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El Regente

Examinada en retrospectiva, la regencia Glynn no fue realmente una regencia. El papel de un Regente es sencillo: guardar el trono y hacer de barrera para los usurpadores en ausencia del gobernante legítimo. Como guerrero por naturaleza, Maza era el más indicado para la tarea, pero su exterior de guerrero también ocultaba una perspicaz mente política y, quizá más sorprendente aún, una fe inquebrantable en la visión de futuro de la reina Glynn. Tras el fracaso de la segunda invasión mort, el Regente no se quedó sentado esperando a que regresara su Señora, sino que concentró todo su considerable talento en la visión de la reina, en su Tearling.

Historia del Tearling según MERWINIAN.

Durante un breve período, Kelsea se había esforzado para abrir los ojos cada vez que el carro pasaba por encima de un bache. Parecía una buena forma de marcar el paso del tiempo, y de ver cómo iba cambiando el paisaje. Pero ya había parado de llover y la intensa luz del sol le producía dolor de cabeza. Cuando otra sacudida volvió a despertarla de lo que parecía una siesta interminable, mantuvo los ojos cerrados y escuchó el ruido de los cascos y el tintineo de las bridas de los caballos que cabalgaban alrededor del carro.

—Ni siquiera una moneda de plata —refunfuñó un hombre a su izquierda, en lengua mort.

—Percibimos un salario —replicó otro—. Un salario muy pequeño.

—Es verdad —intervino un tercero—. Mi casa necesita un tejado nuevo. Con la miseria que ganamos no lo podré pagar.

—¿Queréis parar de quejaros?

—Y tu ¿qué? ¿Sabes por qué nos vamos a casa con las manos vacías?

—Yo soy soldado. Mi trabajo no consiste en saber cosas.

—Yo he oído algo —murmuró la primera voz, contenida—. Dicen que todos los generales y sus coroneles, de Ducarte para abajo, están recibiendo su parte.

—Pero ¿qué parte? ¡Si no hay botín!

—No necesitan botín. Ella va a pagarles directamente, con el dinero del erario, y a los demás nos dejará colgados.

—Eso no puede ser cierto. ¿Por qué iban a pagarles por nada?

—¿Quién sabe por qué la Señora Carmesí hace lo que hace?

—¡Ya basta! ¿Queréis que nos oiga el teniente?

—Pero si…

—¡Cállate!

Kelsea siguió escuchando un minuto más, pero no oyó nada, así que volvió a inclinar la cabeza hacia el sol. Pese al persistente dolor de cabeza que tenía, la luz le aliviaba las magulladuras, como si le atravesara la piel e hiciera sanar el tejido de debajo. Hacía tiempo que no se veía en un espejo, pero todavía notaba la nariz y los pómulos hinchados, y se imaginaba qué aspecto debía de ofrecer.

«Hemos cerrado el círculo —pensó, y reprimió una risotada cuando el carro volvió a pasar por un bache—. Veo a Lily, me convierto en Lily, y ahora tengo unas lesiones iguales que las suyas».

Kelsea había estado diez días cautiva: seis atada a un poste en una tienda de campaña mort, y los cuatro últimos encadenada en aquel carro. La rodeaban unos jinetes provistos de armaduras, lo que descartaba cualquier plan de huida, pero aquellos jinetes no eran el problema más acuciante de Kelsea. Su problema más acuciante estaba sentado al fondo del carro, y la miraba fijamente con los ojos entrecerrados por el sol.

Kelsea no sabía dónde lo habían encontrado los mort. No era mayor (quizá no fuera mucho mayor que Pen), y tenía una barba bien recortada que semejaba una correa bajo su barbilla. No tenía el porte de un carcelero jefe; de hecho, Kelsea empezaba a dudar que tuviera algún cargo oficial. ¿Podía ser que alguien le hubiera lanzado las llaves de las cadenas de Kelsea, sencillamente, y le hubiera encargado la tarea de vigilarla? Cuanto más lo pensaba, más convencida estaba de que eso era exactamente lo que había pasado. No había vuelto a ver ni de lejos a la Reina Roja desde aquella mañana en la tienda. Toda aquella operación destilaba improvisación.

—¿Cómo estás, preciosa? —le preguntó el carcelero.

Kelsea no le contestó, pero se estremeció ligeramente. La había llamado «preciosa», pero ella no sabía si era un comentario personal o no. Se había vuelto guapa, sí, era un duplicado de Lily; pero habría dado cualquier cosa por poder recuperar su antiguo rostro, aunque tampoco sabía si ser fea le habría permitido librarse de las atenciones de aquel hombre. Cuando llevaban tres días en la tienda de campaña, le había propinado una paliza, golpeándole a conciencia la cara y el torso. Kelsea no sabía qué era lo que lo había provocado, ni si estaba enfadado; mientras la agredía, su rostro había permanecido desprovisto de toda expresión.

«Si tuviera mis zafiros», pensó Kelsea sosteniéndole la mirada, sin bajar la vista para que él no lo interpretara como una señal de debilidad. La debilidad era un acicate para él. Kelsea se había pasado muchas horas de aquel viaje fantaseando sobre lo que haría si recuperaba sus zafiros. En su corta experiencia de reina había experimentado diversas formas de violencia, pero la amenaza que representaba aquel carcelero era completamente nueva: una violencia que no parecía tener ningún origen ni ningún objetivo, del todo gratuita. Y aquella falta de sentido era lo que la desesperaba, y eso también le recordaba a Lily. Una noche, hacía aproximadamente una semana, había soñado con Lily y con la Travesía, una reluciente y llamativa pesadilla con fuego, un mar encrespado y un amanecer rosado. Pero la vida de Lily estaba, de alguna manera, encapsulada en los zafiros, y Kelsea los había perdido, y ahora se preguntaba, casi con ferocidad, por qué demonios había tenido que pasar por todo aquello, por qué había tenido que ver tanto. Ahora tenía la cara de Lily, el pelo de Lily, los recuerdos de Lily. Pero ¿de qué le servía todo eso, si no podía ver el final de la historia? Row Finn le había dicho que ella era una Tear, pero Kelsea no sabía de qué le servía eso sin los zafiros. Ni siquiera conservaba la diadema de lady Andrews, que se había perdido en el campamento. No conservaba nada de su antigua vida. «Por una buena razón». Cierto. Era importante que no perdiera de vista el Tear. Al final de aquel viaje la esperaba la muerte (ni siquiera sabía por qué seguía viva), pero había dejado atrás un reino libre, gobernado por un buen hombre. Su mente evocó la cara de Maza, sombría y seria, y de pronto lo echó tanto de menos que las lágrimas amenazaron con derramarse por debajo de sus párpados cerrados. Las contuvo, consciente de que el hombre que estaba sentado al fondo del carro disfrutaría viéndolas. Estaba convencida de que una de las razones por las que le había pegado con tanta rabia era que Kelsea se había negado a llorar.

«Lazarus», pensó tratando de aliviar su tristeza. Ahora Maza ocupaba su trono, y, aunque él no viera el mundo exactamente como lo veía ella, sería un buen gobernante, justo y honrado. Y, aun así, Kelsea sentía una leve congoja, que se acrecentaba con cada kilómetro recorrido. Nunca había salido de su reino, ni una sola vez en toda su vida. No sabía por qué seguía con vida, pero no tenía duda alguna de que iba a Mortmesne a morir.

Notó que algo se deslizaba por su pantorrilla y se sobresaltó. El carcelero se había acercado arrastrándose por el suelo del carro y le acariciaba la pierna con un dedo. Kelsea no habría podido sentir más asco si hubiera visto una garrapata atravesándole la piel. El carcelero volvía a sonreír, y arqueaban las cejas como si aguardara una respuesta.

«Ya estoy muerta», se recordó Kelsea. En teoría, era una muerta viviente desde hacía meses. Ese pensamiento implicaba una gran libertad, y esa libertad le permitió recoger las piernas, como si se acurrucara en su rincón del carro, y entonces, en el último momento, arquear la espalda y arrearle una patada en la cara al carcelero.

El hombre cayó hacia un lado con un fuerte golpazo. Los jinetes que cabalgaban alrededor del carro se echaron a reír, la mayoría de ellos con una risa cruel; Kelsea dedujo que el carcelero no les caía muy bien, pero eso no la ayudaría en nada. Recogió las piernas y colocó las manos encadenadas delante del cuerpo, dispuesta a defenderse lo mejor que pudiera. El carcelero se incorporó; sangraba por la nariz, pero él no debía de notarlo, porque ni siquiera se molestó en limpiarse la sangre que resbalaba por su labio superior.

—Solo estaba jugando —dijo con arrogancia—. ¿No te gustan los juegos, preciosa?

Kelsea no le contestó. Los repentinos cambios de humor de aquel tipo eran lo primero que le había hecho pensar que no estaba bien de la cabeza. No había forma de prever ningún patrón de comportamiento. Rabia, confusión, jovialidad… Reaccionaba de un modo diferente cada vez. De pronto se dio cuenta de que sangraba y se limpió la sangre con una mano, pasándola luego por el suelo del carro.

—Será mejor que te comportes, preciosa —la reprendió imitando el tono de un profesor que regaña a un alumno díscolo—. Ahora yo me encargo de ti.

Kelsea se acurrucó en el rincón. Volvió a pensar con aflicción en sus zafiros, y de pronto se dio cuenta, sorprendida, de que en realidad tenía intención de sobrevivir a aquel viaje, aunque aún no supiera cómo. El carcelero solo era un obstáculo más que había que vencer. Pero ella estaba decidida a regresar a la Ciudadela. «La Reina Roja jamás lo permitirá». «Entonces ¿por qué me devuelve a Demesne?». «Para matarte. Seguro que planea poner tu cabeza en el sitio de honor de la Avenida de las Picas».

Pero a Kelsea aquello le parecía demasiado fácil. La Reina Roja era directa. Si lo que quería era matar a Kelsea, su cadáver ya estaría pudriéndose en las orillas del Caddell. Tenía que haber algo que la Reina Roja deseaba obtener de ella, y, si así era, tal vez Kelsea lograra regresar a casa.

«A casa». Esta vez no pensó en las tierras, sino en las personas. Lazarus. Pen. El Traedor. Andalie. Arliss. Elston. Kibb. Coryn. Dyer. Galen. Wellmer. El padre Tyler. Por un momento, Kelsea los vio a todos juntos, como si estuvieran reunidos a su alrededor. Entonces esa imagen desapareció, y la luz del sol volvió a deslumbrarla y a causarle dolor de cabeza. No era una visión, sino solo su mente, que trataba de liberarse. Ya no volvería a haber más magia; la realidad era aquel carro polvoriento que avanzaba inexorablemente, alejándola de su hogar.

Maza nunca se sentó en el trono. A veces Aisa creía que lo haría. Entre los miembros de la guardia aquello ya se había convertido en motivo de chanzas: Maza subía a la tarima con decisión… y se sentaba en el último peldaño, con los enormes brazos apoyados en las rodillas. Si había sido un día largo, tal vez se aviniera a usar un desvencijado sillón que había allí cerca, pero el trono propiamente dicho permanecía desocupado, un vacío monolito de plata que relucía en lo alto de la tarima y que servía para recordarles a todos la ausencia de la reina. Aisa estaba convencida de que eso era precisamente lo que pretendía Maza. Ese día, Maza ni siquiera había subido a la tarima, y se había sentado a la cabecera de la mesa de comedor de la reina. Aisa se quedó de pie detrás de su silla. Había varias personas más de pie; pese a ser enorme, en aquella mesa no cabían todos. Aisa no creía que allí pudiera darse ninguna amenaza violenta, pero de todas formas tenía una mano en el puñal. Raramente lo soltaba, ni siquiera para dormir. La primera noche después del puente (ahora la vida mental de Aisa parecía dividida en antes y después del puente), Maza le había asignado una habitación para ella sola, muy cerca de las dependencias de la guardia. A pesar de que Aisa quería mucho a sus hermanos, se alegró de librarse de ellos. Aquella parte de su vida, la parte que correspondía al pasado, la parte de la familia, parecía desaparecer cuando estaba trabajando con la guardia. No había espacio para ella. Aisa se sentía segura en su nueva habitación, más segura de lo que jamás se había sentido, pero a veces, cuando despertaba por la mañana, se encontraba el puñal en la mano.

Arliss estaba sentado al lado de Maza, con uno de sus apestosos cigarrillos entre los dientes, hojeando un montón de documentos que tenía delante. Arliss vivía para los datos y las cifras, pero Aisa no sabía de qué iban a servirle sus registros en aquel caso. El problema de la reina no podía resolverse sobre el papel.

Junto a Arliss estaba el general Hall, acompañado de su ayudante, el coronel Blaser. Ambos llevaban todavía puesta la armadura, pues acababa de regresar del frente. Durante toda la semana anterior, los últimos restos del ejército tear habían seguido a la enorme caravana militar mort, que cruzó el Caddell e inició su avance, lento pero constante, hacia el este, atravesando el Almont. Por imposible que pudiera parecer, los mort estaban replegándose: habían recogido su material de asedio y volvían a casa.

«Pero ¿por qué?». Nadie lo sabía. El ejército tear estaba diezmado, y las defensas de Nueva Londres eran endebles; Elston decía que los mort habrían podido atravesarlas sin ningún problema. El ejército mantenía estrechamente vigilados a los invasores, por si se trataba de una trampa; sin embargo, a esas alturas, hasta Maza parecía convencido de que la retirada era real. Los mort se marchaban. No tenía sentido, pero era lo que estaba pasando. Según el general Hall, los soldados mort ni siquiera saqueaban por el camino.

Todo eso eran buenas noticias, pero el humor de los que estaban sentados a aquella mesa distaba mucho de ser jovial. Seguían sin saber nada de la reina. Los mort no habían dejado atrás su cadáver al retirarse. Andalie decía que estaba prisionera, y a Aisa le hervía la sangre solo de pensarlo. El primer deber de un guardia real era proteger al gobernante del peligro, y, aunque la reina no estuviera muerta, todavía estaba a merced de los mort. Ni siquiera su madre sabía qué le estaba pasando en el campamento.

Al otro lado de Maza estaba sentado Pen, pálido y demacrado. Por mucho que sufrieran Aisa y los otros guardias pensando en lo que podía estar sucediéndole a la reina, nadie sufría como Pen, que era su guardia personal… «y algo más», pensó Aisa. Últimamente no se podía contar mucho con él, pues por lo visto lo único que era capaz de hacer era estar deprimido y beber, y, cuando alguien decía su nombre, solo levantaba un poco la cabeza, con gesto de ligero desconcierto. Una parte de Pen se había perdido el día que la reina había destruido el puente, y aunque estaba sentado al lado de Maza, ocupando el lugar de un guardia personal, seguía con la mirada fija en la mesa, ausente. Coryn, sentado a su lado, estaba tan alerta como siempre, de modo que Aisa no se preocupaba, pero sí se preguntaba hasta dónde llegaría la tolerancia de Elston respecto a Pen. ¿Cuánto tardaría alguien en decir la verdad en voz alta: que Pen no estaba en condiciones de desempeñar su trabajo?

—Empecemos —anunció Maza—. ¿Qué noticias hay?

El general Hall carraspeó.

—Creo que antes que nada, señor, debería presentar un informe. Hay buenas razones.

—Pues adelante. ¿Dónde están los mort?

—Están en el Almont central, señor, y se acercan al nacimiento del Crithe. Recorren como mínimo cinco millas diarias, casi diez desde que dejó de llover.

—¿No dejan nada atrás?

Hall negó con la cabeza.

—Hemos buscado trampas. Creo que la retirada es auténtica.

—Bueno, algo es algo.

—Sí, señor, pero…

—¿Y los desplazados? —inquirió Arliss—. ¿Podemos empezar a devolverlos a sus casas?

—No sé si será seguro. Deberíamos esperar a que la caravana militar mort se haya alejado un poco más.

—En el norte del Reddick ya han caído las primeras nieves, general. Si no recogemos las cosechas pronto, no habrá nada que cosechar. —Arliss hizo una pausa y expulsó una voluta de humo—. Además, tenemos todos los problemas a los que se puede enfrentar una ciudad superpoblada: alcantarillado, tratamiento de aguas, enfermedades… Cuanto antes la vaciemos, mejor. Tal vez sí…

—Hemos visto a la reina. Todos se pusieron alerta. Hasta pareció que Pen despertaba.

—¿A qué estáis esperando? —preguntó Maza con brusquedad—. ¡Informad!

—La vimos ayer por la mañana, en el delta del Crithe. Está viva, pero esposada, encadenada a un carro. No tiene ninguna oportunidad de huir.

—¡Pero si partió el maldito puente de Nueva Londres por la mitad! —renegó Arliss—. ¿Cómo van a atarla unas cadenas a un carro?

—No pudimos verla bien —dijo Hall con serenidad—. La caballería mort es demasiado nutrida. Pero uno de mis hombres, Llew, tiene vista de halcón. Está casi seguro de que la reina ya no lleva los zafiros de Tear.

—¿Cómo está? —intervino Pen.

Hall se sonrojó; miró a Maza y dijo:

—Quizá sería mejor que lo habláramos…

—Lo hablaremos ahora mismo —dijo Pen en voz muy baja—. ¿Está herida?

Hall miró, acongojado, a Maza y este hizo un gesto afirmativo.

—Sí. Tiene cardenales en la cara; hasta yo pude verlo con el catalejo. Le han pegado.

Pen se recostó en la silla. Aisa no podía verle la cara, pero tampoco había necesidad. Sus hombros caídos lo decían todo. Toda la mesa guardó silencio un momento.

—Al menos iba de pie en el carro —se aventuró a decir Hall—. Si se tiene en pie es que no está gravemente herida. No creo que tenga ningún hueso roto.

—¿Dónde va ese carro? —preguntó Maza.

—Justo en el centro de la caballería mort.

—¿No hay ninguna posibilidad de un ataque directo?

—No, ninguna. Aunque mi ejército no estuviera terriblemente diezmado, los mort no quieren arriesgarse. Está rodeada de soldados a caballo por los cuatro costados, en un radio de al menos treinta metros. La llevan a toda velocidad por la Calzada Mort, aventajando a la infantería. Supongo que la llevan directamente a Demesne.

—A la mazmorra del Palais. —Pen apoyó la frente en una mano—. ¿Cómo demonios vamos a sacarla de allí?

—La rebelión mort está a punto de llegar a Demesne —le recordó Maza—. La gente de Levieux nos será útil.

—¿Cómo sabe que puede confiar en él?

—Lo sé, y basta.

Aisa arqueó las cejas. No había vuelto a pensar en Levieux, que se había marchado de la Ciudadela hacía más de una semana. Era atractivo, pero la belleza no significaba nada a la hora de pelear. Alain, uno de sus hombres, sí sabía unos cuantos buenos trucos de cartas, pero no podían compararse con los de Bradshaw. Quizá un mago fuera capaz de entrar en la mazmorra del palacio mort, pero Maza no confiaba en los magos.

—Ahora la Reina Roja se enfrentará a un problema en su flanco derecho —caviló Arliss—. No hay botín: ni oro, ni mujeres… No sé cómo ha conseguido que su ejército se retire, pero seguro que los soldados no están contentos.

—Eso mismo habrá pensado Levieux. Los soldados que no han recibido su paga se convierten en excelentes rebeldes. Espera poder reclutar a un gran número de ellos cuando el ejército regrese a casa.

—Y eso ¿de qué nos sirve a nosotros —preguntó Pen— si no tenemos a la reina?

—Eso ya lo hablaremos más tarde, Pen —lo reprendió Maza—. De momento, cálmate.

Aisa arrugó la frente. Maza consentía continuamente a Pen: intentaba animarlo y no lo reprendía cuando este adoptaba una actitud insubordinada. Aisa habría impuesto al joven una dura sanción y, si eso no hubiera bastado, le habría dado una bofetada.

—Siga enviándome informes de la retirada —le dijo Maza a Hall—, pero concéntrese en la reina. Escoja a dos de sus mejores hombres para que la sigan una vez en Mortmesne. Asegúrese de que no le perdemos la pista. Pueden retirarse.

Hall y Blaser saludaron con la cabeza y se dirigieron hacia la puerta.

—Tenemos que hablar del Arvath —dijo Arliss.

—¿Qué pasa con el Arvath? —Arliss recogió sus documentos y los dejó a un lado.

—Esta mañana una muchedumbre ha causado algunos desperfectos en la ciudad. Por lo visto se han congregado en el circo y, desde allí, han ido hasta Bethyn’s Close.

—Esta clase de disturbios no son nada nuevo.

—Este era especial. Tengo entendido que el principal asunto en discusión era la falta de moralidad del gobierno de la reina.

Maza frunció el entrecejo, y lo mismo hizo Aisa. Ahora que el problema de los mort se alejaba rápidamente, surgía otro que ocupaba su lugar: el Santo Padre. El mismo día en que la reina había salido de la ciudad, el Arvath había anunciado públicamente su negativa a pagar el impuesto sobre la propiedad, así como su intención de absolver a cualquier seglar que se negara a hacer lo mismo.

—¿Qué relación tiene esa turba con el Arvath? —preguntó Coryn.

—Ninguna —contestó Arliss—. El grupo se dispersó mucho antes de que llegaran los alguaciles, y ya no tenemos ejército capaz de ocuparse del descontento civil. Pero entraron en una casa del borde de Bethyn’s Close y aterrorizaron a las dos mujeres que vivían allí. Por llevar un estilo de vida inmoral.

A Maza había empezado a temblarle un músculo de la cara.

—El Santo Padre cree que si me presiona lo suficiente no recaudaré los impuestos de la reina. Pero se equivoca.

—Los nobles siguen negándose a pagar sus impuestos, excepto Meadows y Gillon. La Guardería se va a llevar la mayor parte del Tesoro. Hemos perdido los ingresos de los peajes del puente. Dentro de pocos meses estaremos con el agua al cuello.

—Pagarán. —Maza compuso una sonrisa tan feroz que Aisa retrocedió asustada, pero al cabo de un momento su rostro recuperó su expresión habitual—. ¿Se sabe algo de esos dos sacerdotes?

—No, no hay ni rastro de ellos. Han desaparecido. Pero el Arvath se ha enterado de que hemos igualado su recompensa. —Arliss volvió a hurgar en su montón de papeles—. En un mensaje de ayer, el Santo Padre exige que retiremos nuestra recompensa por el padre Tyler, si queremos entrar en el Cielo.

—Si queremos entrar en el Cielo —repitió Maza—. Algún día yo mismo me ocuparé de que ese hombre conozca a Jesucristo.

—Y hay otro informe preocupante. Hace dos días, uno de mis espías vio a unos sacerdotes que salían de Nueva Londres por la carretera secundaria que rodea la ciudad.

—¿Adónde iban? —A Demesne, seguramente. Mi hombre los siguió un buen trecho por la Calzada Mort.

El semblante de Maza se ensombreció.

—¿Lo investigamos? —preguntó Elston.

—No —contestó Maza tras reflexionar un momento—. Si el Santo Padre tiene tratos con la Reina Roja, mi fuente en el Palais nos informará. ¿Qué más?

Arliss repasó su lista.

—Tenemos que recoger la cosecha antes de que nieve. El reino entero está hambriento de frutas y hortalizas frescas. Creo que los primeros labriegos que vayan a recoger una cosecha podrían poner los precios que quieran.

—Eso no es un buen incentivo para los que trabajan las tierras de un noble.

—Sí, pero todos los nobles siguen en Nueva Londres. —Arliss compuso una sonrisa tan traviesa que Aisa no pudo evitar sentir cierta simpatía por él en ese momento, a pesar de los cigarrillos apestosos y todo lo demás—. Si un lord no se ocupa de sus tierras mientras los mort las atraviesan, ¿quién puede decir qué fue de la cosecha?

—Y ¿y si los mort se dedican a saquear por el camino de regreso? —preguntó Elston.

—No, no está habiendo pillaje. Se lo he preguntado al segundo de Hall. No tocan los cultivos, sabe Dios por qué. —Arliss se encogió de hombros y añadió—: Dejemos que los campesinos vayan a recoger las mejores piezas. Aunque solo recolecten unos pocos días, podrían asegurarse el invierno si consiguieran ser los primeros en llegar al mercado. Y su éxito sería un aliciente para los demás.

Maza asintió con la cabeza y dijo:

—Ocúpese usted de ello.

—Merritt sigue esperando fuera —le recordó Elston.

—¿Cuántos cadén lo acompañan?

—Tres.

—¿Solo?

—Sí, señor. Pero no son tres cualesquiera. Son los hermanos Miller.

—Vaya. —Maza meditó brevemente sobre aquel dato.

Aisa no sabía quiénes eran los hermanos Miller, pero habían discutido mucho sobre si debían dejar entrar a unos cadén en el Pabellón Real. A Elston no le gustaba la idea, como a casi todos los otros guardias, pero Maza estaba decidido a dejarlos pasar, y Aisa confiaba en que se saliera con la suya. Estaba deseando ver de cerca a unos cadén.

—Muy bien, que pasen.

Maza subió a la tarima, y Aisa aguantó la respiración, expectante. Pero, en lugar de sentarse en el trono, Maza se colocó en el último peldaño mientras Devin entraba por la puerta con los cadén.

El jefe, Merritt, medía más de un metro ochenta, pero se movía como Maza, con la agilidad de un hombre corpulento capaz de adquirir una velocidad considerable en caso necesario. Tenía una gran cicatriz en la frente. Aisa, que se había hecho varias heridas de puñal en las manos y los brazos durante los entrenamientos, conjeturó que aquella cicatriz no era lo bastante limpia para haber sido hecha por un cuchillo. Parecía más bien una herida infligida por unas uñas humanas. Había oído hablar de Merritt; todos habían oído hablar de él, pues, incluso entre los cadén, estaba considerado uno de los más selectos. En cambio, los tres hombres que iban detrás de él eran un enigma.

Entraron en la sala formando un triángulo, uno delante y dos detrás, en una formación defensiva que Aisa reconoció gracias a sus sesiones de entrenamiento. Sus capas color sangre destacaban contra la piedra gris de las paredes de la Ciudadela. Los tres eran muy distintos físicamente: uno alto, otro de mediana estatura, y otro más bajo, y todos tenían diferentes tonalidades de pelo castaño, desde el más claro hasta el más oscuro. Sin embargo, guardaban un extraño parecido, no físico, que Aisa no supo identificar. Cuando uno se movía, también lo hacían los otros dos; se orientaban como una tríada, sin decir nada y sin hacerse señales abiertamente, y Aisa dedujo que llevaban mucho tiempo trabajando juntos. Elston, en su calidad provisional de capitán, había decretado que ninguno de los cadén podría acercarse a más de tres metros de Maza, y Aisa se alegró de que hubiera tomado aquella precaución. Aquellos tres hombres parecían peligrosos.

Merritt señaló uno a uno sus acompañantes.

—Los Miller. Christopher, Daniel, James.

Maza los miró y dijo:

—Tenía entendido que os habían echado del gremio.

—El gremio se lo ha pensado mejor —replicó el más alto, Christopher, con tono cordial.

—¿Por qué?

—Somos útiles, Regente.

—Fuisteis útiles hace seis años. No he vuelto a saber nada de vosotros desde entonces.

—Pero no hemos estado ociosos —aportó James.

—Claro que no. —El tono de Maza se afiló—. Habéis estado buscando a la reina.

Los tres cadén permanecieron callados con gesto hostil, sosteniéndole la mirada, hasta que Maza transigió.

—El pasado pasado está. Tengo un trabajo para vosotros, y para tantos miembros de vuestro gremio como quieran participar.

—Nuestro gremio está muy ocupado —dijo James.

Aisa le pareció que era una respuesta mecánica. Se preguntó si los cadén siempre responderían con una negativa la primera vez.

—Sí, estáis ocupados —dijo Maza con un deje burlón—. Me han contado algunas historias. Los cadén, salteadores de caminos. Los cadén, mercenarios. Los cadén organizando peleas de perros y cosas peores.

—Hacemos lo que nos piden. ¿Qué hay de malo en eso?

—Esas cosas son indignas de vosotros; no fue para eso para lo que os reclutaron. Perjudican el prestigio de vuestro gremio. Yo tengo un trabajo mejor. Difícil y peligroso. Y que exige cierta astucia. Aunque tuviera a mi disposición un ejército intacto, no les encargaría esta misión a unos soldados.

El tercer cadén, Daniel, habló por primera vez.

—¿De qué trabajo se trata?

—Se trata de limpiar la Guardería.

—Eso es muy fácil —dijo James riendo—. Lo único que necesitas es una cisterna.

—No, no es nada fácil —lo contradijo Maza sin sonreír siquiera—. Ahí abajo el espacio es muy reducido, hay mujeres y niños expuestos a un peligro considerable. Y también hombres, y la reina querrá saber quiénes. Quiero sacar de allí a los inocentes sanos y salvos, y a los proxenetas y empresarios, vivos y detenidos.

—¿Cuánto vas a pagar por este trabajo?

—Un precio cerrado. Diez mil libras al mes durante tres meses. Si vuestro gremio no lo consigue en ese tiempo, dudo mucho que pueda hacerse.

—¿Habrá bonificación por hacerlo en menos tiempo? Maza miró a Arliss, que asintió a regañadientes y dijo:

—Si lo hacéis en dos meses, pero bien hecho, os pagaremos los tres meses. Los Miller formaron un corro y hablaron en voz baja mientras el resto de los presentes esperaban. Merritt no participó en la deliberación, sino que se quedó un poco apartado, impertérrito. Él ya había accedido a ayudarlos gratis; según Maza, estaba en deuda con la reina. Pero Aisa tenía sus dudas. ¿Qué clase de deuda podía hacer que un cadén trabajara gratis?

Maza observaba a los tres hermanos con gesto de indiferencia, pero Aisa no se dejó engañar por su expresión. Había algo que lo impulsaba a hacer aquello. Ella nunca había oído hablar de la Guardería antes de lo del puente, y nadie quería contarle nada de aquel lugar abiertamente, pero ya había entreoído bastante para hacerse una idea de cómo era aquel sitio: una madriguera que se extendía por debajo de la ciudad, donde estaban tolerados los peores vicios, y donde niños más pequeños que Aisa eran vendidos con fines de lucro y entretenimiento. La idea de aquel sitio la intrigaba. Su padre era repugnante, pero solo era eso: un individuo. La idea de que existieran otros como él, y de que todos hicieran cosas terribles, de que hubiera todo un mundo subterráneo de niños que vivían la misma pesadilla… la corroía, no la dejaba dormir por las noches. Y por lo visto también corroía a Maza, porque Arliss y él estaban concentrando gran parte de su energía en la Guardería, a pesar de que a Arliss le dolía gastarse el dinero en eso. Nadie discutía con Maza sobre el asunto, pero a él le parecía que no se estaba resolviendo con suficiente rapidez, y ahora Aisa creyó ver la sombra de la reina detrás de Maza, aguijoneándolo. Obligándolo a actuar.

Los cadén llegaron a algún tipo de acuerdo y se volvieron hacia Maza. Christopher habló por los demás.

—Presentaremos tu propuesta en la próxima reunión del gremio. Entretanto, nosotros tres estudiaremos el trabajo, sin compromiso y sin exigir ningún pago previo.

—De acuerdo —dijo Maza—. Puesto que esa parte del trabajo no se va a remunerar, no os pondré una fecha límite. Pero el tiempo es de vital importancia. Quiero tener este asunto solucionado antes de que regrese la reina.

Los tres cadén lo miraron fijamente.

—¿Qué te hace pensar que va a regresar? —preguntó James.

—Regresará —afirmó Maza, con un tono que descartaba cualquier discusión.

—Si aceptáis el trabajo, tendréis que dirigiros a mí para cobrarlo —intervino Arliss—. No habrá anticipos ni ninguna tontería parecida, así que no hace falta que lo intentéis.

—Pues yo sí quiero pedir un pequeño adelanto —replicó Daniel—. La niña. Esa de ahí. —Señaló a Aisa—. Hemos oído hablar de ella —continuó—. Dicen que maneja bien el puñal, pero nosotros no conocemos ningún caso como el suyo. Antes de irnos, ¿puedo pediros que nos haga una pequeña exhibición?

Maza frunció el ceño.

—¿Queréis pelear contra una cría? Aisa puso mala cara. No soportaba que le recordaran su edad.

—No, no una pelea, Regente —aclaró Daniel—. Solo una exhibición.

Maza miró a Aisa con gesto interrogante, y ella asintió con entusiasmo. ¡Entrenarse con un cadén! Hasta un empate sería algo excepcional.

—Si te hieren, fierecilla —le dijo Maza en voz baja, inclinándose hacia ella—, se lo explicarás tú a tu madre.

Aisa ya había empezado a tirar de las correas de la armadura, despojándose de ella y sacando el puñal de su funda. Fell había encargado aquel puñal especialmente para ella, del mismo material y la misma forma que los puñales que llevaban el resto de los miembros de la guardia real: era una copia del antiguo modelo Belland, con un filo recto y otro curvado. Pero Aisa tenía las manos pequeñas, y Venner creía que necesitaba menos circunferencia en la empuñadura, así como una hoja más delgada. Fell se lo había encargado a un falsificador de armas cuyo trabajo le gustaba, y el resultado era un puñal muy compacto que Aisa podía blandir cómodamente. Venner siempre decía que para ser bueno con el puñal tenías que lograr que el arma formara parte de tu mano, pero a veces Aisa creía haber ido más allá incluso, y el puñal no solo formaba parte de su mano sino de ella misma, y mantenía alejados a los demonios. Hasta su padre desaparecía de su pensamiento cuando iba armada.

Daniel, el cadén, se había despojado del resto de sus armas, pero su puñal relucía, semioculto, en su mano, y la hoja era más larga que la del de Aisa. Venner también lo había visto, porque señaló el arma de Daniel y gritó:

—¡Esto no es un combate justo!

—Las desventajas son una parte natural de toda batalla —lo contradijo Daniel dirigiéndose a Maza—. También la supero en estatura. Sin embargo, puesto que es una niña, sujetaré la empuñadura un poco más arriba. ¿De acuerdo?

Maza miró a Aisa, y la niña asintió. Habría peleado contra aquel hombre aun con desventajas mayores; así, la gloria habría sido también mayor.

—¡Vigila, niña! —le advirtió Venner—. ¡Emplea tus bazas!

Aisa empuñó firmemente su puñal apuntando hacia abajo. Venner le había repetido en numerosas ocasiones que su tamaño siempre sería una desventaja en el combate, pero que podría compensarla con velocidad y astucia. El resto de la guardia había formado un corro dejándoles un espacio de unos seis metros de circunferencia, y una parte de la mente de Aisa registró distraídamente que los hombres hacían apuestas.

—No tengo intención de herirte —le dijo Daniel, colocándose a unos tres metros de ella—. Solo quiero comprobar tus habilidades.

Esa afirmación no significaba gran cosa. Venner y Fell tampoco tenían intención de herirla, pero Aisa ya tenía varias cicatrices en las manos y los brazos. Un combate era un combate.

—Atácame —ordenó Daniel, pero Aisa no lo hizo. Venner le había enseñado que una agresión temprana era un error. Si atacaba cuando todavía no tenía ninguna ventaja, no podría protegerse las costillas ni el cuello—. Veo que eres prudente —observó.

Aisa no contestó; estaba demasiado ocupada evaluando a su oponente. El cadén mantenían los brazos junto a los costados para conservar la energía. Cuando atacara, llegaría más lejos que ella. Si Aisa quería acercarse más a él, como mínimo tendría que repeler un golpe con el antebrazo. Empezó con una serie de embestidas controladas, todas ellas más lentas de lo que era capaz, y sin apurar al máximo su alcance. Oía fluir la sangre por sus venas; Venner habría dicho que era la adrenalina, pero Aisa sabía que en realidad era la música del combate, de estar sola en un rincón sin depender de nada más que de ella misma y de su puñal.

Notaba el sabor del metal en la boca.

De pronto, el cadén dio un salto hacia delante y agitó un brazo para distraerla mientras golpeaba con el otro. Pero Aisa había aprendido a no desviar la atención de la mano que sujetaba el puñal, y lo esquivó sin dificultad: rodó por el suelo para esquivar la embestida y se puso de nuevo en pie.

—Rápida —observó Daniel.

Aisa no dijo nada, porque había detectado algo cuando el cadén se había dado la vuelta para seguirla: tenía la pierna izquierda débil. Una cojera, o más probablemente una herida reciente. El hombre se protegía esa pierna, manteniéndola sutilmente lejos de la zona de contacto. Aisa amagó un golpe, apuntando sin muchas ganas al cuello de su oponente, y aspiró entre los dientes cuando el puñal del cadén le rozó el antebrazo. Pero ella, sin amilanarse, le lanzó una rápida patada hacia la rodilla izquierda, golpeando con la punta del pie, como le había enseñado Maza.

El cadén ahogó un gruñido de dolor, se tambaleó y cayó al suelo.

—¡Ja! ¡Así me gusta! —exclamó Venner—. ¡Acaba, niña! ¡Acaba mientras lo tienes en el suelo!

Aisa saltó sobre la espalda del cadén y dirigió su puñal hacia el cuello, pero él ya se había preparado para parar el golpe, y la niña no pudo agarrarse bien. El cadén dio una fuerte sacudida y lanzó a Aisa por encima de sus hombros; entonces fue ella la que gruñó al caer al suelo de espaldas y golpearse la cabeza contra la piedra.

—¿Estás bien, Aisa? —preguntó Maza.

Aisa no le contestó. Se puso rápidamente en pie, sin perder de vista al cadén, que describía círculos alrededor de ella. Le había hecho daño en la rodilla, pero él también le había hecho daño a ella; el corte del antebrazo era profundo y tenía la mano libre ensangrentada. Venner la había entrenado para aumentar su resistencia, pero Aisa notó que empezaba a cansarse y que sus músculos reaccionaban más lentamente. Asió mejor el puñal y buscó un nuevo hueco. El cadén no la dejaría acercarse otra vez a su rodilla, pero los anteriores amagos de Aisa, torpes, debían de haber surtido efecto, porque él ya no se protegía tanto las costillas. Decidió entrar a fondo, aunque tuviera que pagar las consecuencias.

—Vigila dónde pisas —le aconsejó Daniel—. Hay sangre en el suelo.

—Quiere que mire hacia abajo, ¿verdad?

El cadén sonrió y se pasó el puñal a la mano derecha. Al verlo, los guardias que los rodeaban murmuraron un poco, pero Aisa no se preocupó; Venner también se cambiaba el puñal de mano. Aisa evitó dirigir la mirada hacia el punto que quería atacar: debajo de las costillas, detrás del antebrazo izquierdo, justo donde terminaba la protección de la armadura. Se enfrentaba a un oponente excelente, más alto, más rápido y mejor entrenado, que, en una pelea a muerte, habría acabado con ella. Pero allí lo único que necesitaba era darle un toque.

Aisa supo en qué momento iba a atacarla, porque inspiró justo antes de lanzarse, describiendo un amplio arco con el puñal y dirigiéndolo hacia su hombro. Aisa se agachó y le rozó las costillas con el puñal. No fue un golpe limpio; el puñal estuvo a punto de caérsele de la mano, y al mismo tiempo Aisa notó un corte en el bíceps. Pero oyó al cadén aspirar entre los dientes, dolorido, y al cabo de un momento el hombre la agarró y le dio la vuelta. Aisa perdió el equilibrio y se encontró inmovilizada, con el cuchillo del cadén en el cuello. Se obligó a permanecer quieta, jadeando. El cadén estaba como si no hubiera hecho ni el más mínimo esfuerzo.

—Suéltala —ordenó Maza.

Daniel obedeció, y Aisa se dio la vuelta y lo miró. Al principio se quedaron plantados frente a frente, observándose fijamente, mientras a su alrededor los guardias empezaban a discutir y a entregarse monedas.

—¿Cómo te manejas con la espada? —preguntó Daniel.

—No muy bien —admitió Aisa. Sus lentos progresos con la espada la fastidiaban.

—No he sido muy duro contigo, niña, pero tampoco blando, y soy uno de los mejores del gremio con el puñal. —Se quedó mirándola largo rato y añadió—: Hábil con el puñal, mediocre con la espada… Tú no eres una guardia real, niña.

Eres una asesina. Cuando hayas crecido un poco, deberías abandonar este mausoleo y venir a hablar con nosotros. —Se tocó la herida de las costillas y levantó la mano para enseñarle a Maza los dedos manchados de sangre—. Gracias, Regente. Ha sido una buena exhibición.

Aisa recogió su armadura y volvió a colocarse junto a la tarima. Kibb le guiñó un ojo. Se abrochó el peto y se limpió la sangre. Cuando concluyera la reunión, seguramente Maza la dejaría ir a ver a Coryn para que le curara la herida del brazo, pero todavía no, porque ella se había prestado voluntaria para aquella pelea. Era lo justo, pero estaba perdiendo sangre, y, tras pensárselo un momento, se enrolló la mitad inferior de la manga, desgarrada, alrededor del brazo y la ató fuertemente.

—No hay nada más que hablar —le dijo Christopher a Maza—. Volveremos cuando el gremio tenga una respuesta.

—Si la respuesta es afirmativa, puedo cederos al menos veinte guardias reales para que os ayuden.

—No, gracias. No nos hacen falta aficionados. Un murmullo de contrariedad recorrió a los miembros de la guardia, pero los Miller ya se habían dado la vuelta y caminaban hacia la puerta.

Merritt rio y dijo:

—No siento especial simpatía por esos tres, Regente, pero os servirán para vuestro propósito. Yo, por mi parte, estoy dispuesto a servir a la reina.

Siguió a los otros cadén hacia la puerta, y Aisa notó que sus músculos se relajaban. Aunque jamás lo habría admitido, estaba dándoles vueltas a las palabras de Daniel.

—Ahora solo nos queda ocuparnos de nuestra reina, ¿no? —dijo Arliss.

No se había levantado de la mesa durante el combate, y eso había sorprendido a Aisa; creía que Arliss sería el primero en recoger los beneficios de las apuestas.

—¿Qué hay que hacer?

—Iremos a buscarla —respondió Maza—. Pero la reina me mataría si me marchara y dejara que su reino se derrumbara. Tendremos que priorizar.

Aisa notó que le tocaban el brazo, se dio la vuelta y vio a Coryn examinándole las heridas.

—Feas, pero no muy profundas. Arremángate la camisa para que te dé unos puntos.

Aisa se arrancó el resto de la manga.

—La pelea no ha estado nada mal, fierecilla —comentó Maza—. Pero has dejado que te hiciera perder el equilibrio.

—Ya lo sé. —Aisa apretó los dientes mientras Coryn empezaba a desinfectarle las heridas—. Era más rápido que yo.

—Es la torpeza de la juventud. No durará eternamente. Aunque hubiera durado solo un día más, para Aisa era demasiado. Se sentía atrapada en un desagradable espacio intermedio: era demasiado mayor para ser una niña, y demasiado joven para ser una adulta. Estaba impaciente por trabajar como una persona mayor y por ser independiente. Estaba aprendiendo a combatir, pero había muchas lecciones que no podía enseñárselas nadie: cómo comportarse en público, como anteponer los intereses de la Guardia Real, y sobre todo los de la reina, a los suyos propios. Eran lecciones de madurez, y Aisa era consciente de ello. Sin embargo, a veces todavía quería ir corriendo con su madre, apoyar la cabeza en su hombro y dejar que ella la consolara como hacía cuando Aisa era pequeña y su padre la perseguía.

«No puedo tenerlo todo». Notó el pinchazo de la aguja de Coryn en el antebrazo e inspiró hondo. En la Guardia no se hablaba de esas cosas, pero ella sabía que la forma de actuar ante una herida era tan importante como el comportamiento en el combate. Para distraerse, preguntó:

—¿Qué ha querido decir con eso de que los habían expulsado?

—¿Cómo dices?

—A esos cadén. Ha dicho que los habían expulsado.

—Sí, hace seis años. Le hicieron perder mucho dinero al gremio y los echaron.

—¡Ay! —exclamó Aisa. La aguja de Coryn debía de haberle pinchado un nervio—. ¿Qué fue lo que hicieron mal?

—Había una joven noble, lady Cross. Lord Tare le tenía echado el ojo y a las tierras de su familia también, pero lady Cross se había comprometido en secreto con un joven del Almont, un arrendatario pobre, y rechazaba a lord Tare una y otra vez. Lord Tare la raptó, se la llevó a su castillo del extremo sur del Reddick y la encerró en la torre. Juró que la retendría allí hasta que accediera a casarse con él.

—El matrimonio es una estupidez —dijo Aisa, apretando los dientes mientras Coryn tensaba el hilo—. Yo no pienso casarme.

—Claro que no —replicó Maza riendo—. Pero lady Cross, que no era una guerrera, sí quería casarse, y quería casarse con su joven enamorado. Pasó dos meses en el castillo de lord Tare y no cambió de opinión. Y entonces lord Tare tuvo la excelente idea de privarla de alimento.

—¿La mató de hambre para que accediera a casarse con él? —Aisa hizo una mueca de repugnancia—. Y ¿por qué ella no se casó con el noble y luego se fugó?

—La Iglesia de Dios no acepta el divorcio, niña. Un marido siempre tiene derecho a obligar a su esposa a volver a casa.

Aisa recordó que su padre lo había hecho. Varias veces, cuando ella era pequeña, su madre les había hecho recoger sus escasas pertenencias y huir, pero el viaje siempre terminaba igual: otra vez en casa con su padre.

—Y ¿qué pasó?

—Bueno, pues lady Cross se estaba consumiendo, porque seguía sin ceder. Aquello se convirtió en un tema de discusión en el reino.

—¿Y su prometido no hizo nada?

—No podía hacer gran cosa. Le había ofrecido a Tare las pocas libras que tenía. La familia de lady Cross también intentó pagar un rescate por ella, pero sin suerte. A esas alturas, para lord Tare aquello era una cuestión de orgullo, ¿entiendes? Tenía que conseguir que la mujer se rindiera, costara lo que costase; estaba en juego su hombría. Muchos nobles apelaron al Regente en nombre de lady Cross, pero el Regente se negó a enviar el ejército tear a intervenir en lo que consideraba un asunto doméstico. Finalmente, cuando fue evidente que lady Cross moriría en aquella torre, los Cross reunieron una suma importante de dinero y contrataron a los cadén para que la sacaran de allí.

—¿Y la liberaron? —preguntó Aisa.

Estaba hechizada; era como escuchar uno de los cuentos de hadas de su madre.

—Sí, y fue un trabajo muy logrado —intervino Elston—. James se hizo pasar por el primo de la dama, que iba a suplicarle que transigiera, y Christopher y Daniel, por dos criados suyos. Pasaron una hora hablando con ella y, cuando salieron, la dama accedió a casarse con lord Tare. Él estaba muy contento, y organizó la boda para la semana siguiente.

«Una finta», pensó Aisa. A veces se daba cuenta de que todo en la vida podía entenderse como un combate.

—Durante la semana previa a la ceremonia, lord Tare mantuvo a lady Cross bajo estrecha vigilancia, pero todo el reino creía que ella había cedido. El capitán, sin embargo, insistía en que no era así —Elston saludó a Maza llevándose dos dedos a la sien—, pero a todos los demás nos engañó, y no le reprochábamos nada a lady Cross. La muerte por inanición es terrible.

—Y ¿qué pasó? —preguntó Aisa. Coryn había empezado a trabajar en su bíceps, pero ella no se dio ni cuenta.

—Llegó el día de la boda, y Lady Cross se puso sus mejores galas. El Arvath envió al obispo para que celebrara la ceremonia. Lord Tare invitó a medio reino a presenciar su triunfo, y la iglesia estaba abarrotada de guardias e invitados. Los Cross no quisieron asistir, pero el resto de la nobleza sí estaba allí, incluido el Regente. Lady Cross caminó hasta el altar y prestó atención al obispo durante toda la ceremonia; escuchó cada una de sus palabras, durante dos horas, hasta que estuvieron casados.

—¿Qué?

—La boda terminó sin incidentes, y de inmediato las preocupaciones de lord Tare se desvanecieron. Ya tenía las tierras y los títulos de la dama, y eso era lo único que quería. Se quedó en el piso de abajo emborrachándose con su guardia privada mientras lady Cross subía al piso de arriba a quitarse el vestido de novia. Una hora más tarde, Tare fue a buscar a su esposa, pero ella había desaparecido: se la habían llevado sin el menor impedimento. Para cuando Tare hubo reunido a sus hombres para ir a rescatarla, ella había recorrido ya medio Reddick.

—Pero estaba casada con él.

—Eso parece, ¿verdad? Lord Tare se puso hecho un basilisco, persiguió a los cadén con sus sabuesos, y, como no los encontró, acudió al Regente. Pasaron dos días hasta que a alguien se le ocurrió consultar al obispo, pero, cuando por fin lo hicieron, lo encontraron atado en su palacio, junto con sus guardias. El obispo estaba furioso y muerto de hambre, y no era el mismo que había celebrado la boda.

—Y ahora viene la parte más ingeniosa, fierecilla —terció Maza—. Yo no sé latín, pero conozco a unas cuantas personas que sí, y me contaron que la ceremonia de la boda había sido una farsa. Hubo un largo sermón sobre los beneficios del ajo, otro sobre las reglas del rugby, y Dios sabe qué más. Lady Cross prometió amar y servir a la cerveza el resto de su vida. Resulta que ella sabía latín, pero lord Tare no.

Aisa reflexionó un momento.

—¿Y los asistentes a la ceremonia?

—Muchos sabía latín, y algunos hasta eran amigos de lord Tare. Pero nadie dijo nada hasta más tarde, cuando atestiguaron que la boda había sido una farsa. Aquellos tres cadén se habían arriesgado mucho, pero les había salido bien la jugada. Al final, todo el reino simpatizaba con lady Cross. Los únicos que de verdad querían que la mujer acabara sometiéndose eran los sádicos y los misóginos, y los cadén apostaron muy alto a que, de esos, ninguno sabría latín.

—Una buena apuesta —masculló Arliss—. Perdí una fortuna con aquella boda.

—¿Qué hizo lord Tare cuando se enteró?

—Bueno, juró y perjuró que se vengaría de todos ellos: de lady Cross, de los cadén, del falso obispo (al que nunca encontraron). Pero no tenía ningún derecho legítimo sobre la dama, y, para cuando se descubrió toda la trama, ella estaba con su granjero.

—¿Se casó con él?

—Sí, y su familia la desheredó por ello. Entonces fue cuando los Miller se metieron en un lío; se habían comprometido a devolver a la dama a su familia, pero se la entregaron al granjero. Los Cross solo pagaron la mitad de lo acordado por el trabajo. Los cadén estaban furiosos y expulsaron a los hermanos del gremio. Además, la Iglesia de Dios los excomulgó, aunque dudo mucho que eso les importara.

—Pero hicieron su trabajo —reflexionó Aisa—. La salvaron.

—Sí, a cambio de una buena suma.

—¿Y lord Tare? ¿Qué fue de él?

—Sigue en su castillo, más amargado que la cerveza de invierno —contestó Maza—. Se dedica a conspirar contra la reina, y si pudiera demostrar que estaba en el Argive en primavera, ya le habríamos retorcido el cuello. Pero de momento lo dejo tranquilo.

A Aisa eso le pareció decepcionante. En un verdadero cuento de hadas, el villano habría recibido su justo castigo.

—¿Siempre trabajan juntos? —preguntó—. ¿Esos tres hermanos?

—Sí. Muchos cadén trabajan en pequeños grupos, sobre todo cuando tienen habilidades que se complementan. Pero también pueden trabajar conjuntamente. Todos los cadén persiguiendo un objetivo común son algo digno de verse.

—Pero ¿por qué la Guardería, señor? —preguntó Coryn—. Creía que nuestra prioridad era la reina.

—Lo es, pero ella no me perdonaría que la considerara nuestra única prioridad. Ella me encomendó esa tarea. —Maza pestañeó, y Aisa creyó ver el brillo de las lágrimas en sus ojos—. Al principio no lo entendí, pero me encomendó que limpiara aquello. Me encomendó que me encargara de los indefensos, y no solo de los poderosos, y esa tarea no puede esperar hasta que ella regrese a casa.

Un puño golpeó la gran puerta de doble hoja del Pabellón Real, y Aisa se sobresaltó. La guardia rodeó rápidamente a Maza. Devin y Cae abrieron un poco la puerta, pero por ella solo entró una sirvienta de la Ciudadela, vestida de blanco de pies a cabeza. Aisa no distinguió lo que decía, pero sí que hablaba atropelladamente, y que su voz tenía un timbre agudo, casi histérico.

—¿Qué pasa, Cae? —preguntó Maza.

—Hay un problema abajo, señor. Con la bruja de Thorne.

—¿Qué problema? La sirvienta se quedó mirando a Maza con los ojos como platos. No era joven, y estaba pálida como la cera.

—¡Explícate!

—Se ha ido —dijo la mujer con la voz quebrada.

—¿Y Will, su guardia? Pero la mujer no pudo contestar. Renegando, Maza bajó los escalones de un salto y salió dando grandes zancadas del Pabellón Real. Aisa lo siguió por el pasillo y bajó detrás de él los tres tramos de escalera que conducía a la prisión improvisada de Brenna. Aisa le tenía miedo a Brenna; todos se lo tenían, hasta los más valientes de la guardia. Una visita a las habitaciones de Brenna era peligrosa, pero Aisa no podía dejar de pensar en las palabras del cadén.

«Cuando hayas crecido, deberías venir a hablar con nosotros». Doblaron la última esquina y Maza se detuvo a tres metros de la cámara de Brenna. La puerta estaba abierta de par en par, pero en el suelo había un charco de sangre. Su olor golpeó a Aisa como una bofetada. Las moscas ya habían formado un enjambre alrededor del charco, y una zumbó alrededor de la cabeza de la niña hasta que ella la ahuyentó de un manotazo.

Maza se dispuso a entrar, pero Elston le puso una mano en el pecho.

—Déjenos entrar a nosotros primero, señor. —Maza asintió, aunque Aisa notó que lo irritaba aquella restricción.

Elston y Kibb entraron en la cámara, y Aisa los siguió; quería ver, y al mismo tiempo no quería. Se asomó por detrás de Elston, y retrocedió al distinguir una masa de color rojo intenso en un rincón.

—¿Puedo entrar? —preguntó Maza desde el umbral.

—Sí, señor —contestó Elston, pero con una voz rara, y se apartó al acercársele Maza, y ofreció a Aisa una visión que ella enseguida lamentó.

Will estaba tendido en el suelo, con el cuello destrozado, como si lo hubiera atacado un animal. Aisa nunca había visto un cadáver; pensó que se marearía, pero su estómago aguantó ante aquella desagradable imagen. Maza nunca había dejado que Aisa estuviera a solas con Brenna; las dos veces que había tenido que bajar allí porque era su turno, la habían acompañado Coryn o Kibb. Will era un buen guardia, pero era evidente que no había podido con la bruja. Quizá deberían haber trabajado todos en parejas.

Kibb se había puesto en cuclillas junto a Will; le levantó un brazo y le examinó las manos, manchadas de sangre.

—Hay tejido bajo las uñas, señor. —Kibb irguió la cabeza—. Creo que se lo ha hecho él mismo.

Aisa volvió a dirigir la mirada, con fascinación un tanto morbosa, hacia la herida del cuello de Will. ¿Por qué se destrozaría un hombre el propio cuello? «Ahora soy más fuerte que antes —comprendió contemplando el cadáver—. Puedo soportar esto. Algún día quizá sea capaz de soportar cualquier cosa».

—Traed a unos cuantos sirvientes con el estómago lo bastante fuerte para limpiar esto —ordenó Maza—. Y aseguraos de que Ewen no baja por aquí.

—¿Enviamos a un grupo a buscar a la bruja?

—No. Ofreced una recompensa, por supuesto; es una mujer fácil de identificar. Pero dudo que con eso consigamos nada. La última vez Coryn logró apresarla por pura chiripa.

—Pero me juego mi espada a que sabemos adónde va —murmuró Coryn—. Madre mía, mirad eso.

Aisa se apartó de aquel amasijo sanguinolento. La cámara de Brenna estaba limpia y ofrecía un aspecto acogedor, sin lujo pero con espacio de sobra y varios muebles bonitos. Los restos de una comida, de hacía varias horas, estaban en la mesa, y también atraían a las moscas. Pero Coryn se refería a la pared del fondo, donde estaba aquello que hizo que Aisa se estremeciera y respirara hondo. La pared estaba cubierta de extraños símbolos que parecían danzar por la pared, una constelación que orbitaba frenéticamente alrededor de una sola palabra escrita con sangre: GLYNN.