12

La señora de la casa

¿Infierno? El infierno es un cuento de hadas para los crédulos, pues ¿qué peor castigo puede haber que el que nos infligimos nosotros mismos? Ya ardemos bastante en esta vida.

Recopilación de sermones del padre Tyler, archivos del Arvath.

—Fue idea de Maza —dijo la mujer, como si eso lo explicara todo. Estaban sentadas en sendos sillones de respaldo alto, delante de la chimenea de la habitación, que estaba apagada. Hacía frío, pero Kelsea se había tomado muy en serio las supersticiones de la Reina Roja, y no quería encender el fuego. Todavía no entendía el funcionamiento del prolongado juego de Row Finn, pero, si era cierto que estaba en libertad, ahora Kelsea representa una amenaza para él.

La antorcha alumbraba muy poco, pero Kelsea no podía dejar de mirar a su madre con la esperanza de encontrar algún defecto en ella, algo que indicara que todo aquello no era más que un truco. Pero no lo encontró. La mujer que tenía delante era mayor que la del retrato que Kelsea había visto en la Ciudadela, y tenía unas finas arrugas en las comisuras de la boca y los ojos. El vestido y el pelo negros, señales de duelo, la envejecían aún más. Pero no cabía duda de que era Elyssa Raleigh.

—¿Qué fue idea de Maza?

—Pues sacarme de allí. —Elyssa soltó una risita cantarina—. Había tanta gente que quería matarme. Aunque era casi emocionante.

Kelsea miró hacia la puerta, impaciente. Le había ordenado a Elston que fuera corriendo a buscar a Maza, pero se lo había dicho a través de la puerta, y ahora estaba preocupada por si Elston no le había entendido bien. Estaba esperando a que llegara el capitán para estrangularlo. Con lo mal que la hacía sentirse Maza cada vez que ella se reservaba algo, y ahora resultaba que él le había ocultado el mayor secreto que jamás hubiera podido imaginar.

—Carroll y Maza eran mis mejores guardias, los más listos. —Elyssa hizo una pausa, inclinó hacia abajo las comisuras de su boquita de muñeca—. Maza me ha dicho que Carroll ha muerto.

—Sí —replicó Kelsea automáticamente. Al cabo de un momento se dio cuenta de que tampoco había visto su cadáver. ¿Y si él también estaba escondido en algún sitio? ¿Y si lo estaban Barty y Carlin? ¿Cómo iba a creerse lo que le dijera Maza a partir de ahora? Durante años, Kelsea había querido recibir tantas cosas de la mujer que ahora tenía sentada delante: amor, aprobación, justificación… Y, por supuesto, había soñado con la oportunidad de gritarle en la cara. Y sin embargo, ahora que tenía ocasión, Kelsea no sabía qué quería, solo sabía que habría preferido no estar en aquella habitación. Se había acostumbrado a odiar a su madre, y se sentía cómoda con ese sentimiento. No necesitaba revisar aquel status quo.

—La idea fue de los dos, pero Maza fue quien me sacó de la Ciudadela. Tiene un montón de escondites, ya sabes. Él me trajo aquí. —Elyssa volvió a fruncir el ceño—. La vida lejos de la capital es muy aburrida. Maza viene a visitarme cuando puede, y tengo mi negocio…

—¿Qué negocio?

—Los vestidos —contestó Elyssa con orgullo—. Soy una de las diseñadoras de más éxito del Tear. Pero tengo que trabajar desde aquí y enviar a alguien a tomar las medidas y los pedidos. —Volvió a hacer una mueca de disgusto—. No puedo ir a ningún sitio.

Kelsea forzó una sonrisa. Se le ocurrían un montón de cosas que decirle; sin embargo, se mordió la lengua. Pensaba exponerle su opinión a aquella mujer, pero no lo haría hasta que ella le hubiera contado toda la historia.

—¡Estoy tan contenta de verte! —exclamó Elyssa, y le puso una mano en el brazo. Kelsea se puso en tensión, pero Elyssa no pareció notarlo; estaba demasiado ocupada examinándola, escudriñando su cara—. ¡Y eres muy guapa!

Kelsea se retrajo, casi como si la hubieran abofeteado. Todos aquellos días en la casita, de pie junto a la ventana, vigilando, esperando a que llegara su madre… Estaba segura de que sería una mujer inteligente, bondadosa y amable, y que la elogiaría, aunque Carlin no le elogiara, por todas las cosas que había aprendido y por haberse esforzado tanto. Aunque Kelsea hubiera sido guapa entonces, ese no era el halago que esperaba, porque ya de pequeña había entendido que eso significaba muy poco. Estuvo a punto de decirle a Elyssa que aquella belleza no era suya, pero en el último momento se contuvo.

—Creía que había un cadáver —dijo con voz ronca—. Que cuando se anunció vuestro fallecimiento había un cadáver.

—Sí, lo había —contestó Maza detrás de ella, y Kelsea se sobresaltó. Había entrado sin hacer ruido en la habitación mientras ellas dos hablaban, y ahora surgió de las sombras y apoyó una mano en el hombro de Elyssa.

—¿Cómo ha entrado? —preguntó el capitán.

—Esta casa está llena de pasadizos secretos. Es un truco que aprendí de ti.

—El cadáver —insistió Kelsea—. Dijiste que había un cadáver.

—El cadáver de la reina —confirmó Maza—, tendido en la cama con un corte en el cuello.

—¿Cómo? —preguntó Kelsea. Maza se quedó mirándola.

—Oh, no, Lazarus. ¿Una doble?

—Una doble perfecta, lo bastante parecida para engañar al resto de la Guardia Real.

—¿Dónde la encontraste?

—La encontró Carroll. En las Tripas, ejerciendo su oficio.

Kelsea se quedó mirándolo como si viera a un desconocido.

—Fueron muy listos —intervino Elyssa—. Primero por pensarlo, y luego por encontrar a alguien que se pareciera tanto a mí. Fue una pena que ella tuviera que morir, aunque solo fuera una prostituta.

Kelsea cerró la mano y formó un puño, pero se contuvo. La mujer que estaba sentada en el otro sillón no se merecía ni siquiera eso. Pero Maza…

—¿Tú hiciste eso, Lazarus?

—Soy un guardia real, Señora. Mi primera obligación es proteger a la reina.

Kelsea lo fulminó con la mirada; sus palabras habían abierto un abismo en su interior. Por primera vez, entendía que esa afirmación tenía dos caras, una buena y una espantosa. Maza también tenía una misión que cumplir, igual que ella. A veces Kelsea se sentía capaz de hacer cualquier cosa por levantar su malogrado país, pero había un límite que ella jamás habría traspasado, ¿no?

—Cada día había un nuevo intento de asesinato, Señora. Algunos estaban asombrosamente bien planeados; surgían de Demesne. Carroll y yo sabíamos que tarde o temprano alguien lo conseguiría. No podíamos quedarnos sentados esperando a que sucediera.

—¿Y esa fue la solución que se te ocurrió?

—Sí. Teníamos que elegir entre eso o dejar que mataran a la reina.

—¿Y el reino que dejaba atrás? Y en manos de mi tío, nada menos. ¿No pensasteis en eso?

—La seguridad de la reina, Señora —insistió Maza, implacable—. Todo lo demás es secundario.

—¿A mí también me buscaste una doble?

—No, Señora. Sabía que vos no lo permitiríais.

—¡Pues claro que no! —le espetó—. Ya veo que te has creído que todo esto es un carnaval de moral, pero…

—Vos me conocéis ahora, Señora. No me conocíais hace veinte años. Entonces yo era diferente, tenía la Guardería mucho más reciente.

—¡Ya lo creo! —saltó Elyssa, y le dio unos golpecitos en la mano a Kelsea antes de que ella pudiera apartarla—. Gritaba y se peleaba, y luego, cuando no podía salirse con la suya, se quedaba enfurruñado en un rincón. Carroll siempre decía que era un poco salvaje, y tenía razón.

Kelsea apartó la mano del brazo del sillón; estaba asqueada. A pesar de la diferencia de edad, su madre parecía más joven que ella, casi una niña; pero Kelsea no pensaba perdonarla por eso: aunque fuera una cría, le debía respuestas.

—¿Por qué me diste en adopción?

—No tuve alternativa. —Elyssa le lanzó una mirada furtiva a Maza—. Estabas en peligro.

—Mentira.

—¿Por qué insistes en hablar del pasado? —dijo su madre con voz lastimera—. ¡El pasado es muy feo!

—¿Feo? —murmuró Kelsea.

Maza le lanzó una mirada suplicante, pero ella lo ignoró. ¿De verdad pretendía defender a aquella mujer?

—Déjanos solas, Lazarus.

—Señora…

—Cierra la puerta al salir y espera fuera.

Maza se quedó mirándola un momento, consternado, y entonces se marchó. Kelsea miró a su madre. Por lo visto Elyssa por fin había captado que Kelsea estaba contrariada, y había empezado a removerse en su sillón y evitar la mirada de su hija.

—Les hiciste prometer a todos que no me hablarían de la remesa.

—Sí.

—¿Por qué? —Kelsea se dio cuenta de que su tono de voz revelaba claramente la rabia que sentía—. ¿De qué demonios iba a servir eso?

—Creía que podría arreglarlo —dijo su madre sin alterarse—. Creía que era una solución temporal, y que pronto se nos ocurriría alguna otra cosa, antes de que tú volvieras a casa. Maza es muy inteligente; pensé que Thorne y él…

—¿Que Thorne solucionaría lo de la remesa? Pero ¿de qué demonios estás hablando?

—Ay, no digas palabrotas. Es muy feo. Otra vez esa palabra.

Si su madre se había propuesto enfurecerla, no habría podido escoger nada mejor. Para ella, nada podía tener valor si no era hermoso. A Kelsea la mente de su madre se le antojaba un estanque congelado; las ideas podían patinar por su superficie, pero nada conseguiría jamás atravesarla. Kelsea quería explicaciones, quería que su madre respondiera por su egoísmo, por sus pobres decisiones, por sus crímenes. Pero ¿cómo podías pedirle explicaciones a un páramo helado?

—Confiaba en que nunca necesitaras saberlo —continuó Elyssa—. ¡Y no salió tan mal! ¡Conseguimos mantener la paz durante diecisiete años!

—No mantuvisteis la paz. —El mal genio de Kelsea ya había llegado; lo notaba acechando alrededor de su mente, esperando cualquier oportunidad para presentarse—. Lo que hicisteis fue comprar la paz, traficando con las personas a las que se suponía que teníais que proteger.

—¡Eran pobres! —insistió Elyssa, indignada—. ¡De todas formas, el reino no podía alimentarlos! Al menos, en Mortmesne los alimentarían y los cuidarían, eso dijo Thorne.

—Claro. Y ¿por qué ibas a cuestionar las palabras de Arlen Thorne?

Tenía tantas ganas de abofetear a su madre que tuvo que meter las manos debajo de los muslos hasta que se le pasó el impulso.

«Es mi madre», pensó. Era una idea insoportable. ¡Cómo le habría gustado ser hija de Carlin, o de cualquier otra persona! Aquella mujer le había dado la mitad de lo que era, pero solo la mitad. De pronto esa idea parecía una cuerda de salvamento, y Kelsea se lanzó hacia ella, olvidando su cólera.

—¿Quién es mi padre?

Elyssa bajó la mirada y volvió a adoptar una expresión angustiada.

—Eso ya no importa.

—Ya sé que te tiraste a toda la guardia. Me importa un cuerno. Pero quiero un nombre.

—A lo mejor no lo sé.

—Claro que lo sabes. Y Lazarus también.

—¿Nunca te lo ha dicho? —Elyssa sonrió—. Mi guardia más fiel.

Kelsea compuso una sonrisa amarga y dijo:

—Lazarus no es de nadie.

—Una vez sí lo fue, mío. —Tenía la mirada extraviada—. Y yo lo eché.

—No quiero que me lo cuentes.

—¿Por qué estamos hablando del pasado? —insistió Elyssa—. El pasado ya no está. Me han dicho que la Reina Roja ha muerto, por fin. ¿Es cierto?

Kelsea cerró los ojos y los abrió otra vez.

—No me vas a distraer. Mi padre. Quiero un nombre.

—¡No importa! ¡Está muerto!

—Entonces no hay ningún motivo para que no me lo digas.

Elyssa volvió a desviar la mirada, y de pronto Kelsea tuvo una terrible sospecha. Cuando especulaba sobre quién la había engendrado, solo había una opción que nunca se planteaba, porque no podía. Maza se lo habría dicho.

«No, no me lo habría dicho —le recordó su mente, casi con petulancia—. Él es un guardia real hasta la médula».

—Uno de mis guardias —contestó Elyssa por fin—. Solo pasé con él unas semanas. ¡No significaba nada para mí!

—El nombre.

—¡Estaba tan triste cuando vino a vernos! —Ahora Elyssa balbuceaba, y sus palabras salían atropelladamente—. Era un buen espada, aunque venía del campo. Carroll lo quería para la guardia, y yo solo pretendía hacer que se sintiera mejor, no era mi intención…

—¿Quién?

—Mhurn. Ni siquiera sé si llegaste a conocerlo…

—Sí, lo conocí. —Kelsea oyó su propia voz, inexpresiva y casi sospechosamente serena, pero su madre no se fijaba en esas cosas—. ¿Él lo sabía? —le preguntó—. ¿Sabía que era mi padre?

—No lo creo. Nunca me lo preguntó.

Kelsea sintió alivio, pero no mucho. Tenía la mente dividida; había dos líneas paralelas. Una funcionaba bastante bien, pero la otra estaba trastocada por el recuerdo: la sangre manchándole la mano y la cara sonriente de Mhurn, con la mirada extraviada por la morfina.

«Maté a mi padre».

—Carroll trajo a Mhurn a la guardia. Los mort se habían llevado a su mujer y a su hija y… ¡Estaba destrozado! —Elyssa levantó la cabeza, y Kelsea distinguió en su mirada una pizca de sincero dolor—. Nunca he podido resistirme ante un hombre destrozado.

Kelsea asintió con la cabeza e hizo un esfuerzo para no borrar la sonrisa de sus labios.

—Yo no tengo esa debilidad… —«Maté a mi padre.»—… pero he leído sobre ella. Continúa, por favor.

—Maza se puso furioso cuando se enteró, pero no tenía ningún derecho, hacía mucho que nosotros dos habíamos terminado. A veces, sin embargo, me pregunto si te sacaría de la ciudad solo para castigarme…

—¿Lazarus me sacó de la ciudad?

—Sí, Carroll y él. ¡Y lo hicieron a mis espaldas! —Elyssa frunció los labios—. Yo jamás te habría dado en adopción.

Kelsea se recostó en el respaldo del sillón, y dejó a Mhurn en segundo plano. Por fin tenía una respuesta a la pregunta que la había atormentado desde aquel día en los jardines de la Ciudadela: ¿cómo se explicaba que una mujer tan egoísta como su madre diera a su hija en adopción para protegerla? Ahora lo entendía: había especulado con todo tipo de motivos, y sin embargo había pasado por alto la respuesta más sencilla: su madre no la había entregado. Otros habían tomado la decisión por ella.

«Pero ¿por qué?».

—Al principio te eché mucho de menos. —Elyssa parecía abstraída, como si describiera algo que le hubiera sucedido a otra persona—. Eras un bebé precioso, y ¡ay!, ¡me sonreías! Pero resultó ser una buena opción. ¡Si no, habríamos tenido que buscarte una doble!

Rio un poco, y el sonido de su risa acabó por desatar aquello que había surgido dentro de Kelsea. Se levantó del sillón, con tanto ímpetu que lo tiró al suelo; agarró a su madre por los hombros y empezó a zarandearla. Pero aquello no era suficiente. Quería abofetearla, exigirle que justificara sus fallos, que los enmendara de alguna manera.

—Señora —murmuró Maza, y Kelsea paró. El capitán había entrado sigilosamente en la habitación y estaba de pie a escasa distancia, con las manos en alto, dispuesto a detenerla.

—¿Qué pasa, Lazarus?

Kelsea tenía las manos a solo unos centímetros del cuello de su madre, y quería… quería… Su madre no era realmente mala; quizá no fuera peor que Thorne, o que el carcelero, ni siquiera que Row Finn. Pero, de todas formas, la joven sentía un deseo irrefrenable de…

—No lo hagáis, Señora.

—No podrías impedírmelo.

—Quizá no, pero tendría que intentarlo. Y ella… —Maza inspiró hondo—. No lo vale.

Kelsea miró a su madre, que se había encogido en el sillón y la miraba con gesto de sorpresa. Más que asustada, parecía desconcertada, como si no entendiera qué había hecho mal. Kelsea se preguntó si, cuando era mucho más joven, Elyssa también ponía aquella cara en la época en que comenzaron los intentos de asesinato, cuando cada mes pasaba una remesa por debajo de sus ventanas; no debía de entender por qué no la adoraba todo el mundo.

—No lo hagáis, Señora —insistió Maza, suplicante, y Kelsea vio que el capitán tenía razón, aunque no por los motivos que él creía.

Hiciera lo que hiciese Kelsea allí, no conseguiría lo que quería. Ella deseaba venganza, pero la mujer sobre la que quería descargar su cólera no era aquella. Aquella mujer-niña nunca podría entender la magnitud de sus errores. No habría explicación, no habría justificación. No habría catarsis.

«No tendré nadie a quien odiar». En un libro, esa idea quizá hubiera sido liberadora; quizá hubiera sanado algo en el interior de Kelsea. En la realidad, en cambio, le producía una sensación de soledad inimaginable. Se quedó sin fuerza en los brazos y retrocedió.

—Bueno, ya está —dijo Elyssa, y su rostro se iluminó—. ¿Hemos acabado ya con el pasado?

—Sí —contestó Kelsea, con un hilo de voz que incluso a ella le sonó lamentable.

Nunca acabarían con el pasado, pero su madre era incapaz de entenderlo. Elyssa se levantó del sillón con los brazos estirados, y Kelsea, horrorizada, vio que su madre pretendía abrazarla. La joven se echó rápidamente hacia atrás, y tropezó con las losas irregulares del suelo.

—¿Qué pasa? —preguntó su madre, otra vez con tono de perplejidad o, peor aún, un poco dolida—. Ya no hay más secretos. Ahora podremos conocernos la una a la otra.

—No.

—¿Cómo? ¿Por qué no? —Elyssa se quedó mirándola, con los labios ligeramente fruncidos, casi haciendo pucheros—. Eres mi hija. No fui una madre perfecta, es verdad, pero ya te has hecho mayor. Ahora ya podemos dejar atrás el pasado.

—No, no podemos. —Kelsea hizo una pausa y escogió con cuidado sus palabras, porque no pensaba volver a hablar con aquella mujer nunca más—. Eres egoísta, descuidada y estúpida. Nunca debiste tener en las manos el destino de otros seres humanos. Creo que soy mejor persona gracias a que me criaron Barty y Carlin, y a no haberte conocido. No quiero saber nada de ti.

Su madre abrió la boca. Fue a protestar, pero Kelsea se dio la vuelta. Elyssa intentó seguirla, pero Maza se adelantó y le cerró el paso.

—¿Dónde está la puerta? —preguntó el capitán.

—¿Qué puerta?

—Su puerta —contestó Maza sin perder la paciencia—. ¿Cómo ha entrado dentro de la habitación?

—Está aquí. —Golpeó la pared y se abrió una puerta que reveló un rectángulo negro en la piedra. Otro pasadizo secreto; ¿acaso en aquel reino ningún edificio era lo que parecía?

—Váyase.

—¡Pero es que ella no lo entiende! ¡Ella…!

—La reina se ha pronunciado.

—¡Yo soy la reina! —exclamó Elyssa, indignada.

—No, usted cambió la corona por su seguridad, hace ya mucho tiempo.

—Pero…

—¿Piensa irse? ¿O voy a tener que acompañarla?

—¡Tú eras mi mejor guardia, Maza! —Parecía al borde de las lágrimas—. ¿Qué ha pasado?

Maza apretó la mandíbula. Sin decir nada más, hizo pasar a Elyssa por el umbral y cerró la puerta. Durante un largo minuto, la mujer golpeó la puerta desde el otro lado con los puños, y luego se hizo el silencio.

—¿Lo sabe el resto de la guardia? —le preguntó Kelsea a Maza.

—Solo Carroll. Siempre me utilizaba para los trabajos que nadie más quería hacer. Muchas veces pienso que por eso me reclutó.

—Ella podría volver —dijo Kelsea—. Podría presentarse cualquier día y mostrarse ante toda la guardia.

—No lo hará.

—¿Por qué?

—Porque le dije que si lo hacía la mataría.

—Y ¿lo decías en serio?

—No lo sé.

Kelsea se sentó en su cama. Estaba deseando tumbarse, quedarse dormida y olvidarse de todo aquello. Pero intuía que, si dejaba pasar aquella oportunidad, Maza y ella ya nunca tendrían aquella conversación. Kelsea perdería el valor, y los dos retomarían aquella amistad relajada, no exenta de pequeños piques, un estanque cuya superficie ninguno de los dos querría alterar.

—Maté a mi padre —dijo la joven—. No sabía que lo era, pero de todas formas lo hice.

—Sí, Señora.

—¿Por qué no me lo dijiste?

—Si no hubierais acabado con Mhurn, Señora, se habría matado él mismo. Era lo que había que hacer. Él estaba consumido, y en ese momento parecía poco probable que llegarais a averiguar quién era él. Evidentemente, después de aquello ninguno de nosotros os lo habríamos revelado.

—Debiste decírmelo.

—¿Para qué?

Kelsea no supo contestar esa pregunta. Había matado a varias personas; ¿tan diferente era aquella muerte? Y ¿por qué era tan importante la sangre? Acababa de cortar los lazos con la mujer que la había traído al mundo, y estaba segura de que era la decisión correcta. Quizá en el futuro tuviera otros sentimientos respecto a aquello, tal vez arrepentimiento; pero se sentiría mucho peor si hubiera tomado otra decisión. La sangre no convertía a Elyssa en madre, ni había convertido en padre a Mhurn; él la había apuñalado por la espalda. Kelsea se sentía mucho más cerca de Barty y de Carlin, o incluso de Maza, que de sus padres.

—Los lazos de sangre no tienen más importancia que la que yo quiera darles —dijo en voz baja.

Alguien le había dicho eso una vez. ¿Maza? ¿La Reina Roja? No se acordaba. Los animales se preocupaban por el linaje, pero los humanos deberían haber evolucionado y alcanzado algo mejor.

«Las circunstancias de tu nacimiento no importan. La bondad y la humanidad lo son todo».

Esa voz sí la reconoció: era William Tear hablándole a Lily, una de las peores noches de la vida de la joven. Si era verdad, si aquella era la prueba de los Tear, ninguno de los dos progenitores de Kelsea la había superado.

—¿Qué hacemos ahora, Lazarus? —preguntó Kelsea—. ¿Me quedo en el exilio, igual que ella, escondida en un páramo mientras las cosas siguen empeorando?

—No lo sé, Señora. No podemos quedarnos mucho tiempo aquí, pero tampoco sé adónde podemos ir. El Santo Padre y los mort controlan Nueva Londres, pero vos solo contáis con los setenta y cinco soldados que están abajo. Regresar sería un suicidio.

La joven asintió. No habría sido la primera vez que se metían en la boca del lobo; de hecho, la insensatez había sido una constante durante gran parte de su reinado, incluso cuando el único resultado posible era su propia muerte. Sin embargo, quedarse allí sentada, protegiéndose mientras su reino ardía, parecía igual de insensato. Ese era el estilo de su madre.

—Hemos luchado mucho, Lazarus. ¿De verdad hemos llegado tan lejos para nada?

—A veces las cosas salen así, Señora.

Pero Kelsea no lo creía. Quizá estuviera influida por haberse pasado la vida leyendo libros donde el argumento estaba cuidadosamente construido y cada acción tenía que significar algo. Maza y ella, juntos, habían luchado demasiado para fracasar ahora. Tenía que haber alguna opción, aunque ella no pudiera verla. Inquieta, revisaba el pasado, los diversos planos de la historia del Tear que conocía. La muerte de Jonathan Tear estaba próxima, una tragedia terrible… Pero ¿no se podía haber evitado? Y ¿habría servido eso para salvar el Tear? Quizá Katie hubiera podido matar a Row Finn, pero los problemas de la ciudad no se limitaban a un solo hombre, y asesinando a un dictador en ciernes solo habría conseguido un trono vacío. Kelsea intuía que había una solución en algún lugar del pasado, pero todavía no la veía con claridad.

«¿Cómo murió Jonathan Tear?». Katie todavía no se lo había mostrado, pero Kelsea no podía seguir esperando a que se le mostraran los recuerdos de Katie. Miró a Maza, que seguía observándola con gesto de preocupación.

—¿Dónde está el Traedor?

Lo encontraron en el balcón del segundo piso con Hall y varios soldados. El sol estaba a punto de asomar por el horizonte, y hacía frío; el invierno ya se había instalado. La casa de lady Chilton («la casa de mi madre —pensó Kelsea— de mi madre») estaba rodeada de terreno cubierto de maleza, y los diminutos cristales de hielo de la escarcha brillaban en aquella mañana de color marfil.

Cuando Kelsea y sus guardias salieron al balcón, Hall y Blaser la saludaron con una cabezada. La joven se alegró de verlos a los dos, aunque tuvo que cortar a Hall, que empezó a decir algo que sonaba como una disculpa. En su recorrido por la casa, Kelsea había pasado por una galería desde donde se veía la entrada; allí, en el suelo de piedra, dormían los soldados, menos de cien, los únicos que quedaban del ejército de Hall. La idea de que el general le pidiera disculpas era intolerable.

El Traedor y sus cuatro hombres oteaban el este del horizonte con sus catalejos. Al principio Kelsea se quedó impresionada al verlos: Howell, Morgan, Alain, Lear y Gavin, los cinco chicos de la ciudad, convertidos en adultos y, aparentemente, condenados también.

—Dejadnos solos un momento —les dijo Kelsea a sus soldados.

—¡Ni hablar! —saltó Elston.

—Por amor de Dios, El, no quiero tener que discutir esto con cada miembro de la Guardia Real.

—Elston —dijo Maza en voz baja—. Vamos.

Elston le lanzó una mirada asesina al Traedor, pero siguió a Maza y salió por la puerta cristalera. Pen y Dyer salieron con ellos. Pen no puso ninguna objeción, y Kelsea sintió una ligera punzada de dolor, pero se controló. Tendría que aprender a vivir con la indiferencia de Pen; además, tenía asuntos más importantes de que ocuparse. El Traedor les hizo una señal a sus hombres, y los cuatro salieron del balcón; Morgan hizo como si se tocara un sombrero que no llevaba al pasar al lado de Kelsea.

Cuando se cerró la puerta, Kelsea se volvió hacia el Traedor. Hacía mucho que no lo veía, o al menos lo parecía, y estaba más atractivo que nunca; pero, aun así, a la joven le sorprendió comprobar que ya no le impresionaba tanto. Tenía ante sí al hombre, pero no podía evitar ver al niño, Gavin: arrogante y descuidado, una presa fácil para Row Finn. Ver al niño insensato que había sido hacía que le impresionara menos el adulto, y, si bien la primera reacción de Kelsea fue de decepción, rápidamente la siguió el alivio.

—Os veo muy bien, Reina Tear —comentó el Traedor—. Muy bien para haber estado en la cárcel.

—Estoy bien.

—Y ¿qué ha sido de la Reina Mort?

—La he matado. El Traedor, risueño, soltó un resoplido.

—No me crees.

—Sí, os creo. Me río de mí mismo.

—¿Por qué?

—Hubo un tiempo en que creí que para eso estabais aquí: para librarnos de la Reina Mort de una vez por todas. Pero ya lo habéis hecho, y no hemos mejorado mucho. El tear sigue fracasando.

—Tú tuviste algo que ver en ese fracaso, Gavin.

El Traedor contuvo un momento la respiración, pero entonces dijo:

—Sabía que al final me descubriríais. Row también lo sabía.

—¿Qué quiere Row?

—Lo que siempre quiso. Una corona.

—¿Qué corona?

—La corona Tear. La hizo Row, de plata y zafiro, pero no era una joya normal y corriente. Row dijo que le permitiría arreglar el pasado.

—Arreglar el pasado —repitió Kelsea, ya totalmente despierta. Ella llevaba meses tratando de averiguar cómo podía arreglar el pasado—. ¿Cómo?

—No lo sé. Él siempre creyó que le habían robado, que le habían arrebatado una oportunidad. Era demasiado listo para ser simplemente el hijo de Sarah Finn.

—¿Dónde está esa corona?

—En algún lugar de Nueva Londres. Llevo meses buscándola, pero sin suerte. El sacerdote la robó del Arvath antes de huir.

—¿El padre Tyler?

—Sí, pero no lo encontramos. Lo seguí hasta la Guardería, pero allí le perdí la pista.

Kelsea asintió, aunque le dolía imaginarse al anciano sacerdote allí dentro. Maza quizá fuera capaz de encontrarlo, pero no podía pedirle que volviera a aquel infierno. La noche anterior, durante la cena, el capitán le había explicado cómo había planeado vaciar la Guardería, y, aunque ella se había alegrado de que se hubiera tomado en serio sus órdenes, no había entendido por qué les había encargado el trabajo a los cadén. Ahora ya lo entendía; y no quería ni pensar en lo espantoso que debía de ser aquel sitio para que Maza no quisiera entrar allí. Seguro que el capitán se reiría de todo aquello, de las coronas, de la magia; Kelsea se imaginaba perfectamente el tono escéptico que adoptaría su voz. Pero en su cabeza no paraba de resonar aquella idea: «arreglar el pasado, arreglar el pasado». Miró de nuevo al Traedor.

—¿Mataste a Jonathan Tear?

—No.

—Row y tu erais amigos, ¿no?

Él parpadeó, sorprendido por aquella pregunta, y entonces contestó:

—Sí. Éramos amigos. O yo creía que lo éramos.

—¿Por qué odiaba tanto a los Tear?

—Row siempre dijo que su nacimiento había sido un gran error.

—¿Qué significa eso?

—No lo sé. Pero decía que la corona corregiría el error. —El Traedor se dio media vuelta, y se le quebró la voz—. Nosotros solo queríamos reconstruir una sociedad decente, como la de antes de la Travesía.

—Pero ¿qué dices? ¡El mundo antes de la Travesía era mucho peor que el nuestro!

—¡Pero nosotros no lo sabíamos! —El Traedor la miró, casi con gesto de súplica—. Nunca nos lo contaron. Nosotros solo sabíamos lo que nos contaba Row. Decía que era un mundo mejor, donde los que trabajaban duro recibían la recompensa de una vida mejor. Mejores casas, más comida, un futuro mejor… Eso era lo que nos ofrecía.

Kelsea apretó los puños. No hacía mucho, había creído que estaba enamorada de aquel hombre, pero ahora aquello parecía un episodio de la vida de otra persona. El niño, Gavin, lo eclipsaba todo. Si en ese momento el Traedor le hubiera declarado su amor eterno, ella le habría escupido en la cara.

—¿Se puede saber por qué no me contaste todo esto antes? —le preguntó—. ¿Qué esperabas conseguir ocultándomelo?

—Me atribuís más intención de la que tenía, Reina Tear. La respuesta es mucho más sencilla: estaba avergonzado. ¿Para vos sería tan fácil revelarle vuestros peores momentos a un desconocido?

—No —respondió la joven tras una pausa—. Pero tampoco antepondría mi orgullo al bien del reino.

—¿Qué bien? Todo eso ya está hecho, pasó hace trescientos años. Ya no importa.

—El pasado siempre importa, no seas necio —le espetó Kelsea—. Contéstame de una vez. ¿Quién mató a Jonathan Tear?

—Lo mató Row —respondió el Traedor con hastío—. Los mató a todos: a Dorian, a Virginia y a Evan Alcott, a cualquiera que significara un problema. Incluso mató a la señora Ziv, la bibliotecaria, pero demasiado tarde; ella ya había sacado casi todos los libros de la biblioteca y los había trasladado a un lugar seguro.

—No los mató a todos él solo. El Traedor la miró, imperturbable.

—¿Queréis que me avergüence aún más, Reina Tear? Yo era un imbécil, pero lo hecho, hecho está. Ya he llorado todo lo que tenía que llorar.

—¿Qué pasó después de la muerte de Jonathan?

—Ayudé a Katie a huir. Fue lo único bueno que hice, porque Row quería librarse de ella también. Pero Katie estaba embarazada; cuando me lo dijo, yo me sentí obligado a ayudarla. Habría sido un pecado imperdonable…

—¡Déjalo! —le cortó Katie; la palabra «pecado» siempre la irritaba, y además le repugnaba la idea de que Gavin no hubiera considerado que merecía la pena salvar a Katie hasta saber que esperaba un hijo—. ¿Quién era el padre? ¿Jonathan?

—No quiso decírmelo. —El Traedor se dio la vuelta, pero Kelsea alcanzó a ver el rastro de un viejo dolor en sus ojos, y de pronto recordó que un día él le había pedido a Katie que lo acompañara a una fiesta. Gavin la admiraba lo suficiente para ayudarla a huir, y quizá algo más… Pero no lo suficiente para ayudar a Jonathan—. Katie desapareció, y se llevó la corona de Row. Cuando este se enteró, se puso furioso, y creí que nos mataría a todos, pero por entonces ya había empezado a debilitarse. Katie nos había condenado a todos, pero tardamos meses en darnos cuenta de qué estaba pasando.

—No os castigó lo suficiente.

El Traedor se puso rojo de ira, y Kelsea pensó que iba a pegarle. Pero al cabo de un momento bajó el puño y se apoyó en la barandilla del balcón, vencido.

—Decid lo que queráis, Reina Tear. Pero cuando has vivido siglos, cuando todos tus seres queridos han muerto y el mundo está lleno de desconocidos, lo ves de otra manera.

Pero Kelsea no estaba de humor para empatizar con nadie. Se dio la vuelta y contempló las tierras que se extendían allá abajo, y achicó los ojos mirando hacia el norte en un vano intento de ver Nueva Londres. Pero ¿qué Nueva Londres? ¿La de Katie, o la suya? Ahora ambas estaban sitiadas, y Kelsea sintió una repentina punzada de dolor por el sueño fracasado de William Tear. Él había trabajado mucho por su mundo mejor… Todos habían trabajado mucho: Lily, Dorian, Jonathan y todos los que se habían embarcado en las naves. Habían luchado, habían pasado hambre, hasta habían muerto persiguiendo el más antiguo de los sueños de la humanidad, pero no sabían que la visión de Tear tenía imperfecciones. Era demasiado fácil. La utopía no era la pizarra limpia que había imaginado Tear, sino una evolución. La humanidad tendría que trabajar por esa sociedad, y trabajar muy duro, y estar muy atenta para no cometer los mismos errores del pasado. Harían falta generaciones, tal vez muchas generaciones, pero…

—Podríamos llegar —murmuró Kelsea—. Y, aunque no llegáramos, al menos estaríamos más cerca.

—¿Cómo decís, Reina Tear?

Kelsea levantó la cabeza; de pronto estaba segura de qué tenía que hacer. No sabía si se podía cambiar el pasado, si se podían reparar los errores que había cometido William Tear. Pero no intentarlo siquiera se le antojaba la actitud más irresponsable, y entonces la joven comprendió que ella también había quedado fascinada por la visión de Tear, igual que Lily, igual que todos los demás. El sueño más antiguo de la humanidad… Valía la pena morir por él, aunque no estuviera garantizado. Se metió la mano debajo de la camisa y cogió el zafiro de Tear; pensó en su mundo mejor, a siglos de distancia, y sin embargo tan cercano que casi podía tocarlo. Y ¿cómo podías saber qué era más real, el pasado o el presente? Justo antes de darse la vuelta y llamar a Maza, Kelsea se dio cuenta de que no importaba.

Ella vivía en ambos.

Dos horas más tarde Kelsea iba montada a caballo con Maza, rodeada de su guardia, además de Hall y sus soldados. Las riendas las llevaba el capitán, y Kelsea tenía los brazos atados con cuerdas a su cintura. Había sido idea de Maza, una buena idea; en cualquier momento la joven podía tener una fuga. Si a alguno de sus guardias le parecía extraña aquella forma de montar, ninguno lo dijo; Coryn se encargó de atarla y Kibb aseguró los nudos. Para ella, el hecho de ir atada era una ayuda, porque así ya no podía cambiar de opinión. Kelsea no era una atea perfecta; la reconfortaba demasiado la idea de lo inevitable.

—¿Sabes cuánto tardaremos, Maza?

—Menos que si llevarais vuestra propia montura, Señora, porque no os tendremos que esperar —contestó el capitán, y Kelsea no dijo nada más, que era justo lo que él pretendía.

Cerca de ellos, el general Hall estaba montado en su semental gris, con su hermano Simon a su lado, al frente de lo que quedaba del ejército tear. El Traedor y sus hombres también iban en el grupo; Hall y el Traedor parecían compartir cierta afinidad, y Kelsea los había visto hablar mientras ultimaban los preparativos del viaje. Kelsea se sentía como una farsante; sabía que la única razón por la que Hall y la mayoría de sus guardias reales habían accedido a llevar adelante aquella iniciativa era que creían que, de alguna manera, ella se ocuparía de todo y compensaría las desigualdades.

«¿Podría hacerlo? —se preguntó Kelsea—. ¿Cómo?». No lo sabía. Llevaba el zafiro de Tear colgado del cuello, y el de Row en el fondo de las alforjas, junto a la piedra que había cogido del pasado. Pero ¿para qué le habían servido aquellos objetos? En una ocasión Maza le había dicho que estaría mejor sin los zafiros, y Kelsea se preguntó si el capitán tendría razón. En algún lugar de Nueva Londres había una corona, una corona que tal vez pudiera ayudarla, pero que quizá solo fuera una esperanza vana. Había muchas posibilidades de que estuviera dirigiendo a todos aquellos hombres a una carnicería.

«Pero no puedo quedarme aquí», pensó, y sintió que su resolución se fortalecía. Miró las ventanas de la casa de su madre, los cristales relucientes donde se reflejaba el luminoso desierto y que no revelaban nada. Solo sentía alivio ante la perspectiva de alejarse de la mujer de negro. No quería quedarse allí mientras Nueva Londres ardía. Al fin y al cabo, era mejor morir limpio.

—En marcha —dijo Maza de pronto, y espoleó su caballo.

Kelsea se balanceó al mismo ritmo que él; con las manos atadas y sin poder controlar el caballo, tenía la impresión de que aquel viaje iba a resultar muy desagradable. Pero no podía hacer nada. Katie volvía a estar allí, duplicando la mente de Kelsea, casi eclipsándola. Había tenido esa misma sensación la última noche en la Ciudadela, cuando la mente de Lily la reclamaba constantemente, sin que ella pudiera controlarla. Katie y ella habían ido acercándose la una a la otra poco a poco, como dos esferas que se aproximan en una misma órbita, pero ahora Kelsea intuía que el eclipse estaba a punto de producirse.

—¡Vamos a Nueva Londres! —gritó Maza dirigiéndose a los soldados—. ¡No nos detendremos a menos que lo ordenemos la reina, o yo! ¡Si todo va bien, deberíamos llegar allí mañana por la noche!

«Si todo va bien», pensó Kelsea, preocupada. Se orientaron hacia el noroeste, e incluso desde aquella distancia a Kelsea le pareció oír gritos.

«Por favor, Tear, ayúdanos», suplicó en silencio. Hasta contuvo un momento la respiración, con la esperanza de recibir una respuesta, pero no hubo ninguna. William Tear no podría ayudarlos. Estaban solos.