4
Brenna
Basta de llorar. Debo pensar en la venganza.
MARÍA ESTUARDO (período pre-Travesía).
Tenía sangre en las manos. Se miró las palmas e intentó recordar. Los sucesos de los últimos días se confundían en una masa borrosa, pero la verdad era que todo había sido confuso desde que había muerto su amo. A partir de ese momento, ya no recordaba el tiempo como algo concreto, sino solo como un río que la arrastraba y en el que, a veces, chocaba contra la orilla. Recordaba haber matado al guardia real, pero no cómo había logrado huir después. Ignoraba cómo había llegado hasta allí.
A su izquierda había un pequeño arroyo. Brenna se agachó y se lavó las manos, frotándose las uñas para quitar la sangre seca. De pronto se acordó de que había matado a otro hombre en el Soto de Burns; lo había hecho para conseguir dinero y comida. Lo había pillado desprevenido, y él ni siquiera había tenido ocasión de desenfundar el arma: se había quedado mirándola, hipnotizado, y ella le había clavado un puñal entre las costillas. Aquel hombre tenía un caballo, pero ella no sabía montar, y no habría podido vender el animal sin despertar sospechas. Todo el Tear creía que era albina, y su amo le había dicho que eso era bueno, que era una ficción que valía la pena mantener.
Pero no era albina, ni estaba loca, y desde la muerte de su amo ya había empezado a recuperar algo de color, algo de vida. Aunque no el suficiente para vender un caballo sin que nadie notara nada raro. Todavía no. No el suficiente para mezclarse entre una multitud.
Su amo. No había llorado por él, pero solo porque las lágrimas eran una forma muy cobarde de lamentar una pérdida. Primero tenías que vengarte, y después, años más tarde, cuando ya hubieras pasado cuentas, podías revolcarte en tu pena. La voz de su amo todavía resonaba en su cabeza; no lograba acallar sus gritos. Había sentido su muerte, había sentido su agonía y, peor aún, su pánico absoluto en el último momento, cuando había comprendido que no había forma de huir, que por fin se había enfrentado a una fuerza con la que no podía negociar. Ella se había pasado toda la vida absorbiendo el dolor de él, desde que ambos eran niños; ese esfuerzo era lo que la había dejado blanca.
Se enderezó y siguió caminando hacia el este, persiguiendo a su presa. No se guiaba por el olfato, o no exactamente; era, más bien, como si caminara por el fango, abriéndose paso entre miles de personas y entre infinidad de sentimientos, hasta que encontraba exactamente lo que buscaba. Ese don en concreto le había resultado especialmente útil al amo, pues cada vez que alguien intentaba eludir la remesa, la mente rastreadora de Brenna daba con él. Era una técnica muy poderosa; siendo ella más joven, los cadén habían intentado secuestrarla más de una vez, arrebatársela a su amo. Brenna había matado a tres, y al final desistieron. El año anterior habían vuelto a intentarlo; unos cuantos habían ido a ver al amo y le habían pedido que les prestara temporalmente sus servicios para buscar a la heredera Raleigh. Pero se negaron a pagar el precio que el amo les exigió.
«¡Ojalá hubieran pagado! —pensó Brenna, furiosa. Sus pensamientos habían tomado ese camino en numerosas ocasiones, pero no por ello resultaba menos amargo, menos apremiante—. ¡Si hubieran pagado, a lo mejor el amo todavía estaría vivo!».
Volvió la cara hacia el viento y lo tanteó con la lengua. La zorra todavía estaba por allí fuera, pero ya no se movía. Ahora estaba en una habitación fría y oscura. Examinó las paredes, las probó con la lengua y vio que eran de piedra.
—¿Te han encarcelado? —susurró.
No podía estar segura, pero le pareció que la zorra podía oírla. Sabía que aquella mujer poseía un gran poder; Brenna lo percibía incluso ahora, lejano y débil, del mismo modo que siempre había podido percibir aquella fuerza poderosa en el Fairwitch. Se había planteado previamente orientar sus pasos hacia el norte en ese viaje, llegar hasta lo alto de las montañas y pedir ayuda. Fuera lo que fuese, lo que había allí arriba era poderoso, sin ninguna duda; Brenna sentía su atracción bajo la planta de los pies. Pero recientemente había habido disturbios en el Fairwitch, y notaba que las líneas de fuerza que siempre habían subyacido al Tearling empezaban a variar. Demasiado incierto, y ella no quería distracciones. Tenía suficiente comida para llegar a la frontera mort, y la verdad era que necesitaba muy poco para subsistir. La rabia era más nutritiva que los alimentos.
Pero si la zorra estaba en la mazmorra de Demesne, tal vez estuviera lejos del alcance incluso de Brenna. De nada le serviría al amo que Brenna pereciera tratando de entrar en el Palais. Debía de haber alguna otra forma. Tras pensar un momento más, Brenna empezó a mirar por el bosque. Casi todos los animales habían huido al verla acercarse, pero estaban empezando a salir otra vez, lentamente, porque ella se había quedado quieta. Tras buscar unos minutos, encontró una ardilla que asomaba la cabeza por detrás de un árbol. Se le echó encima antes de que el animal pudiera pestañear siquiera. La ardilla se defendió mordiéndola y arañándola, pero Brenna ignoró las heridas (el dolor solo era un truco de la mente, al fin y al cabo) y le retorció el pescuezo. A continuación sacó el puñal del muerto, abrió la ardilla en canal y dejó que se desangrara y que la sangre formara un charco en el suelo. Tenía que darse prisa. La sangre atraería a otros depredadores, que a su vez podían atraer a algún cazador. Ella podía apañárselas perfectamente con un cazador, pero no quería dejar rastro. Ahora estaba libre, sí, pero el amo le había aconsejado a menudo que no subestimara a Maza.
Tiró la ardilla al suelo, se inclinó sobre el charquito de sangre e inspiró hondo. Saber dónde estaba alguien era fácil. Saber dónde iba a estar era más difícil, pero no imposible, y seguramente mucho más fácil que entrar ella sola en la mazmorra mort.
«¿Y si se muere estando recluida allí?». Brenna no quiso ni plantearse esa idea. Morir a manos de los mort no sería agradable para aquella zorra, pero equivaldría a unas vacaciones comparado con lo que Brenna tenía previsto. Brenna había sufrido, su amo había sufrido; no creía que el futuro fuera a privarla del placer de la venganza.
Se quedó muy quieta, con la vista clavada largo rato en el charco rojo, los ojos muy abiertos; cada respiración era un silbido de dolor. A un cuarto de milla de allí, en la Calzada Mort, el éxodo continuaba, y una columna de carros y jinetes se dirigía hacia el este. Eran los refugiados de Nueva Londres que regresaban a sus hogares, en los poblados fronterizos. Ninguno vio a Brenna, pero todos se estremecían al pasar cerca de donde ella estaba, como si atravesaran una bolsa de aire helado.
Al final, Brenna se enderezó, sonriente. Otra pizca de color había regresado a sus mejillas. Recogió el puñal manchado de sangre y la bolsa de comida, y se encaminó hacia el sudeste.
Javel se arrebujó en la capa; le habría gustado poder fundirse con las sombras que proyectaban los salientes del edificio. Otra patrulla callejera mort había pasado a su lado hacía escasos minutos. Tarde o temprano, alguien se fijaría en que estaba allí plantado, quieto, y sospecharía que tramaba algo.
La dirección que había descubierto Dyer estaba enfrente: una casa de ladrillo, señorial, de tres plantas, cercada por un alto muro de piedra con una cancela de hierro. Javel ni siquiera había podido asomarse a las ventanas, porque dos guardias custodiaban la cancela y solo la abrían para según quién.
Según Dyer, quien había comprado a Allie había sido una tal madame Arneau, pero Javel ya no podría conseguir más información. Desde que habían visto a la reina en la Rue Grange, Dyer y Galen habían perdido todo interés por Allie. Habían trasladado su base a una fábrica abandonada del barrio de las acerías, y se pasaban las noches haciendo misteriosos recados y celebrando reuniones secretas con hombres a quienes Javel no identificaba. Esos hombres eran mort y llevaban armas de acero, pero no eran soldados. Había un plan de rescate en marcha, y Javel tenía más que nunca la sensación de que estorbaba.
En el otro lado de la calle, un carro descubierto apareció por detrás de la casa. Allí debían de estar las cuadras, porque, cuando llegaban los hombres, uno de los guardias que vigilaba la cancela se apresuraba a llevarse sus caballos hacia allí. Javel ya había visto llegar y marcharse a varios. Dos de ellos estaban borrachos. Poco a poco iba adquiriendo una certeza que le revolvía el estómago y le debilitaba las piernas.
Podría ser cualquier tipo de casa, se decía, pero sabía que no. Quizá el barrio no estuviera tan sucio como las Tripas, pero había cosas que eran iguales en todas partes. Sabía qué era lo que tenía delante. Se pasó una mano por la frente y comprobó que estaba sudando, pese al frío de finales de otoño. Él ya sabía que existía aquella posibilidad, se recordó. Nadie compraba a una mujer bella como Allie para convertirla en sirvienta, y él había hecho todo lo posible para aceptar la posibilidad de que fuera prostituta. Sin embargo, ahora se preguntaba si con eso sería suficiente. Cuando se imaginaba a su mujer en los brazos de otro hombre, le daban ganas de lanzar patadas y puñetazos y de romper cosas.
Oyó una risa alegre y sonora y miró hacia arriba. Habían salido cinco mujeres por la puerta principal de la casa. Charlaban entre ellas y llevaban bolsas cargadas al hombro. Iban todas muy emperifolladas, con vestidos de telas brillantes, los ojos maquillados, el pelo recogido en lo alto de la cabeza.
Allie iba en el medio. Javel se quedó paralizado unos instantes. Era su Allie, no había ninguna duda. Veía sus característicos rizos rubios, ahora recogidos en un moño en la coronilla. Pero su cara había cambiado mucho. Se notaba que era mayor, sí, y tenía arrugas alrededor de los ojos, pero ese no era el verdadero cambio. Su Allie siempre había sido una mujer dulce; aquella mujer, en cambio, parecía… antipática. Se apreciaba cierta tensión en sus labios. Reía, como las otras, pero su risa no era la que Javel conocía: era basta y hermética, fría como la capa de hielo sobre un lago oscuro. Javel, perplejo, la observó subir al carro voluntariamente y sentarse junto a las otras mujeres sin parar de reír.
Un hombre alto y fornido había salido por la puerta detrás de ellas. Cuando subió al carro, Javel vio el destello de un puñal debajo de su abrigo. Debía de ser otro guardia, aunque Javel ya se había fijado, en sus exploraciones de Demesne, que allí trataban a las prostitutas mucho mejor que en Nueva Londres. Ni siquiera importunaban a las muchachas que hacían la calle. No entendía por qué cinco prostitutas de lujo necesitaban un guardia en Demesne, pero, sabiendo que las vigilaban un guardia y un chófer, Javel no podía arriesgarse a acercarse al carro.
El chófer arreó a los caballos y salió del recinto cercado por el muro. Javel los siguió como en un sueño, obligándose a quedarse a una distancia de más de treinta metros. Dentro de él se había abierto un agujero oscuro. A lo largo de los seis últimos años se había imaginado a menudo la vida de Allie, e infinidad de imágenes habían pasado por su mente y lo habían conducido hasta las tabernas como quien lleva un rebaño de cabras al mercado. Pero nunca se la había imaginado riendo.
Cuando, en el siguiente cruce, el tráfico obligó al carro a detenerse, Javel se acercó con sigilo, se escondió en un callejón adyacente e hizo el segundo descubrimiento desagradable: las cinco mujeres, incluida Allie, hablaban en mort. El carro torció por la Rue Grange y Javel lo siguió, aunque manteniendo la distancia y tratando de pasar inadvertido. Aquel era el tramo de la calle donde se instalaba el mercado, y siempre estaba muy concurrido, invadido por los puestos de los vendedores ambulantes y por los compradores. Javel estaba empezando a perder de vista el carro cuando, milagrosamente, el chófer redujo la marcha y se arrimó a un lado para que las mujeres pudieran bajar y seguir a pie por la acera.
Dos de ellas cruzaron la calle, y Javel se dio cuenta, atónito, de que habían ido de compras. Allie se dirigió directamente hacia una botica.
El chófer no se apeó del carro, y el guardia se quedó con él, pero no paraba de recorrer la calle con la mirada. Javel estaba convencido de que el guardia saltaría en cuanto advirtiera la más mínima amenaza. Javel se acercó un poco más, sin saber qué planes tenía. Por una parte, le habría gustado volver corriendo a la seguridad del almacén, y a un tiempo en que todavía no sabía nada del destino de Allie.
Atento a lo que hacían el guardia y el chófer, se dirigió con aparente tranquilidad hacia la botica. La gente lo empujaba, pero él fue esquivándola sin perder de vista la puerta. El chófer le estaba contando alguna historia al guardia, que sonreía, y Javel pasó a su lado y entró en la tienda.
Encontró a Allie en un rincón oscuro, esperando delante de un mostrador. El boticario no estaba por allí, pero Javel oyó, detrás de una cortina verde, que alguien movía unas botellas. Le habría gustado poder hacer aquello en otras circunstancias, sin que hubiera nadie que pudiera aparecer en cualquier momento, pero sabía que era muy probable que jamás volviera a presentársele otra ocasión como aquella. Era ahora o nunca.
—Allie.
Ella levantó la cabeza, sorprendida, y Javel sintió que el suelo oscilaba cuando vio sus ojos, fríos y recelosos bajo los párpados pintados de violeta. Allie lo miró y dijo:
—¿Qué quieres?
—He venido…
Javel notó que se le cerraba la garganta y que las palabras quedaban atascadas. Evocó sus recuerdos: aquellas noches sentado en los pubs, medio dormido, la cara de Allie flotando detrás de sus párpados, el profundo odio hacia sí mismo que había sentido. La había dejado allí seis largos años, para que ella pudiera convertirse en la mujer que ahora tenía ante sí. Si volvía a dejarla allí, ¿cómo podría seguir viviendo?
—He venido para llevarte a casa —concluyó torpemente.
Allie emitió un sonido breve y ronco, y Javel tardó un momento en comprender que era una risotada.
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
—Porque eres mi mujer.
Allie se echó a reír, y su risa fue como una bofetada para Javel.
—Podemos salir de aquí —le dijo él—. Tengo amigos. Puedo cuidar de ti.
—Cuidar de mí —murmuró ella—. Qué tierno.
Javel se sonrojó.
—Allie…
—Me llamo Alice.
—¡He venido a rescatarte!
—¡Oh, un príncipe azul! —exclamó ella con voz alegre, pero su mirada no cambió, y Javel detectó una profunda rabia bajo aquellas palabras aparentemente joviales—. Y ¿dónde estabas hace seis años, príncipe azul, cuando tu valor habría podido servirme de algo?
—¡Te seguí! —insistió Javel—. ¡Te seguí hasta el final de la Calzada Mort!
Ella se quedó mirándolo, impasible y fría.
—¿Y?
—Los hombres de Thorne eran demasiado poderosos. No pude hacer nada. No habríamos podido escapar.
—¿Y después, todos estos años?
—Estaba…
—Pero ¿qué más podía decir? ¿Que se había pasado todo ese tiempo de taberna en taberna?
—Lo intenté —dijo con la voz quebrada.
—Está bien, lo intentaste —replicó Allie—. Pero, como entonces fuiste un cobarde, ahora no puedes dártelas de valiente. Llegas seis años tarde. Ahora tengo una vida aquí y estoy contenta con ella.
—¿Contenta? ¡Pero si eres una puta! Allie le dedicó una mirada larga y escrutadora. Era una mirada que hacía que Javel se acobardara; la había visto unas pocas veces a lo largo de su matrimonio, cuando él le había prometido a Allie que haría algo y luego no cumplía su promesa. Javel pensó que era como si hubieran hechizado a su mujer; si lograba llevársela de allí, tal vez podría romper el hechizo y ella volvería a ser la de antes.
—¿Pasa algo, Alice? —preguntó una voz.
Javel se volvió y vio al guardia corpulento que iba en el carro, y que ahora se había acercado a la puerta de la tienda. Miraba fijamente a Javel, y su expresión hizo que este se estremeciese. Era evidente que a aquel hombre le habría encantado darle una paliza y reducirlo a papilla.
—No, nada —respondió Allie con desenvoltura—. Solo tanteaba.
Al oír eso, Javel abrió la boca, y de pronto comprendió el doble propósito de aquella salida a las tiendas, y la razón por la que las mujeres llevaban ropa tan bonita e iban tan maquilladas.
—De acuerdo, pero avíseme si necesita algo, señora. El guardia salió de la tienda claramente defraudado. Entonces Javel reparó en que había entendido perfectamente a aquel hombre, porque había hablado en tear. Todos los músculos de su cuerpo destilaban violencia, pero se había dirigido a Allie de manera muy respetuosa. Javel miró a Allie y lamentó no poder retirar sus últimas palabras, pero intuyó que no habría servido de nada.
—Sí, soy una puta —añadió Allie tras una larga pausa—. Pero trabajo, Javel. Me gano un sueldo y no tengo que obedecer a nadie.
—¿No tienes proxeneta? —le espetó él; lo dijo con desprecio, a su pesar, y se odió por ello.
—Le pago el alquiler a madame Arneau. Un alquiler razonable, mucho más razonable del que pagaría por un sitio parecido en Nueva Londres.
Javel no pudo rebatirlo, pero deseó tener entre sus manos el cuello de aquella tal madame Arneau.
—A cambio, tengo unas habitaciones preciosas y tres comidas al día. Estoy muy bien protegida de los depredadores, hago el horario que quiero y elijo a mi clientela.
—¿Qué clase de prostíbulo es ese que da tanta libertad a sus empleadas? —preguntó Javel—. Para empezar, no puede ser un buen negocio.
Allie achicó los ojos, y la frialdad de su voz se acentuó y se afiló aún más, por mucho que costara creerlo.
—Pues un prostíbulo que sabe que una prostituta feliz y sana es más rentable. Gano tres veces más que tú con tu sueldo de centinela de la Puerta.
—¡Pero seguimos casados! Eres mi esposa.
—No. Renunciaste a mí hace seis años, cuando me viste entrar en aquella jaula. No quiero nada de ti, y tú no tienes derecho a exigirme nada.
Javel fue a protestar (seguro que el matrimonio no podía anularse tan fácilmente, ni siquiera en Mortmesne), pero entonces el boticario salió de detrás de la cortina verde. Era un individuo de escasa estatura, calvo y con gafas, y sostenía una cajita.
—Aquí tiene, señora —dijo ofreciéndole la caja a Allie. Él también hablaba en tear, y eso sorprendió a Javel, que hasta entonces no había oído hablar en tear por las calles de Demesne y no había tenido más remedio que recurrir a sus escasos conocimientos de mort—. Con esto tendrá suficientes para dos meses, y asegúrese de ingerirlas siempre con comida abundante. De otro modo, podrían acentuar sus mareos.
Allie asintió y sacó un monedero lleno de monedas.
—Gracias.
—Vuelva dentro de dos meses y le tendré preparada otra tanda, pero a partir del sexto mes tendrá que interrumpir el tratamiento para no perjudicar al bebé.
Al oír la última palabra, Javel sintió que lo sepultaba una ola de irrealidad. Apenas vio cómo Allie le entregaba unas monedas al boticario y se guardaba la cajita en su bolsa. El boticario los miró a uno y a otro y entonces, al percibir la tensión entre los dos, volvió a desaparecer detrás de la cortina.
—Estás embarazada —dijo Javel, pero no era una pregunta, sino solo una constatación.
—Sí. —Lo miró fijamente, desafiándolo a continuar.
—¿Qué vas a hacer?
—¿Que qué voy a hacer? Tener a mi hijo y criarlo debidamente.
—¡En un burdel! Allie lo taladró con la mirada.
—Mi hijo estará bien atendido, y más adelante recibirá una buena educación de la que se encargan tres mujeres que madame Arneau tiene empleadas con ese único propósito. Y cuando sea mayor, no tendrá por qué avergonzarse de saber que su madre era una puta. ¿Qué te parece?
—Me parece un crimen.
—Es lógico, Javel. Antes, yo también lo habría pensado. Pero esta ciudad trata a las mujeres mucho mejor de como Nueva Londres jamás se ha planteado tratarlas. Quizá haya sido una acto de valentía que hayas venido aquí, no lo sé. Pero la tuya es una valentía de bajo riesgo. Siempre lo fue, y yo me merezco algo mejor. Si le tienes algún aprecio a tu vida, no vuelvas a acercarte a mí.
Salió precipitadamente de la tienda y dio un portazo, y Javel se quedó pegado contra la pared. De pronto la claustrofobia se apoderó de él: la tienda parecía diminuta, pero Javel no se atrevía a salir a la calle, al menos hasta estar seguro de que Allie se había marchado. Rezó para que el boticario no saliera de detrás de la cortina y, milagrosamente, no lo hizo. Por fin, cuando parecía que hubieran transcurrido horas, Javel miró a través de la puerta de vidrio de la botica y vio que el carro había desaparecido. Respiró hondo y salió a la calle.
Fuera todo seguía como antes, lo que a Javel le pareció extraño. ¿Cómo podía seguir funcionando todo con normalidad en la ciudad, si todo había cambiado? Había un olor dulce en la atmósfera, a pasteles de una pastelería cercana, pero Javel lo encontraba empalagoso: para él, aquel olor dulzón enmascaraba otro a basura, como en toda aquella ciudad. Se había pasado seis años preocupado por Allie, sufriendo por Allie, y ahora no sabía qué hacer. Volver por donde había venido parecía impensable. Seguir adelante, peor. Y empezaba a anochecer.
Se quedó plantado en la acera, con la cabeza entre las manos, como si estuviera pensando, pero en realidad tenía la mente en blanco. Se destapó los ojos, miró hacia arriba y de pronto lo vio todo claro.
Estaba delante de una taberna.
Ni siquiera Maza había encontrado a los dos sacerdotes. Se suponía que la Guardia Real debía estar junto a Maza en todo momento. Se lo había ordenado la reina en persona, y Aisa daba por hecho que los demás se tomaban aquel encargo tan en serio como ella misma. Pero Maza era Maza, y, si él quería desaparecer, nadie podía impedírselo. El día anterior se había marchado, y hacía un momento había vuelto a aparecer, también inesperadamente, por la puerta secreta de la cocina; Mila, que removía una cazuela de estofado, gritó asustada.
Las ausencias de Maza eran desesperantes, pero hasta Aisa entendía que Maza solo los soportaba a todos de milagro, pues él había nacido para vigilar y no para que lo vigilaran. Era lógico que necesitara desaparecer, librarse de ellos, estar solo. Aisa suponía que Maza iba a beber, o a espiar, pero tras escuchar a hurtadillas una conversación entre Elston y Coryn se enteró de que salía a buscar al sacerdote de la Ciudadela, el padre Tyler, y a otro monje, el padre Seth, por quienes el Arvath había ofrecido una recompensa.
—Los cadén también los buscan —comentó Coryn—. Quieren la recompensa, la nuestra o la del Arvath, eso no les importa. ¿Quién iba a pensar que dos viejos podrían esconderse tan bien?
—Tarde o temprano aparecerán —masculló Elston—. Y cada vez que el capitán sale de la Ciudadela, aumentan las posibilidades de que el Santo Padre se entere.
A Aisa le habría gustado seguir escuchando, pero entonces Coryn la vio en el umbral y le ordenó que se marchara. Cada vez que Maza regresaba de una de aquellas expediciones sin los dos sacerdotes, parecía más desanimado. Aisa creía que el padre Tyler debía de estar muerto, porque no era lógico que el sacerdote, tan tímido, pudiera permanecer escondido tanto tiempo. Y no era la única que opinaba así, solo que nadie se atrevía a decírselo abiertamente a Maza. Todos habían aprendido a dejarlo en paz en momentos como aquel, pero ese día, nada más dejarse caer en una de las sillas alrededor de la mesa, Maza empezó a bramar:
—¡Arliss! ¡Ven aquí! Sus palabras hicieron retumbar el suelo de la sala de audiencias.
—¡Arliss!
—¡Un poco de paciencia, bellaco! —gritó Arliss por el pasillo—. ¡No puedo correr!
Maza se quedó sentado con los hombros caídos y con una expresión que no auguraba nada bueno. Su frustración por no haber encontrado a los dos monjes solo era parte del problema, pensó Aisa. El verdadero problema era el trono de plata vacío. La ausencia de la reina pesaba sobre todos ellos, pero quien más acusaba ese peso era Maza. Aisa sospechaba que, bajo aquella fachada de imperturbabilidad, el capitán sufría aún más que Pen.
Arliss entró arrastrando los pies.
—Dígame, señor Maza.
—¿Qué es lo último que sabemos del Santo Padre?
—Ha enviado otro mensaje esta mañana. Si no entregamos al padre Tyler y renovamos la desgravación fiscal del Arvath, amenaza con expulsarnos a todos de la Iglesia.
—¿Quiénes somos «todos»?
—La Ciudadela entera, desde la reina hasta la base. Maza soltó una carcajada y se frotó los enrojecidos ojos con una mano.
—No tiene ninguna gracia. A mí Dios me tiene sin cuidado, pero este lugar está lleno de creyentes. Hasta en la Guardia Real hay cristianos practicantes. Aunque a usted no le importe, a ellos sí —añadió Arliss.
—Si son lo bastante necios para aceptar la palabra de Dios de los labios de ese desgraciado del Arvath, merecen arder en el infierno.
Arliss se encogió de hombros, aunque Aisa se dio cuenta de que le habría gustado añadir algo más.
—¿Solo exigen que entreguemos al padre Tyler? ¿No dicen nada del padre Seth?
—Solo al padre Tyler. Y han vuelto a doblar la recompensa. —Qué raro. Y ¿seguimos sin saber nada de lo que pasó cuando huyó del Arvath?
—Hubo una escaramuza. Algo pasó en los aposentos del Santo Padre. No he conseguido averiguar nada más.
—Qué raro —repitió Maza.
—Por cierto, en esas pequeñas misivas ya no lo llama padre Tyler, ni siquiera sacerdote de la Ciudadela. El Santo Padre le ha dado un nuevo nombre.
—¿Qué nombre?
—El Apóstata.
Maza sacudió la cabeza.
—¿Ha pasado algo más durante mi ausencia?
—Han atacado otra aldea de las estribaciones.
—¿Qué clase de ataque?
Arliss sacudió la cabeza.
—Solo quedan dos supervivientes, señor, y sus informes no tienen mucho sentido: hablan de monstruos y fantasmas. Deme unos días más.
—De acuerdo. ¿Qué más? Arliss miró a Elston, quien de pronto parecía muy turbado.
—Tenemos que hablar de Pen, señor —masculló.
—¿Qué pasa con Pen?
Elston agachó la cabeza y, como no atinaba a responder, Arliss lo relevó:
—El muchacho bebe demasiado últimamente, y…
—Eso ya lo sé.
—No he terminado. Anoche se metió en una pelea. En una pelea de taberna.
Aisa abrió mucho los ojos, pero no dijo nada, no fuera a ser que repararan en su presencia y la echaran, como había hecho Coryn el otro día.
«Pen», pensó, y sacudió la cabeza, casi con tristeza. —Por suerte, estaba en uno de mis locales de apuestas, porque, si no, podrían haberlo matado. Se enfrentó a cinco hombres y sin espada. Recibió una buena paliza, desde luego. He intentado que no corra la voz, pero tarde o temprano se sabrá. Siempre se acaba sabiendo todo.
—¿Dónde está?
—En las dependencias, durmiendo la mona. Maza se levantó con gesto adusto.
—Lo siento, señor —dijo Elston, compungido—. He intentado regañarlo, pero…
—No importa, El. Este lío lo he organizado yo solo. Maza enfiló el pasillo hacia las dependencias de los guardias; caminaba con determinación, a grandes zancadas. Al cabo de un momento, Elston lo siguió, y luego también Coryn y Kibb. Aisa fue la última en unirse, sigilosa, a la comitiva. Llegaron al final del pasillo y se pararon en seco al oír el fuerte ¡paf! de un bofetón.
—¡Mueve el culo! Pen masculló algo.
—Ya te hemos mimado bastante, mocoso de mierda. Levántate de la cama o te echaré yo a patadas, y no me importará partirte unos cuantos huesos. Te estás poniendo en ridículo y estás avergonzando a toda la guardia. ¡Me estás poniendo en ridículo a mí!
—¿Por qué?
—¡Yo te escogí, imbécil! —gritó Maza—. ¿Crees que eras el único chico bueno con un puñal al que había visto en las calles? ¡Yo te escogí! ¡Y ahora te derrumbas, justo cuando más te necesito!
Pen volvió a farfullar. Aisa se dio cuenta de que todavía estaba borracho; o eso, o tenía una resaca tremenda. Ella había oído murmurar así a su padre muchas veces.
—Soy un guardia personal —dijo el muchacho de forma algo más inteligible—, y usted no necesita ningún guardia personal. —Pen alzó un poco la voz y continuó—: ¡Lo único que hacemos es quedarnos aquí sentados sin hacer nada, mientras ella está allí! ¡No tengo nadie a quien vigilar!
Se oyó ruido de madera que se partía, y luego un golpe sordo seguido de un grito de dolor de Pen.
—¿No deberíamos entrar? —preguntó Aisa en voz baja, pero Elston negó con la cabeza y se llevó un dedo a los labios.
Oyeron un golpazo y, a continuación, los fuertes resuellos de Maza, que había tirado a Pen de la cama y lo arrastraba por el suelo con gran esfuerzo.
—Tú eras el más listo, chico. Se suponía que serías el capitán de esta Guardia Real cuando los demás fuéramos demasiado viejos y lentos. Y, mírate, lo único que sabes hacer es revolcarte en tu desgracia como un cerdo en la mierda.
Aisa notó que le tiraban del faldón de la camisa, y, al mirar hacia abajo, vio a su hermana Glee, que la miraba fijamente.
—¡Glee! —dijo en voz baja—. Ya sabes que no puedes venir aquí abajo.
Glee seguía mirándola de hito en hito, aunque sin ver, y Aisa comprendió que se encontraba en uno de sus trances.
—Glee, ¿me oyes?
—Tu oportunidad —susurró Glee. Tenía la mirada tan extraviada que sus ojos parecían huecos—. Lo verás con claridad. Ellos doblan la esquina y tú aprovechas tu oportunidad.
Aisa quiso decir algo. No podía hacerle caso a Glee, porque la situación entre Maza y Pen seguía siendo violenta; oyó más muebles que se rompían, y a continuación un puñetazo.
—Ve a buscar a mamá, Glee. Le dio la vuelta a la cría y la empujó suavemente, orientándola hacia el pasillo. Aisa se quedó mirándola unos segundos, preocupada, y luego se volvió de nuevo hacia las dependencias de la Guardia Real. Elston y Kibb contemplaban la escena sin pasar del umbral, y Aisa, armándose de valor, se puso a gatas y asomó la cabeza por detrás de las piernas de Elston para ver qué estaba pasando.
Pen estaba doblado por la cintura, con la cabeza dentro de una de las vasijas que había contra la pared del fondo. Maza, de pie a su lado, lo agarraba por la nuca, y Aisa tuvo la impresión de que, si Pen intentaba incorporarse antes de tiempo, Maza volvería a hundirle la cabeza. Elston le hizo una seña a Maza preguntándole si quería que se marcharan, pero este se encogió de hombros.
Pen levantó la cabeza y dio una gran bocanada de aire. Tenía los rizos castaños chorreando. Aisa hizo una mueca de dolor cuando le vio la cara: un amasijo de cardenales, con dos ojos morados y un tajo recubierto de sangre seca en una mejilla. Maza no parecía en absoluto preocupado por aquello.
—¿Ya estás sobrio, muchacho?
—¿Por qué no hacemos algo? —gritó Pen—. Aparte de quedarnos aquí esperando, mientras ella está allí y la están…
Maza le soltó un bofetón.
—¡Cómo te atreves! Si miraras un momento más allá de tu propia desgracia, lo entenderías. Tenemos una ciudad llena de gente que necesita volver a su casa. Una Iglesia que está deseando partir este trono por la mitad. Y una llaga purulenta en las Tripas. Tú conoces a la reina, Pen. Si dejáramos todo esto así y nos marcháramos para rescatarla, nos mataría a todos.
—Sin ella aquí, todo es aún peor. La Iglesia es aún peor…
Maza pestañeó.
—Cierto. Y tú podrías ser de gran ayuda, pero prefieres ahogar tu pena con alcohol y peleas. ¿Crees que a la reina le gustaría verte así? ¿Crees que estaría orgullosa de ti?
Pen tenía la vista clavada en el suelo.
—Te encontraría patético, Pen, igual que yo. —Maza inspiró hondo y se cruzó de brazos—. Lávate y ponte ropa limpia. Y luego vete. Haz lo que tengas que hacer, piensa si quieres seguir formando parte de la Guardia Real. Tienes dos días. Vuelve completamente recuperado, o no vuelvas. ¿Me has entendido?
Pen aspiró entre los dientes, dolido. Aisa creyó que Maza volvería a abofetearlo, pero este fue hacia la puerta, y todos los demás se apartaron.
—Lo siento, señor —repitió Elston.
—No es culpa tuya, El —replicó Maza, y cerró la puerta de las dependencias—. Infringí una antigua norma, y me equivoqué.
—¿Cree que volverá?
—Sí —respondió Maza, lacónico.
Arliss los esperaba delante de su despacho, con un fajo de papeles, como siempre; pero se les había unido Ewen, y se asomaba por detrás del hombro de Arliss como un niño vergonzoso.
—Tenemos previsiones de la cosecha… —empezó a decir Arliss, pero Maza lo interrumpió.
—¿Qué te pasa, Ewen? Este salió de detrás del tesorero; tenía las mejillas muy coloradas.
—Me gustaría hablar con usted, señor.
—Adelante, habla. Ewen inspiró hondo, como si fuera a pronunciar un discurso.
—Yo no soy guardia real. La reina y usted se han portado muy bien conmigo, señor, al dejarme llevar la capa y representar el papel. Pero yo no soy un guardia real de verdad, ni lo seré nunca.
Maza le lanzó una mirada fulminante a Elston.
—¿Has hablado de esto con alguien, Ewen? ¿Alguien te ha sacado el tema?
—No, señor. Todos han sido tan amables como usted —respondió Ewen, y se ruborizó aún más—. He tardado un poco en aclararme, pero ahora ya lo tengo claro. Yo no soy un guardia real de verdad, y me gustaría volver a ser útil.
—Y ¿de qué forma te gustaría ser útil?
—Pues haciendo lo que he hecho siempre, señor: de carcelero. Porque se le ha fugado una prisionera.
—Una prisionera… —Maza se quedó mirándolo largo rato—. No, Ewen. Ni hablar.
—Me gustaría volver a ser útil —insistió Ewen, tenaz.
—Ewen, ¿sabes cómo capturamos a Brenna la primera vez? Coryn la encontró por casualidad, profundamente dormida en uno de esos antros para morfinómanos de Thorne. Ya habrás oído lo que le pasó a Will ahí abajo. Sabiendo lo que ahora sabemos, creo que Coryn tuvo mucha suerte de que Brenna no lo viera venir. No enviaría ni al mejor espada del Tear a apresar a esa bruja. Y desde luego no puedo enviarte a ti.
Ewen cuadró los hombros hasta adoptar una postura muy erguida.
—Sé lo que es esa mujer, señor. Lo sé desde la primera vez que la vi. Y me he enterado de lo que escribió en la pared. Quiere hacerle daño a la reina.
Maza arrugó el ceño.
—¿Has hablado con tu padre de esto?
—Mi padre ha muerto, señor. Pero en su lecho de muerte me pidió que hiciera cuanto estuviera en mi mano para ayudar a la reina.
Maza tardó en responder, pero Aisa se dio cuenta de que estaba preocupado.
—Ewen, esa mujer no es una prisionera cualquiera. No puedes matarla, porque la reina prometió conservarle la vida. Pero si intentaras apresar a una bruja como ella con vida, lo más probable es que murieras en el intento. Aprecio tu valentía, pero no puedo permitir que hagas esto. La reina diría lo mismo. Lo siento.
Ewen siguió con la vista fija en el suelo.
—Ya te encontraremos alguna otra tarea. Algo para ayudar a la reina. Te lo prometo.
—Sí, señor.
—Puedes irte.
Ewen fue hacia la sala de audiencias, cabizbajo y con los hombros caídos.
—Tal vez debería haberle dejado ir —comentó Arliss.
—Sí, habría sido un bonito legado como Regente, ¿verdad? Enviar a un crío a una misión suicida.
—Quiere hacer algo honorable, señor —aportó Elston, inesperadamente—. Quizá debería permitírselo.
—No. Ya no soy un asesino de niños. Aisa se quedó de piedra, pero no pareció que a los demás les sorprendieran aquellas palabras.
—De eso hace ya mucho tiempo. Es agua pasada —murmuró Arliss, pero Maza soltó una risa amarga y sacudió la cabeza.
—Lo dices con buena intención, anciano, pero, por mucho que intentemos alejar el pasado, siempre está muy cerca. Para mí, aquellos tiempos son agua pasada, pero eso no significa que yo lo sea para ellos.
—Ahora es usted un buen hombre.
—Sí, lo soy —concedió Maza, y asintió con la cabeza, pero sus ojos tenían una expresión siniestra—. Pero eso no cambia lo que he sido.
Siguieron caminando por el pasillo, hablando de la cosecha, pero Aisa se quedó donde estaba, como si hubiera echado raíces, repasando mentalmente esas palabras tratando de entenderlas. Pero no lo consiguió. Creía que Maza era el mejor hombre del Pabellón Real, quizá con la excepción de Venner, y le resultaba imposible conciliar al capitán de la Guardia que ella conocía con el retrato que Maza acababa de hacer: el de un hombre que se abría paso entre una masa de siluetas menudas blandiendo una guadaña.
«Un asesino de niños».
Dos horas más tarde acudieron al Salón del Trono, donde iba a celebrarse la audiencia del Regente. Elton, Aisa, Coryn, Devin y Kibb se repartieron alrededor de la tarima, y el resto de la Guardia, por toda la sala. Maza se sentó en una butaca, en la tarima, y Arliss en otra a su lado, y empezaron a entrar los peticionarios. El trono, vacío, relucía bajo la luz de las antorchas.
—Que Dios me asista —murmuró Maza—. Siempre me preguntaba por qué la reina no podía controlar su mal genio durante estas sesiones. Ahora lo que no entiendo es cómo las soportaba.
Arliss rio.
—Mi reinecita tenía un carácter considerable. Y era divertida. Echo de menos a esa muchacha.
—Todos la echamos de menos —dijo Maza con aspereza—. Y, ahora, ocupémonos de sus asuntos.
Aisa se volvió hacia la puerta y adoptó la expresión de estoicismo e impasibilidad que siempre le recomendaba Elston. Primero entraron los nobles, una vieja costumbre sobre cuya conveniencia Aisa había oído a Maza y a Arliss discutir en más de una ocasión. Pero lo cierto era que hacía que la sesión se agilizara. Asistían pocos nobles a las audiencias de Maza; ese día solo habían ido dos a solicitar una desgravación fiscal. Nadie estaba cultivando los campos, y hasta Aisa comprendía que eso tenía que remediarse cuanto antes: no solo porque pronto no habría comida, sino porque las granjas y los campos vacíos daban a los nobles del reino una excusa para eludir los impuestos. Lady Bennett y lord Taylor escuchaban, apesadumbrados, mientras Maza les explicaba, haciendo gala de una paciencia extraordinaria, que la situación no le permitía decidir sobre ese asunto, de momento. Aisa sabía que Arliss estaba trabajando para solucionar el problema de la cosecha y de cómo devolver a la gente a sus casas, pero llevaba tiempo aprovisionar a tantas familias para un viaje tan largo a pie. Los dos peticionarios se marcharon con las manos vacías y contrariados, como tantos otros antes que ellos.
Después de los nobles venía el turno de los pobres. Aisa los prefería, pues sus problemas eran reales. Delitos sin resolver, ganado robado, disputas sobre terrenos… Muchas veces, a Maza se le ocurrían soluciones que Aisa jamás habría podido imaginar. La Guardia tendía a relajarse un poco durante esa parte de la audiencia, incluida Aisa. Ese día, la niña casi estaba divirtiéndose, hasta el momento en que la gente se apartó y de pronto se encontró ante su padre.
Aisa llevó la mano al puñal, mecánicamente, y se vio inmersa en tal mezcla de sentimientos encontrados que al principio no consiguió distinguirlos. Sintió alivio, porque había crecido varios centímetros desde la primavera, y su padre ya no parecía tan alto. También había odio, un fuego duradero que la distancia y el tiempo no habían hecho sino avivar, y que le abrasaba la cabeza y las entrañas. Y por último, y lo más urgente, sintió la necesidad de ir a buscar a sus hermanas pequeñas, Glee y Morryn, y protegerlas de toda amenaza, empezando por su padre.
Era obvio que Maza también lo había reconocido, porque había empezado a temblarle un músculo del mentón. Se agachó y, en voz baja, le preguntó:
—¿Quieres irte, fierecilla?
—No, señor —contestó Aisa, y lamentó que su resolución no fuera tan firme como su voz.
Su padre ya no era más alto que ella, pero por lo demás no había cambiado. Se ganaba la vida colocando piedras, y tenía el torso mucho más desarrollado que la parte inferior del cuerpo. Cuando empezó a acercarse al trono, Aisa desenvainó su puñal y lo asió con fuerza. De pronto le sudaban las manos.
Maza le hizo señas a Kibb para que se acercara y le dijo al oído:
—Asegúrate de que Andalie no se asoma por aquí.
Aisa vio que su padre no iba solo: había salido de entre la multitud con un monje a su lado. El monje llevaba la túnica blanca del Arvath, pero la capucha le tapaba la cara, y Aisa no lo reconoció. Tras lanzarle una mirada rápida pero penetrante que Aisa no supo interpretar, su padre la ignoró y centró toda su atención en Maza.
—¿Otra vez tú, Borwen? —preguntó Maza con hastío—. A ver, ¿qué nos traes hoy?
Borwen fue a decir algo, pero entonces el monje dio un paso adelante y se quitó la capucha. Aisa oyó la brusca aspiración de Maza, e instintivamente blandió su puñal al mismo tiempo que Elston se lanzaba hacia delante. El resto de la Guardia rodeó el pie de la tarima, y Aisa se unió a ellos y subió dos peldaños para colocarse entre Cae y Kibb.
—Santidad —dijo Maza con parsimonia—. Qué gran honor teneros aquí. La última vez fue emocionante.
¡El Santo Padre en persona! Aisa intentó no mirarlo demasiado, pero no podía evitarlo. Siempre había pensado que el Santo Padre debía de ser viejo, pero era mucho más joven que el padre Tyler; todavía tenía el pelo casi negro, y en su cara apenas se apreciaban arrugas. Maza decía que el Santo Padre nunca iba a ningún sitio sin protección, pero Aisa no veía a ningún guardia junto a él. Aun así, hizo lo mismo que el resto de los miembros de la Guardia Real, quienes habían adoptado una posición defensiva alrededor de Maza.
—He venido a pedirle justicia al gobierno de la reina —anunció el Santo Padre con una voz grave y resonante, y entonces Aisa se fijó en que sus ojos, inexpresivos, casi de reptil, no delataban emoción alguna—. Nuestro hermano y feligrés, Borwen, vino a presentarnos su queja hace unas semanas. La reina le ha negado sus derechos de padre.
—¿Ah, sí? —Maza se recostó en la butaca—. Y ¿por qué motivo?
—Para su propio beneficio. Quería quedarse a la esposa de Borwen como sirvienta.
Maza miró fijamente a Borwen.
—¿Eso vas contando por ahí? Vaya cuento más estúpido. Andalie no es la sirvienta de nadie.
—Tengo plena confianza en la versión de Borwen —añadió el Santo Padre—. Borwen es miembro de la parroquia del padre Dean desde hace unos años, y…
—Usted no ha venido aquí a interceder por este delincuente sexual. ¿Qué quiere?
El Santo Padre titubeó, pero solo un instante.
—También he venido a exigir personalmente que me devuelvan al Apóstata.
—Como ya le he dicho unas diez veces, no lo tenemos.
—Yo creo que sí.
—Bueno, esta no sería la primera vez que creía usted algo sin tener pruebas, ¿verdad? —Maza lo dijo en tono burlón, pero en su frente había empezado a palpitar una gruesa vena—. No tenemos al padre Tyler, y no pienso seguir discutiendo sobre eso.
El Santo Padre compuso una sonrisa insulsa.
—Entonces ¿qué me dice de la queja de Borwen?
—Borwen es un pedófilo. ¿Seguro que quiere implicar al Arvath en sus exigencias?
—Eso es una calumnia —replicó el Santo Padre sin perder la calma, aunque Aisa se fijó en que la sonrisa se había borrado de sus labios. Quizá creyeran que Maza no se atrevería a sacar el tema en una audiencia pública. Aisa no supo si alegrarse o disgustarse de que lo hubiera hecho.
—Borwen es un buen cristiano. Asiste a misa todas las mañanas. Por las noches dedica su tiempo a…
—Borwen no tiene más remedio que ser un buen cristiano —gruñó Maza—. Porque sabe que, desde hace seis meses, un alguacil de Nueva Londres lo sigue allá adonde va como si fuera su sombra. Tengo entendido que sus vecinos se sienten muy reconfortados.
Aisa se llevó una sorpresa. Nunca había pensado que Maza pudiera interesarse por algo que no afectara directamente a la reina. Se preguntó si lo sabría su madre. Su padre no era un buen cristiano ni nada parecido; su familia solo pisaba la Iglesia unas pocas veces al año.
—Borwen se ha arrepentido sinceramente de todos los pecados cometidos en el pasado —replicó el Santo Padre—. Se ha reformado, y ahora lo único que quiere es estar con su esposa y sus hijos.
—¿Que se ha reformado? —dijo Maza con sorna—. Por mí ya puedes decir misa, Borwen. Sabes tan bien como yo que, tarde o temprano, la enfermedad que llevas dentro encontrará la forma de salir, y, cuando te sorprenda con las manos en la masa, te encerraré para siempre.
—¡Mis hijos son míos! —gritó Borwen—. ¡No tiene ningún derecho a arrebatármelos!
—Perdiste a tus hijos desde el momento en que les pusiste una mano encima. A ellos y a su madre.
Aisa detectó un movimiento a lo lejos: su madre estaba de pie en la entrada, cruzada de brazos. Kibb no la había visto (o lo fingía), y Aisa tampoco dijo nada. ¿Cómo podía saber Maza tanto sobre su madre? ¿Le habría hablado ella sobre aquellos tiempos? No parecía muy probable. No tenían ninguna relación.
—¡Ahí está mi hija! —insistió Borwen—. ¡Pregúnteselo a ella! ¡Pregúntele si alguna vez la he tratado mal!
Aisa se quedó paralizada, pues de pronto todas las miradas estaban puestas en ella.
—Tu hija trabaja para mí —se apresuró a decir Maza, y Aisa se dio cuenta de que no había previsto aquel giro de la conversación—. Habla cuando yo se lo ordeno, no cuando se lo ordenas tú.
Aisa miró a su padre y vio el triunfo en sus ojos. Su padre la conocía muy bien. Había hecho una apuesta muy bien calculada: que su hija no revelaría su desgracia, su terrible pasado. Revelar algo tan vergonzoso ante las miradas curiosas de unos desconocidos… ¿Cómo iba a hacer eso y seguir como si no hubiera pasado nada? Aunque la creyeran, ¿cómo podría la niña seguir viviendo, sabiendo que eso era lo primero que todos pensarían al verla: que había soportado esas vejaciones? ¿Quién iba a exponerse a eso?
«La reina —le susurró de pronto una vocecilla—. La reina habría dicho la verdad y habría asumido las consecuencias».
Pero Aisa no podía.
—Aisa ya ha sufrido suficiente —dijo Maza—. Ningún verdadero cristiano la obligaría a volver a relatar su historia aquí.
—Dios ama a los niños, desde luego —replicó el Santo Padre—. Excepto a los mentirosos.
—Tenga cuidado, padre. Maza había bajado ligeramente la voz, y para quienes lo conocían eso era una señal de peligro, pero al Santo Padre no pareció importarle. Aisa se preguntó si el sacerdote se habría propuesto que lo agredieran allí, o que lo detuvieran; eso, sin duda, habría sido útil para el Arvath. Maza era demasiado listo para morder el anzuelo… O eso quería pensar Aisa. Aquella ira silenciosa y contenida era mucho peor que sus gritos de cólera. La niña volvió a notar que su padre la miraba, y contuvo el impulso de volver la cabeza.
—Estoy seguro de que, si la niña tuviera alguna acusación que presentar, la presentaría —continuó el Santo Padre con desdén—. El objetivo de estas acusaciones infundadas contra Borwen es ocultar el hecho de que las leyes de la reina son arbitrarias y están diseñadas para satisfacer sus propias necesidades. Todos los hombres de Dios deberían defenderlo.
—¿Sus propias necesidades? Cuando llegaron los mort, la reina abrió la Ciudadela a más de diez mil refugiados. ¿A cuántos refugiados acogió el Arvath?
—El Arvath es un recinto sagrado —replicó el Santo Padre, pero Aisa comprobó, aliviada, que Maza había vuelto a romperle el ritmo—. Ningún seglar puede entrar en la casa de Dios sin permiso del Santo Padre.
—Ya, eso es muy conveniente tanto para Dios como para su santidad. Y ¿qué dice Jesucristo sobre dar cobijo a los que no tienen hogar?
—Me gustaría seguir hablando del Apóstata, señor Regente —se apresuró a decir el Santo Padre.
Aisa miró con disimulo a los asistentes, pero no supo decir si se habían percatado de la rápida retirada del monje. La mayoría se limitaban a contemplar la tarima con la boca abierta.
—¿Qué pasa con el padre Tyler? —Si no nos lo entregan antes del mediodía del viernes, la Iglesia excomulgará a todos los empleados de la corona.
—Ya veo. Cuando falla todo lo demás, recurre al chantaje.
—En absoluto. Pero Dios está disgustado por la incapacidad que ha demostrado la Corona para desterrar el pecado del Tearling. Ahora que no está la reina, confiábamos en que usted aprovecharía esta oportunidad para criminalizar las conductas antinaturales.
Elston se movió a su lado; más que verlo, Aisa lo notó. Pero cuando levantó la cabeza y lo miró, el guardia estaba igual que siempre, con la vista fija en el público y sin que su expresión delatara nada.
—¿Cómo va la preparación del impuesto sobre el patrimonio? —preguntó Maza de repente—. ¿Estará listo el dinero para principios de año?
—No sé a qué se refiere —respondió el Santo Padre, pero su tono revelaba nerviosismo.
Maza soltó una carcajada, y, al oírla, Aisa se relajó ligeramente y la tensión de sus hombros se redujo un tanto. Volvió a mirar con disimulo alrededor de la sala y vio que su madre miraba a Maza de hito en hito, y que sus labios insinuaban una sonrisa.
—¿Sabe qué, Anders? —continuó Maza—. Durante unos minutos no sabía a qué había venido. Pero ahora ya lo entiendo. Déjeme aprovechar esta oportunidad para dejárselo claro: pase lo que pase, ese impuesto tendrá que estar pagado antes del uno de febrero.
—Esto no es una cuestión de dinero, señor Regente.
—Todo es una cuestión de dinero, siempre. Usted le impone un diezmo al Tear y luego pretende quedárselo todo, y se gasta en lujos un dinero que proviene de los ingenuos y los hambrientos. Se aprovecha de ellos.
—La gente hace donativos libremente por una causa santa.
—¿De verdad? —Maza compuso una sonrisa burlona—. Pero es que yo sé perfectamente adónde va a parar ese dinero. La semana pasada detuvimos a dos de sus ejecutores. Ha estado haciendo negocios en la Guardería.
Esas palabras levantaron una oleada de murmullos entre el público, y la sonrisa del Santo Padre se aflojó un momento, hasta que se recuperó.
—¡Acusaciones infundadas! —gritó—. Soy el mensajero de Dios, y…
—En ese caso, su Dios es un traficante de niños. Se oyeron gritos ahogados.
—¡Y tú! —le gritó Maza a Borwen—. Tampoco sabía muy bien qué habías venido a hacer aquí, pero ya te he calado. Creías que tendrías más posibilidades de convencer con tu ridículo argumento si había un hombre sentado en el trono. Si vuelves a intentar acercarte a tu mujer o a tus hijos, te…
—¿Qué me hará? ¿Matarme? —gritó Borwen—. ¿Qué amenaza es esa? ¡Yo ya estoy muerto, he perdido a mis hijos y me persiguen allá donde voy! ¿Por qué no me mata ahora mismo?
—No voy a matarte —dijo Maza sin alterarse, mirando a su interlocutor con frialdad—. Voy a detenerte, y dejaré que tu esposa decida tu destino.
Borwen palideció. Maza bajó los escalones y centró su atención en el Santo Padre.
—No me chantajeará con amenazas, ni me distraerá de mis objetivos prioritarios, que son los de la reina. No me traiga más cuentos como este. El próximo sacerdote que ponga un pie aquí quizá no tenga tanta suerte. Y tú, Borwen… no quiero volver a verte nunca.
Aisa temió que le estallara el corazón. Su madre y Wen la habían protegido de su padre siempre que habían podido, pero que lo hiciera alguien que no pertenecía a la familia era diferente. Si hubiera sido permisible que abrazara a Maza, lo habría hecho, porque de pronto lo amaba, con ese amor intenso que nunca había sentido por nadie salvo por su madre.
—Ven, hermano Borwen —ordenó el Santo Padre—. Siempre lo he dicho: la corona Glynn se ahoga en su propio orgullo. Dios sabe que es una injusticia, pero llevaremos tu caso ante los tribunales públicos y se demostrará lo que este sitio es en realidad.
—Puede intentarlo —repuso Maza sin alterarse—. Pero tenga cuidado, Santidad. Los hijos de Borwen no son los únicos que pueden denunciarlo.
—A mí nadie me ha acusado de nada, señor Regente.
—Yo lo acuso.
Aisa no pudo impedir que las palabras salieran de su boca. De pronto todos la miraban, y deseó no haber dicho nada.
—¿Has dicho algo, niña? —preguntó el Santo Padre.
Su voz era dulce como la miel, pero en sus ojos brillaba el odio. Eso, curiosamente, fue lo que obligó a Aisa a volver a hablar. Creyó que cada palabra sería peor que la anterior, pero una vez que hubo empezado descubrió, aliviada, que sucedía precisamente lo contrario: las primeras palabras habían sido las que más le había costado pronunciar, y después todo fue más fácil, como si se hubiera roto un dique en su garganta.
—Yo tenía tres o cuatro años cuando empezaste. —Hizo un gran esfuerzo para mirar a su padre a los ojos, pero solo consiguió enfocar su barbilla—. Y le hiciste lo mismo a Morryn, también a esa edad. Al final teníamos que escondernos debajo del suelo para que no nos encontraras. —Aisa se dio cuenta de que subía la voz, cada vez más angustiada, pero era como bajar corriendo por una ladera, haciendo molinete con los brazos. No podía parar—. Siempre persiguiéndonos, Padre. Nunca nos dejabas en paz: eso es lo que mejor recuerdo.
—¡Mentiras! —exclamó el Santo Padre.
—¡No, no miento! —gritó la niña—. ¡Es verdad, lo que pasa es que no quieren oírlo!
—Fierecilla —dijo Maza con dulzura, y Aisa calló y, furiosa, inspiró entrecortadamente—. No pasa nada, pero ahora quiero que salgas. Coryn, llévala con su madre.
Coryn le tiró suavemente del brazo y, al cabo de un momento, Aisa se fue con él. Volvió la cabeza y vio un océano de ojos fijos en ella. Su padre seguía al lado del Santo Padre, rojo de ira.
—¿Estás bien? —le preguntó Coryn en voz baja.
Aisa no sabía qué contestar. Estaba mareada. Oyó que, a sus espaldas, Maza ordenaba marcharse a los dos hombres.
—¿Aisa? —insistió Coryn.
—He avergonzado al capitán.
—No, te equivocas —replicó él, y Aisa agradeció su tono desenfadado—. Has hecho algo muy útil. El Arvath ya no se atreverá a llevar a tu padre ante un juez. Ahora hay demasiados testigos.
«Ahora lo sabrá todo el mundo». Ese pensamiento parecía atormentar a Aisa.
—A los cadén no les importará —comentó Coryn como de pasada, y Aisa se detuvo.
—¿Por qué dices eso?
—Te vi la cara, niña. Sé que algún día te perderemos. Pero tanto si llevas la capa gris como la roja, no dejes que tu pasado gobierne tu futuro.
—¿Tan fácil es?
—No. Hasta el capitán lidia con eso, todos los días.
«Un asesino de niños», recordó Aisa. De pronto vio a su madre con los brazos abiertos, y fue como si, afortunadamente, dentro de Aisa todo se derrumbara. Durante años había estado dispuesta a matar su padre, pero ahora se daba cuenta de que había hecho algo aún más difícil: había hablado en voz alta.
Tyler no creía en el infierno. Mucho tiempo atrás había decidido que, si Dios quería castigarlos, tenía infinitas oportunidades de hacerlo allí mismo: el infierno era innecesario.
Pero, si existía un infierno en la tierra, Tyler lo había encontrado. Seth y él estaban escondidos en un hueco que habían encontrado detrás de una pared, en las profundidades de un túnel, enterrados en las entrañas de la tierra. Se habían metido allí por una estrecha abertura que habían descubierto en la pared de piedra. El suelo y las paredes, iluminados únicamente por la parpadeante cerilla que sujetaba Tyler, estaban recubiertos de moho. En el último momento, justo antes de que se apagara la cerilla, Tyler vio que ese día Seth tenía peor aspecto que nunca, con las mejillas consumidas por la fiebre y las córneas amarillentas por la infección. Tyler llevaba varios días sin examinarle la herida, pero si lo hubiera hecho habría visto que aquellas franjas rojas ascendían por el vientre del sacerdote hacia su pecho. Nada más huir del Arvath, Tyler había llevado a Seth a que lo viera un médico, y se había gastado en eso casi todo el dinero que tenía ahorrado. Pero aquel hombre no era un médico de verdad, y, aunque le había dado a Seth algo para aliviar su dolor durante unos días, no había podido detener el avance de la infección.
La cerilla se consumió, y justo a tiempo, porque entonces Tyler oyó pasos que corrían por el túnel. Eran varias personas.
—¡Al ramal este! —dijo una voz masculina—. Al ramal este, y nosencontraremos en la carretera.
—Son cadén, estoy seguro —dijo otra voz, débil y cargada de miedo—. Vienen hacia aquí.
—¿Para qué iban a venir aquí los cadén? Aquí no hay dinero para ellos.
—¡Todos al ramal este, rápido!
Echaron a correr de nuevo. Tyler se apoyó en la pared, con el corazón acelerado. Seth y él ya se encontraban en un difícil aprieto, pero, si era cierto que allí abajo había cadén, sus problemas se multiplicarían. En los primeros días después de su huida, Tyler había subido varias veces a la superficie y había comprado comida y agua con dinero, y no había tardado en oír la noticia: el Arvath ofrecía una recompensa por ellos. Tyler y Seth ya se habían deshecho de sus túnicas de monje, pero, aunque fueran vestidos de seglares, ya no se sentían seguros en el exterior. Hacía más de dos semanas que Tyler no salía de los túneles, y sus reservas de comida estaban a punto de agotarse.
—¿Ty? —dijo Seth con un hilo de voz—. ¿Crees que vienen por nosotros?
—No lo sé —contestó Tyler.
Había creído que allí abajo estarían a salvo, pero esa seguridad tenía un precio. En sus incursiones por los túneles, Tyler había visto muchas cosas, y, cuando comprendió qué era en realidad aquel laberinto, empezó a hundirse de nuevo en la oscuridad espiritual que lo había atenazado durante sus últimas semanas en el Arvath.
«¿Por qué permites esto, Dios mío? Este mundo es tuyo. ¿Por qué consientes que esta gente siga aquí?».
No recibió respuesta, pero eso no le sorprendió. Sabía que tenía que sacar de allí a Seth cuanto antes. Había buscado una ruta subterránea que condujera hasta la Ciudadela; estaba seguro de que Maza debía de haber utilizado una ruta parecida para entrar y salir del Arvath sin ser visto cuando acudía a sus lecciones de lectura. Pero Tyler no se atrevía a alejarse demasiado de la seguridad de su escondite. La recompensa que ofrecían por Seth era solo de mil libras, pero la que ofrecían por él ya ascendía a cinco mil libras.
Ningún cadén dejaría escapar una oportunidad semejante. Por los cuchicheos que Tyler había oído en una oscura taberna la última vez que había salido al exterior, sabía que su recompensa también incluía sus posesiones, y eso indicaba que, si bien el Santo Padre quería verlos muertos a los dos (y sin duda estaría dispuesto a pagar lo que hiciera falta para llevar a juicio a Tyler), su interés primordial no eran Tyler ni Seth, sino la caja de madera de cerezo que Tyler tenía guardada en su bolsa. Tyler estaba deseando sacarla de allí y volver a abrirla, pero no podía permitirse gastar más cerillas, porque les quedaban muy pocas. Aun así, no pudo evitar abrazar la bolsa contra el pecho y notar el reconfortante bulto de la caja.
Tras varias semanas en los túneles, el sacerdote había reconstruido parte de lo sucedido. Nadie había vuelto a ver la corona del Tear desde que falleciera la reina Elyssa. Ella debía de habérsela regalado a la Iglesia; era una decisión extraña tratándose de una monarca que no asistía a los oficios más de una vez al año, pero Elyssa no habría sido la primera que había encontrado a Jesús en el lecho de muerte. Tyler no había conocido a la madre de la reina Glynn, pero, por lo que sabía de ella, era la clase de mujer que no habría dudado en comprar el camino hasta el cielo. Evidentemente la corona tenía un gran valor, pues estaba hecha de plata maciza y zafiros, pero el valor que tenía para Tyler iba mucho más allá del dinero. Aquella corona había adornado la cabeza de todos los gobernantes desde Jonathan Tear, y había evitado sangrientas guerras de sucesión. También se rumoreaba que tenía poderes mágicos, aunque Tyler creía que eso no era más que fantasías. Para él, la corona era un objeto, un testigo de la historia valiente, esforzada y extraordinaria del Tear, y Tyler no podía ser descuidado con un objeto como aquel, del mismo modo que no podía abandonar a Seth. Además, tenía que cumplir una promesa. El recuerdo de aquella mujer, Maya, era desgarrador. Ella le había entregado la corona, y él la había dejado allí, sentada ante la mesa donde tenía sus drogas. No habría podido llevársela, porque entonces los habrían apresado; él lo sabía, pero saberlo no le procuraba ninguna paz. Anders no escatimaba los castigos físicos, y Tyler no quería ni imaginar lo que le habría deparado el destino a Maya después de huir él. Ya que no podía hacer otra cosa, estaba decidido a cumplir su promesa y entregarle la corona a la reina. Pero para eso necesitaba salir de allí abajo.
Oyó pasos por encima de su cabeza y se estremeció. Quizá fueran los cadén, o algún otro grupo de almas perdidas y condenadas de los que Tyler había visto allí abajo. Pero siguieron oyéndose pasos, muchos, y Tyler no pudo evitar pensar en otra información que había oído en la taberna: ahora había bandas que deambulaban por las calles de Nueva Londres, armadas con espadas y crucifijos de madera, alabando a Dios y amenazando a quien no lo hiciera también. No había nada explícito que relacionara a aquellas bandas con la Iglesia de Dios, y sin embargo Tyler veía en ellas la marca del Santo Padre. Habría apostado su Biblia a que aquella gente recibía las órdenes del Arvath.
«En sus tiempos era una buena iglesia», se dijo, y era cierto. Tras el asesinato de Tear, la Iglesia de Dios había ayudado a mantener el orden. La Iglesia había trabajado con los primeros Raleigh y había evitado que la colonia de William Tear se diseminara. En el siglo segundo después de la Travesía, un dedicado predicador llamado Denis había abrazado el catolicismo, reconociendo el gran valor de la teatralidad y los rituales para captar la imaginación de los fieles. Denis había supervisado el diseño y la construcción del Arvath, una obra ingente que había vaciado las arcas de la Iglesia y había hecho envejecer prematuramente a aquel hombre. Denis falleció tan solo tres días después de la colocación de la última piedra, y ahora la Iglesia lo reconocía como el primer Santo Padre verdadero, pero antes que él había habido otros que habían guiado a la Iglesia de Dios por el mismo camino. Tyler, quien había recopilado tantos relatos históricos orales como había podido, sabía que su iglesia distaba mucho de ser perfecta. Sin embargo, ni siquiera el capítulo más oscuro de su historia podía compararse con el estado en que se encontraba actualmente el Arvath.
Evidentemente, el Santo Padre no se habría atrevido a hacer nada de eso de haber estado la reina en la Ciudadela. Anders le tenía miedo a la reina Kelsea; le tenía tanto miedo que, no hacía mucho, le había entregado a Tyler un frasco de veneno y le había ordenado cometer un acto terrible. La reina se había entregado a Mortmesne (ni siquiera a él se le había escapado esa noticia, pese a lo breves que eran sus salidas al exterior), y Maza estaba al mando del reino. Pero los súbditos del Tearling no querían a Maza, solo lo temían, y el miedo no resultaba tan peligroso. En ausencia de la reina, el Santo Padre estaba envalentonado.
«Es necesario que ella regrese —se dijo Tyler, casi como si recitara una oración—. Tiene que regresar».
Se oyeron otros pasos por el túnel, y Tyler se apoyó contra la pared. Vio pasar a unos hombres por delante de la estrecha grieta, pero no hicieron ningún otro ruido aparte del de sus pisadas, y, pese a solo haberlos visto pasar fugazmente, Tyler detectó la eficacia militar de sus movimientos, sincronizados y concentrados en un mismo objetivo.
«Cadén», pensó. Pero ¿a quién buscaban? ¿A ellos? En realidad no importaba. Bastaba con que unos ojos atentos se fijaran en la estrecha abertura de la pared del túnel y los descubrirían.
Los hombres siguieron adelante sin reducir el paso, y Tyler se relajó. Seth se acurrucó a su lado, tembloroso, y Tyler rodeó a su amigo con un brazo. Seth estaba muriéndose, lenta y dolorosamente, y Tyler no podía hacer nada por él. Lo había ayudado a huir del Arvath, pero ¿de qué les había servido? No tenían escapatoria.
«Dios mío —rezó, pese a tener la certeza de que sus palabras no irían a ningún sitio y que seguirían dando vueltas y vueltas por el oscuro abismo de su mente—. Te lo ruego, Dios mío, muéstranos tu luz».
Pero no veía nada, solo negrura, un goteo constante de agua, y, no muy lejos, los pasos de unos asesinos que se alejaban.