14
La gran apuesta
Cuando por fin se produjo la invasión de Nueva Londres, fue muy diferente de lo que todos habían imaginado. Más de mil soldados mort entraron en la ciudad indefensa, saqueando y quemando todo a su paso, y, de ellos, quinientos fueron a sitiar la Ciudadela. El Santo Padre había contratado a aquellos soldados (y, tal como se reveló más tarde, había invertido mucho para transportarlos en secreto), pero, como suele suceder cuando se contratan mercenarios, el resultado no fue el esperado. Los mort se sintieron utilizados, y fueron en busca no solo de riqueza, sino también de sangre y venganza. No sabemos a ciencia cierta con cuántas víctimas se saldó aquella masacre, pues quedaron pocos con vida para hacer la crónica, y ninguno sabía escribir…
El Tearling como nación militar, CALLOW EL MÁRTIR.
Al contemplar su ciudad, Kelsea tuvo una extraña sensación de duplicidad. Veía Nueva Londres, un lugar que conocía muy bien. Las casas apiñadas en lo alto de las colinas, la fortaleza gris de la Ciudadela, la torre blanca del Arvath: todo aquello le resultaba familiar. Pero al mismo tiempo no podía evitar ver la ciudad con los ojos de Katie: como un gran cáncer de posibilidades desaprovechadas. Saber qué debería haber sido Nueva Londres hacía que resultara mucho más difícil aceptar en qué se había convertido.
Todo el oeste de la ciudad estaba en llamas. Incluso desde allí, desde la base de la ladera sudoeste, se oían los gritos de la gente que huía del incendio, pero Kelsea no se quiso engañar pensando que el fuego era el único problema. Los mort estaban haciendo estragos en la ciudad. En el lado de poniente no había muralla, y bastaba con trepar por la colina para acceder al barrio de la base, Lower Bend. Pero Kelsea no sabía por dónde empezar. Iba rodeada de hombres armados: Hall y el resto de su ejército, además de la Guardia Real. Pero no eran suficientes. No iba a poder retomar la ciudad por la fuerza.
—Majestad —masculló Maza con tono apremiante.
La joven se volvió hacia el sur, hacia la gran nube de polvo que los había seguido el último día. Al principio era pequeña, poco más que una ligera turbulencia del aire en el horizonte, pero en las últimas horas se había convertido en una extensa niebla que se extendía por todo el bajo Almont. Los miembros de su guardia no habían dejado de vigilarla, nerviosos, pero no habían tenido tiempo para detenerse. Kelsea miró al Traedor y vio que él la miraba con gesto pesimista.
—¿Viene a buscarte a ti? —le preguntó.
—No, Reina Tear. A vos.
—¿De qué estáis hablando? —preguntó Elston—. No digáis tonterías. ¿Qué es eso?
—El Huérfano.
—El Huérfano es un personaje de los cuentos infantiles —protestó Dyer.
—Cállate, Dyer. —De pronto Kelsea tuvo una idea, y se acercó al Traedor para hablarle al oído—. ¿Qué le pasó a Row cuando murió Jonathan?
—Le cayó una maldición. Nosotros no supimos que Katie tenía la magia de Jonathan hasta después de fallecer él, y, cuando nos enteramos, ni siquiera Row se atrevió a tocarla. Katie huyó, pero antes nos maldijo a todos. —El Traedor señaló a los cuatro hombres que iban con él, y ellos asintieron, compungidos; entonces dirigió de nuevo la vista hacia la nube de polvo que tenían detrás—. Nos condenó por traidores, y seguimos pagando por ello.
—¿Y Row?
—No sé qué le hizo Katie.
Row empezó a difuminarse, y al final desapareció, simplemente. En la ciudad aparecieron facciones antagónicas, y acabó derrumbándose. La mitad de la población se marchó hacia el este por las llanuras. Años más tarde nos enteramos de que Row no había muerto, sino que estaba en el Fairwitch.
—Y yo lo he liberado —murmuró Kelsea.
Ya no necesitaba catalejo para verlos: una horda de pequeñas figuras oscuras que corrían a cuatro patas y avanzaban por la llanura, hacia el norte. ¿Las había guiado ella hasta la ciudad, o ya estaban en camino? No lo sabía, pero en realidad ya no importaba mucho. No tenía explicación para aquella misteriosa marea; o, al menos, no tenía explicación allí, en el presente. No entendía en qué se había convertido Row Finn, pero dudaba mucho que pudiera vencerlo. Ese problema, como tantos otros, había comenzado en el pasado, y era demasiado tarde para arreglarlo.
—Señora —insistió Maza—. Debemos continuar.
Kelsea asintió, y entonces miró hacia lo alto de la colina. Su problema más inmediato estaba allí. Necesitaba entrar en la Ciudadela, pero en la ciudad reinaba el caos. La violencia se había apoderado de las calles… lo que dejaba a Kelsea donde había estado siempre.
Metió la mano en el bolsillo y sacó el zafiro de Row. Sus facetas azules destellaron bajo la luz del atardecer, y una vez más Kelsea tuvo la incómoda sensación de que la joya le hacía señales, casi como si la incitara a colgárselo del cuello.
«¿Acaso tengo alternativa? —se preguntó—. Carlin me educó para evitar el uso de la fuerza, pero este mundo lo gobierna la fuerza. Ya es demasiado tarde para buscar otras soluciones».
Miró a sus guardias, que formaban un corro a su alrededor. El general Hall y su hermano gemelo también estaban allí, aunque el patético grupito de soldados de Hall esperaba unos metros más abajo. También estaba Ewen, que se había empeñado en ir con ellos a la ciudad. Kelsea creía que Bradshaw lo había dejado montar en su caballo, pero no estaba muy segura de nada relativo a aquel viaje. Había recorrido demasiados kilómetros en la penumbra de la mente de Katie. Sin embargo, lamentaba que Ewen los hubiera acompañado. Habría preferido que se hubiera quedado atrás, donde habría estado seguro. Le habría gustado protegerlos a todos: a su guardia, a su país; le habría gustado estar en cualquier sitio menos en el presente. Sostuvo el collar con los dedos y lo balanceó, y observó cómo la luz lo hacía brillar.
«La fuerza —pensó—. La fuerza es lo que queda cuando están agotadas todas las otras opciones. Hasta Carlin tenía que saberlo».
—Vamos a subir —les dijo—. A la Ciudadela. Ya sé que vuestro primer impulso será protegerme…
—Ya empezamos —masculló Dyer.
—… Pero hacedme un favor y protegeos los unos a los otros. ¿Entendido, Dyer?
—Sí, señora. ¡Sí! Porque para eso me alisté: para proteger a los otros guardias mientras la reina se las apañaba ella sola.
Kelsea lo fulminó con la mirada, pero se dio cuenta de que no podía enojarse con él; al cabo de un momento, sacudió la cabeza y continuó:
—Comentarios sarcásticos aparte, lo digo en serio. No sé qué puede pasar cuando me ponga esto —levantó el zafiro—, pero estoy segura de que no será la cosa más suave e inofensiva del mundo. Quizá no sea yo misma; quizá me convierta en…
«La Reina de Picas». Tragó saliva.
—Quiero que todos os apartéis de mi camino. ¿De acuerdo? —Ningún miembro de la Guardia Real la miró a la cara excepto Maza, que arqueó una ceja.
—Lo digo en serio.
—¿Nos vamos ya? —preguntó Elston—. ¿O vamos a esperar a que esas cosas nos alcancen y se nos tiren encima?
Kelsea se volvió y vio que la marea de niños ya había llegado al pie de la colina. Inspiró hondo y se puso el segundo collar, y, en cuanto la piedra se asentó entre sus pechos, tuvo una sensación de trágico consuelo, el consuelo de volver a una casa que había sido saqueada pero que, de todas formas, era su hogar.
—Vamos —les dijo, y, sin pararse a comprobar si ellos la seguían, empezó a trepar por la colina.
—Ahora —susurró Aisa, y el padre Tyler asintió.
Juntos, empujaron la tapa que tenían encima de sus cabezas. Era de hierro macizo, muy pesada, pero Aisa vio que cedía un poco. Si hubieran sido hombres forzudos, no habrían tenido ningún problema. Pero el padre Tyler estaba más frágil que nunca, y Aisa estaba debilitada por la fiebre. El brazo le dolía como si se lo hubieran atravesado con un hierro al rojo vivo. Empujaron hasta que a Aisa se le agarrotó toda la espalda, y aun así solo consiguieron revelar un pequeño resquicio de cielo azul marino.
—Bueno, algo es algo —musitó Aisa—. Volveremos a intentarlo dentro de unos minutos.
Se quedó callada y aguzó el oído.
—¿Son ellos? —preguntó el padre Tyler en voz baja, pero Aisa le puso una mano en la muñeca para indicarle que no hicieran ruido. Le había parecido oír algo allí mismo, en el túnel: el roce de una bota contra la piedra.
—Otra vez —dijo jadeando—. Rápido.
Agarraron el borde de la tapa y empujaron los dos a la vez. Aisa veía puntitos de luz que danzaban ante sus ojos, pero esta vez habían conseguido levantar la tapa hasta la mitad. La luz de las estrellas iluminaba los bordes de la escalerilla en la que estaban encaramados, y Aisa sintió que perdía el equilibrio y temió caerse, pero no al túnel del que acababan de salir, sino en una oscuridad mucho más profunda que nada que ella hubiera conocido jamás.
—Creo que puedo colarme —murmuró el padre Tyler.
Subió unos peldaños más, metió su delgado cuerpo por la abertura y se dio impulso hacia arriba. La gastada bolsa de cuero que llevaba colgada golpeó el último travesaño de la escalerilla, y Aisa hizo una mueca. Cualquiera que estuviera en los túneles habría podido oír el ruido.
Aisa les había dado esquinazo a los cadén hacía varios días, y había desaparecido por una grieta del túnel principal mientras ellos seguían adelante. No había sido fácil tomar la decisión, porque se sentía en deuda con aquellos cuatro hombres. Sin embargo, su lealtad a la reina era mayor, y estaba segura de que a esta le habría gustado saber que el padre Tyler se hallaba a salvo en la Ciudadela. Había creído que sería un asunto relativamente rápido y sencillo: sacar al padre Tyler de aquella cámara oculta, llevarlo a la Ciudadela y volver allí abajo sin que nadie se hubiera enterado de nada. Siempre podía decir que se había perdido en los túneles durante un día o dos. Fácil.
Se había olvidado de que los cadén no eran imbéciles. En retrospectiva, se daba cuenta de que los cadén debían de haber sospechado que pasaba algo desde el momento en que Aisa había descubierto al padre Tyler. Se había quedado muy preocupada al dejarlo allí abajo, y su nerviosismo debía de haberse notado. Cuando les había dado esquinazo, ellos no habían continuado por el túnel como ella había creído que harían, sino que habían esperado, escondidos, para ver adónde iba Aisa y qué hacía. Hasta esa mañana no había empezado a sospechar que les estaban siguiendo la pista por los túneles al padre Tyler y a ella, y a esas alturas ya era demasiado tarde para idear un plan alternativo. Se encontraban en la parte sur de las Tripas, una zona de aquel laberinto que Aisa no conocía bien y por donde le costaba moverse. Parecía que su mejor opción era salir al exterior, pero eso también presentaba peligros, y habían tenido que esperar al anochecer.
En cuanto el sacerdote salió por la abertura, terminó de apartar la tapa de la boca de la alcantarilla. Desde arriba podía agarrarla mejor, y él solo consiguió apartar el disco de hierro por completo. Entonces metió un brazo por el agujero.
—¡Vamos, niña! ¡Arriba!
Aisa se dio impulso. Normalmente le molestaba que la llamarán «niña», pero que lo hiciera aquel anciano sacerdote no le importó. Le cogió las manos y dobló las rodillas, preparada para impulsarse hacia arriba, y de pronto dio un grito: una mano se había cerrado alrededor de su tobillo.
—¿Adónde crees que vas, niña?
Aisa se puso a patalear frenéticamente; miró hacia abajo y vio el círculo blanco de la cara de Daniel. Sus patadas no sirvieron para nada: la mano del cadén parecía un grillete de hierro. Se planteó abandonar. Al fin y al cabo, estaba muriéndose. Lo único que la impulsaba a seguir luchando era su preocupación por el sacerdote.
—Te hemos dado una buena oportunidad —dijo Daniel con rabia—. Y ¿así nos lo agradeces? ¿Pretendes quedarte con una recompensa de diez mil libras para ti sola?
—No me interesa la recompensa —dijo ella entrecortadamente.
El rostro de Daniel se acercó más, y Aisa se dio cuenta, asustada, de que estaba subiendo por la escalerilla. Su otra mano se cerró alrededor de su pantorrilla y apretó hasta hacerla chillar.
—Nosotros somos un gremio, bribona. Nadie se queda con el dinero del gremio.
—¡Mentira! —le espetó ella—. Vosotros os quedasteis con un dinero. ¡Me lo han contado! ¡Lady Cross! ¡La dejasteis marchar, os quedasteis el dinero y entonces os echaron!
Daniel se quedó mirándola con la boca abierta, y el padre Tyler aprovechó la ocasión: se acercó al borde de la boca de la alcantarilla y golpeó a Daniel en la cara con la bolsa, y el cadén cayó hacia atrás, gritando de dolor.
—¡Vamos, niña! —gritó el sacerdote—. ¡Ahora!
Aisa le dio las manos y dejó que él la sacara del agujero. Inmediatamente se dio cuenta de que había calculado mal su posición: ya no estaban en las Tripas, sino al borde del Lower End. Allí podía orientarse fácilmente, pero estaban a más de un kilómetro de los jardines de la Ciudadela. Demasiado lejos. Apenas podía caminar, y mucho menos correr. No podía mover el brazo, y el dolor era insoportable.
Por la boca de la alcantarilla salieron una serie de palabrotas, y luego se oyeron unas botas que subían por la escalerilla.
—¡Tenemos que irnos, niña!
El padre Tyler la cogió por el brazo bueno y tiró de ella. Aisa parpadeó, cegada por el dolor y la fiebre, y oyó una voz grave dentro de su cabeza, una voz del pasado. Una voz paternal, pero no la de su padre.
—El dolor —le dijo en voz baja al sacerdote, y se tapó los ojos, deslumbrada por una retahíla de ventanas iluminadas—. El dolor solo…
Se le doblaron las piernas y empezó a derrumbarse. Al cabo de un momento, aunque ella casi ni lo notó, el sacerdote la había cogido en brazos y había echado a correr. Con cada paso, Aisa sentía que iba a abrírsele la cabeza, pero pensó que el padre Tyler debía de saber adónde iba, porque se metió por un callejón, y luego por otro, bordeando con cuidado las Tripas, hacia el centro de la ciudad.
Javel tenía hambre. Sentía el hambre como una piedra en el fondo del estómago, un dolor lacerante y persistente, tan amalgamado con las náuseas que a veces no los distinguía. De vez en cuando el dolor remitía, y Javel se olvidaba de él por completo, pero bastaba con que percibiera el más leve olor a comida para que el hambre volviera a atenazarlo. Ya habían empezado a racionar las provisiones, y ahora, por mucho que tuviera que trabajar la Guardia de la Puerta, solo recibían dos pequeñas comidas al día. La Ciudadela todavía estaba relativamente bien abastecida gracias a los preparativos para la invasión mort, y, si llegaba a ser necesario, la comida podría durar mucho tiempo. Pero un asedio era un asedio.
Tras una larga lucha habían conseguido cerrar la puerta de la Ciudadela y atrancarla con barras de madera. Haciendo gala de una gran valentía, Bil se había descolgado por la muralla con un pequeño escuadrón y había bajado al puente levadizo, donde habían levantado una pared de ladrillo mientras los mort dormían, de modo que, cuando despertaron, el mortero se había secado convirtiéndose en un obstáculo real. Pero a continuación los mort habían derribado la pared y habían empezado a arremeter contra la puerta. Los refuerzos de madera estaban debilitándose poco a poco, pero Bil no parecía preocupado. Actuaba como de costumbre, como un héroe, y no pensaba en él mismo sino en los que estaban arriba, en las mujeres y los niños atrapados en la Ciudadela. Bil quizá fuera un héroe, pero Javel tenía miedo.
De vez en cuando, Bil se llevaba a dos o tres centinelas a los balcones de los pisos superiores, desde donde se veía toda la ciudad. Y no había nada bueno que ver. Los mort habían tomado los jardines y el puente levadizo de la Ciudadela, pero daba la impresión de que dentro de la ciudad eran aún más, y quemaban casas, robaban todo lo que encontraban, y cosas peores. Javel no quería mirar, pero no pudo evitarlo. Era un mirador privilegiado, y los gritos se oían perfectamente en un extremo a otro de los jardines. Sin embargo, ese día la visibilidad estaba reducida por el humo del incendio que ardía en el oeste de la ciudad.
—Ojalá el fuego viniera hacia aquí —observó Martin—. Los mort tienen aceite, y no tienen dónde tirarlo.
—El fuego también nos perjudicaría a nosotros —dijo Bil—. Aquí hay demasiada madera. El puente es de madera.
Javel no dijo nada. La idea de quedar atrapados allí, rodeados de fuego, era espeluznante. Se preguntó por enésima vez por qué no había nacido valiente como los hombres que estaban con él. ¿De qué le había servido su cobardía? Vio la cara de Allie, su gesto de desprecio, y cerró los ojos como si así pudiera huir de su mirada.
—¿Ha aparecido ya el Santo Padre? —preguntó Bil.
—Todavía no —contestó Martin—. Pero vendrá. Estos son sus soldados. La reina debería acusarlo de traición.
—¿Qué reina? ¿Acaso hay alguna reina aquí?
—Solo quería decir…
—Ya sé qué querías decir —replicó Bil con hastío—. Basta. Bajemos. Necesitamos dormir un poco.
Pero cuando llegaron a la planta baja no encontraron tranquilidad, sino una acalorada discusión enfrente de la puerta. La Guardia de la Puerta al completo se había encarado con un grupo de guardias reales y una mujer a la que Javel reconoció inmediatamente: Andalie, la bruja de la reina. A su lado, cogida de su mano, estaba aquella cría con la que Javel ya había hablado alguna vez. Al verlas, el centinela se estremeció.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó Bil—. ¿Por qué no estáis en vuestros puestos?
—Es esta mujer, señor —respondió Ethan—. Insiste en que abramos la puerta.
Bil miró a Andalie con nerviosismo.
—Bobadas.
—Viene la reina —dijo ella—. Abrid la puerta.
Uno de los guardias reales se adelantó, un arquero en el que Javel ya se había fijado. No era más que un chiquillo, pero su actitud era tan agresiva que Bil dio un paso atrás.
—¡Maza dejó a Andalie al mando! —le espetó el arquero—. ¡Abrid la puerta!
Le dio un empujón a Bil, que cayó hacia atrás. Marco y Jeremy desenvainaron las espadas, pero de pronto se encontraron ante más de veinte guardias reales, todos ellos armados hasta los dientes. Javel miró, embobado, a los hombres que tenía delante, pero en realidad no los veía: veía a una mujer alta montada a caballo, una mujer que había sufrido mucho, con una corona en la cabeza. Oía gritar a niños y mujeres.
«Haría falta un hombre muy valiente para abrir la puerta», susurró la voz de Dyer.
«¿Eres valiente, Javel?». La voz de Allie, ni cruel ni clemente, sinceramente escéptica. Y por último, la voz de la reina, mucho tiempo atrás, en la Ciudadela:
«¿No quieres averiguarlo?». Sí, quería. Al cabo de un momento, se había dado la vuelta hacia las puertas que tenía detrás y había empezado a arremeter contra las trancas, frenético, retirando una madera tras otra. Unas manos lo sujetaron por los hombros y tiraron de él hacia atrás, pero al final lo soltaron, y Javel se dio cuenta, agradecido, de que había otras manos que le ayudaban, muchas manos que retiraban un tablón tras otro, hasta que por fin empezó a verse la madera de roble de la puerta de la Ciudadela.
El primer edificio que cayó fue el Arvath. Cayó deprisa, tan deprisa que Kelsea se sintió un poco engañada. A ella le habría gustado ver cómo la casa del Santo Padre se venía abajo poco a poco, cómo la piedra primero se agrietaba, luego se despegaba, y por fin caía en grandes pedazos, cómo caía la nieve de los árboles en primavera, los primeros días del deshielo. Quería ver cómo se derrumbaba el edificio. Pero cayó muy rápido; nada más concentrar su mente en aquella alta torre blanca, empezaron a aparecer unas grietas enormes por toda su circunferencia, unas grietas tan gruesas que Kelsea las veía desde donde estaba. La cruz reluciente que coronaba la torre fue lo primero en caer, precipitándose desde el pináculo, y al cabo de diez segundos todo el edificio se había venido abajo en medio de un tornado de polvo. Con trampa o sin ella, era estupendo. Kelsea se daba cuenta ahora de que aquellos últimos meses habían renunciado a una parte muy importante de sí misma, de que una gran parte de su personalidad había estado muerta, apagada bajo el rígido control que ella misma se había impuesto para sobrevivir en la mazmorra. Allí abajo todo tenía tonalidades grises, y no habría servido de nada dejar que se desatara su mal genio. Se preguntó si habría estado a punto de enloquecer, si se habría dado cuenta de haber cruzado esa frontera y haberse sumergido en la locura. Quizá solo le hubiera parecido la siguiente fase, nada más.
No importaba. Ahora ya era libre. Era consciente de que la Guardia Real estaba con ella, de que sus hombres la seguían por la ciudad. Corrían, porque los críos de Row Finn les pisaban los talones, y ahora Kelsea también percibía la presencia de Row, no muy lejos, con toda su atención concentrada en ella. A veces creía notar su mirada. En varias ocasiones sus guardias se detuvieron y dispararon flechas, pero Kelsea sabía que no acertarían. Los niños de Row eran demasiado escurridizos.
Atravesaron el Circo, y Kelsea, sin verla siquiera, notó que la gente se apartaba de su camino. Toda aquella gente no parecía importarle. Sus problemas eran insignificantes; Kelsea los percibía al pasar a toda velocidad a su lado: problemas con sus cónyuges, problemas de dinero, problemas con el alcohol.
«Que se aparten —pensó, inflexible, como si aquel viaje fuera una discusión en la que había salido justificada—. Que se aparten. Soy la Reina de Picas».
Bordearon las Tripas, donde las casas y los edificios se extendían hacia un valle, la hondonada entre dos colinas. En otros tiempos, en aquella depresión había habido un anfiteatro donde los utópicos de William Tear se reunían y tomaban decisiones por votación popular. Parecía democracia en acción, pero en realidad no lo era. Detrás de todo aquello estaba Tear, siempre Tear, y, cuando desapareció aquella fuerza motriz, la ciudad quedó reducida a nada. Lo único que se interponía entre la democracia y la masa era el liderazgo. Atravesaron las Tripas, y Kelsea notaba la presencia de la Guardería bajo el suelo, un gran hormiguero de cámaras y túneles, construido no se sabía cuándo. Kelsea se acordó de aquella mazmorra subterránea y se preguntó si la Guardería la habría construido el propio Row. ¿De qué habría sido capaz en aquella oscuridad?
«Ojalá pudiera pararlo», pensó; era un pensamiento tan familiar que parecía discurrir por un camino marcado, un surco grabado en su mente. ¡Ojalá alguien hubiera podido pararlo! Cuando empezaban a dejar atrás las Tripas, Kelsea abrió una gran grieta en el suelo, como había hecho cuando había destruido el puente de Nueva Londres, meses atrás. El suelo tembló bajo sus pies, pero Kelsea no se detuvo a ver los efectos de su obra. Sabía por dónde discurriría, podía preverlo con la misma exactitud con que Simon preveía el funcionamiento de cualquiera de sus numerosas máquinas. La grieta sería profunda, llegaría hasta la madriguera de túneles donde vivía el corazón oscuro de Nueva Londres. Los puntales se desplomarían, los cimientos se hundirían, las calles empezarían a caer por aquella fisura que ella había provocado. Quizá llevara horas, o días, pero al final las Tripas y la Guardería quedarían reducidas a un yacimiento arqueológico, capas y más capas de madera y piedra que en un futuro lejano alguien podría excavar.
—¡No, señora! —gritó Maza—. ¡La niña! ¡Aisa!
Kelsea no le hizo caso, molesta por su interferencia. ¿Qué valor podía tener una sola vida en comparación con la gran cantidad de dolor que había existido bajo aquellas calles? Quizá, con tiempo suficiente, la ciudad entera caería por aquel agujero abierto en la tierra y se sumaría a los escombros. Sí, parecía un resultado justo. ¿Cómo podías reconstruir un edificio con los cimientos fracturados? Tendrían que derribarlo todo y empezar desde cero.
«Es Row quien habla». Era la voz de Katie, pero Kelsea tampoco le hizo caso. La reconstrucción vendría más adelante. Ahora solo quería castigar. Enfiló el Gran Bulevar, y la gente se apartaba al verla acercarse. Su mirada se encontró con la de una mujer que estaba delante de una sombrerería, y la mujer se puso a gritar.
«¿Qué ven?», se preguntó Kelsea. Volvió la cabeza con la intención de preguntárselo a Maza, pero no lo vio por ninguna parte. Delante de ella, a menos de diez metros, Elston peleaba con varios soldados con el uniforme negro del ejército mort.
«¿Mort? —se dijo, extrañada—. ¿Aquí?». Fijó la atención en los soldados mort, que cayeron al suelo con la pechera del uniforme manchada de sangre. El resto de su guardia seguía con ella, pero Kelsea se dio cuenta de que no la miraban, sino que se esforzaban en fijar la vista hacia otro lado. La Reina de Picas no le gustaba a nadie: ni a Maza, ni a sus guardias; a nadie. El zafiro palpitaba en su escote, y Kelsea notaba a Row Finn dentro de su cabeza, toda su larga vida, una acumulación aparentemente infinita de experiencias. No había tiempo para detenerse en una sola, pero vio los dedos regordetes de una niña, sus dedos, jugando con unas tabas en el suelo de madera. A su inútil madre sentada a una mesa, llorando a la luz de una vela; Kelsea la miraba fijamente y sentía algo muy parecido al odio, y el desprecio inundaba su corazón A William Tear de pie al otro lado de la calzada, mirándola desde lejos, con una expresión que delataba recelo y pena. Que seguía a Jonathan Tear por el camino, cuando los dos eran pequeños, no tendrían más de diez u once años, pero el corazón de Kelsea estaba rebosante de anhelo, el anhelo de ser alguien especial, una niña especial a los ojos de la ciudad. La cara de Jen Devlin debajo de ella, sus ojos saltones y sus mejillas poniéndose moradas mientras Kelsea la estrangulaba, sin gustarle ni disgustarle la mirada de perplejidad de Jen, y pensando únicamente que la culpa la tenía Jen por confiar en ella, por pensar que tenía buenas intenciones, que examinaba el montón de zafiros sin tallar que tenía en la mano, sin saber muy bien qué hacer con ellos, sin saber qué había conseguido, y pensando únicamente que por fin tenía algo que era suyo.
Llegaron al final del bulevar, donde empezaban los jardines de la Ciudadela, que no estaban como ella los había dejado. Allí había más soldados mort, repartidos por el parque y alrededor de la Ciudadela. El puente levadizo estaba bajado, y parecía que ya hubieran derribado la puerta, pero de todas formas los mort seguían atacándola con un ariete. Algunos intentaban trepar por la muralla exterior de piedra de la Ciudadela con objeto de llegar a los balcones del tercer piso.
—¿Donde está el capitán? —gritó Coryn detrás de ella.
—¡Se ha ido! —le contestó Elston—. ¡Iba con nosotros en el Bulevar, pero de pronto ya no estaba!
Kelsea sacudió la cabeza. En ese momento no le importaba Maza, no le importaba ninguno de sus hombres. Tenía cosas que hacer, porque había visto algo en los jardines: una tienda blanca con una cruz en lo alto. Si Su Santidad había logrado huir del Arvath, mucho mejor. Buscó mentalmente a Row Finn, buscó fuego, el fuego que él siempre había sabido controlar, y cuando lo encontró dio un grito de júbilo, y vio cómo prendía la tienda blanca, y oyó los gritos de los hombres detrás de la lona. Después se concentró en los soldados que trepaban por la muralla; cayeron al foso y desaparecieron, y solo dejaron una mancha de sangre cada vez más extensa en el agua. Se fijó en que los hombres que estaban junto a la puerta tenían aceite, y que se preparaban para prender antorchas y provocar un incendio alrededor de su Ciudadela. Se metió en las entrañas de aquellos hombres y tiró con fuerza, y sonrió al ver que la sangre rociaba la hierba y los hombres se desplomaban.
—¡Señora! ¡El capitán!
Era la voz de Elston. Molesta, Kelsea se dio la vuelta y vio que el guardia señalaba colina arriba, hacia la entrada que daba al bulevar. Aquella imagen le recordó algo, con una claridad asombrosa, casi un déjà vu, y se estremeció y volvió un poco en sí; ¿cuándo… —¡Pueblo del Tearling!…— había pasado aquello? Junto a la entrada de los jardines, Maza peleaba contra cuatro hombres ataviados con capa roja. La asaltaban los recuerdos; durante unos instantes, Kelsea se preguntó si habrían regresado a las orillas del Caddell y si estarían luchando por sus vidas. Junto a Maza había una figura menuda, diminuta, que también peleaba. Al pequeño guerrero se le cayó la capucha, y Kelsea vio que era la hija de Andalie, Aisa, que trataba de rechazar a dos cadén con su puñal. Estaba colorada, afiebrada, y el brazo izquierdo le colgaba inerte al lado del cuerpo. El resultado de aquella pelea estaba cantado; mientras Kelsea observaba, uno de los cadén agarró a la niña, le hizo una llave y le partió el cuello.
Kelsea oyó un largo grito a sus espaldas, procedente de la Ciudadela: era Andalie, pero Kelsea tampoco podía ocuparse de ella. Una tercera figura bajaba corriendo por la ladera hacia Kelsea y su guardia, y la marea de violencia que llenaba a Kelsea quedó de pronto detenida cuando reconoció al padre Tyler.
Volvió a sumergirse en la irrealidad, a tener aquella sensación de estar en un sueño que había experimentado de forma intermitente desde que había despertado en la casa de su madre.
El padre Tyler parecía un espantajo; la ropa, mugrienta, le colgaba del cuerpo hecha trizas. Maza le cubría la retirada rechazando a los cuatro cadén. Dyer y Kibb habían ido a ayudarlo, pero no hacía falta; Kelsea podía ocuparse sin ninguna dificultad de los cuatro cadén. Ya no les tenía miedo, ni a ellos ni a nadie.
—¡Llevadla adentro! —gritó Maza. Se separó de Dyer y Kibb y bajó corriendo por la ladera, llevándoselos a todos.
«¿Adentro? ¿Dónde?», se preguntó Kelsea, pero cuando se volvió hacia la Ciudadela vio que la puerta se había abierto como por obra de magia. Alrededor del puente levadizo y por la parte baja de los jardines había soldados mort muertos, y la joven quedo maravillada ante aquella visión. ¿Aquello lo había hecho ella? No, claro que no. Había sido la Reina de Picas.
—¡Corred, Señora! —gritó Elston.
La agarró por el brazo y señaló la cima de la colina. Kelsea miró hacia allí y sintió que el miedo la atenazaba por primera vez aquel día. La entrada del Gran Bulevar estaba abarrotada de niños, una horda colosal, y se empujaban y se pisoteaban unos a otros para llegar los primeros. Iban a cuatro patas, como la niña de la mazmorra, y por eso era fácil distinguir la alta figura que caminaba erguida entre ellos: Row Finn, con la tez pálida y los ojos llameantes. Por fin había prescindido de su rostro amable y atractivo, y Kelsea no tenía poder para detenerlo. Percibía un muro que los rodeaba a él y a los niños, un escudo parecido al que la Reina Roja había levantado para proteger a su ejército bajo las murallas de Nueva Londres.
—¡Vamos, señora! —volvió a gritarle Elston, y la joven dejó que la arrastrara por los jardines.
Ahora corría con sus guardias formando un bloque compacto a su alrededor, y por eso no vio qué les pasaba a Dyer, a Kibb ni a los cadén.
—Majestad —dijo el padre Tyler, jadeando.
Kelsea jamás había visto a un hombre tan maltratado, tan a punto de derrumbarse. El sacerdote le tendió una gruesa correa, y Kelsea vio que todavía llevaba con él su vieja bolsa, aunque estaba mucho más gastada. ¿Acaso pretendía que se la llevara ella? ¿Ahora?
«La Kelsea de antes se le habría llevado», dijo la voz de Carlin, y Kelsea cogió la bolsa frunciendo el ceño.
—Gracias a Dios —dijo el padre Tyler llorando a lágrima viva—. Gracias a Dios.
Ella se quedó mirándolo, desconcertada, pero habían llegado al puente levadizo y corrían hacia la puerta. Maza se unió a ellos en cuanto entraron, empezó a gritar órdenes y llevó a Kelsea detrás de unos montones de ladrillos rotos. Kelsea vio a Andalie, pálida y horrorizada, con Glee en los brazos; a Devin; a Javel con su uniforme de centinela de la Puerta. Pero no tenía tiempo para hablar con nadie, porque la Guardia Real la empujaba por un pasillo. Detrás, Kelsea oía a los niños de Row, que seguían llegando, y sus chillidos agudos parecían resonar también dentro de su cabeza. Miró hacia atrás y vio que el pasillo estaba lleno de ellos; se abalanzaban sobre los centinelas de la Puerta y, moviéndose como insectos, se subían por las paredes y el techo. La bolsa del padre Tyler rebotaba contra la pierna de Kelsea y le hacía daño en la rodilla, pero ya no podía devolvérsela, porque el sacerdote se había quedado atrás.
—Por aquí —dijo Maza, y abrió una de las muchas puertas del pasillo principal—. Nos encerraremos aquí.
Empujó a Kelsea por la puerta, y ella sintió alivio al ver que Pen, Elston, Ewen, Coryn y Galen los seguían. Maza cerró con un fuerte portazo.
—¡Asegurad la puerta! —gritó.
Elston y Coryn se apoyaron en la puerta, que había empezado a temblar, y cargaron todo su peso contra ella. Pen se colocó delante de Kelsea, con la espada en la mano. La joven se sentó en el suelo y no soltó la bolsa del padre Tyler.
—¡Ay, Lazarus! —murmuró—. ¡Qué mal lo he hecho!
—No os reconozco, Señora —refunfuñó el capitán, y se unió a los guardias que empujaban para impedir que cediera la puerta—. Ahora no os pongáis sensiblera.
«¿Qué quieres que haga?», le habría gustado preguntarle. Maza había elegido bien la habitación, pero la puerta de roble macizo no aguantaría eternamente. La Reina de Picas había desaparecido, y solo quedaba Kelsea, que por lo visto no tenía tanta capacidad de recuperación como sus hombres. Un fuerte golpe sacudió la puerta, y el quejido de la madera resonó por toda la habitación. Sin nada más que hacer, Kelsea abrió la bolsa del padre Tyler y encontró dos objetos: una Biblia vieja y gastada y una gran caja roja.
—¡Empujad! —gritó Maza—. ¡Empujad, por la reina!
Otro fuerte golpe sacudió la puerta, pero Kelsea apenas lo oyó. Se había quedado perpleja mirando la superficie pulida de la caja de madera de cerezo. Había visto aquella caja antes, en las manos de Katie. Era casi tan antigua como el Tearling, y sin embargo allí estaba. Soltó el cierre, abrió la caja y contempló la corona que había dentro, absolutamente perfecta, tal como la había visto Katie.
«Él quería ser rey —pensó—. Era lo único que quería, y ¿no me gustaría presentarle a la Reina de Picas? Sí, cómo me gustaría…».
¡Pum! Otro fuerte golpe sacudió el marco de la puerta, y varios guardias gritaron al recibir el impacto. Coryn salió despedido hacia atrás.
Kelsea volvió en sí. Cogió la corona e ignoró una voz ligeramente autoritaria que parecía viajar de sus dedos hasta su cerebro…
«¡No te atrevas!»… y se la puso en la cabeza. Al otro lado de las paredes de piedra, oyó el grito de rabia de Row Finn.
Creía que la corona pesaría, y sin embargo cuando la tuvo en la cabeza la notó ligera como el aire; sintió que su poder se extendía por todo su cuerpo, una especie de corriente que descendía hasta su pecho, y experimentó un placer inmenso, que le hizo cerrar los ojos. Los abrió y… Apareció en la casita. Pero estaba vacía. Ella siempre sabía, nada más despertar, si Barty y Carlin estaban en casa. Ahora notaba su ausencia. No se movía nada en las habitaciones. Hasta las motas de polvo que danzaban en el haz de luz parecían aletargadas, quietas.
Estaba de pie en medio de la biblioteca de Carlin. Se sentía muy joven, como mínimo siete u ocho años más joven, como aquellas mañanas cuando entraba allí y se acurrucaba en el rincón de Kelsea y sentía que todo iba bien. Pero el rincón de Kelsea no estaba; de hecho en la habitación no había ningún mueble, aparte de las estanterías. Los libros de Carlin la rodeaban por los cuatro costados… pero no estaban viejos y gastados como cuando Kelsea era pequeña. Aquellos libros parecían nuevos. Instintivamente, Kelsea alargó una mano (¡cuánto tiempo hacía que no tenía un libro en las manos!) y cogió uno: Ojos azules. Pero cuando abrió la tapa vio que las páginas estaban en blanco.
Alarmada, cogió otro libro, La feria de las tinieblas, y los hojeó. Nada, solo una colección de páginas en blanco.
—¡Carlin! —gritó. Pero nadie contestó, solo la modorra de la casita vacía una tarde de domingo de su infancia. Cuando era pequeña le encantaba que Carlin se marchara, porque entonces se quedaba sola con Barty y ninguno de los dos tenía que volver la cabeza temiendo una mirada de desaprobación. Pero al ver los libros en blanco sintió que aquella quietud adquiría tintes de pesadilla.
Cogió el volumen de Shakespeare de Carlin (seguro que aquel baluarte de la lengua era demasiado indeleble para desaparecer), pero también estaba en blanco. Presa del pánico, Kelsea fue cogiendo un libro tras otro, pero estaban todos vacíos. Aquello solo era una biblioteca falsa, nada más. Sin palabras, el papel no tenía ningún valor.
—¡Carlin! —gritó con todas sus fuerzas.
—No está aquí.
Kelsea se dio la vuelta y vio a William Tear. Su presencia parecía lógica, como siempre sucedía en los sueños. Solo los libros eran demasiado horribles para ser reales.
—¿Por qué están en blanco? —le preguntó.
—Supongo que porque el futuro todavía no está decidido. —Tear recogió dos de los libros que Kelsea había tirado al suelo y los puso con cuidado en su sitio—. Pero no estoy seguro. Yo nunca intenté jugar con el pasado.
—¿Por qué no? El período pre-Travesía… Habría podido retroceder y cambiarlo, ¿no? Frewell, la Ley de poderes de excepción…
—Parecía más fácil controlar el futuro cambiando el presente. El pasado es poco flexible.
Sus palabras estimularon la memoria de Kelsea. Alguien le había dicho algo muy parecido, ¿no? Algo sobre las mariposas… Pero parecía que hubiera transcurrido mucho tiempo.
—¿Cree que no tengo derecho a cambiar el pasado? —preguntó la joven.
—Yo no he dicho eso. Pero deberías estar preparada para que esa decisión te pase factura.
—Estoy preparada —replicó ella, aunque no sabía si era cierto—. No hay alternativa. El Tearling está acabado.
—El Tearling —murmuró él con ironía—. Ya les dije que no les pusieran mi nombre a las cosas.
—No le hicieron caso. —Kelsea recorrió la biblioteca con la mirada, la casita vacía—. ¿Por qué estamos aquí?
—Para hablar, niña. Yo también hablaba con mis antepasados, aunque no aquí. Íbamos a Southport, al paseo marítimo donde yo crecí. Me daba miedo ver el paseo tan vacío. Pero yo era más joven que tú.
—¿Sabe quién soy? —preguntó Kelsea.
—Sé que eres descendiente mía, porque, si no, no estaría aquí. Pero ¿eres Tear, o Finn?
Kelsea reflexionó un momento, y entonces, a regañadientes, admitió:
—No lo sé. Creo que no lo sabe nadie. ¿Por qué abandonó a Row?
—No se lo dijimos. Se suponía que su madre tenía que guardar el secreto.
—¿Por qué no se lo dijo?
—Yo no me enteré de que Sarah estaba embarazada hasta después del Desembarco. No podía quedarme con ella, porque ya sabía que Lily era algo más que una visión. Sarah me obligó a elegir. Elegí a Lily, y perdí a mi hijo.
—Pero Row lo sabía.
—Sí. Sarah era una mujer débil, y Row, un manipulador consumado. Ella nunca le escondió nada mucho tiempo.
—Usted estaba orgulloso de él.
Tear frunció el ceño, apenado.
—Estaba orgulloso de su potencial. Pero preveía una ruina.
—La ruina nos amenaza ahora —insistió Kelsea—. ¿No puede ayudarnos?
—¿Cómo te llamas, niña?
—Kelsea Glynn.
—Glynn… No conozco ese apellido. Veo que tienes muchas historias que contar, y me gustaría saber qué fue de nuestra ciudad. Pero presiento que tienes poco tiempo. Ven.
La sacó de la biblioteca y recorrieron juntos el pequeño pasillo de la casita. Por todas partes Kelsea veía objetos que recordaba: los candelabros de plata de Carlin; el jarrón que Kelsea había desportillado cuando tenía doce años; el armario zapatero que Barty había fabricado para guardar las botas. Pero no había velas en el candelabro, ni botas en el zapatero, y el jarrón estaba intacto.
Tear abrió la puerta de la casita y le hizo señas a Kelsea para que saliera con él. Kelsea lo siguió, e imaginó que vería aquella parcela de tierra rastrillada que siempre había habido delante de la casita, pero cuando salió afuera dio un grito ahogado y se tapó los oídos.
Estaban en un túnel en el que soplaba un fuerte viento que venía de todas direcciones. La joven se acordó de los túneles de la memoria de Lily, donde había un ruido ensordecedor y pasaban vehículos a toda velocidad, pero aquel túnel estaba vacío, allí no había coches, ni personas. En lugar de las paredes de hormigón del tiempo de Lily, Kelsea veía un extenso panorama de personas y lugares, todos en constante movimiento. Su visión parecía extenderse a lo largo de kilómetros.
—¿Qué es esto?
—El tiempo —contestó Tear—. El pasado, el presente y el futuro.
—¿Cuál es cuál? —preguntó Kelsea girando a derecha e izquierda. No distinguía las escenas que tenía delante.
—Todo es lo mismo. El pasado controla el futuro; ¿no es por eso por lo que estás aquí?
Kelsea fijó la mirada en una escena y caminó por el túnel vacío para examinarla: una habitación pequeña, con suelo de madera y paredes de piedra. Unos hombres se apoyaban contra una puerta cerrada y empujaban con todas sus fuerzas; detrás de ellos había una mujer sentada en el suelo con las piernas cruzadas, los ojos cerrados, la cabeza agachada y con una corona. Mientras Kelsea la observaba, se abrió una grieta en la puerta y la madera empezó a astillarse.
—Muy poco tiempo —repitió Tear—. Podrías volver ahí. Pero podrías elegir cualquier otra cosa.
Kelsea ya había empezado a buscar. Iba leyendo las escenas que tenía delante más deprisa de lo que jamás había leído ningún libro.
¡Cuánto tiempo había concentrado allí! Sí, mucho tiempo, pero era el tiempo de Kelsea, porque en la serie aparentemente infinita de escenas que se desarrollaban ante sí no encontró nada que no reconociera. Vio la remesa avanzando por el Almont, nueve jaulas alargadas camino de Mortmesne. Vio la Nave Blanca naufragando en aquella terrible tormenta (¡cielos, si hubiera podido impedir aquello!). Vio al presidente Frewell de pie detrás de un atril. Vio a un William Tear mucho más joven saltando desde un avión. Vio a Lily llorando mientras cuatro hombres con uniforme negro se llevaban a su hermana pequeña por un pasillo… Y así sucesivamente. Y entonces Kelsea vio escenas aún más lejanas, mucho más antiguas, que se remontaban a una época sin coches, sin electricidad, sin libros. Eso la asustó, el vacío inhóspito de aquel mundo, donde los seres humanos solo tenían tiempo para luchar por la supervivencia. No quería volver allí.
Entonces examinó el futuro, pero lo que allí encontró era aún más aterrador. Moriría en la Ciudadela, víctima de los niños de Row. Aquellos seres serían una tortura constante para la humanidad, pero un día los erradicaría alguien que inventaría una vacuna. La visión de Kelsea se amplió, y vio el Tearling, cientos de años más allá, un reino despótico que se había construido sobre el legado de Kelsea y había extendido su dominio hasta convertirse en un imperio y controlar todo un nuevo mundo. Ese nuevo Tearling no era mucho mejor que Mortmesne: ebrio de su propio poder e impulsado por una ilusión de superioridad tan bien afinada que se confundía con el destino. Parecía lógico. El peligro del imperio, al fin y al cabo, residía en el carácter de los emperadores.
—Escoge deprisa —dijo Tear desapasionadamente.
Kelsea miró hacia atrás y vio que los niños de Row se habían abalanzado sobre la guardia y que eran mucho más rápidos que sus espadas. Uno consiguió subírsele encima a Maza y morderlo en el hombro. Kelsea sintió un dolor que la desgarrada por dentro, y cerró fuertemente la boca para no gritar. Pen fue el siguiente en caer: su espada no sirvió de nada contra aquellos seres que treparon por sus piernas hasta derribarlo. Al cabo de unos segundos, la mujer que estaba en el suelo con la cabeza agachada quedó desprotegida y aquellos seres se le echaron encima.
—El tiempo no es infinito ni siquiera aquí —dijo Tear—. Elige.
Kelsea, aturdida, contempló el panorama que tenía delante y fue pasando de una escena a otra. Su mente iba más deprisa que nunca, hasta que encontró lo que buscaba: Katie y Jonathan, sentados en una habitación mohosa. La habitación estaba a oscuras, pero Kelsea los veía: estaban los dos dormidos, y Jonathan tenían la cabeza apoyada en el hombro de Katie.
—Esto —dijo—. Elijo esto.
Cogió el zafiro de Finn. La Reina de Picas estaba allí, acechándola, pero Kelsea ya no le tenía miedo. Las cosas que Kelsea no podía hacer, las cosas que era necesario hacer… Ese era su campo. Ambas habían nacido rabiosas.
«Volver a casa».
—¿Estás segura? —le preguntó Tear.
—Sí.
—En ese caso, buena suerte, niña. —Le dio unas palmadas en el hombro—. Tal vez algún día volvamos a encontrarnos, cuando tu tiempo haya terminado. Veo que tienes una historia que contar, y me gustaría oírla.
A Kelsea se le llenaron los ojos de lágrimas. Se dio la vuelta para darle las gracias, pero Tear ya no estaba allí.