7

La caída

Es difícil combatir el culto de adulación ciega que ha surgido alrededor de la reina Glynn. Muy pocos historiadores cuestionan sus decisiones. Este historiador, sin embargo, opina que la reina Glynn cometió varios errores desastrosos. Al Tearling se le confiere el mito del gobernante infalible, pero no podemos olvidar que la reina Glynn abandonó su reino en un momento crucial, dejándolo en manos de Maza, quien a continuación también lo abandonó. Esas decisiones tuvieron consecuencias catastróficas, y los verdaderos historiadores deberían admitirlo.

Otra historia del Tearling, ETHAN GALLAGHER.

—Estoy amenazada —afirmó la Reina Roja—. Cada día se acerca más. Estaban de pie en el balcón, el más alto del Palais, tan por encima del resto de las torres que, si giraba sobre sí misma, Kelsea podía verlo todo, sin obstáculos, en todas direcciones. Demesne se extendía como una alfombra a sus pies, un extenso tapiz de ladrillo rojo y piedra gris, y más allá estaban los Campos Demesne, un campo enorme que rodeaba toda la ciudad. Mortmesne era un territorio mucho más verde que el Tearling; gran parte del país estaba cubierto de pinares, y hasta los campos de cultivo se hallaban rodeados de abundante vegetación, a diferencia de las desnudas parcelas de tierra que Kelsea estaba acostumbrada a ver en el Almont. Era una tierra extraordinaria, y Kelsea lamentaba que la historia hubiera dividido a los mort y los tear y los hubiera convertido en enemigos. Era un desperdicio tremendo.

Hacia el oeste, Kelsea divisaba el monte Ellyre y el monte Willingham, con las cumbres casi ocultas bajo la neblina del día otoñal. Ambas montañas estaban cubiertas de nieve, pero Kelsea tenía la vista fija en la cañada entre las dos: el Puerto del Argive. Sentía tanta nostalgia de su reino, estaba tan ansiosa por volver a pisar la tierra del Tear, que sintió que algo se desgarraba en su interior.

—Mi ejército no puede sofocar esta rebelión —continuó la Reina Roja, obligando a Kelsea a salir de su ensimismamiento—. Mirad ahí abajo.

Kelsea miró hacia donde le indicaba y vio una columna de humo enorme en la zona norte de la ciudad.

—¿Qué es?

—Mis arsenales —contestó la Reina Roja con voz monótona—. Los rebeldes siempre se las ingenian para burlar a mis soldados. Bueno, a los pocos que quedan. Todos los días desertan soldados para unirse a ese lunático tear.

—¿Levieux?

—¿Lo conocéis?

—He oído su nombre —contestó Kelsea, cautelosa.

—¿Por qué querría hacerme esto un tear?

Kelsea la miró y se dio cuenta de que la Reina Roja hablaba en serio.

—Invadisteis nuestro país.

—Me he retirado.

—Esta vez sí. Pero, la última vez, vuestro general favorito dejó un rastro de violaciones y asesinatos. Y, aunque algún tear pudiera olvidar eso, ninguno olvidaría diecisiete años de remesa. La Reina Roja sacudió la cabeza.

—Los súbditos solo son peones, Glynn. Los gobernantes no hacemos sino mover piezas.

—Pero vos sabéis que las personas no se ven a sí mismas así. Sin embargo, Kelsea se preguntó si la Reina Roja lo sabría. Llevaba más de un siglo totalmente desconectada de su pueblo. El atisbo de comprensión que había empezado a asomar en la mente de Kelsea se esfumó y desapareció.

—Las personas no se consideran peones. El sufrimiento que provocó la remesa: familias separadas, cónyuges perdidos para siempre, niños arrancados de los brazos de sus padres… ¿Creéis que alguien puede olvidar eso?

—Lo olvidarán.

—No —negó Kelsea con firmeza—. No lo olvidarán.

—El tráfico de personas existe desde los albores de la humanidad.

—Pero eso no lo justifica. Es más, lo empeora. A estas alturas ya deberíamos haber aprendido algo.

La Reina Roja se quedó mirándola, casi con nostalgia.

—¿Quién os educó, Glynn?

—Un buen hombre y una buena mujer. —Kelsea notó que se le hacía un nudo en la garganta, como siempre que pensaba en Barty y Carlin. No se decidía a pronunciar su nombre, pero entonces se dio cuenta de que no tenía sentido guardar el secreto. Ya nadie podría hacerles daño—. Bartholemew y Carlin Glynn.

—La tutora de Elyssa. Debí imaginarlo.

—¿Por qué?

—Por esa moral tan rígida. Demasiado rígida para el gusto de Elyssa; ya se había librado de lady Glynn antes de que nacierais vos. —La Reina Roja sacudió la cabeza—. De todas formas, os envidio.

—¿Ah, sí? —Por supuesto. Os educaron para que creyerais en algo. En muchas cosas, de hecho.

—¿Y vos no creéis en nada?

—Creo en mí misma.

Kelsea se volvió hacia el borde. A lo lejos, una marea oscura salía por las puertas del Palais: eran soldados, y se dirigían al infierno del lado norte de Demesne. ¿Sería obra del Traedor aquel incendio? ¿Qué se le podía haber perdido allí?

Nadie había relacionado a Kelsea con la muerte del carcelero. Había habido mucho revuelo cuando lo habían encontrado, y había pasado mucha gente por el pasillo de Kelsea, pero no la habían interrogado. Era evidente que Strass no despertaba muchas simpatías; el alboroto causado por su muerte no tardó en disminuir. En la mazmorra todo había vuelto a la normalidad, y Kelsea se había puesto a darle vueltas en la mano a aquella piedra tan extraña, tratando de entender qué había pasado. Su vecino, el prisionero invisible, el diseñador de armas, no había vuelto a decir nada.

—¿Por qué me habéis traído aquí? —le preguntó a la Reina Roja.

—Porque hemos perdido el contacto con Cite Marche. Los tres últimos mensajeros que envié por la Calzada del Frío no han regresado. —La Reina Roja se quedó mirando a Kelsea, casi con avidez—. ¿Alguna novedad, Glynn? ¿Ya sabéis algo más de él?

—No tanto como vos querríais.

—¿Por qué no?

—No puedo acelerar el pasado. Solo he visto al niño.

—Y ¿cómo es?

—Cruel —contestó Kelsea, y durante un instante creyó volver a estar allí con Katie, paralizada de miedo en el barrio industrial de la ciudad de Tear, en plena noche—. Maligno.

—¿Qué más?

—No estoy segura. —Kelsea cerró los ojos y pensó en el cementerio de la ciudad, en las tumbas profanadas. Katie todavía no había atado cabos, pero, claro, ella no conocía a su mejor amigo tan bien como lo conocía Kelsea—. Tiene escarceos.

—¿Con qué?

—Con lo oculto. Creo que intenta resucitar a los muertos.

—Bueno, pues eso ya lo ha conseguido —replicó con aspereza la Reina Roja, y señaló hacia el noreste—. Cada nuevo grupo de refugiados llega con alguna historia terrible. A esos niños no los matan las espadas. Solo son vulnerables a la magia.

—¿Qué sabéis de él?

—Es un bebedor de sangre —dijo la Reina Roja con hastío. Kelsea parpadeó, sorprendida, pero no dijo nada—. Antes le ofrecía niños, de la remesa, a cambio de su ayuda. Ninguno volvió.

—¿Cómo lo conocisteis?

—Lo conocí cuando huía.

—¿De vuestra madre?

Eso, al menos, sí había podido extraerlo Kelsea de la mente de la mujer. Tenía relación con una gran traición, aunque las circunstancias no estaban claras.

—Sí, y también de los cadareses. —La Reina Roja sacudió la cabeza al igual que un perro que se sacude el agua—. En fin, la cosa oscura me ofreció cobijo y me salvó de morir de hambre en el Fairwitch.

—¿Por qué lo hizo?

—Creyó que yo lo liberaría. —La Reina Roja sonrió sombríamente—. Pero no fui yo, Glynn. Fuisteis vos.

—Hice lo que tenía que hacer para salvar mi reino.

—Una salvación temporal, como mucho, Glynn.

—¿Para qué me habéis hecho venir aquí? ¿Para regodearos con mi sufrimiento?

—No. —De pronto, la Reina Roja estaba más contenida—. Quería hablar con alguien.

—Tenéis a todo un reino a vuestra disposición.

—Pero a nadie en quien pueda confiar.

—En mí tampoco podéis confiar.

—Pero vos no sois hipócrita, Glynn. En este castillo, todos buscan la manera de acabar conmigo.

—Siempre ha habido alguien que ha conspirado contra vos. Es una característica intrínseca de los dictadores.

—Eso no me importa. Lo que no soporto es la falsedad. Vos podéis despreciarme, Glynn, pero vuestro odio es claro y transparente. Esa gente sonríe, pero en el fondo…

La voz de la Reina Roja se volvió más ronca, y su mano apretó el pasamanos del balcón hasta que se le pusieron los nudillos blancos. Según la leyenda tear, la Reina Roja había nacido sin corazón, pero nada más lejos de la verdad. Lo que Kelsea estaba viendo en ese momento eran las primeras grietas en décadas de férreo autocontrol. Estuvo a punto de ponerle una mano en el hombro, pero entonces se preguntó qué hacía. No tenía amistad con aquella mujer.

«¿Por qué le doy tanto margen?». «Porque has estado dentro de su cabeza». Kelsea asintió; era verdad. Los zafiros le conferían una empatía extraordinaria. Era imposible odiar a alguien después de haber contemplado la larga historia de su vida: su madre, hermosa y terrible, que había rechazado a Evelyn Raleigh durante años… hasta que llegó el momento en que la madre necesitó vender algo. Entonces habían arrojado a la niña a un torbellino. La Reina Roja había tomado decisiones terribles, pero la baraja le había sido desfavorable desde su nacimiento.

«Tú también has tomado decisiones terribles —le susurró Carlin—. ¿Quién eres tú para juzgar?».

Kelsea cerró los ojos, acosados por imágenes: la multitud gritando en el circo de Nueva Londres, caras tan crispadas por el odio que no parecían humanas sino monstruosas; la sonrisa de Row Finn plantado delante de la chimenea; la cara de Arlen Thorne, sangrando por múltiples heridas y muriendo con gran dolor; y, por último, la mano de Kelsea blandiendo un puñal, y las yemas de sus dedos manchadas de sangre.

—¿Quién os crio? —preguntó de pronto, abriendo los ojos, ansiosa por repeler aquellas imágenes.

—¿No lo sabéis?

—No lo vi todo —admitió Kelsea.

—Tenía una niñera, Wright. Era una mujer muy inteligente, pero también me daba miedo. Parecía que hubiera entendido que su trabajo consistía en enseñarme que la vida iba a ser muy dura.

«Como Carlin», pensó Kelsea, admirada. Había visto breves imágenes de aquella mujer en la mente de la Reina Roja; tenía el pelo largo y oscuro, mientras que Carlin lo tenía blanco, pero había cierto parecido entre ellas. Ambas tenían unos ojos penetrantes, de águila.

—Mi madre no tenía inconveniente en dejarme con Wright. Elaine le ocupaba mucho tiempo.

—¿Quién era vuestro padre?

—No lo sé. —La Reina Roja miró fijamente a Kelsea—. Nunca quise saberlo. ¿Vos queréis saber quién es el vuestro?

«Sí», fue a decir Kelsea, pero pensó: «No». Era su curiosidad académica la que quería saberlo, pero, en realidad, era mejor que siguiera ignorándolo. De no ser así, Maza ya le habría revelado la identidad de su padre.

—No importa, Glynn. No tenía intención de contároslo, pero hace mucho que no tengo nadie con quien hablar. Desde Liriane.

—Vuestra vidente. ¿Era tan buena como dicen?

—Mejor. Éramos amigas, o eso creía yo. —De pronto arrugó el ceño, confusa—. A esas mujeres cuesta conocerlas bien. Y eso me lleva al tema del que quería hablar con vos. He recibido una oferta muy interesante de vuestro Papa.

—¿De Su Santidad? Os aconsejo que para hablar con ese hombre tengáis un puñal en la mano.

La Reina Roja sonrió, pero la sonrisa no llegó a sus ojos.

—Creo que vuestro reino está aquejado de numerosos problemas, Glynn. El Papa me pide mercenarios, una legión entera de mi ejército.

Algo se removió dentro de Kelsea. Tenía que prevenirlos, avisar a Maza… Pero no, claro, no podía avisar a nadie.

—¿Con qué objetivo?

—¿Quién sabe? Pero es evidente que os odia.

—¿Vais a darle los soldados? —preguntó Kelsea, tensa.

—Quizá sí. Dependerá, sobre todo, del valor de lo que me ofrece a cambio.

—¿Qué os ofrece a cambio?

—Según el Papa, vos, Reina Kelsea, también tenéis una vidente.

Kelsea abrió la boca. ¿Quién había hablado? Se dio media vuelta rápidamente para mirar por encima del parapeto, pero ya era demasiado tarde.

—¡Es verdad! —La voz de la Reina Roja revelaba sincera sorpresa—. ¿Y la cría también?

Algo se desató dentro de Kelsea. Sin pensar lo que hacía, se abalanzó sobre la Reina Roja, la agarró por los hombros del vestido de terciopelo y la levantó del suelo; entonces se preguntó si tendría fuerza suficiente para arrojarla desde el balcón.

«¡La Reina de Picas!», le gritó su vocecilla interna, pero la oyó a lo lejos, desesperada.

—Ni se os ocurra —dijo con rabia—. Ni se os ocurra tocarlas.

—Tened cuidado, Glynn. Pensad lo que hacéis.

Kelsea se detuvo. A su alrededor, el aire estaba tenso, casi electrizado, y notaba la piel desagradablemente tirante. De pronto le costaba respirar. Se le había cerrado la garganta.

—Dejadme en el suelo, Glynn. —La Reina Roja le dio unas palmaditas en la mejilla, como si fuera una niña pequeña—. Dejadme en el suelo, si no queréis morir asfixiada.

Al cabo de un momento, Kelsea la soltó. Siguió teniendo la garganta cerrada durante unos segundos (la mueca desdeñosa de la Reina Roja, una especie de sonrisa de victoria, le indicó que aquello era obra suya), y luego se le abrió. Kelsea dio una bocanada, y gritó cuando sus pulmones se llenaron de aire.

—He de reconocer que tenéis agallas. —La Reina Roja se miró el vestido y vio que tenía las costuras de ambas mangas rotas—. Una vez hice azotar a una paje por estropearme un vestido.

—Yo no soy una de vuestras sirvientas.

Kelsea se apoyó en el parapeto, jadeando. La columna de humo que salía del arsenal en llamas estaba borrosa; de pronto, veía doble. Notó un dolor de cabeza incipiente en las sienes.

—Os habéis precipitado al revelarme vuestras cartas —dijo la Reina Roja, y se colocó a su lado—. Ahora no puedo enviar soldados al Tearling, ni al Papa ni a nadie. Solo quería saber si la información era cierta. ¡Vuestra doncella y su hija pequeña! Siempre creí que la clarividencia era hereditaria, pero nunca había tenido ocasión de estudiar el fenómeno.

—Os deseo buena suerte. Esta vidente mataría a su hija antes de verla en vuestras manos.

—Tenéis problemas más graves, Glynn. Benin me ha dicho que el Santo Padre es un traidor. También le ha hecho propuestas a mi ejército directamente, a mis espaldas.

—¿Vuestros soldados necesitan a una vidente?

—No, mis soldados quieren su botín. Pero por una vidente, una vidente auténtica, les pagarían un precio elevado en el mercado, lo bastante elevado para compensar a una legión entera. Yo ya no… —Se interrumpió, y Kelsea intuyó que le costaba decir lo que iba a decir—. Ya no controlo mi ejército, o no del todo.

—Qué pena me dais.

—Podéis reíros si queréis, Glynn, pero, si mis soldados se sublevan, vos también saldréis perjudicada.

Kelsea hizo una mueca al pensar en la Ciudadela, que había quedado desprotegida, pues casi todos sus soldados habían perecido en el Almont. El general Hall contaba, como mucho, con un centenar de hombres, y con eso no podría plantarle cara a una legión mort. Pensó que había negociado para conseguir tres años de seguridad para su reino, pero ¿había logrado algo con eso? ¡Si al menos pudiera ponerse en contacto con ellos! Algo tintineó en el fondo de su memoria, pero luego desapareció.

—¿No tenéis nada útil que ofrecerme respecto a esa cosa, el Huérfano?

—No, todavía no.

—¡Emily! —gritó la Reina Roja y la paje apareció por la escalera que había en el centro del balcón.

Le lanzó una breve mirada a Kelsea, y luego miró hacia otro lado; esta también hizo como si nunca la hubiera visto. Desde que habían sacado al carcelero de la celda, Emily se había negado a contestar más preguntas.

—He acabado con ella, de momento. Llévatela abajo. Dijo esas palabras con brusquedad, pero no acertó con el tono. Mientras bajaba la escalera, Kelsea miró a la Reina Roja una vez más y volvió a tener una impresión de profunda infelicidad, de una mujer al borde de algo. Ella misma había hablado en ese tono más de una vez durante aquellas últimas y desgraciadas semanas en la Ciudadela.

No intentó hablar con Emily por el camino a la mazmorra. Había demasiada gente por los pasillos, era fácil que las oyeran. «La fecha está demasiado cerca», había dicho Emily, y entonces Kelsea se planteó que quizá hubiera una fuga programada. Confiaba en que así fuera, y por otra parte confiaba en que no; si el Santo Padre estaba preparándose para atacar la Ciudadela, Maza tenía problemas más graves. Kelsea estaba deseando darle un mensaje a Emily, para prevenir a Maza, y a Andalie, que tenía que saber que ni Glee ni ella estaban a salvo. Pero ¿cómo se había enterado el Santo Padre de lo de Andalie? ¿Había otro traidor en el Pabellón Real?

«Tengo que salir de aquí —se dijo—. Cueste lo que cueste». «Mi reino está desprotegido». Cuando pasaron por delante de la celda de su vecino, Kelsea miró disimuladamente dentro y lo vio sentado a su mesa, muy concentrado en su trabajo, alumbrándose con una vela. Tenía la cara pegada al lienzo. Solo alcanzó a verle un trocito de perfil, pero le bastó para comprobar que era mucho más joven de lo que ella había creído. Estaba calvo, sí, pero se fijó y vio que llevaba la cabeza afeitada. Kelsea habría dado cualquier cosa por poder observarlo mejor, pero el hombre no se inmutó cuando ella y Emily pasaron por delante de su celda.

Cuando Emily cerró la puerta de la celda, Kelsea la agarró por un brazo y le hizo señas para que se acercara más; quería decirle lo de Andalie, pedirle que le llevara un mensaje a Maza. Pero Emily se apartó, se llevó un dedo a los labios y se marchó. Kelsea ya no podía contener su frustración. Cuando desapareció la luz de la antorcha de Emily, encendió una de sus velas y, con mucho cuidado, la colocó en el suelo, junto a los barrotes. Era malgastar la cera, pero imaginarse a Maza, Pen, Andalie y a todos los demás en la Ciudadela, ajenos a toda sospecha, mientras una amenaza se cernía sobre sus cabezas… Esas visiones la habían destrozado, y no soportaba estar allí a oscuras.

«Un bebedor de sangre». Si la Reina Roja no mentía (y, aunque Kelsea no confiaba en ella, no dudaba de la desesperación que había detectado en su voz), Kelsea había liberado un gran peligro. Hasta le parecía notar la viscosidad de la sangre en sus manos.

—Ya he matado otras veces —murmuró, y curiosamente ahora no pensaba en Thorne ni en el carcelero, sino en Mhurn.

Matarlo había sido un acto de compasión, o eso había pensado en aquel momento. El silencio de la celda se le hacía insoportable, y al cabo de un rato se arrodilló y se agarró a los barrotes.

—¡Eh, tú! ¡El hombre de los dibujos! —De la celda de al lado no llegó ningún sonido—. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

Silencio. ¿Cómo podía hacerle hablar? Kelsea pensó un poco, y entonces probó otra táctica.

—He visto tus cañones en el campo de batalla. Unas piezas impresionantes.

—¿Los habéis visto disparar? —preguntó él.

Kelsea frunció el ceño, pensó si debía mentir y contestó:

—No. No llegaron a dispararnos. El hombre se echó a reír, una risa amarga y hueca.

—Porque no podían. No podían hacerlos disparar. Mi diseño era perfecto, pero el químico de la Reina Roja tenía que encontrar algo parecido a la pólvora, y no lo consiguió.

Kelsea se apartó de los barrotes. Todo el tiempo y la energía que habían dedicado a aquellos cañones, a averiguar cómo inutilizarlos… Se habría abofeteado a sí misma.

—Os engañaron —dijo el hombre, y luego, tras una larga pausa—: ¿Es cierto que el ejército tear quedó aniquilado?

—Sí.

—¿Y el general?

—A Bermond lo mataron —contestó Kelsea. Sabía que debería haber lamentado la muerte de un soldado profesional como él, pero no podía; Bermond había sido un reaccionario, una espina para ella—. Ahora su segundo dirige lo que queda de mi ejército. Ni siquiera hay suficientes hombres para formar un cuerpo de policía urbana decente.

—Es una desgracia. Hacen falta varias generaciones para formar un ejército desde cero.

—Tenemos tres años. —«O menos», puntualizó mentalmente. Se imaginó al Santo Padre dirigiendo una legión armada y sintió que algo se revolvía en su interior. Y si este fracasaba, quedaban Row Finn y sus criaturas.

—¿Tres años? —Su vecino rio—. Buena suerte.

—¿Por qué estás aquí? —preguntó Kelsea, sobre todo para mantener viva la conversación. No quería volver a quedarse sola y a oscuras—. Eres un esclavo, ¿no?

—Sí.

—Tenía entendido que la Reina Roja trataba a los esclavos con algún talento especial como si fueran hombres libres. Tú eres un excelente ingeniero. ¿Qué haces en la mazmorra?

El hombre permaneció callado. Kelsea se desanimó; volvió a agarrar los barrotes y notó que la piedra del suelo se le clavaba en las rodillas.

—Habla conmigo, por favor. Este silencio me hará enloquecer.

—Supongo que las súplicas de una reina deben ser atendidas. Hasta las de una reina encerrada en una mazmorra. —Kelsea oyó el arrastrar de una silla, lo que indicaba que el hombre se había levantado de la mesa, y, a continuación, ruido de papeles—. Además, no importa. Registran mi celda una vez por semana, para asegurarse de que no estoy construyendo nada demasiado creativo. Pero, cuando me trajeron aquí, se limitaron a coger todos mis bocetos y mis planos. Hasta ahora esto se les ha escapado, pero es el verdadero motivo por el que estoy aquí.

Mirad.

Al poco, un papel arrugado cayó ante la celda de Kelsea. Ella estiró un brazo y lo cogió, y entonces lo desplegó y lo alisó sobre el suelo de piedra. Parecía un anuncio, pero, cuando acercó un poco más la vela, vio que era un panfleto político, muy bien impreso, en mort y en tear.

¡Pueblo de Mortmesne! ¿Estáis hartos de ser esclavos? ¿Estáis hartos de hacer jornadas laborales interminables para satisfacer los caprichos de unos pocos corruptos? ¿Estáis hartos de ver cómo vuestros hijos van a la guerra y regresan a casa con las manos vacías, si es que regresan? ¿Soñáis con algo mejor?

Uníos a nuestra lucha.

—Participaste en la sublevación —murmuró Kelsea.

Aquel folleto estaba muy bien pensado. Estaba redactado en un lenguaje sencillo y directo, y Kelsea supuso que debía de haber ejercido un fuerte impacto.

—No, no participé en ella —aclaró su vecino—. Solo les hacía estos trabajos de vez en cuando, estos panfletos, para poder ganarme algunos marcos. —Su voz tenía un deje de autoburla—. Me pareció una forma maravillosa de rebelarme sin exponerme a ningún peligro real.

—Y sin embargo has acabado aquí —comentó Kelsea, distraída, mientras seguía examinando el panfleto.

El papel era normal y corriente, del mismo grosor que el que Arliss había utilizado para redactar su ley de regencia. Sin embargo, el texto le llamó la atención. Acercó cuanto pudo la vela al papel y examinó cada palabras, achicando los ojos. Las dos «es» de Mortmesne parecían idénticas, exactamente del mismo tamaño, sin la más mínima variación. Hasta la consistencia de la tinta negra era la misma. Kelsea saltó de una palabra a otra, vocal a vocal, consonante a consonante, buscando fallos, errores…

—Santo cielo —murmuró. Aquel panfleto no estaba escrito a mano, sino impreso.

Ewen jamás había imaginado que el Tearling pudiera ser tan extenso. Había crecido en Nueva Londres y no había salido nunca de la ciudad. Siempre había pensado que el reino ocupaba las tierras entre el río Caddell y el horizonte. Pero cuando la Guardia Real llegó a la cabecera del Caddell, las tierras seguían extendiéndose. Al final el río Crithe también dejaba de ser un río y era solo hierba. Había montañas a lo lejos, montañas que Ewen jamás había visto, y cada vez estaban más cerca. Ir a rescatar a la reina era un asunto serio, y Ewen lo entendía. Pero, al mismo tiempo, tenía la impresión de estar participando en una aventura fabulosa.

Habían montado el campamento en una hondonada entre dos altas colinas. Maza había colocado a Ewen de centinela en la cima, mirando hacia poniente, por si se acercaba alguien. Habían visto pasar varios grupos de gente, bastante numerosos, y Ewen sabía por Coryn que eran refugiados de la ciudad que regresaban a sus hogares. Él tenía que impedir que se acercaran al campamento, pues querían evitar que se supiera que Maza había salido de Nueva Londres. Ewen se tomaba muy en serio su trabajo de centinela, pero aun así confiaba en tener tiempo para dibujar. Había metido papel y lápices en las alforjas. Jamás habría imaginado que pudiera verse tanto mundo de una colina a otra.

Maza estaba en el centro del campamento, reunido con el general Hall y el hombre de Mortmesne. A Ewen no le habían pedido que participara en la reunión, pero él no se había ofendido. Es más, no entendía por qué Maza se lo había llevado con él en aquella misión, pero se alegraba de estar allí; así no tenía que pensar en su padre. Este había fallecido hacía dos meses y, a la mañana siguiente, Ewen y sus tres hermanos lo habían enterrado. Ewen intentaba no recordar aquel día, pero muchas veces no podía evitarlo. Había llorado, pero eso no le importaba; Peter también había llorado. A Ewen no le gustaba recordar a su padre tendido en aquella caja de madera marrón claro, con solo una lámina de roble para protegerlo de la oscuridad subterránea.

—¡Ewen!

Se dio la vuelta y vio al mago, Bradshaw, que subía por la ladera.

—Quieren que volvamos a bajar. —Ewen asintió y recogió su capa y su cantimplora.

Bradshaw lo esperó, y bajaron juntos al campamento. Ewen le tenía simpatía; sabía hacer desaparecer y volver a aparecer cosas, y siempre adivinaba qué llevaba Ewen en los bolsillos. Pero además Bradshaw tenía paciencia, y siempre le explicaba a Ewen las cosas que no entendía.

—¿Has estado en la reunión? —le preguntó Ewen.

—No. Me han mandado a cazar un ciervo para la cena. Por lo visto creen que también hablo con los animales.

—¿Es verdad? —preguntó Ewen; esa idea le parecía maravillosa.

—No. Ewen, acoquinado, no dijo nada más.

En el campamento había mucha actividad. Había doce guardias reales, ocho soldados que habían llegado con el general Hall, y unos cuantos hombres más que se habían presentado con el hombre de Mortmesne. Elston y Kibb estaban cocinando el ciervo, y había un fuerte olor a carne asada. Los demás pululaban alrededor de la hoguera como buitres hambrientos. Ewen pescó algunos fragmentos de conversación cuando Bradshaw y él se acercaron al perímetro: la reina, la sublevación mort, algo relacionado con un huérfano. Ewen no sabía que hubiera ningún huérfano en la guardia, aunque suponía que él lo era, ahora que su padre había muerto. Se lo habría preguntado a Bradshaw, pero aquel no parecía el mejor momento para hacerlo.

—¡Vosotros dos! —gritó Maza—. ¡Venid aquí!

Ewen y Bradshaw lo siguieron hasta la tienda que había en el centro del campamento. Dentro había una mesita plegable cubierta de mapas y rodeada de sillas; era allí donde habían mantenido la reunión, que ya había terminado. Maza se sentó, y Ewen vio que tenía unas marcadas ojeras. Normalmente, Ewen ni siquiera se atrevía a preguntarse en qué estaba pensando Maza, pero en aquel momento creyó saberlo. La primera noche que habían pasado fuera de Nueva Londres habían cabalgado mucho, y Maza no se dio cuenta hasta el amanecer de que Aisa había desaparecido. Toda la guardia había encajado muy mal aquella noticia, pero Venner había sido quien la había encajado peor: le había dado un ataque, como lo habría llamado su padre, y se había puesto a renegar y a lanzar cosas que sacaba de sus alforjas. Maza no había dicho nada, pero su silencio había asustado a Ewen. Temía que Maza lo culpara de algo, o a Bradshaw; al fin y al cabo, ellos habían sido los últimos que la habían visto. Pero nadie dijo nada, y poco a poco Ewen se dio cuenta de que no tenía nada que temer.

—Hemos de darnos prisa —dijo Maza—. Sentaos. —Ellos obedecieron—. Levieux nos ha confirmado que la reina todavía está en la mazmorra del Palais. Pero no podemos entrar en Mortmesne por el Argive. El general Hall me ha informado de que una legión del ejército mort se quedó en el extremo oriental del puerto. A partir de ahora piensan regular el tráfico. De modo que iremos directamente hacia el este y atravesaremos los Montes Fronterizos.

Para Ewen, nada de todo aquello tenía sentido, pero asintió de todas formas, imitando a Bradshaw.

—Vosotros dos no vendréis con nosotros. Bradshaw dio un resoplido; Ewen, en cambio, se quedó esperando. Confiaba en que no le ordenaran volver a casa, porque le gustaba estar allí. En la Ciudadela le costaba mucho mas no acordarse de su padre, que había trabajado toda su vida en la mazmorra.

Maza frunció el ceño.

—La hija pequeña de Andalie solo tiene tres años, y yo no soy muy dado a basar mis estrategias en los sueños de una cría. Pero el hecho es que Glee casi nunca se equivoca.

—Es verdad que tiene un don —se aventuró a opinar Bradshaw.

—Este es mi dilema. Levieux dice que la reina está en la mazmorra del Palais; él mismo la vio allí, y yo confío en su palabra. Glee afirma que la reina está en Gin Reach, y Andalie me asegura que Glee tiene razón. ¿Qué debo hacer?

—¿Dónde está Gin Reach, señor? —preguntó Bradshaw.

—Es una pequeña aldea del sur del Almont, al borde del Sequedal, una parada obligada para los necios que intentan atravesar el desierto y llegar al Cadare sin pagar los peajes. En esa aldea no puede haber más de doscientos habitantes, y no me explico qué podría estar haciendo la reina allí, pero aun así…

—Tiene que contemplar todas las posibilidades —apuntó Bradshaw.

—Sí. Por extraño que os parezca, quiero que vayáis los dos a Gin Reach y que tengáis los ojos bien abiertos. Fijaos en cualquier cosa que llame la atención. —Maza rebuscó en sus alforjas y le lanzó a Bradshaw una bolsa llena de monedas—. Con esto tendréis para tres semanas de alojamiento cómodo. Si no sucede nada ni veis nada, regresad a casa.

—¿Y si vemos algo?

—Entonces utilizad el sentido común. Nuestra prioridad es la reina. Si la rescatamos, nos dirigiremos a la Ciudadela cuanto antes, y no tendremos tiempo para ir a buscaros por el Sequedal. Si sucede algo, enviad un aviso a este campamento. Varios guardias y la mayoría de los hombres de Hall se quedarán aquí.

A Ewen no le hizo mucha gracia ese encargo. Por lo visto iban a estar los dos solos en una pequeña aldea del desierto. Bradshaw quizá pudiera hacer magia, pero ninguno de los dos sabía manejar una espada.

—Partiréis esta noche, sin hacer ruido, después de cenar. Seguid los canales de riego que parten del Crithe. Si cabalgáis toda la noche hacia el sur, sin deteneros, no tardaréis en encontrar Gin Reach.

—¿Y cómo sabremos que hemos llegado? —preguntó Ewen.

—Preguntando, supongo. Bradshaw será el responsable.

Bradshaw se mostró sorprendido, y Ewen también. Aisa le había dicho a Ewen que a Maza no le gustaba la magia, aunque Ewen no entendía por qué. Seguro que el mundo era mejor cuando podían suceder cosas extraordinarias.

—Voy a confiar en ti, mago, aunque no suelo fiarme de la gente como tú.

Bradshaw se encogió de hombros y repuso:

—La reina me hizo un gran favor, capitán. Si puedo, se lo devolveré.

—Podéis retiraros.

Los dos hombres salieron de la tienda. Ewen tenía la impresión de que Bradshaw estaba tan sorprendido como él. Bradshaw podía hacer muchas cosas asombrosas; quizá fuera por ese motivo por lo que Maza lo había elegido. Pero, tras reflexionar un poco, Ewen llegó a la conclusión de que Maza no creía que fuera a ocurrirles nada en absoluto.

—Recoge tus cosas —le dijo Bradshaw—. Voy a buscar agua y comida.

Ewen asintió y fue por su caballo. Por el ruido que se oía alrededor de la hoguera, dedujo que el ciervo ya debía de estar listo, pero había perdido el apetito. Siempre lo había aterrorizado pensar en Mortmesne, el reino tenebroso que su padre mencionaba en todos sus cuentos de hadas, pero al mismo tiempo se había sentido orgulloso de que lo hubieran escogido para ir allí. Sabía que no era lo bastante inteligente para ser guardia real, y no habría tenido inconveniente en renunciar e ir en busca de la bruja, Brenna. Eso sí que habría sido meritorio. La misión que le habían encomendado, en cambio, no parecía real.

Al acercarse a los caballos vio una figura solitaria: era Pen, que estaba sentado, solo, mirando hacia el este, en una de las rocas que bordeaban el corral. En más de una ocasión, Ewen había oído decir a otros miembros de la guardia que Pen era el favorito de la reina, y se había fijado en que Pen no parecía el mismo desde que la reina se había marchado. Ewen pensó que sería mejor no decirle nada a Pen, así que rebuscó en el montón hasta que encontró sus alforjas y su silla de montar, y entonces se fue con ellas hasta donde estaba su caballo. Ewen no era un buen jinete; había aprendido a montar de pequeño con sus hermanos, pero nunca se le había dado tan bien como a Peter y a Arthur. Bradshaw tampoco era muy buen jinete. Durante el viaje, los dos se habían quedado rezagados en varias ocasiones, y habían tenido que apretar el paso para alcanzar al grupo mientras este se tomaba un descanso. Y ahora los enviaban a un lugar del que Ewen jamás había oído hablar. Su caballo, Van, lo miró fijamente, como si lo entendiera, y Ewen se quedó un rato acariciándole el cuello. Una cosa era que él fuera a Mortmesne, y otra muy diferente llevarse a un animal allí; al menos Van también estaría fuera de peligro. Cuando le puso la silla de montar, se le cayó al suelo la capa gris de guardia real. Para realizar aquella misión no les habían dejado ponerse las capas, pero Ewen se había llevado la suya. Era el objeto más valioso que poseía, aunque era consciente de que en realidad nunca le había pertenecido. Se acercó al caballo de Maza, dobló la capa y la puso encima de la silla de montar del capitán.

—Ewen. Pen le hacía señas para que se acercara. Ewen acarició la capa por última vez y fue a donde estaba Pen. Vio que este tenía los ojos enrojecidos, como si hubiera llorado.

—Vas a Gin Reach, ¿verdad? —Ewen asintió—. No creo que encuentres nada allí, y el capitán tampoco. Pero si encuentras algo… —Pen se quedó callado largo rato—. Si encuentras algo, recuerda que ahora eres un guardia real. Un verdadero guardia real, ¿me entiendes? Tienes que proteger a la reina, cueste lo que cueste.

Ewen estaba tan desconcertado que solo atinó a asentir con la cabeza, y Pen le dio una palmada en el hombro.

—Hazme algún dibujo mientras estés allí. Cuando volvamos todos a la Ciudadela, le echaremos otro vistazo a tu carpeta.

Ewen sonrió. Pen había sido el primero en decirle que sus dibujos eran muy bonitos.

—Que tengas suerte, Ewen.

—Tú también —replicó Ewen.

Cuando Pen se alejó, Ewen intentó descifrar sus palabras. La obligación de todo guardia real era dar la vida para proteger a la reina, y eso lo entendía. Pero tenía la impresión de que Pen se refería a algo diferente.

Bradshaw estaba acercándose al corral con un grueso fardo cargado sobre un hombro. Ewen lo esperó, y siguió reflexionando sobre lo que le había dicho Pen. Había una palabra para describir aquello… Danzó por su cabeza hasta que Ewen consiguió atraparla: sacrificio. Eso era. Para Pen, ser guardia real era una cuestión de sacrificio, y, a juzgar por su aspecto, le estaba haciendo mucho daño.

Ewen vaciló un momento más, y entonces, sin saber muy bien por qué, cogió su capa gris de la silla de montar de Maza y volvió a guardarla en sus alforjas.

Javel despertó al oír gritos. Era una voz de mujer, y al principio se quedó desconcertado, hasta que recordó dónde estaban: en la Ciudadela. Había cabalgado durante tres días sin hacer más que breves paradas para abrevar su caballo, y nada más entregar la carta de Maza a Devin —no le había importado si este le creía o no— lo único que sintió un profundo agradecimiento de que la carrera hubiera terminado.

Ahora oía gritar a un hombre. Javel se incorporó en la cama, se frotó la cara y vio que tenía barba de cuatro días como mínimo. Había dormido mucho. Fuera, continuaba la discusión, ininteligible pero acalorada, y Javel suspiró y cogió sus botas.

Cuando salió al pasillo, lo encontró atestado de guardias reales. El guardia que estaba al mando, Devin, se encaraba a una mujer alta y morena justo delante de la puerta de Javel. Este no reconoció a la mujer, pero se fijó en que el resto de los guardias reales procuraban no mirarla y clavaban la vista en el suelo, en el techo o en cualquier otra parte.

—¡Te digo que vienen hacia aquí! —le gritó la mujer a Devin.

—¡Tranquilízate, Andalie! ¡Vas a despertar a todo el pabellón!

—¡Mejor! ¡Hemos de salir cuanto antes!

Devin miró a los hombres que lo rodeaban y se puso colorado.

—¿Estás dándome una orden?

—¡Claro que sí, inútil! ¡Despierta a esta gente!

—¡Cállate!

La voz resonó por el pasillo. A la derecha de Javel, salió otra figura de una de las habitaciones, y Javel reconoció a Arliss, uno de los traficantes y corredores de apuestas más importantes de Nueva Londres. Cuando alguien pasaba cierto tiempo bebiendo en las Tripas (y Javel pasaba mucho tiempo allí), era inevitable que acabara viendo la ubicua figura de gnomo de Arliss entrando y saliendo de las tabernas, negociando y traficando, y embolsándose grandes cantidades de dinero.

—Será mejor que valga la pena —gruñó Arliss—. Estoy tratando de reubicar a cien mil personas que todavía no quieren marcharse. El aprovisionamiento por sí solo ya es un drama.

La mujer, Andalie, dijo:

—Tenemos que irnos inmediatamente.

—¿Irnos? ¿Adónde?

—A cualquier sitio.

—Ha tenido una pesadilla —le explicó Devin—. Ya me encargo yo, señor. No se preocupe.

Pero la voz de Devin se había debilitado, y tampoco miraba directamente a Andalie. Hasta Javel percibía el aura de rareza que la envolvía, aquellos ojos con la mirada tan extraviada que parecían estar viendo otro mundo más allá de la realidad. Los guardias, indecisos, miraban alternativamente a Devin y a Arliss.

—¿Qué pasa, Andalie? —preguntó Arliss.

—Los hombres del Santo Padre vienen hacia aquí. Tenemos que marcharnos.

—Te lo he advertido, Andalie. —Devin bajó la voz, porque habían empezado a abrirse puertas por todo el pasillo—. Vuelve con tus críos.

—No —se plantó Andalie—. Maza te dejó al mando de la guardia, pero no de mí.

—Según tú, ¿cómo piensa entrar el Santo Padre en la Ciudadela? ¡No tiene soldados!

—Sí los tiene. Soldados mort.

—¡El ejército mort se ha retirado!

—No.

—¡Tiene razón! —dijo un joven guardia. Javel recordaba vagamente haberlo visto en aquel largo y pesadillesco viaje de regreso desde el Argive. No podía tener más de veinte años. Llevaba un arco a la espalda—. ¡Andalie siempre acierta! ¡Tenemos que salir de aquí!

—¡Cállate, Wellmer! —le espetó Devin. Justo entonces, un golpe ensordecedor sacudió el suelo que pisaban. Javel gritó, y no fue el único.

—Un ariete —masculló Arliss—. Demasiado tarde.

Devin agarró a uno de sus guardias.

—Baja y entérate de qué está pasando.

El guardia desapareció. Javel lo vio marchar y se imaginó la escena que debía de estar desarrollándose abajo, en la Puerta; el centinela de la Puerta estaría intentando reforzarla por todos los medios y levantar el puente levadizo. Ellos sabían cómo rechazar a los invasores; eso formaba parte de la instrucción básica de un centinela de la Puerta. Pero, si había demasiada gente en el puente, este no se elevaría, y las puertas, pese a ser de hierro macizo, no aguantarían eternamente el embate de un ariete de acero. Y el foso ni siquiera era lo bastante profundo para suponer un verdadero obstáculo. Si Bil seguía encargándose de la vigilancia de la Puerta, debía de estar allí, más sereno y competente que nunca, dirigiendo a sus hombres mientras reforzaban la puerta con ladrillos e intentaban izar el puente. Sin embargo, si los atacantes eran suficientemente numerosos, los centinelas de la Puerta debían de saber que con aquello solo conseguirían aplazar el problema.

Arliss se volvió hacia Devin.

—¿Y la salida secreta de Maza? ¿Los túneles?

—Yo no los conozco —contestó Devin, avergonzado—. Nunca me los ha mostrado.

—¿Y tú, Andalie? Andalie negó con la cabeza. Otro golpe hizo temblar las paredes que los rodeaban, y Javel pestañeó cuando se filtró un poco de arenilla del techo y le entró en los ojos.

—¿Han vuelto a invadirnos los mort? —preguntó Devin—. ¿Cómo es posible que no nos hayamos enterado?

—No es una invasión —contestó Andalie—. Esto es el Arvath.

Javel notó un tirón en la pernera del pantalón; miró hacia abajo y vio que una niña lo miraba. Era muy pequeña, una cría de pañales, pero sin embargo tenía mirada de adulta. Javel intentó ignorarla, pero ella siguió tirándole del pantalón, muy decidida, hasta que por fin él se agachó y le preguntó:

—¿Qué pasa, niña?

—Centinela de la Puerta —dijo ella en voz baja, y su voz tampoco concordaba con su edad; tenía un deje burlón que a Javel le resultaba familiar.

—¿Qué quieres?

—A lo mejor todavía podrías ser útil.

Javel retrocedió, pero la niña, que ya le había soltado la pierna, fue andando con paso inseguro hacia la mujer, Andalie, y trepó a sus brazos. Se miraron fijamente, como si hablaran, y Javel notó un escalofrío. Había pasado días cabalgando sin parar, y ni siquiera había pensado en beber, pero en aquel momento habría dado cualquier cosa por un trago de whisky. O, mejor dicho, por unos cuantos.

Bajo el suelo resonaban unos golpes rítmicos, y Arliss sacudió la cabeza.

—La puerta no va a aguantar eternamente. Tenemos que proteger el Pabellón con una barricada.

—Necesitamos muebles pesados —aportó Andalie.

Javel se acordó del voluminoso armario que había en su habitación y fue hacia allí, pero se detuvo en el umbral al ver el lamentable montón de objetos personales que había a los pies de su cama. Se había llevado muy pocas cosas a Mortmesne, pues había preferido dejar su casa tal como estaba, para que cuando regresara Allie ella pudiera comprobar que no había cambiado nada. Esa idea, ahora, le hizo sonreír, pero era una sonrisa cargada de tristeza. El pasado se había marchado para siempre, había desaparecido, y su equipaje, triste y medio lleno, parecía una prueba de ellos.

«Centinela de la Puerta», dijo la voz de aquella cría en la cabeza de Javel.

—Sí, lo era —replicó Javel, casi sin darse cuenta.

Había sido centinela de la Puerta durante más de diez años, y lo había hecho bien. Ir a trabajar todos los días, desempeñar un trabajo necesario y hacerlo competentemente… era algo de lo que enorgullecerse. Sin embargo, un hombre atormentado por los errores cometidos en el pasado no podía verlo. Javel se agachó junto a su equipaje, cogió su espada y se quedó mirándola, como si se hallara al borde de un precipicio.

«Útil». Se dio la vuelta, echó a andar por el pasillo y se dirigió a la gran sala donde se encontraba el trono vacío de la reina. Al doblar la esquina, vio que la guardia se estaba preparando para proteger la gran puerta de doble hoja con una barricada hecha con muebles, y que ya había varios amontonados en la pared del fondo.

—¡Esperad! —les gritó Javel—. ¡Dejadme pasar!

—No salgas —le aconsejó Devin—. Hay una muchedumbre, por lo menos doscientas personas, además de los mort.

—Soy centinela de la Puerta —replicó Javel—. Dejadme pasar.

—Que sepas que estás cavando tu propia tumba. —Devin dio cuatro golpes en la puerta y, levantando la tranca, la abrió lo suficiente para que Javel pudiera salir por ella—. ¡No podremos dejarte entrar otra vez! —le gritó.

—¡Vale! —masculló Javel, y apretó el paso.

Allí el ruido del ariete sonaba mucho más fuerte, un estruendo constante que sacudía las paredes. Volvió a caer polvo del techo, una fina nevada bajo la luz de las antorchas. Mientras Javel bajaba la escalera, los golpes aumentaron tanto que le castañeteaban los dientes, y cada golpe tenía el contrapunto del ruido metálico de la madera contra el hierro. Una parte de Javel, la parte débil que siempre se retiraba a los rincones más oscuros de la taberna, quería dar media vuelta y volver a subir corriendo la escalera.

—No —dijo en voz baja, tratando de convencerse—. Todavía puedo ser útil.

Cuando llegó al primer piso, recorrió el vestíbulo principal, y por el camino se cruzó con varios sirvientes de la Ciudadela, que lo miraron alarmados.

—¿Qué pasa, señor? —le preguntó una anciana.

—Nos están sitiando —le contestó—. Subid a las plantas superiores y escondeos.

La mujer se marchó presurosa. Javel dobló la última esquina y encontró a la Guardia de la Puerta preparándose para proteger la puerta con ladrillos. Se trataba de una contingencia para la que todos estaban preparados, y había un pequeño almacén al lado de la garita con ese propósito. Los guardias iban y venían del almacén cargados de ladrillos, y unos cuantos más ya habían empezado a levantar un muro de ladrillos y mortero detrás de la barricada. Javel se tranquilizó al reconocer a dos de ellos: Martin y Bil. Se les acercó, y Bil se enderezó, con una paleta en la mano.

—¡Javel! ¿Qué…?

—¿Qué sucede? —le gritó Javel. Allí los golpes del ariete sonaban tan fuertes que notaba que se le estremecía la columna.

—¡Han llegado de repente! —contestó Bil, gritando también—. ¡Hemos cerrado la puerta, pero no hemos tenido tiempo de izar el puente! ¡La puerta no aguantará a menos que la reforcemos con ladrillos!

Javel asintió.

—¡Dime qué quieres que haga, Bil!

—¡Creía que estabas con la Guardia Real!

—¡Yo soy centinela de la Puerta! ¡Dime qué puedo hacer!

Bil se quedó mirándolo un momento, y entonces dijo:

—¡Necesito a otro hombre para mezclar mortero! Gill está en el almacén. ¡Ve y ayúdalo!

Javel asintió, sonriente; para él, aquella sencilla orden era una bendición. Se ató la espada al cinto, pasó por encima de la espalda de Martin y se puso manos a la obra. Aisa estaba agazapada en un rincón oscuro, con una mano en el mango del puñal. Iba sucia, cubierta del polvo de los túneles, y hasta ella se daba cuenta de que olía mal, a una mezcla de sudor viejo y a la humedad podrida que por lo visto imperaba allí abajo. Le dolía el brazo, porque el día anterior se había hecho un corte. Pero estaba poseída por la música del combate.

Merritt estaba detrás de ella, y en el otro lado del túnel, en otro hueco, estaban los hermanos Miller, apenas visibles con la débil luz de la antorcha. Daniel llevaba el cuello vendado; se había hecho una quemadura terrible al asustar a una mujer que estaba friendo pollo en una sartén llena de aceite hirviendo. La mujer le había lanzado la sartén y entonces había intentado huir con los niños que tenía a su cargo, dos chicos y tres chicas, todos menores de diez años. Habían conseguido salvar a los niños, y los habían llevado a la gran zona de espera que habían montado en las Tripas. Pero la mujer había huido. Otro cuidador, un hombre, había intentado golpear a Christopher con una pala, y había acabado con la pala clavada en las costillas. Aisa no sabía si todos los cadén eran como los hermanos Miller, pero ya no le importaba. Estaba decidida a unirse a ellos o morir en el intento.

Sin embargo, para ese sueño todavía faltaban años. El primer paso, el paso que podía dar ahora, era obligarlos a tratarla como trataban a los demás, como una herramienta que se podía manejar.

Christopher se inclinó hacia la luz y señaló a Aisa. Merritt le dio un empujoncito en la espalda.

—Tú, niña. A ver si lo haces bien. Aisa se guardó el puñal en la parte trasera del pantalón y lo tapó con el faldón de su camisa. Inspiró hondo y echó a correr hacia el túnel principal. Era muy ancho: debía de medir unos seis metros de lado a lado, y otros seis de alto, hasta el techo curvado. El agua se filtraba por las grietas y formaba charcos en el suelo. Aisa pensó que debían de estar cerca del foso de la Ciudadela, o quizá incluso por debajo.

Más allá, el túnel se bifurcaba en tres pasillos, y todos se adentraban en la oscuridad. En uno de esos tres pasillos había varios hombres, un proxeneta y sus clientes, que retenían como mínimo a diez críos. Aisa y los cuatro cadén llevaban más de un día entero siguiéndolos por aquel laberinto subterráneo. Los pisos superiores estaban alumbrados con antorchas, escasas pero potentes; allí abajo, en cambio, solo había la que llevaban ellos. Aisa levantó un poco más su antorcha, pero no logró ver nada más allá de las entradas de los tres pasillos, unas bocas enormes y oscuras.

—¿Hola? —llamó—. ¿Hay alguien ahí?

Silencio. Pero Aisa notó que la observaban. Avanzó tambaleándose, abrazándose el cuerpo con un brazo, como un crío con frío. En los cinco días que llevaba allí abajo había visto a muchos niños, tanto vivos como muertos. James le había explicado, sin alterarse, que había proxenetas que mataban a sus niños para que no pudieran incriminarlos ni retrasarlos en su huida.

—¿Hola? —volvió a llamar—. ¿Señora Evans?

Tres días atrás habían detenido a la señora Evans, que ahora estaba en la cárcel de Nueva Londres. No había sido fácil; era ella quien había herido a Aisa en el brazo. Pero su nombre era muy útil, porque en la Guardería era muy conocida y nadie sabía que la habían detenido. Aisa ya había usado aquel truco dos veces con éxito.

—¿Señora Evans? Tengo hambre.

Detectó movimiento más adelante, pero no supo distinguir de qué túnel provenía. El miedo empezó a crecer en su interior, pero era más fuerte la adrenalina. Era la música del combate, sí, pero también intervenía algo más. Aisa estaba haciendo algo importante. No sabía si los cadén la habrían aceptado de no ser porque les venía bien tener a una niña a la que podían utilizar como cebo para atraer a presas difíciles. Pero ya no importaba. Aisa estaba ayudando a salvar a los débiles y castigar a quienes merecían ser castigados. La música del combate era maravillosa, pero la música del combate justo era muchísimo más poderosa, y permitió a Aisa ignorar el miedo y avanzar, cojeando, unos pasos más.

—¿Hola?

Del túnel de la izquierda salió la silueta de un hombre. Aisa lo miró parpadeando. El instinto le aconsejaba dar la alarma, pero se quedó callada. Si sorprendían a su presa, esta se asustaría, y entonces era más probable que matara a los niños.

—La señora Evans me ha abandonado —le dijo al hombre, elevando la voz para que pudieran oírla los cadén, que estaban detrás.

El hombre sonrió, y Aisa vio el blanco de sus dientes en la penumbra. Pero el resto solo era una gran sombra que le tendía una mano.

Aquella era la parte más difícil para Aisa. Estaba deseando llevarse la mano a la cintura y sacar el puñal, pero en aquel túnel había más de diez niños. No podía ofrecerle a aquel hombre la posibilidad de gritar.

Aisa le dio la mano, y se estremeció al notar el tacto húmedo y resbaladizo de su piel. El hombre cogió la antorcha que llevaba Aisa y la levantó, y se llevó a la niña al túnel. Con su mano libre, Aisa buscó el puño del puñal en la espalda. El hombre era mucho más alto que ella, y para alcanzarle el cuello tendría que hacer un movimiento rápido e impecable. Los habitantes de la Guardería, tanto los adultos como los niños, eran como animales salvajes: asustadizos y muy sensibles al peligro. Merritt decía que era resultado de vivir en la oscuridad, pero Aisa no lo creía. Ella también era asustadiza.

Doblaron una esquina, y Aisa se encontró en una pequeña cámara con el techo apenas lo suficientemente alto para que el hombre pudiera estar derecho. La iluminaban dos antorchas, pero en la pared del fondo había otra salida hacia la oscuridad. Había un montón de niños sentados en el suelo, con las piernas cruzadas; Aisa echó un vistazo rápido y calculó que debían de ser unos catorce. El mayor de ellos no podía tener más de once años. Había cinco hombres más repartidos por la cámara, y Aisa vio que tres de ellos llevaban espadas; entonces se fijó en el cuarto y se detuvo, atónita: era su padre.

Él abrió mucho los ojos y también la boca para gritar. Aisa intentó soltarse de la mano del hombre, pero este se adelantó: le tiró del brazo y la lanzó contra la pared. Aisa cayó al suelo, aturdida, y notó un fuerte dolor en el pecho cuando el hombre le propinó una patada en las costillas.

—¡Es una trampa! —gritó su padre—. ¡Corred!

Los niños empezaron a chillar, y el eco de sus voces, que resonaban por las paredes del túnel, obligó a Aisa a taparse los oídos. Entonces se levantaron y fueron en tropel hacia la puerta del fondo. Aisa dejó de recibir patadas en el costado; levantó la cabeza y vio desparecer tras ellos al último hombre.

«Padre», pensó, confusa. Y se preguntó cómo no se le había ocurrido pensar que podía encontrárselo allí. Proxeneta o cliente: ninguna de las dos cosas debería haberla sorprendido.

Los cuatro cadén irrumpieron en la cámara blandiendo sus espadas, y Aisa señaló la puerta del fondo mientras intentaba levantarse.

—¿Estás bien, niña? —le preguntó Daniel.

—Sí —respondió ella, resollando—. Id, id tras ellos.

Salieron corriendo por aquella puerta, y Aisa inició el lento proceso de levantarse del suelo. Le dolían las costillas, y tenía una herida en la cabeza que se había hecho al golpeársela contra la pared. Oyó ruido de espadas en el túnel, y se incorporó. Los cadén podían defenderse solos, pero quizá después recordaran que ella no había estado a su lado.

«Padre aquí», se repetía mentalmente, y era un pensamiento hiriente.

Descolgó una antorcha de su soporte y miró alrededor hasta que encontró su puñal tirado en el suelo. Seguían oyéndose los gritos de los niños, pero a lo lejos. Con el puñal en una mano y la antorcha en la otra, Aisa inspiró hondo, con lo que sintió una fuerte punzada en las costillas, y echó a correr tras ellos.

Aquella parte del túnel era más estrecha, y pronto empezó a serpentear, a medida que ascendía. Aisa oyó gritar a un hombre, y luego solo oía el arrastrar de sus propios pasos. El espacio era cada vez más reducido; Aisa habría dado cualquier cosa a cambio de una bocanada de aire fresco. Creía que los estaba alcanzando, pero no podía estar segura. Le dolía la cabeza. Cada pocos segundos tenía que limpiarse la sangre que le entraba en los ojos.

Derrapó al doblar una esquina y se paró. Había un cadáver de un hombre en el suelo. Se le acercó poco a poco, y entonces, con la punta del pie, le dio la vuelta: era su padre, y todavía respiraba. Él también había recibido un golpe en la cabeza; Aisa vio que empezaba a formársele un hematoma enorme en la sien.

Aisa se agachó y dejó la antorcha en el suelo, y siguió empuñando el puñal por si era una trampa. Pero su padre estaba inmóvil, y por sus labios entreabiertos, bajo la barba negra y tupida, salía un silbido áspero.

—Podría matarte —susurró Aisa, blandiendo el puñal ante los ojos cerrados de su padre—. Podría cortarte el cuello, y a nadie le importaría. Podría decir que lo hice en defensa propia.

Y habría sido verdad, pensó. Ni siquiera podía imaginar cómo sería la vida sabiendo que su padre ya no existía. Cómo sería saber que ya no tenía un enemigo siempre al acecho, un peligro para ella y para todos. Tendría una sensación de libertad fabulosa. Aisa nunca había matado a nadie, pero, si tenía que empezar, no había mejor forma de hacerlo que aquella.

Sin embargo vaciló; seguía asiendo el puñal con fuerza, pero empezaron a dolerle las rodillas y tenía las palmas de las manos sudadas.

—¿Por qué? —dijo mientras veía temblar los párpados de su padre—. ¿Por qué tenías que ser así?

Quería matarlo, pero, más aún, quería respuestas, quería pedirle cuentas. Matarlo parecía muy fácil ahora que estaba inconsciente. No era castigo suficiente.

Se oyó gritar a los niños al final del pasillo, y Aisa se sobresaltó. Había olvidado momentáneamente por qué estaba allí: por los niños. Un día, hacía menos de un año, había entrado en la cocina y había encontrado a su padre con la mano por debajo del vestido de Glee, y su hermana todavía no tenía ni tres años.

—Demasiado fácil —murmuró—. Demasiado fácil.

Los cadén tenían las esposas, pero ella no sabía cuánto tardarían en volver. Utilizando su puñal, Aisa le cortó las mangas de la camisa a su padre, con cuidado de no tocarlo. Le ató las muñecas y los tobillos, apretando los nudos todo lo que pudo. Su padre se removía y gruñía mientras ella aseguraba las ataduras, pero no abrió los ojos en ningún momento, y Aisa se quedó mirándolo largo rato, y deseó ser mayor, lo bastante mayor para haber superado todo aquello.

Venía alguien por el túnel, y Aisa se enderezó y blandió su puñal. Pero entonces identificó el ruido: eran pasos de varias personas que caminaban al mismo ritmo; se relajó y escondió el puñal. La otra parte de su misión estaba a punto de empezar, y estaba decidida a hacerlo bien.

El grupo de niños dobló la esquina; los seguían los cuatro cadén, provistos de antorchas. Christopher y James, además, llevaban cada uno a un prisionero. Los dos cautivos tenían la cara brutalmente magullada. Los niños estaban asustados; muchos lloraban y contemplaban atemorizados a los cuatro hombres de la capa roja. Aisa levantó las manos.

—Escuchadme —dijo—. Estos hombres son buenos. Han venido para ayudaros, os lo juro. Vamos a sacaros de los túneles.

Esas últimas palabras las dijo con toda la dulzura que pudo, porque sabía que salir afuera era lo que más alarmaba a los niños. Muchos llevaban toda la vida allí abajo, y no conocían el mundo exterior.

—Tenemos mucha comida —continuó Aisa, y vio que los niños la miraban con interés.

—Si subimos la escalera nos pondremos enfermos —dijo una niña, una de las mayores—. Me lo dijo mi padre.

—Tu padre te mintió —dijo Aisa, y le echó un vistazo al suyo, que seguía inconsciente pero respiraba acompasadamente—. Yo he vivido siempre allí.

La niña seguía mostrándose un poco rebelde, pero no dijo nada más.

—Ahora tenéis que seguirnos, y no os separéis. Si os despistáis, podríais perderos aquí, a oscuras.

Los primeros días, esa posibilidad también había inquietado a Aisa, pero Daniel siempre marcaba muy bien las paredes, con una tiza especial que no se disolvía aunque le cayera agua encima. Mientras no se quedaran sin luz, no podía pasarles nada.

Christopher se agachó para examinar al padre de Aisa. Se fijó en las ataduras y dijo:

—Tendré que enseñarte a hacer un nudo, niña. Si se hubiera despertado, habría deshecho estos en unos segundos.

«Si se hubiera despertado —pensó ella—, lo habría matado». Pero Aisa no lo dijo. No quería asustar a los niños, pero, sobre todo, no quería que los cadén supieran que Borwen era su padre. Coryn le había contado que los cadén, al igual que la Guardia Real, dejaban que los nuevos miembros borraran su pasado. Sin embargo, no sabía muy bien cuál era su situación respecto a ellos, y, además, ¿incluía ese margen un pasado tan feo como el suyo?

Christopher le puso unas esposas a Borwen, y luego lo levantó del suelo. Este abrió los ojos, empañados y enrojecidos, y paseó un momento la mirada por la cámara, hasta que vio a Aisa y se quedó mirándola fijamente.

—¿Quieres hacer los honores? —le preguntó Daniel a la niña.

Aisa lo miró y se quedó inmóvil, porque comprendió que él ya lo sabía. Todos lo sabían. Por culpa de aquella maldita audiencia en la que había revelado su vergüenza al mundo entero. Merritt la miraba sin poder disimular la lástima que sentía por ella, y James le había puesto una mano en el hombro.

—Adelante —murmuró—. Te hará bien.

Aisa inspiró hondo. Las caras de los niños la tranquilizaron: le recordaron lo importante que era lo que se estaban jugando allí, y Aisa sintió que su vergüenza se reducía. Ni siquiera tuvo que esforzarse para buscar las palabras; las había oído tantas veces aquella última semana que las tenía allí mismo, a mano.

—En nombre de Su Majestad, la reina Kelsea Glynn, quedáis detenidos por proxenetismo, tráfico de personas y agresión sexual. Quedaréis retenidos en la cárcel de Nueva Londres hasta que llegue el momento de presentaros ante el juez. Si no intentáis huir, no recibiréis más malos tratos.

—Venga —dijo Daniel con brusquedad—. Vamos a subirlos. Tú vigila a los críos, niña. Encárgate de que no se pierdan.

Se marcharon por donde habían venido; James y Christopher iban delante, y Aisa, Merritt y Daniel, detrás. A Aisa le dolía el brazo, y vio que el largo corte, que el día anterior se le había cerrado solo, estaba empezando a hincharse y a ponerse rojo. A medida que disminuía su adrenalina, cada vez le costaba más ignorar el dolor de aquella herida, pero Aisa lo aguantó lo mejor que pudo, con un crío cogido de cada mano.

Cuando llevaban más de una hora caminando cuesta arriba, llegaron a una gran intersección donde coincidían seis túneles. Aisa reconoció aquel sitio; solo faltaba una media hora para que llegaran a la superficie. Se filtraba una luz azulada, tamizada a través de varias capas de rejillas, y Aisa se dio cuenta de que allí arriba, en lo más alto, ya debía de estar amaneciendo. La idea de ver el sol parecía casi una utopía; cuando uno llevaba suficiente tiempo allí abajo, olvidaba que hubiera otra cosa que no fuera el resplandor anaranjado de las antorchas.

Los niños estaban cansados; un niño pequeño que no tendría más de cinco años había empezado a rezagarse cada pocos pasos, y Aisa tenía que tirarle un poco de la mano para obligarlo a andar. Nadie del grupo hablaba, solo se oían sus débiles pasos por el suelo de piedra, y fue ese silencio lo que permitió a Aisa oír una voz de hombre, grave y apremiante, que oyó detrás de sí, a su derecha.

—Te lo ruego, Dios mío.

Aisa se paró en seco. Aquellos túneles tenían una acústica muy extraña; a veces Aisa oía voces muy lejanas con suficiente claridad para entender lo que decían, mientras que otras ni siquiera oía las órdenes que daba Daniel a solo tres metros de ella. La voz que acababa de oír había sonado muy clara y en absoluto distorsionada. Quien había pronunciado aquellas palabras debía de estar muy cerca.

—¿Qué pasa, niña? —preguntó Merritt, y se volvió para esperarla.

—Déjame tu antorcha.

—¡Alto! —les gritó él a los hermanos Miller, y a continuación le dio su antorcha a Aisa.

Ella la sujetó con fuerza y dio unos pasos por el túnel, examinando las paredes. Ahora la intersección estaba como mínimo a treinta metros detrás de ellos, y Aisa dudaba de que el origen de aquella voz pudiera estar tan lejos. ¿Una cueva oculta, quizá? Ya habían encontrado una, disimulada con gran astucia debajo de una rejilla de drenaje. Los cadén habían tenido que matar a los seis hombres y mujeres encargados de aquel grupo, pero Aisa no creía que fueran una pérdida; una de las mujeres, al verse acorralada, le había puesto una daga en el cuello a una niña pequeña, casi un bebé. Pero Daniel lanzaba el puñal con la misma destreza con que lo blandía, y la mujer había caído con el puñal clavado en la yugular, sin que la niña recibiera ni un solo arañazo. Aisa pasó la mano por la superficie irregular del túnel, caminando hacia atrás, y de pronto contuvo la respiración: había encontrado un hueco de poco más de veinte centímetros de ancho en la pared de piedra.

—¡Luz! —gritó—. ¡Más luz!

Los cadén hicieron retroceder a los niños y a los prisioneros y fueron a examinar la brecha. Por ella solo podría pasar un hombre muy delgado, pero en cambio sí cabía un niño. Aisa creyó oír (quizá no con los oídos, pero sí con la mente) unos latidos acelerados al otro lado de la pared.

—Ahí dentro hay alguien —le dijo a Merritt.

—¿Crees que puedes entrar?

Aisa le dio la antorcha. A ella también se le aceleró el corazón, porque aquello, sin duda, era peligroso; pero se alegró de que nadie objetara a que entrara allí, ella sola, aunque ellos no pudieran seguirla.

Con el puñal en la mano, se agachó y pasó por la abertura. Era muy estrecha, pero consiguió pasar al otro lado. Sabía que podía encontrar resistencia en cualquier momento: unas manos de adulto que intentaran agarrarla. Sin embargo no pasó nada, y de pronto se hallaba al otro lado de la pared; metió un brazo por la abertura para que Merritt pudiera alcanzarle la antorcha.

—¡No bajes la guardia, niña! —le dijo Daniel desde fuera.

Aisa levantó la antorcha y miró alrededor. Se encontraba en una cámara estrecha que, de hecho, parecía otro túnel. Allí dentro olía aún peor: el hedor era tan intenso que se le pusieron los ojos llorosos. Las paredes estaban recubiertas de moho. Había basura en el suelo, y en un rincón Aisa vio algo que parecía un montón de excrementos humanos. Dio un respingo y gritó cuando una rata enorme pasó por encima de uno de sus pies, y quiso huir de allí, salir corriendo de aquella cámara, de aquellos túneles y recorrer todo el camino de regreso a la Ciudadela. Le dolía el brazo, le dolía la mente, y solo tenía doce años.

«Dolor». No era ni siquiera una voz, solo un débil eco en el fondo de su mente; sin embargo, obligó a Aisa a enderezarse, porque era la voz de Maza.

«El dolor solo incapacita a los débiles». «Un asesino de niños», replicó su mente, pero aquel pensamiento no tenía ningún poder allí. Lo que ocurría en la Guardería era peor que el asesinato. Mucho peor.

—Solo a los débiles —se dijo Aisa en voz baja—. Solo a los débiles.

Levantó un poco más la antorcha y avanzó, buscando el extremo de aquella cámara larga y estrecha, y, cuando la luz alumbró la pared del fondo, se detuvo y blandió instintivamente el puñal.

Había dos hombres sentados en el suelo, apoyados en la pared; sus ropas estaban tan impregnadas de barro y suciedad que Aisa no pudo deducir nada de ellas. Uno tenía los ojos cerrados; parecía dormido, pero Aisa intuyó que estaba muerto. El otro los tenía abiertos y miraba sin ver. Llevaba la cara muy sucia y estaba muy flaco y demacrado. Las muñecas que asomaban por las mangas parecían palos. El hombre se quedó mirando la luz y se le dilataron las pupilas. Entonces Aisa ahogó un grito al reconocer al sacerdote de la Ciudadela, el padre Tyler.

—¿Va todo bien, niña? —preguntó uno de los cadén desde el otro lado.

—Sí.

—¡Pues date prisa! Estos niños necesitan comer, y nosotros necesitamos dormir.

El sacerdote abrió la boca para hablar, y Aisa se llevó un dedo a los labios. Su mente trabajaba a toda velocidad. El padre Tyler, que la había ayudado a buscar libros para leer en la biblioteca de la reina. Maza quería que el padre Tyler volviera a la Ciudadela, pero no había podido encontrarlo. El Arvath había ofrecido una recompensa por la cabeza del padre Tyler; la última vez que Aisa había oído hablar de ella, ascendía ya a diez mil libras. Y Maza también había ofrecido una recompensa, pero las dos cantidades cambiaban continuamente. Aisa estaba convencida de que Maza igualaría la oferta del Arvath, pero quizá los cadén no estuvieran tan seguros. Si Aisa revelaba a los cadén que detrás de aquella pared había diez mil libras, ¿la ayudarían a devolver al padre Tyler a la Ciudadela, solo porque ella lo dijera? Lo dudaba mucho.

Sin hacer ruido, Aisa buscó en los bolsillos de su capa gris. Se había guardado media hogaza de pan de hacía solo dos días, y un poco de fruta seca, y lo dejó todo a los pies del padre Tyler. El sacerdote cogió el pan y empezó a devorarlo. Entonces Aisa cogió su cantimplora y se la dio también. Luego volvió a llevarse un dedo a los labios y retrocedió hasta la abertura de la pared.

—¡Fallo mío! —gritó—. Solo hay ratas. Un nido enorme.

—¡Muy bien, pues sal! —gritó James, molesto—. Estamos cansados.

Aisa levantó una mano, mostrando la palma, para indicarle al padre Tyler que debía quedarse donde estaba, y entonces salió al túnel principal.

—Lo siento —masculló—. Me había parecido oír una voz.

—No pasa nada. Hay que registrar todos los rincones. Sigamos —dijo Daniel. Allí dentro, Aisa se había olvidado por un momento de su padre, pero ahora, de nuevo en el túnel, oyó la voz de su padre.

—Aisa, niña.

Ella levantó la cabeza, y se odió a sí misma, porque se dio cuenta de que, para ella, la voz de su padre era la voz de Dios, una voz imposible de ignorar.

—¿Qué pasa?

—No irás a dejar que me hagan esto, ¿verdad?

—¡Cállate! —le espetó Christopher y zarandeó a Borwen como si fuera una muñeca de trapo.

—Estoy hablando con mi hija. Aisa lo miró con asco. Borwen tenía el pelo alborotado, y la barba empapada de sangre, pero por lo demás parecía el mismo de siempre. Con esposas o sin ellas, de pronto Aisa sintió miedo, porque recordaba aquello perfectamente: la voz de su padre, aduladora y lisonjera.

—Aisa, supongo que no te gustaría verme en la cárcel, ¿verdad?

Aisa le dio un tortazo.

—Donde me gustaría verte es en la tumba. Pero tendré que contentarme con la cárcel. No volverás a ver a ningún miembro de mi familia. Espero que mueras a oscuras. —Se volvió hacia Christopher—. Hazme un favor y vuelve a amordazarlo.

—Haznos un favor a todos —dijo Merritt con desprecio.

Los niños contemplaban la escena con los ojos como platos; el más pequeño volvió a cogerle la mano a Aisa y la miró fijamente, mientras Christopher le tapaba la boca a Borwen con un trapo. Sin embargo, la mordaza no alivió mucho a Aisa; mientras lamentaba ser hija de aquel hombre, procuraba no volver la cabeza hacia el hueco de la pared. Tendría que volver a bajar allí, despistar de alguna manera a los cadén y regresar con un poco más de comida… y tendría que hacerlo sola. Esa idea le daba escalofríos, pero no veía alternativa; tenía que devolver al sacerdote a la Ciudadela. Les debía lealtad a aquellos cadén que le habían ofrecido un trabajo, pero su lealtad a Maza y a la reina estaba por delante, y la reina y Maza querían recuperar al padre Tyler.

«¿Qué quiero ser? —se preguntó—. ¿Una cadén o una guardia real?». No lo sabía, pero las dos opciones eran peligrosas. Le dolía mucho el brazo, y cuando llegaron arriba vio que tenía el borde de la herida de un rojo intenso y que había empezado a supurar.

«Está infectada», le dijo la vocecilla, y se le hizo un nudo en el estómago.

En la casita de Lower Bend tenían una vecina, la señora Lime, que se había cortado con un cuchillo sucio. En Lower Bend nadie podía comprar antibióticos, y la señora Lime había acabado desapareciendo, y su casa quedó vacía hasta que unos ocupas se instalaron en ella. Aisa recordaba muy bien aquella palabra, que resonaba como un toque de difuntos en su cabeza: infección.