y que vivan allí, y que más tarde se den cuenta de que en realidad es un sitio horrible. No es problema mío.

Al principio Katie se quedó tan impresionada que no supo qué responder; Jonathan jamás había expresado ideas como esas. Con su guardia siempre se mostraba optimista; no había nada que no pudiera arreglarse, y por eso a Katie la alarmó tanto aquel pesimismo. Le había prometido a William Tear que protegería a Jonathan, y siempre había dado por hecho que esa protección, si llegaba el momento, implicaría el uso de las armas. Pero ahora se preguntaba si Tear se habría referido a ese momento, a aquella conversación. Se acordó de aquel día en que se había sentado con William Tear en el jardín, cinco años atrás, con el zafiro encerrado en el puño. ¿Lo sabía Tear ya entonces?

—Tienes razón —dijo Katie—. No es lo que habría sentido tu padre.

—Yo no soy mi padre.

—Eso no importa, Jonathan. Eres lo único que nos queda.

—¡No quiero serlo! —protestó él, y le soltó la mano.

Habían llegado delante de la biblioteca, y, al oír el tono brusco de Jonathan, varios niños que estaban sentados en el banco levantaron la mirada, interesados ante la perspectiva de una discusión.

—Mala suerte —dijo Katie.

Se compadecía de Jonathan, sinceramente; y algunas noches, acostada en su estrecha cama, pensaba que era normal que se compadeciera un poco de él. Pero aquel no era momento para sentir lástima. Un guardia era como una pared de piedra, de piedra buena, que no cedía. La piedra buena se agrietaba de arriba abajo antes de ceder ni un milímetro. Bajó la voz, porque los niños estaban escuchando: unos receptores perfectos, preparados para transmitirles aquella conversación a sus padres.

—Nadie quiere pelear, Jonathan. Pero si la pelea te busca a ti, y si es una pelea justificada, no la rehúyes.

—¿Y si estamos condenados a perder?

—Eso no lo sabes.

—¿Ah, no? Se llevó una mano al pecho, y Katie supo que sujetaba el zafiro que le colgaba del cuello. La desesperación de aquel gesto, la dependencia que revelaba, enfureció a Katie: le apartó la mano, y al hacerlo se sintió hipócrita, porque entendía el odio de Jonathan, el desprecio que sentía por esas personas demasiado estúpidas para saber que su futuro pendía de un hilo, un futuro de ricos y pobres, de violencia y espadas, de personas compradas y vendidas…

«¿Cómo sabes eso?». «No lo sé, pero lo sé». Era cierto. Era como si dentro de su cabeza hubiera alguien más que lo sabía por ella. Aquel conocimiento la ponía enferma, pero lo apartó y se concentró en Jonathan.

—Tú no sabes nada —masculló Katie—. A mí me importan un cuerno la magia o las visiones. El futuro no está decidido. Podemos cambiarlo en cualquier momento.

Jonathan se quedó mirándola, y entonces, inesperadamente, sonrió.

—¿Te ríes de mí? —preguntó Katie.

—No. Solo me he acordado de algo que dijo mi padre antes de marcharse.

—¿Qué?

—Me dijo que había escogido una buena guardia, que tú serías quien nos guiaría.

Katie no supo qué contestar. Su rabia se disipó, y de pronto se emocionó; la conmovió enormemente descubrir que, después de tantos años, todavía estaba a la altura de lo que William Tear esperaba de ella. Él la había elegido para que protegiera a su hijo.

—Crisis superada —murmuró Jonathan, y sacudió la cabeza, arrepentido—. Pero no por mucho tiempo. Puede que no creas en mis visiones, pero sé cuándo va a haber problemas, y te aseguro que se avecinan problemas graves.

Katie no tuvo más remedio que admitir que era verdad, que Jonathan lo sabía, pero ahuyentó ese pensamiento y volvió a darle la mano, tirando de él hacia la biblioteca.

—Esta tarde no, Sibila. Va, démonos prisa.

Al cabo de tres días, Row Finn llegó, solo, a la ciudad. Había adelgazado más de diez kilos, llevaba la ropa hecha trizas y la bolsa destrozada. Iba dando traspiés, y parecía que deliraba. Cuando vio a Ben Markham y a Elisa Wu, que pescaban en las orillas del Caddell, se derrumbó.

La historia se extendió por la ciudad como el mercurio. Según la señora Finn, que protegía a su hijo de las visitas, la expedición se había perdido en las montañas y todos sus miembros habían sucumbido, uno a uno, al hambre y al frío. Row había sido el que había aguantado más, y por pura casualidad había encontrado un estrecho sendero que le permitió bajar por un desfiladero. Había sobrevivido durante el viaje de regreso comiendo las raíces y las bayas que había encontrado en el bosque.

La ciudad se creyó la historia. Katie no. Todavía no había visto a Row, pero había oído suficiente. Su iglesia acudió a verlo, decidida a engordarlo. Virginia, que había ido a visitar a Row dos días atrás, dijo que la casa estaba llena de comida, platos cocinados y sopas.

—Y de mujeres —añadió Virginia, enojada—. En esa iglesia hay montones de mujeres a las que les encanta ver a Row Finn en la cama, te lo aseguro.

La ciudad vivió un inusual momento de unión, de genuino duelo por el resto de los miembros de la expedición. La desaparición de Jev Devlin suponía una pérdida enorme. Celebraron un solo oficio por los once difuntos, un oficio durante el cual Katie no derramó ni una sola lágrima y se dedicó a observar, sin prestar atención a las diversas personas que hablaron en memoria de los muertos, la casa de Finn, que se veía perfectamente dos calles más allá. Estaba impaciente por interrogar a Row, pero no quería hacerlo con público delante. No iba a ser una conversación agradable. No le gustaba sospechar de su viejo amigo, pero no podía evitarlo.

Al final tardó más de una semana en poder hablar con él a solas. La iglesia de Row había ido a hacer un retiro de oración de dos días a las llanuras, y su madre estaba jugando a las cartas. La historia de Row había hecho que la señora Finn estuviera ahora mucho más solicitada, y a Katie le cayó aún más antipática por entregarse con tanta pasión a aquella popularidad pasajera. Cuando la veía siguiendo, feliz, a un grupo de mujeres, las mismas que hasta entonces no habían querido saber nada de ella, a Katie le daban ganas de zarandearla.

Katie no se molestó en llamar a la puerta para entrar en la casa de los Finn. Cuando llegó a la habitación de Row, lo encontró tumbado de lado en la cama, con los ojos cerrados como un ángel dormido. El peso que había perdido le hacía parecer aún más atractivo, y sus pómulos parecían tallados en mármol. Katie no pudo evitar preguntarse quién habría sido Row si no hubiera nacido con aquella cara.

—Sé que mientes, Row.

Él abrió los ojos y sonrió.

—Siempre te das cuenta, ¿verdad, Katie?

—Contigo sí. —Acercó una silla; había varias repartidas por la habitación—. ¿Te escondes de tus invitados?

—La verdad es que me cansan.

Katie miró alrededor y vio los ramos de flores y los platos de comida, y soltó un resoplido de burla.

—Supongo que es el precio que hay que pagar por ser el nuevo mesías, ¿no?

—Yo no soy el mesías. —Row sonreía, pero en sus ojos brillaba la misma malicia de siempre—. Solo soy un hombre piadoso.

—¿Por qué no me cuentas qué te pasó en las montañas?

—Esa historia la sabe toda la ciudad.

—Sí. —Katie sonrió, pero su sonrisa no era tan auténtica como la de Row; era fría y forzada—. Pero a mí me gustaría que me contaras tu historia, la verdadera.

—¿No confías en mí, Katie?

—No juegues conmigo, Row. ¿Qué pasó?

Le contó lo mismo, prácticamente, que ella ya había oído: que se había perdido en las montañas, que los miembros de la expedición habían muerto uno a uno de hambre y de frío. Él había sobrevivido racionando cuidadosamente la comida y acurrucándose junto a los dos caballos para calentarse, hasta que los animales también perecieron. Solo hubo dos detalles respecto a los que Katie consideró que Row no mentía: lo del racionamiento de comida y lo del sendero que había encontrado para bajar de la montaña. Sin embargo, no consiguió que le contara la verdad, y al final desistió y se recostó en la silla, frustrada.

—¿No me has echado de menos, Katie?

Katie parpadeó. Sí, lo había echado de menos, pero no se había dado cuenta hasta ese momento. Todo era más interesante cuando Row estaba por allí; eso no había cambiado, aunque todo lo demás sí. Pero, al mismo tiempo, la ciudad parecía más segura cuando Row no estaba.

—Yo sí te he echado de menos, Katie.

—¿Por qué?

—Porque tú me conoces. Que todos crean que soy bueno es útil, supongo, pero también es agotador.

—Ya sabía que ese rollo de la Iglesia era mentira.

—El padre Paul se está muriendo.

Katie se sorprendió de aquel repentino cambio de tema.

—¿De qué?

—El señor Miller cree que de cáncer. El hermano Paul quizá sobreviva este año, pero no mucho más, y el dolor quizá le obligue a quitarse la vida mucho antes.

—¿Puede quitarse la vida? Creía que eso era pecado.

—Quizá lo sea, pero para la mayoría de la gente la fe es un asunto bastante flexible.

—Ya me he dado cuenta.

Row sonrió.

—No tiene por qué ser mala, Katie. Los fieles son fáciles. Fáciles de convencer, fáciles de dirigir, fáciles de descartar. Cuando muera el padre Paul, me entregará la iglesia.

—¿Y a mí qué me importa? —preguntó Katie, pero sintió un escalofrío. Pensó en la iglesia abarrotada que había visto en los últimos sermones de Row, en la gente que no cabía dentro y tenía que quedarse en el porche.

«¿Cuántos son? —se preguntó—. ¿Trescientos? ¿Cuatrocientos?».

—Tú podrías ayudarme, Katie.

—No.

—Piénsalo bien. Dios hace que esa gente sea maleable. Se creerán cualquier tontería que les cuente el padre Paul.

—O tú.

—O nosotros. ¡Podríamos sacarle mucho partido a esto!

—¿Para qué, Row?

Él le cogió una mano. Hasta hacía un momento, Katie había estado hablando con el nuevo Row, simpático y falso, pero ahora veía que era sincero. De alguna forma, eso lo hacía aún peor. Habría preferido oír aquello de su enemigo que de su viejo amigo. Quería retirar la mano, pero se quedó quieta cuando vio que Row sacaba una cadena de plata de debajo de su camisa. La luz hizo brillar el zafiro.

—¿De dónde has sacado eso? ¡Es de Jonathan!

—No, es mío. Me he hecho uno.

—¿Cómo?

—Tú siempre creíste que William Tear era perfecto —dijo Row con una risita—. Pero no lo es.

Eso no era una respuesta, pero de todas formas Katie arrugó la frente, porque percibía una astuta mezcla de verdad y mentira en la declaración de Row; percibía que allí había una respuesta, solo que ella tendría que descifrar su significado.

—A mí me funciona —añadió Row—. Igual que a Jonathan le funciona el suyo.

Veo cosas. Sé cosas. Sé que el gran santo está muerto.

Katie se levantó de golpe, derribando su silla, y se inclinó para agarrar a Row por los hombros, estampándolo contra el cabecero de la cama.

—Cierra la boca, Row.

—Piénsalo, Katie —repitió él—. Tear se ha ido. La ciudad de la que siempre hablábamos, la ciudad donde las personas inteligentes como nosotros seríamos líderes, y los demás nos seguirían. Podríamos hacerla nosotros mismos.

Katie quería contradecirle, afirmar que ella nunca había pensado una cosa así, pero entonces recordó que sí lo había pensado. Había pensado muchas cosas horribles de joven, cosas que le dolía recordar. Row le apartó las manos, y Katie se dio cuenta, demasiado, de que, pese a haber adelgazado, estaba mucho más fuerte. Katie veía maldad en sus ojos, pero no era aquella maldad inofensiva que recordaba de cuando eran pequeños. Row volvió a esconder el zafiro debajo de su camisa.

—¿Y los no creyentes, la gente que no pertenece a la Iglesia? ¿Crees que se quedarán de brazos cruzados?

—Se habrán marchado. La certeza de esa respuesta le produjo un escalofrío, porque presentía violencia en ella, una enorme sombra incipiente cuyos contornos apenas vislumbraba.

—¿Y yo, Row?

—Ay, Rapunzel. No permitiría que te pasara nada malo.

Compuso una sonrisa burlona, como el Row de antes, y Katie bajó un momento la guardia; de pronto, la nostalgia sepultó todo su recelo. ¡Habían sido tan amigos en otros tiempos!

—¿Qué me dices, Katie?

Pese a todo, hubo un momento en que estuvo tentada de decir que sí, porque incluso ahora la visión de Row todavía tenía el poder de influenciarla: el lugar del que ellos habían hablado durante años, una verdadera meritocracia, sin las ideas ambiguas de Tear por medio. Row y ella lo habían planeado juntos, habían construido esos castillos en el aire.

«Pero ahora soy otra persona —pensó Katie—. Todo el resentimiento que sentía antes ya no me ata. Ahora puedo liberarme de él».

Pero ¿podía? Todo el desprecio que sentía por la gente de la ciudad, unos necios con tan poco sentido de la propia identidad que necesitaban creer en un Dios invisible que se asomaba a los dormitorios de la gente… De pronto ese desprecio la abrumó, y vio que la visión de Row se extendía ante ella: una ciudad donde esa gente estuviera relegada a la privación, donde su propia necedad estuviera en cuarentena para que no pudiera herir a nadie. Qué maravilloso sería vivir en una ciudad donde las mentes débiles eran castigadas, donde la gente como Row y Jonathan…

«Y ahora ¿quién es el necio? —le preguntó su voz interior—. ¿Jonathan? ¿De verdad crees que hay sitio para Jonathan Tear en el paraíso de Row?».

Aquello la devolvió de golpe a la realidad. Quizá Katie no supiera cómo Row pensaba llevar a la práctica su grandioso plan, pero lo conocía muy bien. Él siempre había odiado a los Tear, había odiado su apellido incluso más que a las propias personas. Jonathan no era William Tear, pero podía ser mucho más peligroso dejarlo entrar en el reino de Row.

Katie se levantó de la silla; una pena que llevaba mucho tiempo enterrada se revolvía en sus entrañas. Muchos años atrás ya sabía que algún día tendría que escoger. Pero no sabía que iba a ser ese día.

—No puedo ir contigo, Row —le dijo—. Trabajo para Jonathan Tear.

El rostro de Row se tensó, pero solo un momento, y entonces volvió a aparecer aquel falso buen humor.

—Ah, sí, la famosa fuerza defensiva. —Katie se quedó boquiabierta.

—¿De verdad pensabas que no me enteraría, Katie? En esta ciudad no existen los secretos. Yo siempre supe que Tear era un farsante, pero tú no, ¿verdad?

—¡No era ningún farsante! —gritó ella, indignada—. ¡Es por Jonathan! ¡Es para proteger a Jonathan!

Row sonrió, indulgente, como si Katie fuera una niña pequeña.

—Claro, eso es lo que te contó Tear. Pero piénsalo, Katie. Quizá parezca una guardia, pero lo que estaba formando Tear en realidad era una fuerza policial. Una fuerza policial secreta, que solo rendiría cuentas a su hijo. ¿Desde cuándo una utopía necesita una policía secreta?

—¿Acaso crees que no sé que tienes celos de Jonathan? —preguntó ella, y se alegró de ver que el rostro de Row se ensombrecía—. ¡Siempre has tenido celos! ¡Siempre lo has envidiado!

—¿Y tú?

—Yo trabajo para los Tear —repitió Katie, obstinada—. Trabajo para Jonathan.

Row echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

—¿Lo ves, Katie? ¡Tú también eres de los que tienen fe!

Katie lo agarró otra vez con la intención de tirarlo de la cama. En aquellos momentos odiaba a Row, lo odiaba con toda su alma, porque sus palabras escarbaban en su mente y hacían que vacilase, la llenaban de dudas. Pero al cabo de un momento lo soltó y retrocedió. Jonathan estaba allí, siempre, y a Jonathan no le ayudaría que Katie se peleara con el hijo favorito de los cristianos.

Row volvió a incorporarse, pero esta vez bajó las piernas de la cama y se levantó. Estaba desnudo; Katie hizo lo que pudo para mirar hacia otro lado antes de que la sábana resbalara de su cuerpo, pero no lo consiguió, y la breve visión que tuvo la hizo arder por dentro. Entonces se avergonzó. Row había sido su primer amigo; ¿qué les había pasado? ¿Cuándo había cambiado todo?

—¿Cómo te va con el mesías, Katie? ¿Ya has descubierto sus debilidades?

—Deja en paz a Jonathan. Ni se te ocurra acercarte a él.

—No me hace falta —replicó Row sin dejar de sonreír, pero ya no era una sonrisa atractiva, sino de reptil.

Katie volvió la cabeza. Pero de pronto dio una sacudida cuando Row deslizó una mano entre sus piernas.

—Lo estás deseando, Katie.

—No es verdad.

—Debe de ser agotador dedicar todo tu tiempo a un segundo William Tear. ¿Por qué no cambiar a algo mejor?

Katie apretó los puños. Bajo el hormigueo de excitación de su vientre surgía una oleada titánica de ira. ¿De verdad Row la consideraba tan necia para tratarla igual que a todas aquellas mujeres que habían sucumbido a sus encantos? Aunque ya no fueran amigos, ella merecía algo mejor que aquello, ¿no?

—El paraíso de Tear se derrumbará bajo los pies de Jonathan, Katie, como yo predije que sucedería. Y ¿a quién acudirá la gente cuando eso suceda, si no a Dios?

Entonces Katie salió precipitadamente de la habitación de Row, y se golpeó con el marco de la puerta en el hombro.

—¡Piénsatelo, Katie! —le gritó Row—. ¡Estás en un barco que se hunde! ¡Súbete a mi barco, y verás lo lejos que llegaremos!

Katie llegó al recibidor tambaleándose, con los ojos llenos de lágrimas. Al salir tropezó con la señora Finn y unas cuantas mujeres más, pero ni siquiera intercambió un saludó con ellas, sino que pasó a su lado mascullando una disculpa y apretó el paso. Cuando bajó los escalones del porche, echó a correr.

—Señora. —La voz de Maza. Era agradable; incluso allí, en los confines del mundo, le habría gustado ver a Maza por última vez—. Sé que me oís, Señora. ¡Despertad!

Kelsea no quería despertar. Notaba el zafiro de William Tear sobre el pecho, aquel cómplice que la había acompañado en extraños viajes; pero estaba empezando a pensar que ella no necesitaba la joya para ver el pasado, porque ahora estaban todos con ella: Tear, Jonathan, Lily, Katie, Dorian… Incluso Row Finn.

—Señora, si no despertarais, os voy a bautizar.

Kelsea abrió los ojos de golpe y vio a Maza sentado al lado de su cama, sosteniendo una vela. La habitación estaba a oscuras. Se incorporó rápidamente.

—¿Lazarus? ¿Eres tú?

—Claro que es él. —Coryn salió de las sombras—. Como si esos hombros pudieran confundirse.

Kelsea alargó una mano, pero Maza no se la cogió. Se quedaron mirándose largo rato.

—Esperaré fuera —masculló Coryn—. Me alegro de ver que estáis bien, Señora.

Cuando Coryn abrió la puerta, Kelsea vio un trozo de pasillo iluminado por una antorcha. Entonces se cerró la puerta, y Maza y ella volvieron mirarse el uno al otro. De pronto Kelsea se acordó de aquel día en el puente, y fue un recuerdo muy doloroso. El abismo que se había abierto entre ellos entonces era enorme, pero ahora parecía aún mayor. Vio desconfianza en los ojos del capitán, y eso le dolió más que su cólera.

—¿Dónde estamos?

—En la casa de una mujer que era leal a vuestra madre. Lady Chilton.

—No estamos en Gin Reach.

—No, Señora. Estamos a un día de viaje hacia el norte, en el sur del Almont. Habéis tenido una fuga que ha durado tres días, desde que nos encontramos.

—¿Tres días?

—Una fuga muy larga, Señora. La guardia estaba muy preocupada. Deberíamos dejar entrar a Pen pronto, o empezará a comerse los muebles. —Maza sonrió, pero la sonrisa no llegó a sus ojos.

—No me has perdonado, Lazarus. Él guardó silencio.

—¿Qué querías que hiciera?

—¡Decírnoslo, maldita sea! Yo habría ido con vos.

—Claro que habrías venido, Lazarus. Pero yo creía que iba a morir. ¿Cómo querías que te pidiera que me acompañaras?

—¡Porque es mi trabajo! —bramó él, y su voz hizo temblar las vigas de la pequeña habitación—. ¡Para eso me alisté! ¡Lo decidí yo, no vos!

—Yo necesitaba que te quedaras, Lazarus. Necesitaba que gobernaras el reino. ¿En quién más podía confiar?

Esa pregunta aplacó la ira de Maza. Clavó la vista en el suelo y se sonrojó.

—Pues os equivocasteis, Señora. Os fallé.

—¿Qué quieres decir?

—La Ciudadela vuelve a estar asediada.

—¿Quién la asedia?

—El Arvath, con una legión del ejército mort. La población se ha refugiado dentro, pero no aguantará eternamente. Ahora Nueva Londres está gobernada por una horda, pero a la horda también la dirige el Arvath.

Kelsea asió el borde de la sábana y se le agarrotaron los dedos. Tenía los nudillos blancos, pero confió en que Maza no se fijara. Imaginarse al Santo padre en su Ciudadela («¡sentado en mi trono!») era como tener un agujero oscuro dentro. La ciudad entera, el reino entero a merced del dios venenoso de Anders… Pensarlo hacía que se le revolvieran las tripas, pero en ese momento la duda de Maza era aún más acuciante.

—Fue culpa mía tanto como tuya, Lazarus —dijo en voz baja—. A veces me pregunto si no debería haber dejado que las jaulas siguieran su camino.

—Vos intentabais obrar con rectitud, Señora. No es culpa vuestra que las cosas salieran tan mal.

Kelsea se acordó de Simon, de la larga conversación que habían mantenido en la mazmorra. No importaba que el tema fueran la física o la historia; muchas veces, aunque intentaras actuar correctamente, las cosas salían mal. Kelsea alejó ese pensamiento, porque intuía que era el primer paso hacia la parálisis, hacia la incapacidad de tomar decisiones por miedo a consecuencias imprevistas.

—Pero yo me marché —continuó Maza—. Nos marchamos todos para ir a buscaros. Dejamos el reino desprotegido, y el Santo Padre se aprovechó.

—No puedes tenerlo todo, Lazarus. O te dejas la capa gris siempre puesta, o te la quitas por una exigencia mayor. Quizá me equivocara al pedirte que fueras a la vez guardia real y regente. Supongo que ambas cosas no son compatibles.

—No seáis tan indulgente conmigo, Señora.

—Lo hecho, hecho está, Lazarus. Los dos hemos fallado, pero una vez me dijiste que no sirve de nada aferrarse al pasado. Ahora lo que importa es el futuro.

Volvió a tender la mano.

—¿Qué te parece si nos perdonamos el uno al otro, y así podremos seguir adelante?

Maza se quedó mirándole la mano, y Kelsea esperó; volvía a tener la sensación de hallarse al borde de un precipicio. El rostro de la Reina Roja apareció brevemente en su mente, y entonces desapareció. Había sido un largo viaje desde aquel otro borde hasta este, pero Kelsea sospechaba que el viaje no había terminado, y ¿adónde iba a ir sin Maza? Guardia real, voz de la duda, voz de la conciencia… Ella necesitaba todo eso. Se le contrajo la garganta cuando Maza estiró el brazo y le tomó la mano.

—Ancha como el océano de Dios —susurró ella—. ¿Te acuerdas?

—Me acuerdo, Señora.

Desvió la mirada, pestañeando, y Kelsea aprovechó la oportunidad para estirar los brazos y desentumecer los hombros, todavía doloridos por haberlos tenido atados. Las noticias sobre el Santo Padre la corroían. Le habría gustado volver atrás y rectificar sus propios errores, pero el origen de aquel problema se remontaba mucho más allá, hasta la colonia de refugiados, a los inicios del Tearling, donde todo había empezado a estropearse.

«Tear pudo viajar en el tiempo», pensó, desafiante. Y a veces, cuando sufría sus fugas, Kelsea tenía la impresión de que también lo hacía, de que no solo veía sino que viajaba, como si de verdad estuviera allí, en el mundo de Lily, en el de Katie. Pero no los controlaba. Todavía faltaba algo.

—Lazarus, en la celda de al lado había un hombre, un ingeniero.

—Simon, Señora. Lo tenemos.

Kelsea sonrió, contenta de oír aquella buena noticia. No sabía para qué le iba a servir al Tearling tener una imprenta, pero de todas formas se alegraba de saber que Simon había salido de la mazmorra.

—¿Dónde está?

—Abajo. No hay manera de que Hall se concentre en nada.

—Son gemelos. Ahora lo entiendo —repuso Kelsea.

—Pero ¿por qué os interesa tanto?

La joven le explicó lo de la imprenta; suponía que Maza haría algún comentario sarcástico sobre los libros o la lectura, pero el capitán escuchó en silencio y, cuando ella hubo terminado, dijo:

—Es muy interesante, Señora.

—¿Ah, sí?

—Sí.

—Ya. Y ¿dónde está el verdadero Lazarus?

El capitán esbozó una sonrisa.

—Es que he… estado leyendo.

—Leyendo ¿qué?

—Vuestros libros, Señora. Ya llevo leídos nueve.

Kelsea se quedó mirándolo, atónita.

—No están nada mal esas historias —continuó el capitán, con rubor en las mejillas—. Te muestran el sufrimiento de los otros.

—Se llama empatía. Carlin siempre decía que ese era el gran valor de la ficción, que nos ponía dentro de la mente de unos desconocidos. ¿Qué ha sido de mi biblioteca, Lazarus?

—Sigue en el Pabellón Real, Señora, y también está bajo asedio.

Kelsea apretó los puños. La idea de que el Santo Padre tocara sus libros… Temió vomitar encima de la colcha.

—En fin —continuó Maza, y carraspeó—, entiendo el valor que podría tener una imprenta. Si superamos esta situación, Arliss y yo ayudaremos a Simon a conseguir las piezas que necesita.

Kelsea sonrió, conmovida.

—Te he echado de menos, Lazarus. Más que la luz del sol, imagínate.

—¿Os han hecho daño, Señora?

Kelsea hizo una mueca al acordarse del carcelero y de las palizas. Y entonces sintió vergüenza. En aquella mazmorra había muchos prisioneros más. Ella era una reina con algo con lo que negociar, y podía considerarse una privilegiada. Los otros no tenían nada que ofrecer.

«Mi sufrimiento era real», se recordó. «Puede que sí. Pero que no te impida ver el de quienes sufren más que tú».

—Nada grave, Lazarus —contestó por fin—. Lo superaré.

Echó una ojeada a la habitación y vio las sombras que la luz de las velas proyectaban en las paredes. Oyó hablar a alguien a cierta distancia.

—Así, ¿estamos en casa de lady Chilton? No la conozco.

Maza suspiró, y Kelsea se dio cuenta de que escogía con mucho cuidado sus palabras.

—Ella… no está bien, Señora. Este no es un alojamiento muy seguro.

—¿Qué le pasa? ¿Está mentalmente desequilibrada?

—Sería una forma amable de decirlo, Señora.

—Entonces ¿por qué nos hemos quedado aquí?

—Porque necesitábamos algún sitio donde esperar a que salierais de vuestra fuga, y lady Chilton se ofreció a acogernos. No podíamos quedarnos en esa maldita aldea de la frontera; llamábamos demasiado la atención. Esta casa es lo suficientemente grande para acoger a todos los hombres que han venido con nosotros, y hay abundantes provisiones. Lady Chilton había acumulado provisiones por si llegaban los mort. Pero sobre todo estamos aquí porque esa mujer está en deuda conmigo.

—¿En deuda? ¿Por qué?

—Una vez le salvé la vida. Y todavía se acuerda.

—¿Qué le pasa?

—Su dolencia no es problema nuestro, Señora. Ha prometido quedarse en los pisos superiores, lejos de vos. Confío en haber salido de aquí mañana.

Aquello todavía inquietaba un poco a Kelsea, pero no podía ofrecer ninguna alternativa. Se miró y vio que todavía llevaba la ropa mugrienta con la que había llegado al desierto.

—Necesito ropa.

Maza señaló el armario y dijo:

Lady Chilton os ha prestado un vestido.

Al pensar en el desierto, Kelsea se acordó del resto de aquella extraña noche, y preguntó:

—¿Y Ewen? ¿También está aquí?

—Sí, Señora. Nos encontramos con él en Gin Reach, y nos contó una historia rocambolesca.

—Rocambolesca, pero cierta.

—Ewen no para de torturarse con la idea de que no es un auténtico guardia real; se refirió a sí mismo como «mascota». Lo mandé a Gin Reach solo por precaución. No pensé que pudiera pasarle nada.

—Me ha salvado la vida, Lazarus. Y quizá no solo a mí.

Kelsea cerró los ojos y vio la cara de Brenna a unos centímetros de la suya, y sintió su mirada hurgando en su mente y en la mente de Lily.

«Las dos hemos estado allí —comprendió de pronto—. Las dos a la vez, Lily y yo. ¿Cómo es posible?».

—Bien, se lo diré al resto de la guardia, Señora. Si Ewen actuó como un héroe, recibirá el reconocimiento que merece.

—Sí, actuó como un héroe. —Apartó las sábanas—. Pásame un vestido.

Al cabo de unos minutos, Maza salió con ella a un largo pasillo iluminado con antorchas. Las paredes no estaban construidas con aquella piedra gris claro de la que estaba hecha la Ciudadela, sino de unos bloques oscuros que parecían erosionados por el viento y el tiempo. La corriente de aire alborotó el pelo de Kelsea y le hizo estremecerse.

—Qué aislamiento tan malo —comentó Maza—. Esto deberían haberlo arreglado hace diez años como mínimo, pero lady Chilton ha dejado que se deteriore.

—¿Vino a mi coronación? ¿Por qué no…?

Pero no terminó la frase, porque de pronto Elston y Kibb aparecieron corriendo por el pasillo, seguidos de media guardia real. Kelsea ni siquiera tuvo tiempo de abrir la boca: Elston ya le había cogido una mano y se la apretaba con fuerza.

—¿Estáis bien, Señora?

—Sí, El.

—He rezado por vos, Señora —dijo Dyer, y sonrió cuando ella le dio un cachete en la mejilla.

Kelsea se alegraba de verlos, pero al mismo tiempo sentía un extraño desasosiego. Maza, Elston, Kibb, Coryn, Galen, Dyer, Cae… Estaba rodeada de caras sonrientes, caras queridas, gente a la que había añorado; pero detrás de su regocijo había una sensación de catástrofe, de desastre todavía lejano, pero real. Si era cierto que la Ciudadela estaba sitiada, ahora todos aquellos hombres eran exiliados, personas sin hogar.

—¿Os duele algo, Señora? —preguntó Coryn—. He traído mi botiquín.

—Estoy bien —contestó ella mientras aceptaba el apretón de manos de Kibb y de Galen. Miró alrededor y se fijó en que faltaba una cara.

—¿Dónde está Pen?

—Lo he mandado a vigilar el perímetro, Señora —contestó Elston—. Aquí no hay ningún peligro; estamos en la llanura, y cualquier amenaza puede verse a kilómetros de distancia. Pero nos estaba volviendo locos a todos con ese aire de enamorado…

—¡Cuidado con lo que dices! —bramó Maza, y Kelsea se sonrojó.

—Lo siento, Señora —se disculpó Elston, pero tenía unos ojos tan risueños que Kelsea sacudió la cabeza y le dio unas palmadas en el hombro.

—¿Quién más ha venido?

—Abajo están Hall y sus hombres. Y también Levieux, que quiere hablar con vos cuando tengáis un momento.

—¿Levieux?

—Nos ayudó a entrar en el Palais, Señora —se apresuró a contestar Maza, y le indicó con una rápida mirada que ya hablarían de eso más tarde ellos dos.

Kelsea asintió, pero cuando se acordó del Traedor no consiguió imaginarse a un hombre, sino solo al niño, Gavin. ¿Qué significaba eso? Miró mas allá de Elston y dio un respingo; le había parecido ver a alguien de pie al final del pasillo, observándola. Pero parpadeó, y al cabo de un momento la figura ya no estaba.

—¿Señora?

Kelsea se volvió hacia Maza.

—Me ha parecido ver a alguien al final del pasillo.

—Todavía no estáis bien, Señora.

Kelsea asintió, pero cuanto más lo pensaba, más convencida estaba de que había visto algo: una mujer, con un vestido largo negro y un velo del mismo color. «Mentalmente desequilibrada», se dijo, y volvió a sentir aquel desasosiego.

—Nos iremos por la mañana —les dijo.

—¿Señora?

—Dices que la Ciudadela está sitiada, Lazarus. No podemos quedarnos aquí, escondidos, mientras el reino se hunde. ¿Qué reina haría eso?

—¡Toma! —le dijo Dyer a Coryn—. ¡Me debes diez libras!

—Sabíamos que diríais eso, Señora —aclaró Maza—. Mi única duda era cuánto tardaríais en decirlo.

—Es que es la verdad.

—No tenéis ejército, Señora. El Santo Padre tiene un batallón entero de mercenarios mort. Lo único que conseguiréis regresando a Nueva Londres será que os maten.

Kelsea asintió y trató de tomarse en serio ese consejo, y comportarse como la reina inteligente en que, a esas alturas, ya debería haberse convertido. Pero no podía quedarse allí esperando, lejos de Nueva Londres, lejos de todo. ¿Qué iba a arreglar si lo hacía?

—Señora.

Se dio la vuelta y vio venir a Pen por el pasillo.

—¡Pen!

Kelsea arrancó a correr, pero Maza la sujetó por la muñeca.

—Esperad, Señora.

—¿Qué pasa?

—Las cosas han cambiado. —El capitán se volvió hacia el resto de la guardia—. ¡Todos a vuestros puestos! ¡Veréis a la reina a la hora de la cena!

Los guardias obedecieron, y Kelsea se fijó en que de repente parecían impacientes por marcharse. Al cabo de unos segundos, habían desaparecido todos por distintos sitios.

—Señora. —Pen llegó a su lado y saludó a Kelsea con una inclinación de cabeza—. Es un placer ver que estáis bien.

La joven se quedó mirándolo sin comprender. Aquel hombre tan frío no era el que ella conocía. Entonces se acordó de la escena del puente y lo entendió. Pen estaba enfadado con ella, lógicamente, igual que Maza. Había huido de todos ellos, de su Guardia Real, para entregarse al enemigo. Mientras estaba encarcelada, había intentado no pensar en Pen, pero él había seguido existiendo todo ese tiempo, y sufriendo aquella traición. Bueno, haría las paces con él. Le explicaría…

—Pen ya no será vuestro guardia personal, Señora —dijo Maza con voz monótona.

—¿Cómo?

—A partir de esta misma noche, Elston sustituirá a Pen.

Kelsea se dio la vuelta y miró a Pen a los ojos, y él clavó la vista en el suelo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó la joven.

—Os doy unos minutos para que habléis a solas, pero solo unos minutos —dijo Maza dirigiéndose a Pen—. Después, no volveréis a estar solos.

Pen asintió, pero Kelsea miró al capitán y dijo:

—¡No puedes hacer cambios en mi guardia sin mi consentimiento, Lazarus! Yo no te he pedido un nuevo guardia personal. Tú no eres nadie para tomar esta decisión.

—No, Señora —intervino Pen—. Lo he decidido yo.

Kelsea lo miró, atónita. Habían dormido juntos, sí, pero podían dejar de hacerlo. Eso no era motivo para cambiar la composición de la guardia.

—¿Qué significa esto, Pen?

—Solo unos minutos —repitió Maza, y se dirigió por el pasillo hacia la habitación de Kelsea.

Pen esperó a que el capitán hubiera entrado; entonces la miró y ella se estremeció cuando vio lo que había en su rostro: profesionalidad pura y dura, y nada más.

—¿Ya no me quieres, Pen?

—Soy un guardia real, Señora, es lo único que he querido ser siempre, desde el día en que me encontró el capitán. —Se encogió de hombros, sonriendo, y durante un momento se rompió el hielo y volvió a ser el Pen de siempre, el Pen que ella conocía—. Os amo, Señora. Creo que os he amado desde aquel día, cuando me preguntasteis si podíais ayudarme a montar aquella maldita tienda. Pero durante vuestra ausencia he descubierto que no puedo amaros y ser guardia real, las dos cosas a la vez.

Kelsea asintió, pero fue un movimiento reflejo. Ella no amaba a Pen, ¿verdad? Ya no lo sabía. El sexo los había unido, les había hecho llegar más lejos de lo que ellos pretendían al principio. Algo se movió detrás del hombro de Pen, y Kelsea creyó ver, otra vez, una oscura figura al final del pasillo. Parpadeó, y la figura había desaparecido.

Volvió a concentrarse en Pen. Se sentía herido en su orgullo, evidentemente. Pero si se dejaba llevar por ese impulso, no solo perdería a un compañero de cama, sino también a un amigo. Apretó la mandíbula e hizo todo lo que pudo para disimular su desilusión.

—¿Piensas continuar en la guardia? —le preguntó.

—Sí, Señora. Pero ya no seré vuestro guardia personal. Y tendéis que tratarme como a los demás, o tendré que marcharme.

Ella asintió lentamente, y algo parecido a la desdicha se desató en su interior. No habían pasado muchas noches juntos, pero habían sido noches maravillosas, a medio camino entre el amor y la amistad, un oasis de dulzura en el desierto riguroso que dominaba la vida de Kelsea desde que se había marchado de la casita. Echaría de menos ese lado de Pen, pero en el fondo de aquel dolor había respeto por él, un respeto que crecía por momentos.

«Somos parecidos», pensó escudriñando el rostro de Pen. De pronto, en el fondo de sus ojos vio su ciudad, sus suaves colinas en llamas, y comprendió que aquella obra, la gran obra de su vida, superaba cualquier cosa que ella pudiera desear para sí misma. Habría más hombres, muchos más, pero ninguno se interpondría jamás en la realización de aquella obra. Ella jamás lo permitiría.

Respiró hondo y le tendió la mano a Pen para que se la estrechara. Pen sonrió, sincero y completamente confiado, y Kelsea se dio cuenta de que nunca volvería a ver aquella sonrisa. Hablarían, se reirían, se chincharían el uno al otro, como Kelsea hacía con los otros guardias, pero aquello nunca volvería a repetirse. Se estrecharon las manos; Pen la retuvo un momento antes de soltarla y tragar saliva. Cuando volvió a mirarla, el hombre había desaparecido, y ya era otra vez el guardia real. La miró con gesto escrutador.

—No tenéis buen aspecto, Señora.

—Acabo de despertarme. —Pero Pen tenía razón. Maza la había despertado. La voz de Katie resonaba con insistencia en su mente, y se negaba a dejarla en paz—. Levieux está aquí, ¿verdad? Necesito hablar con él.

Necesitaba hablar con él, sí, agarrarlo por la camisa y zarandearlo hasta que soltara unas cuantas respuestas sobre lo que le había pasado a Jonathan Tear. No tenía sentido contentarse con las visiones que tenía a través de Katie, que avanzaban a un ritmo muy lento, cuando podía exigirle a alguien que había estado allí que le contara toda la historia.

—Tendréis que esperar, Señora. —Maza había aparecido detrás de ella, acompañado de Elston. Kelsea no conseguía orientarse en aquel lugar; los pasillos tenían algo extraño, algo que no cuadraba en sus proporciones—. Levieux ha partido hace unas horas y ha dicho que volverá tarde. Pero abajo hay cena. Puedes irte, Pen.

Pen se marchó. Kelsea sintió una última punzada de dolor, y entonces miró a Maza y a Elston y apretó la mandíbula.

«¡La obra!».

—Este pasillo se mueve, señor —masculló Elston—. Continuamente veo cosas en las esquinas.

Maza miró hacia atrás y sus facciones se tensaron.

—No me fío de la señora de la casa. Cuanto antes nos vayamos de aquí, mejor.

—¿Estáis de acuerdo en que sea vuestro guardia personal, Señora? —preguntó Elston.

Ella asintió y le sonrió, pese a que tenía el corazón encogido de pena.

—Vamos a cenar un poco, pues. —Kelsea los siguió por el pasillo.

Despertó a oscuras. Al principio no sabía dónde estaba (últimamente daba la impresión de que cada noche dormía en un sitio diferente), pero entonces una antorcha chisporroteó en su soporte y se acordó: estaba en casa de lady Chilton, en la habitación que le había asignado Maza. Elston montaba guardia al otro lado de la puerta.

Había algo en la habitación. Kelsea había oído un débil movimiento detrás de ella, poco más que el susurro de una corriente de aire, cerca de la puerta. Se planteó darse la vuelta, pero cuando lo intentó vio que tenía los músculos paralizados. No quería mirar. Sin proponérselo, evocó una imagen de la niña de la mazmorra, y se le puso la piel de gallina. Podía gritar para pedir ayuda; Elston estaba allí mismo. Pero recordó lo rápida que había sido la niña de la mazmorra.

Otro débil sonido: roce de cuero en el suelo. Un paso, quizá; aunque la imaginación de Kelsea proponía otras cosas. Se imaginó a la niña a dos palmos de distancia, preparada para saltar.

«No hagas como con Brenna», le susurró su voz interior, y de pronto Kelsea notó que todos sus nervios se electrizaban. No, no se lo pondría tan fácil como se lo había puesto a Brenna. Se quedó quieta y tensó todos los músculos del cuerpo preparándose para moverse. Tenía el puñal debajo de la almohada, en su funda; no podía cogerlo sin que se notara. Sin embargo, creyó que podría sacarlo con suficiente rapidez, aunque la niña hubiera empezado moverse.

Un último paso, esta vez muy cerca. La joven se dio impulso y rodó hacia el lado de donde provenía el sonido, y cayó de la cama precipitándose sobre su atacante. Distinguió una silueta oscura que emitía un débil y agudo chillido al caer hacia atrás. Kelsea desenfundó el puñal y se puso encima de aquella cosa, buscándole el cuello. Entonces se apartó, horrorizada.

Aquel ser no tenía cara. Pero, al cabo de un momento, Kelsea se dio cuenta de que era absurdo. Se había dejado engañar por la luz del fuego, por su propia imaginación sobreestimulada. Aquello no era ningún monstruo, solo era una mujer, y llevaba un largo vestido negro y un velo de encaje que le cubría toda la cabeza. La mujer intentó apartarse arrastrándose hacia atrás, pero Kelsea se puso a horcajadas encima de ella y la inmovilizó.

—Usted debe de ser lady Chilton —dijo, jadeando y tratando de apartarle el velo de la cara—. ¿Se puede saber qué quiere de mí, y por qué me persigue por la casa?

Encontró el borde del velo, tiró de él con fuerza y se lo arrancó. Y entonces fue Kelsea quien se echó hacia atrás tan rápido como pudo, al tiempo que inspiraba de golpe.

La cara que había bajo el velo era la de su madre.