6
Aisa
El futuro no se puede divorciar del pasado. Confiad en mí, sé lo que digo.
Las palabras de la reina Glynn, recopilación del padre Tyler.
—Fierecilla. Es hora de irse.
Aisa levantó la vista de sus alforjas. Venner estaba en el umbral, y su cara, alargada y adusta, denotaba preocupación.
—¿Lo tienes todo?
—Sí, señor.
—Bien, pues despídete de tu madre.
Aisa se levantó. Andalie estaba en la cámara de la reina cambiando las sábanas. Las cambiaba cada dos días, aunque nadie durmiera allí. Aisa se demoró un momento en el umbral, observando trabajar a su madre. Iba a echarla de menos, sí, pero estaba deseando salir de allí. Maza ya le había dicho que ella no iría hasta Demesne; se quedaría en el Almont, con el general Hall, donde estaría relativamente segura. Aun así, a ella le había sorprendido que su madre le hubiera dado permiso para ir. Una vocecilla insidiosa en su cabeza hasta se preguntaba si su madre estaría contenta de librarse de ella.
—Madre. Me marcho.
Andalie soltó la almohada que estaba sacudiendo y, con los brazos abiertos, rodeó la cama con dosel. Su rostro reflejaba la misma serenidad de siempre, pero Aisa se impresionó al ver que había aflicción en sus ojos. Su madre no había vuelto a poner aquella cara desde que habían huido de la casa de su padre.
—¿Has visto algo, madre? —le preguntó Aisa—. ¿Has visto si volveremos con la reina?
—No, cariño. No lo sé.
—¿Has visto algo sobre mí? Andalie titubeó, y entonces dijo:
—Veo muchas cosas sobre ti, Aisa. Has crecido demasiado deprisa, mucho más de lo que yo habría querido, pero no sería una buena madre si te impidiera seguir el camino que has decidido tomar.
—¿Estoy destinada a rescatar a la reina?
Andalie sonrió, pero la niña detectó amargura detrás de su sonrisa.
—Estás destinada a pelear, niña. Pero ten cuidado. Vas a un sitio peligroso.
Aisa notó que su madre estaba dando rodeos, pero no entendía a qué venían aquellas respuestas ambiguas. Durante un instante deseó que su madre pudiera acompañarlos. Pero no, eso habría sido desastroso. En Mortmesne habrían pagado mucho por una mujer con la clarividencia de Andalie; Maza lo había comentado en más de una ocasión.
—¡Andalie!
La voz de Elston, atronadora, las sobresaltó. Aisa cogió su puñal y salió presurosa al pasillo, y el guardia le hizo señas para que se acercara.
—Es la pequeña. Le ha dado un ataque.
Andalie echó a correr. Aisa la siguió hasta la sala de audiencias y la encontró inclinada sobre Glee, que había entrado en trance. Aisa había presenciado ese fenómeno infinidad de veces y lo consideraba rutinario; le divirtió ver la reacción de los guardias, que se habían apartado de Glee y en cuyas caras se reflejaba un pavor supersticioso.
—¿Tesoro? —dijo Andalie—. ¿Quieres volver con nosotros?
Pero Glee negó enérgicamente con la cabeza. Paseó la mirada por la habitación un momento, y entonces la fijó en Maza, y se quedó mirándolo tanto rato, y con tanto embeleso, que pareció que hasta él se ponía nervioso.
—Buscas un premio —murmuró Glee, pensativa, como si intentara descifrar un problema—. Pero en Demesne no lo encontrarás.
Uno de los nuevos guardias, cuyo nombre Aisa desconocía, se santiguó.
—Busca en Gin Reach —le dijo Glee a Maza.
—¡Tesoro! —Andalie le puso las manos sobre los hombros a la pequeña—. ¿Me oyes, tesoro?
—Gin Reach —repitió Glee—. Pero no podemos saber…
—¡Glee, despierta!
—Llévatela de aquí, Lie —gruñó Maza—. Antes de que nos asuste a todos.
Andalie cogió a su hija en brazos y salió al pasillo. Aisa estuvo a punto de seguirlas, pero no lo hizo. Ya se había despedido de su madre.
«Ya estoy preparada para irme —pensó, maravillada—. Ahora ya estoy realmente preparada».
Maza se volvió hacia Arliss.
—¿Estás seguro de que tu información es fiable?
—¡Claro que es fiable! —contestó Arliss, molesto—. ¡Tú mismo elegiste a la muchacha!
—¿Y si han llevado a la reina a otro sitio en secreto?
—No la han cambiado de sitio. Al menos, no en los dos últimos días.
—Asegúrate. Arliss se levantó y se dirigió a su despacho.
—¡Pregúntaselo a Levieux, y no a Galen! —gritó Maza—. ¡Nos contestará antes!
Arliss le dijo adiós con la mano. Aisa se preguntó qué haría Maza. A veces, las visiones de Glee no significaban nada, pero no recordaba que se hubiera equivocado nunca con ninguna predicción. Y jamás había oído hablar de Gin Reach.
—¿El? ¿Tú qué opinas?
Elston encogió los hombros.
—La niña es clarividente, de eso no cabe duda, pero prefiero la información concreta que la ambigua. Propongo que vayamos a Demesne, tal como habíamos planeado.
Maza asintió.
—Estoy de acuerdo. No podemos desaprovechar nuestra oportunidad. —Se volvió hacia los demás, y en la cabeza de Aisa resonó aquella inquietante frase: «Un asesino de niños». Le había preguntado a su madre qué significaba, y ella le había dicho que no lo sabía, pero Aisa había visto algo en sus ojos. También le había preguntado a Coryn de dónde provenía Maza, y este le había contestado que no lo sabía. Le ocultaban algún secreto, y ella estaba decidida a desenterrarlo.
—A los que os quedáis aquí —anunció Maza—: ¡Devin se ocupa de todo lo relacionado con la guardia! ¡De todos los otros asuntos se ocupan Arliss o Andalie!
Al oír eso, Aisa se quedó boquiabierta. ¿Maza dejaba a su madre al mando? Era evidente que había varios guardias a los que aquello tampoco les había hecho ninguna gracia, pero la mirada de Maza ahogó sus murmullos. Aisa miró alrededor y de pronto vio a Pen, que estaba detrás de Maza. Tenía unas marcadas ojeras, pero parecía sobrio. Iba armado y vestido para viajar, con la espada al cinto.
—Preparadlo todo para nuestro regreso —ordenó Maza a los guardias—. Vamos a traer a la reina a casa. Que no os encuentre durmiendo.
Pero pese a la seguridad con que lo dijo, Maza parecía atribulado. Al cabo de diez minutos, cuando Aisa fue a buscar sus alforjas, él seguía inclinado sobre la mesa del comedor, examinando un mapa.
Salir de la ciudad después del anochecer era emocionante. Maza había elegido la hora más tranquila de la noche, cuando los borrachos ya se habían acostado y antes de que se levantaran los trabajadores más madrugadores, y las calles permanecían casi desiertas.
Pero no todo estaba en silencio. Al acercarse a las afueras de las Tripas, Aisa oyó un barullo cada vez más intenso: hombres que se gritaban unos a otros, y algún entrechocar de espadas.
—¿Qué es eso? —preguntó Ewen. Cabalgaba al lado de Aisa, cerca del final del escuadrón.
—No lo sé.
—Es la Guardería —respondió Bradshaw, que cabalgaba al otro lado de Ewen.
Se había incorporado en el último momento a la Guardia, pero, al final, hasta Maza había tenido que admitir que un mago tal vez resultara útil para organizar una fuga de la cárcel. Aisa seguía sin entender por qué Maza había decidido llevarse a Ewen. Los tres, Aisa, Ewen y Bradshaw, vivían en una especie de penumbra: iban armados, pero no eran auténticos guardias reales, y Aisa se preguntó si ejercerían la misma función en aquella misión: eran, fundamentalmente, un lastre. Pero en eso consistía la vida de un guardia real. La seguridad de la reina era lo más importante, aunque ellos tres no fueran más que escudos humanos.
—¿Qué es la Guardería? —preguntó Ewen.
—Son los túneles que hay debajo de las Tripas. Los cadén han estado limpiándola, y se han esmerado mucho.
Ewen seguía pareciendo desconcertado, pero eso era lógico; ¿cómo podía saber él qué era la Guardería? Ahora estaban tan cerca que el ruido de pelea que salía de allí era espantoso. Aisa se preguntó cómo podían soportarlo quienes vivían en aquel barrio, cómo podían dormir.
—¿Por qué trabajan por la noche? —preguntó Ewen. Bradshaw hizo una mueca de repugnancia.
—Porque a estas horas tienen más posibilidades de apresar a los clientes.
Aisa también hizo una mueca. Podía imaginarse la Guardería con una claridad extraordinaria: los túneles, los hombres que huían, las antorchas. Capas rojas. En su imaginación, todo aquello estaba relacionado con su padre, porque allí había muchos niños, y todos estaban en peligro.
—¿Aisa?
La niña parpadeó y vio que había detenido su caballo. Ewen y Bradshaw iban unos tres metros más adelante, y le hacían señas para que los alcanzaran.
—¡Aisa! —volvió a llamarla Ewen.
Abrió la boca con la intención de explicárselo. Después de todo, Ewen tampoco era un auténtico guardia real. Él sabía qué significaba pertenecer solo a medias a aquel mundo. Pero no, no podía hacerle eso a Ewen; su imaginación no llegaba tan lejos, no podía concebir la clase de bajezas que se cometían solo unas calles más allá. Pero la de Aisa sí, y lo hacía. Un hombre gritó a su izquierda, y se oyeron pasos que corrían. Notó que se acaloraba, y de pronto recordó algo que había dicho Glee unos días atrás: «Ellos doblan la esquina y tú aprovechas tu oportunidad».
—¿Aisa? ¿Te encuentras bien?
Sonrió. El guardia había doblado la esquina. Tenía su oportunidad delante, clara y reluciente, y lo único que lamentaba era no poder pedirle perdón a Maza en persona, explicarle que, sencillamente, tenía que hacerlo. Había llevado la mano al puñal que portaba al cinto, y asió el mango; entonces sintió que algo titánico crecía en su interior. Ella no era una auténtica guardia real, porque de pronto entendía que había cosas más importantes en el mundo que la vida de una sola mujer. Lo que ella siempre había querido era eliminar el mal de la faz de la tierra; llevaba meses soñando con eso. Pero sabía que el origen de esos sueños se remontaba al pasado, hasta su infancia, hasta su padre. Llevaba toda la vida esperando aquella oportunidad.
—Decidle al capitán que lo siento, que no tuve alternativa.
Ewen contrajo las facciones, confundido, pero Bradshaw preguntó:
—¿Qué piensas hacer?
—Lo que habría hecho la reina.
Aisa se dio la vuelta y encontró el recuerdo allí mismo, detrás de sus párpados: las jaulas, los soldados, la cara de Glee, perpleja y asustada detrás de los barrotes, su madre chillando. Había parecido el fin del mundo, y entonces había llegado la reina. Había sacado a Glee de la jaula, pero había jaulas por todas partes.
—¡No puedes entrar ahí, niña! —protestó Bradshaw.
—No soy ninguna niña —contestó Aisa, y mientras lo decía sabía que era verdad, que por fin había atravesado aquella misteriosa frontera.
—Decidle al capitán que estoy haciendo lo que quiere la reina.
Ewen la miró consternado, pero, antes de que pudiera decir nada más, Aisa había aprovechado su oportunidad y había desaparecido en las profundidades oscuras de las Tripas.
—¡Tú! ¡Muchacha!
Kelsea alzó la vista, sobresaltada. Era una voz de hombre, y hablaba en buen Tear, pero no sabía de dónde salía. Estaba sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, inmóvil, pero su cerebro llevaba más de una hora trabajando sin parar, tratando de componer una teoría coherente con la información que tenía. Estaba empezando a sacar algunas conclusiones (algo relacionado con los zafiros y con William Tear), pero al oír aquella voz se desconcentró.
—¡Eh, la de la puerta de al lado! Era su compañero de celda invisible. Se acercó a los barrotes.
—¿Qué quieres?
—¿Sois la reina marcada? Kelsea arqueó las cejas.
—Me imagino que sí.
—Mi carcelero dice que han destruido vuestro ejército. Una masacre. ¿Es cierto?
—Sí —contestó bajando la voz. Oyó pasos que bajaban por la escalera que había al fondo del pasillo—. Ellos eran muchos más que nosotros.
—¿No hubo supervivientes?
Kelsea no contestó, porque los pasos se estaban acercando y ya veía la luz de las antorchas detrás de la esquina. Había creído que sería Lona, su nueva carcelera, que iba a buscarla, pero los pasos se detuvieron en la celda de al lado, y una voz de hombre dijo en mort:
—Levántate. Te buscan.
Kelsea se acercó más a los barrotes e intentó escudriñar el pasillo mientras el guardia abría la celda de su vecino. No veía gran cosa salvo la pared de enfrente, y, al cabo de un momento, la parte de atrás de una cabeza calva. El hombre recorrió el pasillo, seguido por la silueta de su carcelero, y la luz desapareció detrás de él.
Kelsea se retiró hasta la pared del fondo de su celda y se sentó en el suelo. Se planteó volver a encender la vela, pero lo descartó. Era más fácil pensar a oscuras.
Ocho meses atrás, no podía hacer ninguna magia. Era una joven con un cerebro bastante decente, una buena educación y una fuerte convicción de que había cosas que estaban bien y otras que estaban mal. Había llevado un zafiro colgado del cuello desde la infancia, pero solo era una joya. Aunque pertenecía a la realeza, no era excepcional. Llevaba una vida normal y corriente. Nunca se había sentido como una reina.
Por el camino a Nueva Londres había sido cuando había notado la diferencia por primera vez. Una mañana temprano, eso lo recordaba bien; aunque no sabía si la del día del halcón, o la de otro. Pero todo había empezado a cambiar a partir de ese momento. ¿Porque tenía diecinueve años, la edad de la ascensión? Parecía una explicación tan buena como cualquier otra, pero sonaba falsa. Los jóvenes de diecinueve años eran necios, y William Tear debía de saberlo.
«Estaban juntos —recordó Kelsea de pronto—. Los dos zafiros. Los tuve los dos en las manos, juntos».
¿Podía ser? No lo sabía. ¿De dónde había salido el segundo zafiro? En la ciudad de Katie, dos destacamentos de exploración ya habían llegado a las estribaciones del Fairwitch; seguramente uno de aquellos destacamentos acabaría encontrando zafiro en las montañas, donde la veta de mineral era más superficial. Era fácil hacer un collar una vez que tenías las piedras preciosas. Row Finn era el mejor orfebre de la ciudad, pero no era el único, ni mucho menos.
«Y eso ¿de qué te va a servir? —preguntó aquella vocecilla interior—. ¿Tanta historia te ha servido de algo alguna vez?».
Pero aquella voz no tenía ningún efecto en la hija adoptiva de Carlin Glynn. La historia siempre importaba. Allí había un patrón, y tarde o temprano empezaría a repetirse. Tanto Kelsea como Jonathan Tear habían heredado un reino que se estaba derrumbando. Sí, se estaban derrumbando por diferentes motivos, pero…
«Te vas por las ramas. Has llevado una de esas joyas colgada del cuello desde que tienes uso de razón. ¿Por qué no hizo nada en todo ese tiempo?».
«Quizá no hubiera necesidad de hacer nada». Parecía lógico. Todos aquellos años, Kelsea había estado escondida en el Reddick, protegida por su anonimato. Muchos la habían buscado, pero nadie había encontrado la casita. Si la hubieran encontrado, ¿habría permanecido la joya de Kelsea mansa e inactiva? ¿La misma joya que había matado al asesino que la había hecho salir de la bañera?
«Él intentó quitarme el collar», recordó, pero ese detalle no hizo sino complicar más el asunto. ¿De dónde provenía aquel poder? ¿Cómo podía un zafiro actuar como su propio protector? Kelsea le había entregado las joyas a la Reina Roja voluntariamente, pero la Reina Roja no había podido utilizarlas, a pesar de que, sin duda alguna, ella sabía mucho más de magia que Kelsea. ¿Acaso aquellas joyas pensaban por sí mismas? Si así era, ¿por qué habían elegido a Kelsea? Los Raleigh habían llevado aquellas joyas durante años, pero, por lo que sabía Kelsea, ninguno de ellos había obrado magia alguna.
Alzó la mirada y salió de su ensimismamiento. Había oído algo al final del pasillo, a su izquierda. Ya se había familiarizado con la mazmorra, y aquel sonido no era de los que solían oírse allí: un ruido áspero y prolongado, como si algo arañara la pared. No se oía nada más, ni siquiera las peroratas de aquel hombre acusado de robar del final del pasillo, y Kelsea reparó en que llevaba días sin oírle. Era muy probable que en aquellas celdas muriera gente continuamente. Emily, la paje de la Reina Roja, bajaba a ver qué hacía Kelsea como mínimo dos veces al día, pero aquel ruido… no se parecía a ninguno de los que hacía ella.
Otro roce, más débil, casi furtivo, y sin duda más cerca. Kelsea sintió un sudor frío. Sin pensarlo, alargó una mano hacia el montoncito de provisiones que tenía junto a la cama y, a tientas, buscó aquella piedra, la piedra de Katie. Katie había creído que era cuarzo azul, pero Kelsea la había examinado a la luz de la vela y, tras darle muchas vueltas, había llegado a la conclusión de que era zafiro, como el de los collares, el mismo zafiro que, por lo visto, había en el lecho de roca del Tearling. Quizá fuera más fácil obtenerlo en el Fairwitch, pero estaba por todas partes, y servía de ancla a su reino, y daba forma al terreno sobre el que se erguía la ciudad, y Kelsea había reconocido aquella luz azulada en el camino de Katie sin ninguna dificultad.
Pero aunque Kelsea tanteó por el suelo, no encontró la piedra, sino solo las cerillas y las sobras de su última comida. Intentó serenarse y quedarse quieta. Oyó una pisada al final del pasillo, y luego otra. Débil, como de alguien que caminara descalzo o de puntillas. Si hubiera llevado una antorcha, Kelsea ya habría visto la luz; quienquiera que fuera, caminaba a oscuras. De pronto notó que una mano fría se posaba en su nuca, y pensó en Brenna, la protegida de Thorne, capaz de hacer descender la temperatura de una habitación con su sola presencia. Pero Brenna estaba encarcelada en la Ciudadela. Los pasos se detuvieron justo delante de su celda, y Kelsea permaneció muy quieta, aguantando la respiración, con la esperanza de que, si no se movía, quienquiera que fuese el que estaba allí no la encontrara. Los barrotes vibraron débilmente cuando unos dedos los acariciaron. No pudo contenerse más.
—¿Quién hay ahí? —preguntó, y enseguida se arrepintió. Era estremecedor hacerle preguntas a la oscuridad. Pensó en Katie, gritando en aquel bosque oscuro, y cerró los ojos.
—Se pensaban que podrían alejarme de mi preciosa. —Kelsea se estremeció—. Se pensaban que yo no tenía mi propia llave.
Kelsea retrocedió hasta la pared. Se había olvidado del carcelero, y había cometido un grave error. Oyó el tintineo de las llaves, e inmediatamente se le aceleró el pulso.
—No te me acerques.
—Como si mi preciosa pudiera pertenecerle a otro que no sea yo.
Al oír eso, el miedo de Kelsea se transformó inmediatamente en cólera, una cólera maravillosa y muy oportuna. La asaltaron vagos recuerdos, reminiscencias de aquel día en que había destrozado a Arlen Thorne. Había prometido que jamás volvería a hacerlo, y sin embargo ahora estaba preparada para atacar.
El carcelero deslizó su llave en la cerradura, y, en cuanto oyó que caían las clavijas, sintió que los últimos restos de su miedo desaparecían. La rabia creció en su interior, luminosa y reluciente, y le pareció que su pecho doblaba su tamaño. Había echado de menos aquella rabia, llevaba semanas añorándola con una intensidad que jamás habría podido imaginar, y ahora sentía como si se reencontrara consigo misma, como si volviera a estar completa.
—¿Dónde está? —preguntó el carcelero.
Era como un juego, y no era la primera vez que jugaba. ¿Cuántos prisioneros habrían tenido que soportar aquello? Entró en la celda, y de pronto Kelsea se dio cuenta de que podía verlo: una figura borrosa, alumbrada por una débil luz azulada. Era la piedra, la piedra de Katie, el zafiro de Katie, que estaba en el suelo, en un rincón de la celda, y relucía débilmente. Pero Kelsea no tuvo tiempo para pensar en eso, porque el carcelero se le estaba acercando.
—Aquí está —murmuró el hombre. Echó una ojeada al rincón y vio relucir el zafiro, pero no se fijó en él.
—No te me acerques —dijo Kelsea, desafiante.
Era una advertencia, y era más cierta de lo que ella misma sospechaba. Se estaba formando algo muy potente en su interior, una roca que rodaba a toda velocidad por una ladera y adquiría cada vez más fuerza y velocidad. El carcelero desenvainó una daga, y, por alguna razón, eso enfureció aún más a Kelsea. Como mínimo pesaba veinticinco kilos más que ella, y, aun así, él no pensaba arriesgarse a una pelea en presunta igualdad de condiciones. Kelsea valoró distintas partes del cuerpo del carcelero y se decidió por sus ojos, visibles bajo aquella débil luz azul. Iba a ser un placer arrancárselos.
Acababa de pensar eso cuando el carcelero se tambaleó y se tapó los ojos con una mano. La daga cayó al suelo y Kelsea la recogió. El hombre cayó de rodillas, aullando, y la joven se lanzó sobre él y lo derribó. El carcelero se golpeó la cabeza contra los barrotes, pero ella ni se dio cuenta. Aquello que lo había incapacitado podía cesar en cualquier momento, y esa noción le permitió sentarse encima de él (a pesar de que le repugnaba tocarlo), asir fuertemente el puñal y clavárselo en el cuello. El carcelero gruñó y se atragantó, mientras Kelsea asía el mango de la daga y se la clavaba con todas sus fuerzas.
—Yo no soy de nadie —susurró.
Aquello se prolongó mucho, y duró cinco minutos que parecieron una eternidad, pero al final el carcelero dejó de forcejear. Kelsea notó que los músculos de su víctima quedaban fláccidos, y entonces se relajó.
El resplandor de la piedra, si es que había existido, se había apagado, y Kelsea sintió que su rabia también había desaparecido. Tanteando bajo el borde del colchón encontró sus cerillas. Le costó más encontrar la vela, porque durante el forcejeo entre ambos había ido a parar a un rincón de la celda. Cuando por fin consiguió encenderla, se quedó de pie al lado del carcelero, y lo miró fijamente. No sentía gran cosa, solo una leve decepción que recordaba haber sentido también después de matar a Thorne, y entonces oyó la voz de Andalie en algún oscuro rincón de su memoria.
«Creo que eso es la esencia del mal en este mundo, Majestad: quienes se sienten con derecho a tener cuanto desean, cualquier cosa que se les antoje».
De ahí venía su decepción. Kelsea quería erradicar el verdadero mal, pero no podía. Lo único que podía hacer era matar a hombres como el carcelero y Thorne, hombres que no eran más que herramientas débiles e inútiles del mal. El verdadero cambio estaba lejos de su alcance.
—¿Cómo lo arreglo? —le susurró al cadáver—. ¿Qué hay que hacer para conseguir un mundo mejor?
Se quedó callada, confiando contra todo pronóstico que alguien la oyera y le contestara. Quizá William Tear poseyera tanto poder que su voz pudiera salvar los abismos del tiempo y la muerte y hacerse oír. Pero, tras pensarlo un momento, comprendió que Tear ya le había contestado, hacía mucho tiempo. No había ninguna forma rápida y fácil de erradicar el mal. Solo existía el paso del tiempo de generaciones, de gente que criaba a hijos que tendrían otras vidas tan valiosas como las suyas. Tear sabía que esa era la respuesta, pero, pese a todos sus esfuerzos, había fracasado.
«Porque se olvidaron —le respondió su voz interior—. Tardaron menos de una generación en olvidar todo lo que deberían haber aprendido».
Pero eso no era del todo cierto. Los padres, la generación que había hecho la Travesía, habían ocultado el pasado a sus hijos. Katie había estudiado historia mundial como una asignatura más en la escuela, pero del brutal período inmediatamente anterior a la Travesía, de las armas, la vigilancia, la pobreza… de eso no sabía nada, y sus coetáneos tampoco. La generación que estaba empezando a rebelarse contra el socialismo de Tear no estaba familiarizada con el otro lado de la moneda. Tear había tenido en su mano el cuento con moraleja definitivo, pero lo había desaprovechado y había permitido que la advertencia se diluyera.
«Pero tú lo recuerdas, Kelsea —le susurró Carlin—. Cuando llegues al final, quizá lo sepas todo».
«¿Qué iba a hacer yo con ese conocimiento?». No hubo respuesta, solo la cara del carcelero, y aquellos ojos que la miraban sin ver. Tenía las córneas de un rojo intenso; había intentado arrancarse los propios ojos. Kelsea miró alrededor en busca del zafiro sin tallar y vio que seguía en el suelo, en un rincón de la celda.
—¿Qué eres? —preguntó.
Fue a cogerlo pero se quedó quieta. Hasta se le cortó la respiración. La puerta de la celda estaba abierta de par en par, y de la cerradura colgaba el llavero.
Su primer impulso fue salir corriendo de la celda, pero hizo un esfuerzo y, sin moverse de donde estaba, analizó la situación. Tenía una idea aproximada de la distribución de la mazmorra, pero no del castillo. ¿Qué podía conseguir saliendo de la celda?
«No seas cobarde. ¡Tienes una puerta abierta!». Al pensar en el Tearling, la nostalgia se apoderó de su corazón. Normalmente evitaba pensar en su reino, o, al menos, en aspectos concretos; en aquella celda oscura, parecía un buen método para enloquecer. Sin embargo, ahora cerró los ojos y vio el Almont ante ella, kilómetros de tierras de labranza y de río, y después Nueva Londres, su ciudad, en lo alto de una colina. Nueva Londres era muy diferente de la ciudad de Tear, y también se estaba derrumbando, pero todavía había allí cosas buenas. Cuando los mort habían llegado a las puertas de la ciudad y habían hecho entrar a los refugiados, la Ciudadela se había llenado hasta el máximo de su capacidad, y todavía quedaban dos mil personas sin refugio. No podían dormir en la calle, porque la temperatura descendía mucho por la noche. Arliss se había puesto histérico, pero Kelsea se acordó de que, en el último momento, el gremio de comerciantes de Nueva Londres había dado la cara y todos ellos se habían ofrecido para alojar a la gente en sus casas y tiendas. Quizá su reino no fuera perfecto, pero todavía valía la pena luchar por él, y además, sencillamente, Kelsea deseaba volver a casa.
Pero dejarse llevar por sus impulsos ya le había ocasionado problemas otras veces. Volvió a ver fugazmente la cara de Thorne; a veces Kelsea creía que jamás lograría huir de él, y quizá fuera lo adecuado, porque cuando lo había matado no había pensado en el reino, sino en ella misma. No podía volver a cometer un error parecido. Cuando estuviera muerta no podría hacer nada por su reino, y de momento seguía viva por gentileza de la Reina Roja. Un intento de fuga podía destruir aquella frágil distensión. Por mucho que lo deseara, no podía huir, sin más, y confiar en que todo saliera bien. Tenía que quedarse; debía hacerlo por su reino.
Por lo menos podía sacar al carcelero de la celda. Pero tras echarle un vistazo decidió que era una estupidez. Alrededor del cadáver, el suelo estaba cubierto de sangre. No, iban a encontrarlo, y dentro de su celda. No había forma de impedirlo.
«¡Tienes una puerta abierta!», la intimidó la voz.
—Podría echar una ojeada —susurró, y, horrorizada, se dio cuenta de que se estaba dirigiendo al carcelero mientras bordeaba su cadáver para llegar hasta la puerta—. Una ojeada rápida, solo para ver qué hay.
Salió de la celda de puntillas. Hacia la derecha, el pasillo estaba a oscuras, pero hacia la izquierda y al fondo se veía un atisbo de luz de antorchas, parpadeante, cerca de la escalera. Por lo demás, no se apreciaba movimiento alguno en la larga hilera de celdas, y Kelsea no oyó ningún ruido. El carcelero había hecho mucho ruido antes de morir, pero los gritos no eran inusuales en aquella mazmorra. No parecía que nadie fuera a ir a investigar qué había pasado. Protegió la llama de la vela con una mano ahuecada y avanzó hacia aquella luz.
Le bastó una breve inspección de la celda vacía de su vecino para comprobar que la antigüedad tenía sus privilegios. Era evidente que el hombre llevaba allí mucho tiempo; además de un camastro y de varios cubos, también tenía una mesa y una silla. En la mesa había un montón de hojas de papel y un tarro con varias plumas, así como unas diez velas. Las paredes no estaban desnudas, como las de la celda de Kelsea, sino que tenían dibujos colgados. Kelsea levantó un poco la vela y se quedó petrificada.
No eran dibujos, sino bocetos de planos. Cada centímetro de cada hoja parecía cubierto de mediciones e indicaciones. La mayor parte de las hojas quedaban demasiado lejos de la luz y no pudo verlas claramente, pero, pese a estar cerca de la puerta, Kelsea distinguió varios diseños: una torre de asedio de más de veinte metros de alto, un aparato de dos plantas con una especie de mecanismo de enganche en el medio y dos tipos de arco diferentes. En la propia mesa, colocada cerca de los barrotes, había dibujado un plano sin acabar que Kelsea no supo descifrar. Levantó la vela cuanto pudo, y aspiró entre los dientes cuando le cayó una gota de cera caliente en la mano, y obtuvo, como recompensa, una imagen clara del boceto clavado en la pared, sobre la mesa: un diagrama de un cañón como los que ella había visto en el despliegue del ejército mort. A Kelsea se le cortó la respiración cuando comprendió lo que implicaban todos aquellos dibujos: había encontrado al diseñador de armamento de la Reina Roja.
Pero ¿qué demonios hacía aquel hombre allí abajo? Hablaba tear a la perfección. Lo más probable era que fuera un esclavo, y, en ese caso, debía de ser uno de los esclavos más valiosos de la Reina Roja. Entonces ¿por qué lo tenía encerrado en la mazmorra del Palais? ¿Por qué exponerlo a los malos tratos, las ratas, las neumonías que sin ninguna duda debían de abundar, en invierno, en aquel lugar húmedo y frío? Un ingeniero con un talento como el suyo debería vivir rodeado de lujos.
La celda vacía no proporcionó ninguna respuesta a Kelsea. La joven se quedó un momento más delante de los barrotes, para asegurarse de que no se le escapaba nada, y entonces echó a andar con sigilo por el pasillo.
En la siguiente celda ni siquiera había camastro. Una joven de la edad de Kelsea estaba acurrucada en el suelo, profundamente dormida. Estaba desnuda, e incluso bajo la débil luz de la vela Kelsea vio que temblaba. Tenía unos verdugones rojos en los brazos que se asemejaban a heridas de pinchazos. La cólera de Kelsea, que parecía haber muerto con el carcelero, volvió a brotar en el fondo de su estómago.
«¿Cómo puedes hacer esto? —preguntó pensando en la Reina Roja—. No eres estúpida, sabes distinguir el bien y el mal. ¿Cómo puedes dormir por las noches?».
Pero fue Carlin quien contestó. «No pierdas el tiempo, Kelsea. Hay gente que está podrida». Sorprendentemente, Kelsea se dio cuenta de que no quería pensar eso de la Reina Roja. No le caía bien aquella mujer, pero había llegado a respetarla. De niña, Evelyn no había tenido una vida fácil.
«Si disculpas a la Reina Roja, también deberías disculpar a Thorne. Y quizá también a tu carcelero. Seguro que ellos tampoco tuvieron una infancia fácil».
Kelsea descartó esa idea. No pensaba sentirse culpable por la muerte del carcelero. El mundo estaba mucho mejor sin él. Y en cuanto a Thorne…
Se abrió una puerta al final de la escalera. Kelsea se quedó paralizada un momento. Ahora no podía huir, si es que alguna vez había existido esa posibilidad, pero no debía dejar que ellos supieran lo cerca que había estado de fugarse. Quizá la castigaran por haber matado al carcelero, pero eso ya no tenía remedio. Sus piernas reaccionaron y corrió por el pasillo hasta su celda. La vela se apagó cuando echó a correr y tuvo que dar los últimos pasos a tientas; sujetó la puerta abierta y entró en la celda. La llave del carcelero seguía en la cerradura, y Kelsea estuvo a punto de cogerla, pero al final decidió que no. El hecho de que el carcelero hubiera entrado por sus propios medios reforzaría su versión, y de todas formas sospechaba que a la Reina Roja no le importaría mucho la muerte del carcelero.
La luz de una antorcha empezó a alumbrar el pasillo, y Kelsea fue hasta el fondo de la celda y se quedó muy quieta. Miró el cadáver del carcelero y sintió alivio; sus emociones coincidían tanto con los recuerdos que tenía de Lily que parecía que la realidad se hubiera desdoblado. Pasara lo que pasase, por lo menos nunca más tendría que vérselas con aquel canalla.
Apareció la antorcha, y, detrás de ella, la alta figura de Emily, la paje de la Reina Roja. Emily echó un vistazo a la escena; entonces dejó la antorcha en un soporte y entró presurosa en la celda.
—Habéis elegido mal momento —murmuró en tear—. Muy mal momento. —Miró a Kelsea con cierta impaciencia—. ¿Estáis herida?
—No, estoy bien.
—Vale. Entonces, ayudadme. Hay que sacarlo de aquí.
—¿Qué…?
—Si la Reina Roja descubre que habéis matado a vuestro carcelero, reforzará las medidas de seguridad. Ahora no puede permitirse estas cosas. La fecha está demasiado cerca.
—¿Qué fecha?
—¡Ayudadme! —la apremió Emily—. Quitaos el vestido.
—Hay demasiada sangre.
—Ya la limpiaremos después. Pero no podemos dejar pistas. Dadme vuestro vestido.
Tras otro momento de indecisión, Kelsea se quitó el vestido por la cabeza y se lo lanzó a Emily, que empezó a envolverle el cuello al carcelero. Kelsea se tapó instintivamente, pero entonces reparó en que el recato no tenía mucho sentido en aquella situación. Bajó las manos y se quedó allí plantada, temblando, en ropa interior y con las botas puestas. Emily cogió el llavero de la cerradura, separó la llave de la celda de Kelsea y se lo guardó en el bolsillo.
—Agarradlo por las piernas.
Kelsea cogió las piernas del carcelero y ayudó a Emily a levantarlo del suelo. La paje era mucho más fuerte que ella, y cargaba con más peso del que le correspondía. Kelsea la miraba perpleja. ¿Seguía siendo fiel al Tearling?
—Nada de ruido —murmuró Emily—. La celda de vuestra derecha está vacía, pero las demás están ocupadas. Es posible que los prisioneros estén despiertos.
—¿Y la luz? —preguntó Kelsea en voz baja.
—Conozco bien esta mazmorra. Seguidme y no hagáis ruido.
A la joven se le ocurrieron unas cuantas preguntas, pero se las guardó y siguió a Emily fuera de la mazmorra. Torcieron hacia la derecha, y Kelsea vio que Emily tenía razón: la celda contigua estaba vacía. La luz disminuyó cuando doblaron una esquina, y al final acabaron caminando totalmente a oscuras. A Kelsea le pareció que las piernas del carcelero todavía estaban tibias, y cada vez se sentía más atormentada por una certeza irracional: no estaba muerto, sino dormido, y en cualquier momento notaría sus manos deslizándose sobre las suyas y oiría su voz cerca del oído.
«Preciosa».
—¿Quién hay ahí? —gritó una voz de hombre a la derecha de Kelsea, tan cerca que la joven se inclinó hacia la izquierda, ahogando un grito, y estuvo a punto de soltar las piernas del carcelero.
Tenía la frente cubierta de sudor. Oía a otras personas, que tosían y lloraban en sus celdas, y se acordó de los complejos de Seguridad que había visto en tiempos de Lily, grandes y oscuros laberintos de sufrimiento.
«No hemos aprendido nada —se dijo otra vez—. Lo hemos olvidado todo, todos».
Emily, que iba delante, carraspeó, y Kelsea se detuvo. Notó que el otro extremo del cadáver del carcelero se inclinaba hacia abajo, y le bajó las piernas hasta el suelo. Oyó un ruido metálico: Emily depositó las llaves sobre el cadáver. La paje estaba demostrando tener sangre fría, y Kelsea pensó que se parecía a Andalie. Al cabo de un momento, Emily la agarró por el brazo y la guio otra vez hacia su celda. Kelsea se preguntó qué diría Maza si la viera, deambulando por la mazmorra del Palais en ropa interior. Tenía mucho frío, y los dientes le castañeteaban detrás de los apretados labios. Pensó en la mujer a la que había visto al fondo del pasillo, temblando en el suelo, desnuda. Kelsea necesitaba encontrar algo de ropa, y cuanto antes.
Doblaron una última esquina, y Kelsea se dio cuenta de que volvían a estar en su pasillo. Miró hacia abajo y vio que tenía las manos y los brazos cubiertos de sangre, pegajosa pero ya casi seca. Sin embargo, el pasillo estaba limpio.
—Meteos dentro —dijo Emily en voz baja, y la empujó hacia el interior de la celda. Tenía en la mano el vestido sucio de Kelsea—. Volveré con artículos de limpieza y un vestido nuevo para vos.
—Y luego ¿qué?
—Será como si el carcelero nunca hubiera entrado en vuestra celda. —Emily levantó la llave plateada de la celda de Kelsea—. De todas formas, no debería haber tenido esta llave. Me desharé de ella.
Kelsea vaciló y volvió a acordarse de la asombrosa eficacia de Andalie. Emily empezó a cerrar la puerta de la celda, y Kelsea agarró los barrotes, impidiéndole cerrarla del todo.
—¿Quién eres? ¿Estás al servicio del Tear?
—No. Estoy al servicio de Maza. Emily dio un tirón obligando a Kelsea a soltar los barrotes. Cerró la puerta con llave y desapareció por el pasillo.
—Despierta, patético borrachín.
Javel, adormilado, volvió poco a poco a la realidad. Fue un proceso lento. Tenía muchas sensaciones que ignorar: dolor de cabeza, dolor de espalda, un tremendo vacío en el estómago. La cerveza mort era mucho más fuerte que la del Tear. Apenas recordaba haber probado algo que le había ofrecido el barman, un breve período de la modorra que siempre le producía el alcohol, y luego nada. Notó algo húmedo en su mejilla: un hilo de baba.
—¡Despierta, maldita sea!
Le golpearon con algo en la nuca, y su dolor de cabeza se intensificó y se volvió casi insoportable. Gruñó e intentó apartar aquella mano a manotazos, pero entonces lo agarraron por el pelo y lo levantaron de un tirón, y el dolor de cabeza le hizo gritar. De pronto se encontró mirando a Dyer.
—Estúpido. Pedazo de mierda. —Dyer lo sacudió con cada palabra, con rabia pero sin subir la voz—. Tenemos un trabajo que hacer, un trabajo que exige discreción, y te encuentro inconsciente.
Javel estaba hecho un lío. ¿Qué hacía en una taberna? Llevaba meses sin probar el alcohol. ¿De verdad tenía que volver a empezar desde el primer peldaño de la escalera?
«Allie». Los recuerdos llegaron en tropel, con una claridad dolorosa. Allie lo había llevado allí. Allie, vestida y maquillada como una prostituta, ya no era ella misma, sino una mujer diferente. Y él no le interesaba ni lo más mínimo. Llevaban meses en Demesne persiguiendo a un fantasma. Javel quería que Dyer se marchara para poder pedir otra copa y volver a empezar el carrusel. Al menos, otra copa le aliviaría el dolor de cabeza que amenazaba con hacerle estallar el cráneo.
—¿Qué te pasa, traidor?
—Allie —masculló Javel—. Mi mujer. Ella…
—¡Venga, por favor!
Dyer lo agarró por el cuello de la camisa y lo dejó en el suelo, y Javel se dio cuenta de que se había pasado toda la noche en un taburete, con la cabeza encima de la barra. No era la primera vez, pero… creía que había dejado todo eso atrás.
—Mi mujer… —Pero ya no lo tenía tan claro. ¿Acaso Allie seguía siendo su mujer?—. Iba vestida como una…
—¿Como una puta? —preguntó Dyer mirando a Javel a los ojos, con franqueza pero sin lástima.
—Sí —respondió Javel en voz baja, y se alegró de no tener que pronunciar esa palabra en voz alta.
Pero al cabo de un momento abrió los ojos de golpe: Dyer le había tirado agua en la cara. Javel entrevió al dueño del bar, que los observaba con el escaso interés propio de quien ha visto de todo.
—A ver si lo he entendido bien, centinela. ¿Encontraste a tu mujer en un burdel mort?
—Sí.
—Y ¿qué pasó?
—Me dijo que la dejara allí. Que era feliz. Me dijo… —Javel tragó saliva, porque aquello era lo que más le costaba admitir—. Me dijo que no quería saber nada de mí.
—Madre mía.
Dyer dejó unas monedas encima de la barra y se lo llevó hacia la puerta. El dueño del bar ni siquiera pestañeó: asintió con una cabezada y recogió el dinero con un rápido barrido.
Fuera, Javel sintió que la luz del sol le perforaba el cráneo. Gimió y se llevó las manos a la cabeza.
—Cállate, inútil. —Dyer tiró de él y lo obligó a caminar. Pasaron por delante de la botica, y Javel tuvo que reprimirse para no escupir en la puerta.
—Se reía —le dijo a Dyer. No sabía por qué se sinceraba precisamente con él, un guardia real a quien le habría encantado verlo ahorcado por traidor. Pero no había nadie más que pudiera escucharle—. Se la veía feliz.
—¿Y eso te enfurece?
—¡Pues claro que me enfurece! —gritó Javel.
Dyer lo agarró por el cuello y lo estampó contra una pared. Antes de sentir el dolor, Javel deseó estar muerto.
—Como veo que eres imbécil, centinela, te lo voy a explicar. Tu mujer recorrió más de trescientos kilómetros metida en una jaula. Cuando llegó a esta ciudad, la desnudaron, la registraron y la pusieron en una tarima delante de la Oficina de Subastas. Quizá se pasara horas allí de pie, mientras unos desconocidos especulaban sobre su valor y los niños la abucheaban por ser tear. Si la compró directamente el burdel, tal como parecen indicar los documentos, la obligaron a trabajar, y, si se negó a cumplir lo que le ordenaban, seguramente le pegaron, la violaron o le hicieron pasar hambre. Seis años. —La voz de Dyer se volvió más grave y más áspera—. Seis años, y ¿dónde estabas tú todo ese tiempo? Trabajando de día y bebiéndote el sueldo por la noche.
—Pero ella sigue siendo mi mujer.
Dyer lo zarandeó bruscamente, y le golpeó la cabeza contra la pared.
—Tu mujer está haciendo lo que debe. ¿No se te ha ocurrido pensar que fingir que está contenta con lo que tiene hace que la vida aquí le resulte más fácil?
—¡Contenta! —dijo Javel con desprecio—. ¡Está embarazada! ¡Va a tener un hijo de otro hombre!
—De verdad, no sé cómo te atreves a hablar así, centinela. —Dyer lo soltó y, con un tono que denotaba repugnancia, añadió—: A tu mujer la enviaron a Mortmesne y tú te quedaste en el Tear, y seguiste siendo un hombre libre, y, aun así, ¿te crees con derecho a juzgar lo que ella haya hecho para sobrevivir?
—Yo la quiero —repitió Javel, acongojado—. Es mi mujer.
—Pues se ve que ella ha pasado página.
—Pero ¿y yo?
—Tú deberías hacer lo mismo. Olvidarla. —La mirada de Dyer seguía siendo despiadada, pero su voz se había suavizado un poco—. La reina vio algo en ti, aunque yo no sabría decir qué aunque mi vida dependiera de ello. El motivo por el que viniste aquí ya no existe, pero quizá nos seas útil. Y a ella.
—¿A Allie?
—A la reina, imbécil. —Dyer sacudió la cabeza—. Va a venir el capitán, y cuando llegue sacaremos a la reina del Palais o moriremos en el intento. Necesitamos a más hombres.
—Y eso ¿qué tiene que ver conmigo?
Dyer le enseñó una carta sellada.
—Esto son las últimas órdenes del capitán. Quiere enviar a un mensajero a Nueva Londres para pedir guardias de refuerzo, pero no puede desperdiciar a ninguno de sus hombres. Y ni Galen ni yo podemos ir, tampoco.
«Desperdiciar», pensó Javel con amargura.
—El capitán llegará dentro de cuatro días. Necesitaremos los refuerzos, como muy tarde, dos días después. Por tanto, necesitamos a un mensajero que pueda cabalgar como el viento. —Dyer lo miró fijamente, evaluándolo—. Cuando veníamos hacia aquí te estuve observando. Montas bien, cuando no estás borracho. Si salieras mañana temprano, lo conseguirías.
Javel frunció el ceño y calculó mentalmente a pesar del dolor de cabeza. Tendría que llegar a Nueva Londres en no más de tres días. No era mucho, pero no era imposible.
—No podrás entrar en las tabernas que encuentres por el camino, por supuesto.
—¿Y Allie?
—Bueno, eso es lo que tienes que decidir, centinela. Servir a la reina, o servir a tus tonterías. El capitán ha puesto tu destino en mis manos, y, si así lo prefieres, puedo dejar que te ahogues aquí. A mí no me importa, te lo aseguro. —Dyer miró más allá de Javel entrecerrando los ojos—. Sea como sea, ya llevamos demasiado rato en esta calle.
Javel miró hacia donde miraba Dyer y vio que en el siguiente cruce se estaba formando algún tipo de disturbio. Otra revuelta; las calles de Demesne estaban llenas de ellas. Los rebeldes se sublevaban, las fuerzas de seguridad de Demesne los reprimían, y al día siguiente empezaba otra sublevación. Galen afirmaba que la ciudad se dirigía hacia un verdadero levantamiento.
Dyer siguió andando, alejándose de aquella gente, y Javel lo siguió. El centinela estaba confuso: por una parte, la resaca; por otra, Allie; y aún había un tercer rincón donde había empezado a darle vueltas a las palabras de Dyer, a examinarlas como si fueran una piedra preciosa recién extraída de la mina.
«Quizá nos seas útil». Ya había sido útil en otra ocasión. Antes de que la bebida se apoderara de él, y mucho antes de que apareciera Arlen Thorne con sus sobornos venenosos, había habido un centinela de la Puerta llamado Javel, un tipo normal y corriente pero competente, a quien le gustaba hacer bien su trabajo y volver a casa con su mujer al final de la jornada.
«Servir a la reina, o servir a tus tonterías». Llevaba semanas sin pensar en la reina, desde que la habían visto pasar en aquel carro. Pero entonces se dio cuenta (y se sintió imbécil por no haber caído antes) de que los dos guardias reales no habían pensado en nada más. La reina habría podido colgar a Javel por traición, como había hecho con Bannaker y el sacerdote del Arvath, o incluso mutilarlo, como había hecho con Thorne. Y no lo había hecho. Javel habría aceptado la muerte de buen grado, pero la reina no podía saberlo, y ahora allí estaba él, desgraciado, sí, pero vivo y en libertad, mientras la reina se pudría en una mazmorra mort. Javel reflexionó largo rato sobre eso; esquivó un carro que venía lentamente por la calzada y se apresuró a alcanzar a Dyer.
—Partiré mañana. Dyer se detuvo, y Javel, que se había preparado para encajar un comentario sarcástico, alzó la vista y vio que el guardia real lo miraba y, quizá por primera vez, se lo tomaba en serio. Al cabo de un rato, Dyer volvió a sacar la carta sellada de su bolsillo y se la ofreció a Javel.
—No te separes de ella, y no se la enseñes a nadie hasta que llegues a Nueva Londres. El centinela de la Puerta debería dejarte pasar, y deberías poder entrar en el Pabellón Real. Preséntasela a Devin, es él quien quedó a cargo del pabellón.
Javel cogió la carta y se la guardó en el bolsillo interior de la camisa. Se pusieron de nuevo en marcha, y esquivaron por los pelos la salpicadura de barro de un carro que pasaba. Dyer tenía la mirada perdida y triste, y Javel sabía que estaba pensando en la reina. Esa noche, y muchas más después, Javel se la pasaría pensando en Allie, y sus pensamientos serían sin duda dolorosos, pero ella no estaba cautiva.
—¿Conseguiréis rescatarla? —preguntó Javel en voz baja. Dyer se golpeó la palma de la mano con el puño.
—No lo sé, centinela. Pero si fracasamos…
Javel miró de reojo a Dyer, intimidado por la rabia que emanaba: era como combustible esperando que le acercaran una cerilla. Pero lo que vio en su rostro era aún más alarmante.
Dyer estaba llorando.