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La ciudad

El grupo de utópicos comprometidos que hicieron la travesía original con William Tear compartían el gran sueño de una sociedad pacífica e igualitaria. Eran cerca de dos mil, y se instalaron en las estribaciones de las montañas Clayton, donde construyeron la ciudad que más tarde se convertiría en la Nueva Londres moderna. Aprendieron a labrar la tierra, votaban mediante asamblea y cuidaban unos de otros. En aquel asentamiento idílico, la ciudad creció rápidamente; la población se disparó y, una generación más tarde, casi se había doblado. La religión era una cuestión estrictamente privada, y la violencia estaba prohibida. Aparentemente, William Tear había conseguido hacer realidad su sueño.

Historia del Tearling, según Merwinian.

Subir hasta la cima del monte requería un gran esfuerzo. Katie Rice había realizado aquel ascenso infinidad de veces, por el tortuoso camino que iba del río hasta la ciudad. Conocía todas las marcas que iban apareciendo a lo largo del trayecto: la roca partida que la saludaba, como un poste indicador, después de la tercera curva; el bosquecillo de robles que asomaba por la curva hacia la mitad del ascenso; aquel tramo del camino expuesto al viento, erosionado tras años y años recibiendo el castigo de los vientos que soplaban desde las llanuras. En la reunión de la semana anterior, William Tear les había hablado de aquel lugar; dijo que tendrían que reforzarlo, protegerlo de alguna manera. Había pedido voluntarios, y se habían levantado un centenar de manos.

Katie conocía aquel camino, y aun así lo odiaba. Odiaba que fuera tan largo, y no tener nada que hacer aparte de pensar. Pero la granja de ovejas estaba al pie del monte, y a Katie le gustaba la lana tanto como detestaba caminar. Tenía tres años cuando su madre le puso por primera vez en las manos unas agujas de calceta, y ahora, con catorce, además de ser la mejor tejedora de la ciudad, era una de las mejores hilanderas y tintoreras. Aquella caminata era el precio que tenía que pagar para hacer y teñir su propia lana.

Salió del último bosque y apareció la ciudad: cientos de casitas de madera que cubrían la redondeada cima del monte. Más allá, las casas se extendían también por la depresión entre las colinas, y llegaban hasta la misma orilla del río, donde este torcía hacia la ciudad antes de trazar otro meandro hacia el sur y luego hacia el este. Su madre le había contado que habían encontrado aquel lugar remontando el curso del río desde el mar. Katie trató de imaginar cómo lo habrían visto los colonos de Tear: un grupo de colinas cubiertas de árboles. Habían transcurrido dieciséis años desde la Travesía; a Katie le parecía mucho tiempo, pero sabía que en realidad era muy poco.

Se dio la vuelta para caminar hacia atrás, porque aquel era su paisaje favorito: las filas de árboles que tapizaban la ladera, y luego el río, de un azul intenso, y más allá los verdes y dorados de las llanuras de labranza. Desde allí, Katie podía ver a los campesinos, unos cincuenta, que trabajaban en el extenso rectángulo de cultivos al otro lado del río. Los campesinos trabajarían hasta la puesta de sol, y, si no habían terminado el trabajo, seguirían alumbrándose con faroles. Antes de nacer Katie, había habido un par de años terribles: los años del hambre, los llamaba su madre, cuando los colonos todavía no habían aprendido a cultivar la tierra. Habían muerto más de cuatrocientas personas, casi una cuarta parte de la población. Ahora la agricultura era el principal negocio de la ciudad.

Al año siguiente, Katie por fin alcanzaría la edad para trabajar de aprendiz después de haber terminado los estudios, y, si así lo quería, podría trabajar en la granja, pero no creía que lo hiciera. No le gustaba el trabajo manual, sobre todo si había que levantar y transportar pesos. Pero en septiembre y octubre todo el mundo trabajaba en la granja, excepto los niños pequeños y los ancianos con artritis. Todavía no había suficientes agricultores profesionales, y había que recoger la cosecha antes de las primeras heladas. Si alguien se quejaba (y siempre había alguien que se quejaba), los adultos recordaban los años del hambre y empezaban a contar todas aquellas historias: que tuvieron que sacrificar y comerse a todos los perros excepto los cachorros; que varios grupos huyeron por la noche, para ir a buscar comida a otro sitio, y que habían perecido en la nieve; que William Tear regalaba sus raciones, hasta que se quedó tan delicado y desnutrido que contrajo neumonía y estuvo a punto de morir. Ahora tenían multitud de cultivos (patatas, zanahorias, fresas, repollos y calabazas), así como una nutrida población de gallinas, vacas y ovejas, y nadie pasaba hambre. Pero, de todas formas, todos los otoños Katie tenía que revivir los años del hambre, y ahora se le revolvía el estómago solo de pensar en la cosecha.

El año anterior, en una asamblea, William Tear había dicho una cosa que Katie jamás olvidaría: que algún día todas aquellas llanuras estarían cubiertas de cultivos, hasta donde alcanzaba la vista. Katie no conseguía imaginar toda aquella extensa pradera domesticada y surcada de hileras. Confiaba en que ese día no llegara mientras ella viviera. Quería que aquel paisaje permaneciera tal como estaba.

—¡Katie! Se dio la vuelta y vio a Row, unos cien metros más arriba, en el camino. Katie se apresuró para reunirse con él, y notó un estremecimiento en el estómago. Row haría que la caminata fuera más interesante; siempre lo hacía.

—¿De dónde vienes? —preguntó la joven.

—De la ladera sur. He ido a buscar metal. Katie asintió. Row trabajaba los metales; era uno de los mejores de la ciudad. Era aprendiz del taller de Jenna Carver, y la gente le llevaba sus joyas para que se las arreglara, así como artículos más prácticos, como teteras y cuchillos. Pero para Row reparar aquellos objetos solo era un trabajo. Lo que de verdad le gustaba era fabricar sus propias piezas: adornos y brazaletes, vistosas herramientas de chimenea, cuchillos con elaborados mangos, estatuillas de sobremesa. Por el último cumpleaños de Katie, Row le había hecho una estatuilla de plata que representaba a una mujer sentada bajo un roble. El tallado de las hojas por sí solo debía de haberle llevado días, y aquella estatua era la posesión más valiosa de Katie; la tenía en la mesilla de noche, junto a su montón de libros. Row era un artista de gran talento, pero el metal que tanto le gustaba trabajar era difícil de obtener en la ciudad. Row se marchaba a menudo, a veces varios días seguidos, a buscar por los bosques y las llanuras. Una vez, tras caminar hacia el norte durante una semana, había encontrado, en la linde de un extenso bosque, grandes cantidades de cobre. Row estaba impaciente por regresar allí, e incluso le había pedido permiso a William Tear para dirigir una expedición. De momento, Tear no le había dado ninguna respuesta.

Pasaron al lado del cementerio, una parcela llana, de media hectárea de extensión, bajo un bosque de pinos. El perímetro estaba cercado por una valla de madera, una incorporación reciente. Últimamente habían entrado animales en el cementerio, lobos, o quizá solo mapaches; unas semanas atrás, Melody Banks, que se encargaba de cuidar el cementerio, había encontrado varias tumbas abiertas y su contenido esparcido por el camposanto. Melody no había querido decir qué tumbas, y ya habían vuelto a enterrar los cadáveres. A Katie no le daban demasiado miedo los cementerios ni los cadáveres, pero no le hacía ninguna gracia pensar que hubiera animales escarbando en las tumbas de la gente. Se alegró mucho cuando la ciudad decidió por votación vallar aquel lugar.

—Algún día —dijo Row—, cuando me encargue yo, voy a excavar todo esto y a incinerarlo todo.

—¿Qué te hace pensar que vas encargarte tú? —preguntó Katie—. A lo mejor me encargo yo.

—Y a lo mejor nos encargamos los dos —replicó Row, y sonrió, pero Katie vio seriedad debajo de aquella sonrisa.

Ella no tenía ningún interés en encargarse de la ciudad, en ocuparse del sinfín de obligaciones que William Tear debía atender diariamente. Pero Row sí tenía ambiciones. A sus quince años, le molestaba la ineficiencia de la ciudad, y estaba convencido de que él sabría dirigirla mejor. Estaba impaciente por asumir responsabilidades, y Katie pensaba que lo haría bien; Row era un solucionador de problemas nato. Sin embargo, hasta el momento ningún adulto de la ciudad había reconocido sus cualidades, y Row estaba dolido por esa falta de reconocimiento.

La fuente de la insatisfacción de Katie era ligeramente diferente. A ella le gustaba la ciudad, le gustaba aquel concepto tan sencillo y hermoso de que todos cuidaran de todos. Pero en los últimos años a veces la había agobiado precisamente esa buena sintonía, ese interés por el bienestar común. Katie tenía muchos vecinos que no le caían simpáticos; los encontraba aburridos, o estúpidos, o, peor aún, hipócritas, falsos. Porque eso era lo que se esperaba de ellos, porque Tear los vigilaba. Katie prefería la sinceridad, aunque esta significara ser menos amable con la gente. Ansiaba poder expresarse abiertamente.

Katie atribuía todo lo mejor de sí a su madre, una de las consejeras de más confianza de William Tear y firme defensora de su proyecto. Katie no sabía quién era su padre; a su madre le gustaban las mujeres, no los hombres, y Katie estaba convencida de que su madre había contratado a algún hombre dispuesto a ayudarla para concebirla a ella, y que luego se había olvidado de él. A Katie no le preocupaba la identidad de su padre, pero a menudo se preguntaba si aquel desconocido a quien no había visto nunca sería el origen de su insatisfacción, de la creciente impaciencia que sentía en su interior, una impaciencia que a veces rayaba en la maldad.

—¿Otra vez vacilando? —le preguntó Row, y Katie rio.

—No vacilo, solo pienso. No hace ningún daño.

Row se encogió de hombros. La necesidad de Katie de analizar ambos lados de un asunto, de ser equitativa en sus pensamientos —lo que él llamaba «vacilar»— era un impulso que él, simplemente, no compartía. Cualquier cosa que Row pensara era sin duda correcta, y él nunca necesitaba profundizar más. A veces eso sacaba de quicio a Katie, pero también la aliviaba. Row nunca necesitaba mirar atrás, preguntarse si se había equivocado, si había sido injusto. Los pequeños errores que cometía no le quitaban el sueño.

Doblaron la esquina y llegaron a High Road; pasaron por delante de la biblioteca, donde la bibliotecaria, la señora Ziv, estaba echando a la calle a los últimos usuarios. La biblioteca era un edificio enorme, la única estructura de dos plantas de la que podía jactarse la ciudad. A diferencia de la mayoría de los otros edificios, construidos con madera de roble, este era de ladrillo. La biblioteca era el lugar favorito de Katie, siempre oscuro y silencioso, con libros por todas partes. A Row también le gustaba, aunque él no tenía los mismos gustos que Katie; ya se había leído todos los libros de la pequeña sección de ocultismo, pero eso no le impidió volver a leérselos otra vez, y luego otra. Había normas muy estrictas sobre cómo manejar los libros, y la señora Ziv se abatía como un halcón sobre cualquiera a quien viera doblando las páginas o, peor aún, sacando un libro de su sobrecubierta de plástico. Un día Katie le había preguntado a la señora Ziv cuántos libros había allí, y esta le había dicho, en voz baja, que había casi veinte mil. Había querido impresionar a Katie, pero no lo había conseguido. La joven se leía dos o tres libros por semana. Si seguía a ese ritmo, podría seguir leyendo el resto de su vida, pero ¿y si muchos libros no le gustaban? ¿Y si los que todavía no había leído se los llevaban otros usuarios? Ya no había más libros, y, en cambio, con toda seguridad habría más gente, mucha gente. Solo Katie parecía entender que veinte mil no eran muchos, que, en realidad, eran poquísimos.

La señora Ziv se libró por fin de los últimos rezagados. Katie la saludó con la mano, y la atribulada bibliotecaria le devolvió el saludo, entró en el edificio y cerró la puerta con llave.

—¡Row! Katie se dio la vuelta y vio a Anita Berry bajando a toda velocidad los escalones de su porche. Katie no sentía mucha simpatía por Anita, pero de todas formas le sonrió, porque siempre le divertía ver el efecto que Row tenía sobre las otras chicas. Row era muy atractivo, hasta Katie se daba cuenta; a veces reparaba en ello, en las raras ocasiones en que miraba a Row sin la lente de su amistad. La naturaleza lo había dotado de una cara angelical: pómulos marcados, con hoyuelos debajo, y una boca grande y hermosa. El pelo, grueso y muy negro, le caía sobre la frente, tapándole casi los ojos castaño oscuro. Poseía un magnetismo que atraía a un sinfín de admiradoras, y no todas eran adolescentes. En más de una ocasión, Katie había visto a mujeres mayores coqueteando con él, y a veces también a hombres mayores.

—Hola, Anita —dijo Row—. Tenemos prisa; ya hablaremos en la escuela.

Katie reprimió una sonrisa mientras continuaban su camino, y Anita se quedó muy alicaída. Row le hincó un codo en las costillas, y ella le sonrió. Row era consciente del efecto que ejercía sobre las mujeres; para él era un juego. Katie se sentía orgullosa de que su amigo recibiera tanta atención, aunque no acababa de entender ese orgullo. Row y ella no sentían ninguna atracción el uno por el otro, y habían pasado a algo más fuerte y más sutil que el sexo: la amistad, una amistad íntima y sincera que no se parecía en nada a la amistad que Katie veía entre las otras chicas de su edad, que solo parecían interesadas en chismorrear y criticarse unas a otras. Katie nunca había tenido relaciones sexuales (algún toqueteo rápido y torpe con Brian Lord, a lo sumo), pero su amistad con Row era tan fuerte que estaba convencida de que el sexo solo habría conseguido separarlos.

Cuando ya estaban cerca de la casa de Row, él se detuvo y, contrariado, se quedó mirando la puerta, donde lo esperaba su madre. Pese a la popularidad de Row, la señora Finn no le caía bien a nadie. Era una mujer temerosa y apocada que siempre decía lo que no había que decir. Según su madre, Row era un dechado de virtudes, pero él no pagaba su lealtad con amor; como mucho, sentía por ella una indiferencia desdeñosa.

—¿Todavía no quieres entrar? —le preguntó Katie.

Row sonrió, compungido, y, bajando la voz, dijo:

—A veces me dan ganas de irme a vivir a otro sitio. Construir mi propia casa en el otro extremo de la ciudad. Pero creo que ella me seguiría hasta allí, y que llamaría a mi puerta día y noche.

Katie no dijo nada, pero pensó que Row tenía razón. El padre de Row había sido uno de los mejores amigos de William Tear, pero el señor Finn había muerto poco después del desembarco, y la señora Finn se aferraba a Row con una desesperación francamente bochornosa. La actitud de la señora Finn le aportaba perspectiva a Katie; la madre de Katie no toleraba tonterías, pero era fuerte y justa, una de las mujeres más respetadas de la ciudad. Su madre no le daba mucha libertad, pero tampoco la agobiaba ni la humillaba delante de otras personas.

—Podríamos fugarnos —dijo Katie—. Huir a las praderas y acampar allí. Tu madre nunca nos encontraría.

—Ay, Rapunzel. Row le puso una mano en la mejilla y Katie sonrió involuntariamente. Se habían conocido un día en que ella estaba llorando detrás del edificio de la escuela, porque Brian Lord le había tirado del pelo, muy fuerte, y ella no quería volver a entrar después del recreo para no encontrarse con Brian, que se sentaba detrás de ella y siempre le tiraba del pelo. La señora Warren había hablado de aquello con el niño, pero él siempre volvía a hacerlo en cuanto ella lo miraba. La injusticia de aquella situación, su crueldad, había hecho llorar a Katie, que entonces tenía seis años, y se estaba planteando cortarse el pelo y dejárselo tan corto como el de su tía Maddy, cuando Row se sentó a su lado con la espalda apoyada en la pared. Katie se había asustado (él era un alumno de tercero), pero Row escuchó atentamente sus quejas, le examinó la cabeza y le contó la historia de Rapunzel, que había logrado huir de su cárcel gracias a su largo cabello.

«Ojalá pudiéramos —pensó Katie evocando la impaciencia que a ella le producía la ciudad—. Ojalá».

—¡Row! —gritó la señora Finn desde el porche. Era una mujer descarnada, con grandes ojos que transmitían desamparo, y con las comisuras de la boca hacia abajo formando una mueca de desaprobación. Katie había pensado quedarse a cenar, pero de pronto decidió volver a su casa—. ¡Entra, Row!

—A lo mejor mi madre no nos encontraba —continuó Row—, pero la tuya seguro que sí.

—Tienes razón. Mi madre es un perro sabueso.

—¡Row! —insistió la señora Finn—. ¿Dónde estabas?

Row sonrió, resignado, y subió lentamente hasta el porche de su casa. Katie se dio la vuelta y siguió por el camino. Row vivía en una de las laderas más altas de la colina, pero la casa de Katie se hallaba en la misma cima, al lado de la de William Tear. Tear estaba bien protegido, con la casa de su madre a un lado y la de Maddy Freeman al otro. En la ciudad nadie quería tener problemas con ninguna de las dos.

—¡Katie! La señora Gannett la llamaba desde su porche. Katie quería seguir caminando (la señora Gannett era una chismosa), pero su madre siempre se enteraba de esas cosas. Se detuvo y la saludó.

—Está en tu casa —dijo la señora Gannett.

—¿Quién?

—Ya sabes. —La señora Gannett bajó la voz y, casi con un susurro, dijo—: Él. Tear.

Katie tuvo que hacer un esfuerzo para no poner los ojos en blanco. Sabía que lo que se esperaba de ella era que adorara a Tear, como hacía todo el mundo, pero, cada vez que oía a alguien pronunciar el nombre de Tear con reverencia, a su parte más rebelde le daban ganas de insultarlo y demostrar que no valía tanto como la gente creía. Pero no se atrevía. Tear tenía algo que la asustaba; quizá fuera solamente su forma de mirarla, aquellos ojos grises que la traspasaban. Era como si sus ojos pudieran ver en su interior cosas que ella no quería que nadie más supiera. Procuraba no hablarle nunca directamente.

Lily, la pareja de Tear, le caía bien (no era su esposa, se recordó; William Tear y Lily no se habían casado), pero, claro, Lily le caía bien a todo el mundo. Era una de las pocas mujeres auténticas que Katie conocía, pero intuía que Lily se había ganado a pulso aquella franqueza, porque la mujer también transmitía tristeza, una melancolía que Katie detectaba de vez en cuando, cuando Lily creía que nadie estaba observándola. ¿La veía también William Tear? Seguro que sí, pues daba la impresión de que él lo veía todo.

El sol estaba empezando a ponerse cuando Katie llegó a la cima de la colina, pero ya estaban todos los faroles encendidos y las llamas parpadeaban débilmente agitadas por la suave brisa nocturna. Ese era otro oficio que Katie podía escoger: aprender a fabricar velas. No tenía intención de acercarse a las colmenas de la ciudad, pero su madre le había explicado que la apicultura era otro oficio diferente, y que los fabricantes de velas solo se dedicaban a la cera. Katie no sabía por qué pensaba tanto en el aprendizaje de un oficio; todavía faltaban meses para eso. Quizá se debiera a que sería una señal incuestionable de que estaba haciéndose mayor. Estaba harta de ser pequeña.

—¡Katie! Alzó la mirada y vio a su madre esperándola en el porche, con los brazos en jarras. Llevaba el pelo recogido de cualquier manera en un moño y la blusa salpicada de manchas que parecían de estofado. Había días en que su madre la sacaba de sus casillas, mientras que otros, como hoy, Katie sentía un profundo amor por ella aunque fuera tan testaruda que se negara a ponerse un delantal para cocinar.

—Ven, trasto —le dijo su madre; le dio un abrazo y entró con ella por la puerta—. Tenemos compañía.

Todas las lámparas de la casa estaban encendidas, y cuando los ojos de Katie se adaptaron a la débil luz del salón, la joven vio a William Tear y a su tía Maddy hablando en voz baja junto a la chimenea.

—Hola, Katie —la saludó tía Maddy—. ¿Cómo estás?

Katie la abrazó, contenta de verla; aunque Maddy Freeman no era su verdadera tía, Katie la quería casi tanto como quería a su madre. Su tía Maddy era divertida; desde que Katie podía recordar, siempre era a ella a quien se le ocurría un buen juego, una forma de pasar una tarde lluviosa en casa sin aburrirse. Además, sabía escuchar. Fue tía Maddy la primera que le habló de sexo cuando tenía nueve años, dos años antes de que la señora Warren abordara el tema en la escuela y mucho antes de que Katie se atreviera a hablar de ello con su madre.

El abrazo de tía Maddy casi la estrujó. Era lo bastante fuerte para trabajar en la granja, o en los corrales, pero, si tía Maddy tenía algún trabajo, este consistía en aconsejar a William Tear. Su madre, tía Maddy, Evan Alcott… Tear nunca iba a ninguna parte sin dos de ellos como mínimo, y, pese a la ambivalencia de los sentimientos de Katie hacia aquel hombre, no podía evitar sentirse orgullosa cuando veía a su madre y a su tía Maddy a su lado.

—Ven al patio conmigo, Katie —le dijo tía Maddy, y ella la siguió, preguntándose si se habría metido en algún lío.

Tía Maddy no tenía hijos de los que preocuparse, de modo que tenía tiempo de sobra para vigilar a Katie.

El patio era muy extenso, y estaba separado de las otras casas únicamente por una valla de postes que había construido su madre para alejar al perro de los Caddell. El sol estaba muy bajo en el horizonte, un deslumbrante disco naranja. Katie todavía podía oír los gritos de otros niños, varias casas más allá, pero pronto se callarían. La ciudad siempre estaba en silencio por la noche.

Tía Maddy se sentó en el gran banco de madera bajo el manzano y dio unas palmadas a su lado.

—Siéntate, Katie. La muchacha se sentó; su ansiedad iba en aumento. Raramente se portaba mal, pero, cuando lo hacía, casi siempre era tía Maddy quien la descubría.

—El año que viene empezarás a aprender un oficio —comentó tía Maddy. De modo que se trataba de una charla sobre el futuro, no sobre el pasado. Katie se relajó y asintió.

—¿Tienes alguna idea de qué te gustaría hacer?

—Quiero trabajar en la biblioteca, pero mamá dice que todo el mundo quiere trabajar allí y que es muy difícil entrar.

—Eso es verdad. La señora Ziv tiene tantos ayudantes que no sabe qué hacer con ellos. Y, si no es eso, ¿qué otra cosa te gustaría?

—No sé, cualquier cosa.

—¿No te importa?

Katie levantó la cabeza y sintió un gran alivio al ver que no estaba hablando con tía Maddy la disciplinadora. Había dos tías Maddy, y aquella era la comprensiva, la que había ayudado a Katie a esconder un vestido que había estropeado peleándose en el barro cuando tenía siete años.

—Es que no me interesa nada más —admitió Katie—. Sé que hay algunos oficios que detestaría, como la apicultura. Pero los que no detestaría tampoco me llaman la atención.

De pronto tía Maddy sonrió.

—He pensado en un oficio que creo que te gustará. Tu madre ha dado su aprobación, pero debe ser un secreto.

—¿Qué clase de oficio?

—No puedes decírselo a nadie.

—¿Ni siquiera a Row?

—A Row menos que a nadie —contestó tía Maddy. Se había puesto muy seria, y Katie no llegó a formular la protesta que tenía pensada.

—Sé guardar un secreto —replicó.

—Muy bien. —Tía Maddy hizo una pausa para escoger sus palabras—. Cuando cruzamos el océano, dejamos atrás las armas, y por lo tanto también nuestra capacidad para defendernos de cualquier violencia. No creíamos que aquí fuéramos a necesitarlas. Tú has leído libros donde hablan de armas, ¿verdad?

Katie asintió pensando en el libro que tenía en la mesilla de noche, en el que los hombres se disparaban unos a otros con pistolas. En la ciudad no había pistolas, solo puñales y flechas, y se utilizaban para cazar y comerciar. Ni siquiera estaba permitido llevar puñal por la calle.

—Antes de la Travesía, a tu madre y a mí nos entrenaron en el uso de las armas —recordó tía Maddy, con la mirada perdida—. Teníamos pistolas, pero no las necesitábamos. Aprendimos a matar con las manos.

—¿Matar… a personas? —Katie parpadeó y trató de asimilar esa idea.

En los libros pasaban esas cosas, pero solo eran historias. Intentó imaginarse a tía Maddy y a su madre matando a alguien, pero le parecía inconcebible. Que ella supiera, en la ciudad solo había un hombre que hubiera muerto de forma violenta, y lo había matado un lobo en las llanuras, años atrás. Aquel suceso había provocado una discusión durante una asamblea, aunque entonces Katie era demasiado pequeña para entenderlo. Varias personas habían exigido que apostaran guardias alrededor del perímetro de la ciudad, guardias con arcos. Aquellas decisiones siempre se tomaban tras una votación democrática, pero William Tear se había opuesto a la moción, y, cuando William Tear se oponía, la votación solo podía arrojar un resultado. Katie miró las manos de tía Maddy, y luego sus brazos, musculosos y con cicatrices.

—¿Es por eso por lo que siempre seguís a William Tear a todas partes? —preguntó—. ¿Por si tenéis que matar a alguien?

Esta vez fue tía Maddy la que parpadeó.

—Claro que no. Solo queremos estar cerca por si necesita algo. —Katie pensó que su tía acababa de mentirle. No se molestó; los adultos mentían continuamente, y sus razones para hacerlo solían ser tan tontas como las de los niños. Pero le extrañó que, en una conversación que había contenido sorprendentes muestras de sinceridad, tía Maddy sintiera la necesidad de mentir sobre aquello.

—Queremos que inicies pronto tu aprendizaje, Katie. El mes que viene. Queremos entrenarte, como nos entrenaron a tu madre y a mí, para que puedas enfrentarte a la violencia cuando llegue.

—¿Por qué? ¿Qué violencia? De pronto, fue como si tía Maddy se hubiera puesto una máscara que ocultaba cualquier emoción.

—Seguramente ninguna, Katie. Esto solo es una medida preventiva. Otra mentira, y esta vez Katie sintió que la rabia se removía en su interior al igual que un animal agazapado, expectante.

—¿Tiene algo que ver con el cementerio? —preguntó, pensando en aquellas tumbas abiertas cuyo contenido habían esparcido por la hierba. Decían que había sido algún animal, pero Katie no las tenía todas consigo. Si hubieran sido animales, lo habrían destrozado todo, ¿no? Pero, por lo visto, los que habían excavado en la tierra solo se habían interesado por tres o cuatro tumbas.

—No —dijo tía Maddy—. Pero podría haber otros peligros. Considéralo una precaución.

—¿Solo yo? —preguntó Katie, pensando en su estatura. No era muy menuda, pero tampoco era alta, y estaba delgada. Si tuviera que pelear contra un hombre con las manos, seguramente perdería, aunque la hubieran entrenado.

—No. Hemos escogido a varios jóvenes: tu amiga Virginia, Gavin Murphy, Jonathan Tear, Lear Williams, Jess Alcott, y algunos más.

—¿Y a Row no?

—No. Rowland Finn no participará en esto, y no tiene que enterarse.

Katie sintió que su rabia empezaba a soltarse. Row tenía muchas habilidades; ¿por qué los adultos no lo reconocían, por una vez? A Row le dolía esa falta de reconocimiento, aunque él se esforzaba para disimularlo, y Katie sentía ese sufrimiento como si fuera suyo.

—¿Quieres hacerlo? —le preguntó tía Maddy.

Katie tragó saliva y trató de dominar al animal que se retorcía en su interior. Sí, quería, pero eso significaría ocultarle algo a Row. ¿Sería capaz? Ellos no tenían secretos. Row lo sabía todo sobre ella.

—¿Puedo pensármelo?

—No —contestó tía Maddy, con un tono de voz dulce y a la vez implacable—. Tienes que decidirlo ahora.

Katie se quedó mirando el suelo, pensativa. Sí, quería hacerlo. Nunca le había ocultado nada a Row, pero se sentía capaz, si era una sola vez. Sí, quería guardar ese secreto.

—De acuerdo.

Tía Maddy asintió, y a continuación hizo una seña en dirección a la casa. Katie se dio la vuelta y vio que William Tear caminaba a grandes zancadas hacia ellas. Sin pensárselo, la niña se levantó de un brinco y se quedó de pie, muy tiesa. Tía Maddy le tocó el hombro una última vez y se marchó, pero Katie apenas se dio cuenta. Solo recordaba haber estado a solas con William Tear una vez, el año anterior, durante una cena, cuando habían coincidido un momento en la cocina. Katie había esperado, paralizada, sin saber qué decirle, y había sentido un gran alivio cuando él había vuelto a llevarse su plato a la mesa. Esta vez no se sintió mejor.

—No tengas miedo, Katie. —Tear ocupó el lugar que tía Maddy había dejado libre en el banco—. No pasa nada. Solo quiero hablar contigo.

Katie asintió y volvió a sentarse, aunque le temblaba un músculo de la pierna y tuvo que esforzarse para controlarlo.

—¿Quieres hacer este aprendizaje?

—Sí.

Contra toda lógica, Katie sintió que quería abrir la boca y dejar que las palabras salieran atropelladamente: quería decir que ella sabía guardar un secreto, que sería una buena luchadora, que nunca haría nada que pudiera perjudicar a la ciudad.

—Ya lo sé —dijo Tear, y Katie se sobresaltó—. En parte es por eso por lo que te hemos escogido a ti. No se trata solo de pelear y de manejar puñales, Katie. Ni el mejor entrenamiento del mundo serviría de nada si no hubiera confianza. Llevo años observándote. Tienes un don; todos nos hemos dado cuenta, un don para descubrir la falsedad. La ciudad necesitará a alguien así, y yo no voy a estar siempre aquí.

Katie se quedó mirándolo, perpleja. Nunca se había parado a pensar en la edad que debía de tener Tear, como a veces hacía, distraídamente, acerca de otros adultos de la ciudad. Tear debía de tener como mínimo cincuenta años, pero eso solo era una cifra; Tear no tenía edad, él simplemente existía. Sin embargo, sus palabras no dejaban lugar a dudas.

—¿Está enfermo, señor?

—No. —Tear sonrió—. Todavía tengo años por vivir, Katie. Pero soy prudente. Por eso…

Metió una mano bajo su suéter de lana y sacó una bolsita que se cerraba con un cordel de piel de ciervo. Katie nunca había visto aquella bolsita, y observó, intrigada, cómo Tear la abría y vaciaba su contenido en la palma de la mano: una joya reluciente, de color azul oscuro (un zafiro, pensó Katie), cuyas numerosas facetas reflejaban la débil luz del sol. En la ciudad había muchas personas que tenían joyas que se habían llevado al emprender la Travesía, pero Katie jamás había visto una gema de aquel tamaño. Tear se la ofreció, pero ella solo se atrevía a mirarla.

—Vamos, cógela.

La niña cogió la joya y comprobó que estaba caliente. Seguramente, eso se debía a que había estado en contacto con la piel del torso de Tear, pero Katie tuvo la extraña impresión de que, de alguna manera, aquella piedra estaba viva, de que respiraba.

—Quiero que me hagas una promesa, Katie. Y te advierto que es una promesa muy seria que no debes hacer a la ligera. La joya que tienes en la mano posee el poder de hacer que las personas lamenten sus mentiras.

Katie encerró el zafiro en la mano y notó que este se calentaba; ahora la sangre corría más deprisa por sus venas. Levantó la cabeza y vio algo terrible: una lágrima que resbalaba por la mejilla de Tear, una imagen incongruente con todo lo que Katie sabía de la vida.

—Prométemelo, Katie. Prométeme que harás lo mejor para esta ciudad, siempre.

Katie respiró aliviada, porque lo que estaba pidiéndole Tear no le parecía tan difícil. Sin embargo, era tan evidente que Tear estaba trastornado que se obligó a decir, despacio y con solemnidad, como si meditara muy bien cada palabra:

—Prometo hacer lo que sea mejor para la ciudad. —Hizo una pausa y, como aquellas palabras no parecían suficiente, añadió—: Si alguna vez alguien hiciera algo que pudiera perjudicar a la ciudad, se lo impediría. Lo… mataría.

Tear arqueó las cejas.

—Eres una fiera. Ya lo dice tu madre. Pero no hablemos más de matar, ¿de acuerdo? —Le tendió una mano a Katie, y ella le puso el zafiro en la palma—. Espero que nunca llegue a haber violencia. Se suponía que aquí nadie tendría que matar a nadie.

—¿Puedo hacerle una pregunta, señor?

—Por supuesto. —Katie hizo acopio de valor.

—A veces usted tiene visiones. Todo el mundo lo dice.

—Sí.

—Si la ciudad está en peligro, ¿de dónde viene esa amenaza? ¿No lo sabe?

Tear negó con la cabeza y respondió:

—Muchas veces mis visiones no son más que sombras, Katie. Quizá no sea nada.

—Pero usted no lo cree.

—No. Aun cuando solo veo sombras, suelen ser sombras ciertas. —Levantó el zafiro y dejó que los últimos rayos de sol lo atravesaran—. Esta joya tiene un gran poder, pero también tiene sus limitaciones. No admite órdenes. Yo puedo utilizarla, pero no puedo controlarla.

—¿Dónde la consiguió? ¿En el viejo mundo?

—Sí y no.

La niña lo miró, desconcertada.

—A lo mejor algún día te cuento la historia, Katie. Pero, de momento, bastará con que sepas que has hecho una promesa. Una promesa muy seria. Empezaremos la semana que viene, pero, hasta entonces, te pido que no hables de esto con nadie, ni siquiera con tus amigos. Todavía no hemos hablado con todos.

—¿Puedo hablarlo con mi madre?

—Claro que sí. Pero con nadie más.

Katie titubeó; quería preguntar por qué no estaba incluido Row. Era el adolescente más listo de la ciudad, quizá con la única excepción de Jonathan Tear. Pero entonces Katie recordó que tía Maddy también había mencionado a Jonathan. Solo era un año mayor que Katie, pero ya iba tres cursos por delante de ella en la escuela, y tenía una actitud mucho más distante de lo que correspondía a su edad. Jonathan nunca acompañaba a sus padres cuando iban a cenar a casa de Katie, y, aunque vivía en la casa de al lado, ella raramente lo veía. Poseía una inteligencia excepcional; Katie había oído decir que, incluso después de haberse saltado varios cursos, habían tenido que crear una clase especial de matemáticas para Jonathan, una especie de calculus que nadie más estaba preparado para estudiar. Pero no tenía amigos, y en la escuela lo tenían encasillado como inadaptado. Nadie se metía con él, porque era el hijo de William Tear, pero no podía negarse que era diferente. Row no era más raro que él.

—¿Katie?

Volvió la cabeza y vio que Tear le sonreía con cierta lástima, como si hubiera adivinado su confusión. La joya y su bolsita ya habían desaparecido bajo el suéter de Tear, pero Katie apenas reparó en eso. Estaba impresionada por los ojos de Tear, que no eran grises, ni siquiera gris claro, sino brillantes y traslúcidos, casi plateados bajo la última luz del sol.

—Ya no debes temerme —le dijo Tear—. ¿De acuerdo?

Katie asintió, y no pudo evitar devolverle la sonrisa. Pensó en todas las veces que había criticado a Tear y a sus aduladores, y de pronto se avergonzó. Era bueno, bueno por naturaleza; Katie sentía tan intensamente esa bondad que parecía que hubiera una cuerda uniéndolos el uno al otro, y de pronto entendió que su madre hubiera cruzado el océano siguiendo a aquel hombre.

«Solo quiere lo mejor para todos —se dijo—. Esa es la verdad, más allá de todos los chismes y toda la idolatría. Ojalá pudiera explicárselo a Row».

—Gracias —dijo Tear, y durante el resto de su vida Katie jamás olvidaría ese momento: Tear sonriéndole, la ladera y el río detrás, y una tajada sangrante de sol en el cielo. Esa vez no le devolvió la sonrisa, pues comprendió que, de alguna manera, habría arruinado la solemnidad del momento, como mínimo en su memoria—. Vamos adentro.

Katie caminó a su lado, escuchando el roce de sus pies por la hierba, escasa y áspera; pero tenía la cabeza en otro sitio. Tear tenía razón; aquello había que guardarlo en secreto. Luchas y armas… Eso chocaba tanto con las normas de la ciudad que Katie ni siquiera podía imaginar qué pasaría si la gente llegaba a descubrirlo. Virginia Warren, Lear Williams, Gavin Murphy, Jess Alcott, Jonathan Tear, ella misma, algunos más. Pero Row no.

«¿Por qué no? —se preguntó, mirando de reojo las largas piernas de Tear y sus zapatos de gruesa lana— ¿Qué sabe él que yo no sé?».

Su madre estaba esperándolos apoyada en una pared, junto a la puerta de la cocina, con las manos detrás de la espalda.

—Ya está —le dijo Tear, y le puso una mano en el hombro—. Es verdad, es una fiera, Dori. Igual que su madre.

Tear entró, y Katie miró a su madre sin saber qué pasaría a continuación. Su madre era imprevisible; a veces era asombrosamente razonable respecto a los errores de Katie, mientras que otras las cosas más absurdas la enfurecían. Su madre sonreía, pero tenía una mirada vigilante.

—Nunca en tu vida has guardado un secreto tan importante como este, Caitlyn Rice.

—Lo sé. —Katie se lo pensó un momento, pero al final no pudo contenerse y dijo—: ¡Row es muy inteligente, mamá! ¿Por qué no lo han elegido también a él?

—Bueno. —Su madre volvió apoyarse en la pared, y Katie se dio cuenta de que estaba escogiendo sus palabras—. Row es… un chico imprevisible.

—¿Qué quiere decir eso?

—Nada. Ven y pon la mesa.

Katie la siguió en silencio, mientras trataba de descifrar aquel misterio. Sabía que Row tenía un lado travieso y que le encantaba confundir a los demás. Pero lo hacía sin maldad, sin ninguna intención perversa que les impidiera a los dos recordarlo y reírse. Katie quería estar enfadada en nombre de Row, pero solo sentía tristeza. Era la única capaz de ver el verdadero valor de su amigo, y eso, en parte, le gustaba; era como si compartieran un secreto. Sin embargo, en ese momento, habría renunciado a toda aquella intimidad tan cuidadosamente preservada a cambio de que el resto de la ciudad lo conociera y lo entendiera. Y, a propósito de Row, ¿cómo iba a ocultarle todo aquello? Un aprendizaje ocupaba mucho tiempo. ¿Cómo iba a evitar que Row lo descubriera?

«Tear se encargará de eso». La voz le salió de lo más hondo, de un lugar inquietantemente adulto, pero Katie se dio cuenta de que aquel pensamiento era cierto. Tear se encargaría. Allí había más de un secreto; Katie percibía anillos concéntricos de ocultación, ondas que se extendían por la superficie engañosamente lisa de la ciudad. Pensó en aquel zafiro enorme y se estremeció. Había prometido proteger la ciudad, y tenía intención de cumplir su promesa, pero, en el fondo, aquella otra parte de sí protestaba, la parte que estaba cansada de preocuparse por los demás, la parte que habría querido ocuparse únicamente de ella misma.

«Puedo hacer las dos cosas», insistió, pero era una insistencia un tanto histérica, desesperada, como si en el fondo ella supiera que aquello solo era un subterfugio y que algún día tendría que escoger.

Kelsea despertó sobresaltada y se encontró a oscuras. Distinguió la silueta de su carcelero, y eso la hizo ponerse en tensión, pero entonces vio que la cabeza y el torso del hombre oscilaban al ritmo del movimiento del carro. Estaba dormido. El cielo era una extensión negra, insondable y aterciopelada; aunque no había señales del amanecer, Kelsea intuyó que pronto empezaría a clarear.

«He visto». Pasó una luz por encima del carro. Kelsea alzó la vista y vio una farola ornamentada. Al mismo tiempo se dio cuenta de que el zarandeo constante al que ya se había acostumbrado se había transformado en un deslizamiento suave. Volvían a avanzar por terreno liso. Hacía mucho frío, y Kelsea se ciñó la capa alrededor de los hombros. Pasó otra farola, y un sinnúmero de sombras contradictorias danzaron por el suelo del carro. Sabía que tenía que incorporarse y tratar de averiguar dónde estaba, pero se quedó allí tumbada, paralizada.

—He visto —dijo en voz baja, como si las palabras pudieran influir en la realidad—. He visto.

Sin pensarlo, se llevó una mano al pecho, explorando, pero no encontró los zafiros. Hacía mucho que no los llevaba, y sin embargo, cuando Kelsea cerraba los ojos, allí estaba, extendida ante ella: la ciudad, el bosque, el Caddell, el Almont a lo lejos. ¿Cómo podía ser? Ni siquiera el mundo de Lily se le había presentado con tanta claridad.

«No es Lily». No, no era Lily: era una niña que había crecido en el Tearling mucho antes de que el reino llevara ese nombre. Su madre era Dorian Rice, la mujer que un día había saltado al jardín de Lily Mayhew con una bala en el vientre. La niña era Katie Rice. Aquella escena correspondía a unos años después de la Travesía; Jonathan Tear tenía catorce años. Esa idea le produjo una intensa congoja a Kelsea, pues sabía que solo cinco o seis años más tarde asesinarían a Jonathan y la utopía de William Tear se sumiría en el caos.

Era muy poco tiempo. ¿Cómo podía ser que todo se hubiera derrumbado? Era un enigma sin solución, a menos que Kelsea retrocediera y encontrara ella misma las respuestas. Pero sabía por experiencia que aquellas pequeñas incursiones en el pasado podían salir muy caras.

«Tampoco tienes nada mucho mejor que hacer». Kelsea sonrió cansinamente ante aquel pensamiento, una muestra de sentido práctico que le recordó a Maza. Verdaderamente, desde aquel carro no podía hacer gran cosa. El día anterior la caballería había cruzado la frontera y descendido desde el puerto del Argive, dejando muy atrás al grueso del ejército mort. No sabía si la Reina Roja se había quedado con su ejército o si había seguido adelante por la noche. Alzó la vista hacia el cielo, que empezaba a pasar del negro al azul oscuro, y durante unos instantes echó tanto de menos su país que creyó que volvería a llorar. Había dejado el Tearling en manos de Maza, sí, y eso la tranquilizaba. Pero no lograba librarse de la sensación de que su reino pasaba graves apuros.

Vio pasar otra farola que el viento matinal hacía oscilar ligeramente. Hasta aquel pequeño detalle de organización de los mort irritó a Kelsea. Las farolas había que encenderlas por la noche y apagarlas a primera hora de la mañana, para no malgastar aceite. ¿Quién iba a ir hasta allí, un lugar tan alejado, a apagar todas aquellas farolas? Volvió a echar de menos sus zafiros perdidos, porque las farolas también encerraban una valiosa lección: el miedo te hacía más eficiente.

«No, perdidos no». Kelsea dio un respingo de sorpresa, porque la voz que había oído en su cabeza era, sin lugar a dudas, la de Lily. Era cierto: los zafiros no estaban completamente perdidos, pero se hallaban en posesión de la Reina Roja; a efectos prácticos, era como si estuvieran en la luna. La Reina Roja no podía utilizarlos, pero Kelsea tampoco.

«¿Por qué no puede utilizarlos? —La voz de Lily sonaba muy lejos, enterrada en lo más profundo de su pensamiento; aun así, Kelsea detectó su apremio—. Piensa, Kelsea. ¿Por qué no puede utilizarlos?».

Kelsea se concentró, pero no sirvió de nada. Row Finn había comentado algo sobre la sangre Tear; intentó recuperar ese recuerdo, pero solo consiguió que le doliera la cabeza. La Reina Roja tenía sangre Tear, había afirmado Finn, pero la de Kelsea era más poderosa. Si ya no poseía los zafiros, ¿cómo podía ser que siguiera viendo el pasado? De pronto recordó su sueño de hacía una semana: la Travesía, los barcos y el cielo oscuro con un agujero brillante en el horizonte. William Tear había abierto una puerta para viajar en el tiempo, y Kelsea, aunque con limitaciones, había hecho lo mismo: había forzado una abertura y se había asomado al pasado. ¿Y si la abertura había permanecido abierta, a pesar de que hubiera perdido los zafiros? Si la Travesía que había visto era real, todo encajaba con lo que acababa de ver: Maddy Freeman, la hermana de Lily, con unos años más pero viva y con buena salud.

Cuanto antes bajara de aquel carro, mucho mejor. Durante sus fugas perdía el control de sí misma; Maza y Pen se lo habían dicho. Se retorció para tumbarse boca arriba, y notó que unas astillas de madera le atravesaban la capa. Ojalá pudiera comunicarse con ellos, con William y Jonathan Tear, hablarles del futuro turbulento, cambiar la historia en lugar de ver cómo se desarrollaba.

De pronto apareció un cráneo por encima de su cabeza. Kelsea se incorporó bruscamente y se tapó la boca con una mano para ahogar un grito de espanto, y vio que el cráneo estaba clavado en una pica, entre dos farolas. Del mentón todavía colgaban restos de carne. Las cuencas de los ojos tenían una costra de sangre seca, ennegrecida. La luz de la farola se alejó y Kelsea perdió de vista el cráneo, pero entonces apareció otra farola y, a continuación, otro cráneo. Este era muy viejo; el viento y el tiempo habían erosionado la mandíbula y la suave curvatura alrededor de la nariz.

Bueno, al menos ya tenía la respuesta a una pregunta. Estaba en la Avenida de las Picas.

Se levantó tan silenciosamente como pudo, sujetando sus cadenas para que no hicieran ruido y no despertaran al carcelero. Estaba amaneciendo y el horizonte se teñía de rosa por el este, pero la tierra todavía era una vasta extensión oscura, donde solo se distinguía la calzada por la que avanzaba el carro, flanqueada por picas y farolas. Estaban descendiendo por una pendiente muy pronunciada, pero Kelsea observó que a lo lejos la carretera se inclinaba bruscamente hacia una barrera enorme: una muralla, alta y bien fortificada, un baluarte negro que se destacaba contra el cielo, que empezaba a clarear. Más allá del muro, Kelsea vio las siluetas de numerosos edificios y, descollando sobre ellos, una vasta estructura coronada por agujas y torres, que identificó como torreones.

«Demesne», pensó, y se le hizo un nudo en el estómago. La antigua Evanston, capital de Nueva Europa, una ciudad construida por los colonos, ladrillo a ladrillo, en la meseta. Ahora parecía un edificio salido de una pesadilla.

Kelsea se sentó en el suelo del carro sin perder de vista a su carcelero, que estaba empezando a moverse, y se arrebujó en la capa. Intentó hacer acopio de valor, pero el pozo debía de haberse secado. Se hallaba en medio de su propia travesía, pero su viaje no se parecía en nada al de William Tear.

El suyo era un viaje a un territorio oscuro.

Cuando Ducarte entró por la puerta, la reina supo que traía malas noticias. Llevaba días esperando aquel informe y tratando de no perder la paciencia (pese a que eso iba en contra de su carácter), pues comprendía que Ducarte necesitaría tiempo para valorar la situación. Solo hacía dos semanas que le había hecho regresar de la frontera. Tras aquella escena con la niña, Ducarte ya no le servía como comandante, pues no parecía capaz de mantener la compostura. Se sobresaltaba en cuanto oía algún ruido fuerte, y a veces la reina tenía que llamarlo dos o tres veces para captar su atención. Ella confiaba en que, si Ducarte volvía a sus antiguas obligaciones, al puesto que él mismo había creado y que había hecho suyo, tal vez se recuperaría. Pero, en cuanto Ducarte entró en el salón del trono, la reina comprendió que nada había cambiado. Es más, el hombre parecía haber empeorado. Fuera lo que fuese lo que le había hecho la niña, lo había hecho muy bien, y tal vez tuviera un efecto permanente. Y sin Ducarte, la reina se encontraba en una posición más debilitada que nunca.

Se enfrentaba a una sublevación. Pese a todos sus esfuerzos, había corrido la voz de que se había marchado, y el líder de los rebeldes, Levieux, había sitiado Cite Marche. Ninguno de aquellos inútiles en los que había delegado responsabilidades habían avanzado ni un ápice en pararle los pies a Levieux ni en descubrir su identidad. Su ejército ya había regresado del Tearling, pero había tardado más en volver de lo que había tardado en ir, y en esa lentitud la reina intuía una traición. Antes de partir, había dado órdenes explícitas al sustituto de Ducarte, el general Vine, de que colgaran del primer árbol que encontraran a cualquier soldado que cometiera el más mínimo saqueo en el Tear. Pero el general Vine no era un hombre que hiciera temblar a un ejército. Lo único que mantenía a raya a los soldados era el miedo que le tenían a la reina, y esta sospechaba que ese temor estaba reduciéndose poco a poco. Sus coroneles y generales eran leales, porque sabían que a su regreso serían compensados por su parte del botín. Pero el resto del ejército… Maldita sea, ¿cómo se le ocurría a Ducarte derrumbarse cuando la reina más lo necesitaba?

Sin embargo, no permitió que el rencor se reflejara en su cara. Se recordó que muy pocos de sus hombres podían jactarse de ser ni la mitad de competentes de lo que lo había sido Ducarte en otros tiempos. Detrás de él iban dos tenientes, y ambos eran lo bastante prudentes para permanecer en segundo plano y callados, con la vista clavada en el suelo en actitud respetuosa.

—¿Qué noticias me traes, Benin?

Ducarte se desprendió de la capa y se derrumbó en una silla. Otra señal inquietante. Antes, a Ducarte no le gustaba sentarse; ahora parecía buscar constantemente un punto de apoyo.

—Cite Marche está sumida en el caos, majestad. La semana pasada, una turba irrumpió en los almacenes de la corona y se lo llevó todo: comida, cristal, acero y armas. Los soldados que estaban de guardia habían desaparecido. El alcalde Givene también ha desaparecido, y, sin él, no hay nadie con autoridad para movilizar a la milicia urbana.

—Yo tengo esa autoridad.

—Por supuesto, majestad. No he querido decir…

—Que salga la milicia y que recupere mis propiedades.

—Eso podría resultar problemático, majestad. Hemos descubierto a unas cuantas personas con cristal y acero, pero solo una o dos piezas. Ese desgraciado, Levieux, ya ha repartido todos los artículos, y por lo visto lo ha hecho por toda la ciudad. Seguramente ya habrán consumido la comida, y para recuperar lo demás tendríamos que detener a la mitad de la población.

—¿Lo ha robado solo para regalarlo?

—Eso parece, majestad.

La reina permaneció impertérrita, pero por dentro sus músculos no paraban de temblar, electrificados por la cólera. Como si no fuera suficiente que hubiera invertido una fortuna en organizar una invasión que había acabado en nada. ¡Y ahora tenía que tragarse aquello!

—Cuando encuentres a Givene, quiero que lo cuelgues de las murallas de Cite Marche.

—Sí, majestad. —Ducarte titubeó un momento, y entonces preguntó—: ¿La cabeza?

—¡No, el cuerpo entero! —gritó la reina—. ¡El cuerpo entero, Benin! ¡Vivo! ¡Cuando los cuervos hagan su trabajo, ya veremos si es un buen rebelde o no!

—Sí, majestad —repitió Ducarte con voz monótona.

La reina tuvo que dominar el impulso de saltar de su trono y abofetearlo. En una ocasión, hacía casi veinte años, Ducarte había capturado a un traidor de Callae y lo había despellejado vivo; inmune a los gritos de aquel infeliz, había trabajado lenta y metódicamente con su puñal, como un escultor con el cincel. El antiguo Ducarte no habría necesitado aquella aclaración. El antiguo Ducarte lo habría entendido a la primera. La reina respiró hondo y sintió que dentro de sí todo se tambaleaba.

—Y ¿qué hay de Demesne?

—De momento, Demesne parece relativamente tranquila, majestad. Pero no creo que la calma dure mucho.

—¿Por qué no?

—Envié a varios espías al campo, majestad, para evaluar las probabilidades de una revuelta de esclavos. No han encontrado gran cosa que deba preocuparnos en ese sentido.

La reina asintió. Los castigos impuestos a los esclavos fugados siempre habían sido lo bastante severos para crear un efecto disuasorio.

—¿Pero?

—Se está produciendo una extraña migración, majestad. Las aldeas del Glace-Vert han sido abandonadas. La gente está recogiendo su ganado y todos los objetos de valor que puede transportar y se está marchando al sur. Muchos ya se han instalado en Cite Marche.

—¿Por qué?

—Mis hombres estaban demasiado desperdigados para realizar interrogatorios en condiciones, majestad. Esto es solo lo que consiguieron extraer de una serie de declaraciones voluntarias. En el Fairwitch hay una antigua superstición. —Ducarte hizo una pausa y tosió un poco—. Dicen que hay un ser que merodea por las montañas y las estribaciones buscando presas jóvenes…

—El Huérfano —murmuró la reina.

—¿Cómo decís, majestad?

—Nada. Conozco esa superstición, Benin; es más vieja que yo. ¿Qué es lo que ha cambiado?

—Hay nuevos informes, majestad, de aldeas asaltadas no por uno, sino por todo un ejército de criaturas como esa. Mi agente en el Soto de Devin halló sangre y huesos en el suelo de varias casas vacías, y mis hombres ya han encontrado ocho aldeas abandonadas. Dos de mis espías han desaparecido; hace más de una semana que no se sabe nada de ellos.

—¿Qué otra explicación podría haber? —preguntó la reina, con un tono desprovisto de emoción, pues era una pregunta retórica.

La cosa oscura estaba de cacería. Podía decírselo a Ducarte, pero entonces él le pediría una explicación, y ¿qué historia podía contarle?

«Una vez, hace mucho tiempo, una niña asustada huyó de una aldea del Glace-Vert. Era una exiliada, y fue a esconderse al norte. Pero en las aldeas de Glace-Vert no encontró alivio, sino solo maltrato, hasta tal punto que prefirió morir de hambre en las montañas. Estaba dispuesta a morir, pero una noche vio parpadear una llama…».

—Insisto, no tenía recursos para interrogar a esas personas, pero os aseguro, majestad, que creían en lo que estaban diciendo. Hay algo que está causando estragos en el norte, y, si sigue avanzando hacia el sur, tendremos al país entero llamando a nuestra puerta y pidiendo asilo.

La reina se recostó en el trono; notaba un desagradable tamborileo en las sienes. Dos semanas atrás había despertado de una pesadilla, la pesadilla más terrible de su vida, en la que aquella cosa oscura, que ya no tenía una apariencia espectral sino sólida, y que ya no estaba constreñida por el fuego, la perseguía por los pasillos de su castillo y por todo el nuevo mundo.

«Libre», comprendió. No importa cómo la llamen: la cosa oscura, el Huérfano… Los pobres aldeanos acosados del Fairwitch necesitaban llamarla de alguna manera, ponerle un nombre a la razón por la que a veces sus hijos desaparecían sin dejar rastro. Andaba suelta, deambulaba libremente… ¿Y se dirigía hacia allí? ¿Acaso había alguna duda?

«¡Evie!». Una voz resonaba en su cabeza, pero la reina la ahuyentó, y se quedó mirando con gesto triste a su más anciano y fiel aliado. Ducarte se inclinó hacia delante, apoyó los brazos cruzados en las rodillas y clavó la vista en el suelo. Todavía no había cumplido sesenta años, pero parecía mucho más viejo; estaba sumamente curtido y cansado. El antiguo general Ducarte, el jefe de seguridad interna cuyo nombre había hecho temblar a todo su reino… Ese hombre había muerto, y la reina lloraba su pérdida. Ducarte había sofocado la sublevación de Callae y había contribuido a consolidar el férreo dominio de la reina sobre Mortmesne. Pero estaba acabado, y de pronto la reina comprendía que enviar a Ducarte al Tearling tal vez hubiera sido el error más grave que jamás había cometido. Sin él, no había nadie que la protegiera, ni siquiera del propio ejército.

«¿Habrá habido otros? —se preguntó, y esa pregunta correteó por su mente como un roedor asustado—. ¿Habré cometido otros errores?».

—¿Qué queréis hacer, majestad? La reina tamborileó con los dedos en el brazo del trono, y entonces preguntó, casi despreocupadamente:

—¿Dónde está la niña? Ducarte no mudó la expresión, pero su rostro palideció ligeramente, y en ese momento pareció que envejeciera aún más. A la reina tampoco le gustaba pensar en la niña; el recuerdo de la escena ocurrida en la tienda de campaña era aterrador, tan aterrador que lo había escondido en el fondo de su mente. La niña sabía tantas cosas…

«¡Evie!»… tantas cosas que la reina tenía previsto llevarse a la tumba.

—La trajeron ayer, majestad. Está en la mazmorra, sana y salva. Pero Ducarte hizo una mueca al pronunciar esas palabras.

—Quiero que esté bien vigilada.

—¿Teméis que pueda fugarse?

—Por supuesto que no. Lo que quiero evitar es que muera mientras esté detenida. Y no puede decirse que tus hombres tengan un buen historial a ese respecto, Benin. Necesito a esa niña con vida.

—Su nombre es un grito de guerra para los rebeldes. ¿No sería mejor, sencillamente, ejecutarla?

La reina golpeó el trono con el puño y tuvo el placer de ver cómo el general se sobresaltaba.

—¿Me has oído, Benin?

—Sí, majestad. Con vida. Entendido.

Pero la reina ya no confiaba en él. ¿Sería capaz Ducarte de volverse contra ella? Ninguna lealtad parecía ya inquebrantable. Pensó con nostalgia en Beryll, su antiguo chambelán, quien habría caminado sobre el fuego si ella se lo hubiera ordenado. Pero Beryll estaba muerto, y en su lugar ahora la reina tenía a Juliette, que se pasaba el día susurrando. En ese momento, precisamente, Julie estaba poniéndose en evidencia, apoyada en la pared y lanzándole miradas coquetas a uno de los guardias del palacio. Las otras pajes de la reina estaban repartidas por la sala y apenas prestaban atención.

—¿Qué más?

—El ejército, majestad —se atrevió a decir Ducarte, y miró con nerviosismo a los dos hombres que tenía detrás—. Es un problema. Muchos soldados se negaron a volver a sus casas después de haber cumplido su deber. Hay grupos de soldados muy nutridos que celebran reuniones clandestinas. Nos llegan informes de borracheras y peleas generalizadas por toda Demesne, y después de los disturbios, cuando aparecen los muebles rotos y las mujeres violadas, el pueblo os culpa a vos.

La reina sonrió, y esta vez su voz sí reveló cierta inquina cuando dijo:

—Bueno, y ¿por qué no haces algo, Benin?

—Ya no tengo influencia sobre mis hombres, majestad —admitió Ducarte con rigidez—. No les interesan ni el patriotismo ni los honores. Lo que quieren es el botín, del primero al último. Y, si no hay botín, quieren que les paguen con dinero.

La reina asintió con la cabeza, pero lo que le pedía Ducarte era imposible. Siempre se había encargado personalmente de la administración del erario, y sabía con exactitud cuánto dinero había en sus cámaras acorazadas. Disponía de reservas, pero la entrada de dinero se había reducido considerablemente desde que se había interrumpido la remesa del Tear. Era evidente que no había suficiente para pagar a miles de soldados desafectos el equivalente a lo que ellos habían creído que podrían robar durante la invasión del Tear. La Reina se planteó por un instante pagarles de todos modos una pequeña cantidad; ese gesto supondría vaciar las arcas del tesoro, pero a veces este tipo de gestos eran necesarios. La reina ya había hecho jugadas parecidas en otras ocasiones, y esa apuesta siempre había dado resultado. Pero esa idea no acababa de convencerla. Al fin y al cabo, a ella tampoco le habían pagado nada. Los dos zafiros de Tear estaban debajo de su ropa, pero no eran más que bellos adornos. Todo el poder y la invencibilidad que esperaba obtener de la invasión del Tear se habían reducido a dos trofeos vacíos que ahora colgaban entre sus pechos. Al regresar al Palais lo había intentado todo, todos los conjuros que conocía, pero las joyas no le habían hablado. Era desquiciante. Si tenía sangre Tear, como le había asegurado la cosa oscura, debería ser capaz de manejarlos. ¿Qué había sido de su poder?

Ducarte seguía esperando una solución, pero la reina no podía ofrecérsela. Sus soldados eran unos críos. Había recompensado a los altos mandos de su ejército, y con generosidad. Lo que ellos decidieran hacer con ese dinero era asunto suyo.

—Este es mi ejército —dijo por fin—. Los soldados trabajan para mí. Si lo olvidan, puedo recordárselo.

—El miedo no los contendrá eternamente, majestad.

—Espera y verás, Benin.

La reina se dio cuenta de que a Ducarte le habría gustado seguir discutiendo, pero, tras un momento de duda, el general volvió a adoptar aquella postura de derrota, inclinándose hacia delante y agachando la cabeza. La reina se preguntó por enésima vez qué demonios le habría hecho la niña. Ella ni siquiera era consciente de que aquel hombre fuera capaz de sentir miedo, y ahora parecía reducido a una masa temblorosa de aprensión.

—¿Algo más?

—Un informe inquietante. Cuando vuestros soldados se reúnen en secreto, siempre hay alguno de mis hombres vigilando. Hace un par de días, un grupo de diez tenientes se reunió en una casa abandonada de la zona sur.

—¿Y?

—A la reunión asistieron dos sacerdotes.

—¿Dos sacerdotes tear?

—Así es, majestad. No reconocimos al segundo, pero el que mandaba era el padre Ryan, el que se convirtió en el brazo derecho del Papa cuando ejecutaron al hermano Matthew.

La reina hizo una mueca de desprecio. Los principios del Papa del Tear eran endebles como el papel de seda, y el acuerdo al que había llegado con la reina había quedado en suspenso. El Papa no había conseguido matar a la niña, y la reina había retirado su ejército. Ella no volvería a tocar el Tearling: aunque las joyas parecieran muertas, había jurado sobre ellas, y no tenía intención de romper ese juramento. Pero debería haber sospechado que aquel desgraciado del Arvath, aquel hipócrita, buscaría su propia conveniencia. Estaba deseando agarrarlo por el cuello.

—Y ¿cuál era el tema de la reunión? —preguntó.

—Todavía no lo sé, majestad. He arrestado a dos tenientes, pero todavía no han cantado.

—Hazlos hablar inmediatamente.

—Por supuesto, majestad.

Pero Ducarte parecía desanimado, y la reina enseguida le leyó el pensamiento: era muy difícil evitar que la gente conspirara.

«¡Evie!».

—¡Cállate ya, por lo que más quieras! —susurró.

—¿Majestad?

—Nada, nada.

La reina se frotó las sienes y confió en no volver a oír aquella vocecilla interior. La niña había hecho todo un espectáculo con Ducarte, pero el general no era el único perjudicado. La reina, que creía haber eliminado a Evelyn Raleigh mucho tiempo atrás, descubría ahora que por su mente todavía rondaba el inquieto fantasma de Evelyn. Ella necesitaba tranquilidad, tiempo para pensar y decidir qué hacer a continuación. Una taza de té y un baño caliente. Las respuestas llegarían; y, si no llegaban, al menos podría echar una cabezada y aclarar un poco el desorden que últimamente reinaba en su mente a todas horas. Había confiado en que los zafiros de Tear le curarían el insomnio, pero ni siquiera eso habían hecho, y ahora su principal objetivo, todos los días, era recuperar el sueño perdido la noche anterior.

De pronto se oyó un débil ruido metálico, el inconfundible sonido de una espada. Instintivamente, se levantó del trono y, de un salto, se agazapó a un lado de la tarima. Algo golpeó la parte trasera del trono, pero ella ya se había escabullido detrás de una columna. Registró fragmentos de actividad: Ducarte forcejeando con uno de sus tenientes; un puñal en el suelo, al pie de los escalones; el otro teniente avanzando con sigilo hacia la columna, blandiendo su espada.

«Asesinato», pensó la reina, sorprendida. No era insólito, pero hacía mucho tiempo que nadie osaba perpetrar uno allí. Se apoyó contra la superficie lisa y redondeada de la columna y pensó qué podía hacer. Reinaba el descontento en el ejército, sí, pero el descontento por sí solo jamás los habría impulsado a tomar medidas tan drásticas. Debían de pensar que le habían descubierto algún punto débil. ¿Acaso creían que se había retirado del Tear por debilidad? Eso era intolerable. ¿Estaría implicado Ducarte? No lo creía; era más probable que este fuera un objetivo secundario. Nadie lo quería, ni siquiera sus propios soldados.

Se dio cuenta de que el segundo teniente iba por ella; notaba los latidos de su corazón, rápidos y débiles como los de un conejo, al otro lado de la columna. Podría matarlo sin apenas esfuerzo, pero nunca dos soldados habían tramado, ellos solos, nada semejante; necesitaba por lo menos a uno con vida. En el centro de la sala se oyó el inconfundible gargarismo de estrangulamiento. Confió en que la víctima no fuera Ducarte, pero tuvo que admitir que cabía esa posibilidad. El asesino ya estaba rodeando la columna y se acercaba a ella por la izquierda, y la reina se puso en tensión y se preparó para agarrarle la mano con la que sujetaba la espada. Pero entonces algo golpeó la columna, y la reina notó el impacto a través de los tres metros de piedra maciza. La espada del hombre cayó al suelo con gran estrépito, a los pies de la reina.

—¿Estáis bien, majestad? La reina reconoció un marcado acento tear. Se asomó por detrás de la columna y vio a una de sus pajes, la chica nueva a la que había elegido Juliette tras la muerte de Mina. No recordaba su nombre. Siguió rodeando la columna, y vio que tenía inmovilizado al teniente; este tenía la cara aplastada contra la piedra y un puñal en el cuello. La reina quedó impresionada. Pese a que era alta y musculosa para tratarse de una mujer, como todas las pajes de la reina, el soldado era más corpulento que ella, y, a pesar de ello, lo tenía sometido.

La situación en la sala del trono era harto elocuente. Juliette no se había movido y tampoco lo habían hecho las otras pajes. El capitán de la guardia de la reina, Ghislaine, estaba sacando a Ducarte de debajo de su atacante, y, desde donde estaba, la reina vio que en el cuello del general estaban formándose unos grandes cardenales. El otro teniente estaba muerto, con un puñal clavado en la espalda. La mayoría de los guardias privados de la reina seguían de pie contra las paredes, observando atentamente cada uno de sus movimientos. Apenas se habían movido.

«¡Santo cielo! —pensó la reina—. ¡Mi propia guardia!». Se volvió hacia la paje nueva.

—¿Cómo te llamas?

—Emily, majestad.

—¡Benin! ¿Estás en condiciones de ocuparte de un prisionero?

—¡Sí, estoy bien! —dijo Ducarte, casi gruñendo—. Me ha atacado por el lado ciego.

La reina apretó los labios. Nadie pillaba por sorpresa a Ducarte. Miró a la chica, Emily, evaluándola: un buen ejemplar tear, alta y rubia, con unos brazos muy musculosos. Atractiva, pero no hermosa; su rostro tenía aquella inexpresividad que la reina siempre había asociado con la inferioridad tear.

—Llegaste con la remesa —dijo la reina.

—Sí, majestad. Vuestra paje seleccionar a mí el mes pasado —confirmó la chica en una mezcla de mort y tear.

¡Una paje que ni siquiera dominaba el idioma! Juliette debía de estar desesperada. Y sin embargo, a juzgar por lo ocurrido en los últimos minutos, la reina no podía censurar su elección. Habría podido enfrentarse a los dos asesinos sin ayuda de nadie; pero eso no importaba. De todos los que estaban presentes en la sala, solo habían reaccionado dos: Ghislaine y la esclava. Había mucha gente que hablaba mort con fluidez; en cambio, últimamente no abundaba la lealtad. ¡Lástima que la chica fuera tear!

—Déjaselo al general Ducarte —le dijo a Emily—. ¡Benin! ¡Quiero nombres!

—Sí, majestad.

Ducarte se puso en pie con dificultad. La paje nueva le entregó al prisionero mientras la reina vigilaba atentamente a Juliette, que se esforzaba para disimular su ansiedad. La reina no estaba segura de que eso revelara culpabilidad. Por lo visto estaba rodeada de traidores. Aquello parecía una antigua leyenda tear: el dictador solitario, a salvo en su castillo, tan bien vigilado que no podía salir de allí. Ducarte le había advertido que ordenar la retirada del ejército causaría graves problemas, y ahora la reina se daba cuenta de que el general había entendido mejor que ella a sus hombres. Debería haberle escuchado. Ducarte se llevó al prisionero hacia la puerta, y la reina tuvo que enfrentarse a una desagradable realidad: aquel pobre hombre era lo más parecido a un amigo que tenía. Solos, ninguno de los dos duraría mucho.

—¡Benin!

El general se dio la vuelta.

—¿Sí, majestad?

La reina inspiró hondo; era como si tuviera que arrancarse cada palabra de la garganta. Pedir ayuda… era lo más difícil, lo más terrible. Pero se le habían acabado las opciones.

—Ya solo quedamos tú y yo, Benin. Lo sabes, ¿verdad?

Ducarte asintió, contrito, y la reina descubrió algo que la sorprendió: el general la detestaba tanto como ella a él. Más adelante tendría que pensar en eso, cuando hubiera terminado aquella crisis, cuando por fin hubiera podido dormir una noche entera.

—Vete.

Ducarte se marchó y se llevó al teniente con él. De todas formas, seguramente no iban a poder sonsacarle nada a aquel hombre; era fácil reclutar a traidores de un ejército insatisfecho, pero un conspirador inteligente nunca le revelaba nada al asesino, y el misterioso adversario de la reina, Levieux, ya había demostrado su inteligencia. La reina volvió a sentarse en el trono y contempló a la colección de posibles traidores que tenía ante sí: guardias, pajes, soldados, cortesanos… treinta personas como mínimo, y todos conspirando para acabar con ella. Juliette había empezado a ocuparse de retirar el cadáver, pero no paraba de lanzarle miradas cohibidas a la reina.

La reina buscó con la mirada a la esclava tear, que se había retirado y estaba apoyada en la pared con las otras pajes. Indagaría sobre los orígenes de aquella chica, se enteraría de dónde había aprendido una tear a manejar así el puñal. Pero eso sería más tarde; había otras preocupaciones más acuciantes. En el Glace-Vert se habían vaciado aldeas enteras. La reina ya no estaba al mando de un ejército, sino solo de una pandilla de degolladores. El Huérfano, o la cosa oscura, o como fuera que lo llamasen, estaba cada vez más cerca, y ella no tenía nada con que detenerlo. La niña tal vez le sirviera de algo, pero eso era un imponderable muy peligroso, y la reina detestaba los imponderables por encima de todo. De pronto sintió ganas de gritar, de lanzar algo, de hacer cualquier cosa para que dejaran de mirarla todos fijamente, atentos por si cometía otra equivocación.

—¿Emily, verdad? —le preguntó a la esclava.

—Sí, majestad.

La reina se quedó mirándola un instante. Se dio cuenta de que ya no podía confiar en nadie, pero quizá una esclava tear fuera la mejor opción. Por lo general, los tear que llegaban en la remesa no conservaban la lealtad a su reino; normalmente sentían un profundo odio por él. Era arriesgado, muy arriesgado, permitirle a una esclava tear que tuviera acceso a la reina tear, pero al menos la chica había reaccionado, y… maldita sea, no podía decir lo mismo del resto de los presentes, ni siquiera de sus propios guardias. Volvió a pensar con añoranza en Beryll, y en una época en que la lealtad no se ponía en duda.

—Ya no eres paje —le dijo la reina—. Tienes un encargo especial. Baja a mi mazmorra. Quiero un informe detallado sobre la situación de la reina tear. Quiero saber en qué estado se encuentra. Entérate de si ha hecho alguna petición a sus carceleros.

La chica asintió, y miró, triunfante, a Juliette, cuyo rostro se ensombreció aún más. No eran amigas; eso era buena señal.

—Y búscate un profesor de mort. Estudia y esfuérzate. No quiero volverte a oír hablar en tear.

Otra buena señal: Emily no replicó ni hizo preguntas, sino que se limitó a asentir y marcharse.

La reina volvió a su trono, pero, una vez allí, pareció que no podía dejar de contemplar la mancha de sangre del suelo. Sublevación y revuelta. Ningún gobernante había sido capaz de contenerlas mucho tiempo, al menos por la fuerza. Levieux y la cosa oscura… La reina se preguntó si estarían trabajando juntos. Pero no, la cosa oscura nunca se rebajaría a trabajar con nadie. Hasta la reina, que en otros tiempos había creído que eran socios, había sido solo un peón. La cosa oscura esperaría hasta que la reina se hubiera debilitado, hasta que la rebelión que se extendía por Mortmesne hubiera hecho lo peor, y entonces iría por ella.

«Podría huir», pensó la reina, pero no era más que una idea vacua. La odiaban por igual en el Cadare y en Callae. Solo quedaban el norte, donde aguardaba la cosa oscura, y el oeste, la peor de todas las opciones. Si la capturaban los tear, la harían pedazos únicamente por el placer de oírla gritar. Y aunque lograra huir y ocultarse en oscuros agujeros y rincones, ¿qué clase de vida sería aquella para una mujer acostumbrada a ver cómo reinos enteros danzaban a su antojo?

«¡Evie! ¡Ven aquí!».

—No —susurró.

Mucho antes de que el Tear enviara su primera remesa, ella ya había sido esclava, y no podía volver a serlo. Prefería morir. Pensó en la pesadilla recurrente que llevaba meses atormentándola: la última huida, la niña, el fuego avecinándose y el hombre de gris detrás. «Huirás», le había dicho la cosa oscura, y quizá lo hiciera, pero solo en el último momento, cuando ya no le quedara nada. Levantó la barbilla, y miró a todos aquellos traidores.

—El siguiente.