5

La tierra de Tear

El error de las utopías consiste en dar por hecho que todo será perfecto. La perfección tal vez sea la definición, pero somos humanos, y llevamos con nosotros nuestro propio dolor, nuestros errores, nuestros celos, nuestras penas. No podemos desprendernos de nuestros fallos, aunque aspiremos al paraíso, y por eso planear una nueva sociedad sin tener en cuenta la naturaleza humana equivale a condenar esa sociedad al fracaso.

Las palabras de la reina Glynn, recopilación del padre Tyler.

William Tear estaba muy preocupado por algo. Katie tenía esa convicción.

Aunque llevaba casi un año trabajando para él, aún no lo conocía bien. No era un hombre fácil de conocer, pues se protegía mucho. Ella pensaba que ni su madre lo entendía del todo. Había días en que Katie creía ver aquella cosa que pesaba sobre Tear, encorvaba sus hombros y lo avejentaba; y, como él estaba preocupado, Katie también.

Estaba sentada en el suelo, en medio del Cinturón, la estrecha franja de denso bosque que bordeaba la parte norte de la ciudad. Allí, el dosel que formaban las copas de los árboles era muy tupido, y solo unos pocos rayos de sol moteaban la hierba seca.

—¡Empuja! —gritó Tear—. ¿No ves que le falla el equilibrio? Ahora es cuando utilizas el peso de tu cuerpo para abalanzarte sobre él y derribarlo. Si consigues colocarte encima de tu adversario y con el puñal en la mano, lo has vencido.

Katie se abrazó las rodillas y trató de concentrarse en el cuadrilátero que tenía delante, donde Gavin y Virginia forcejeaban esforzadamente. Cada uno empuñaba un puñal, pero en ese momento las armas no eran lo primordial; aquello era una lección de influencia y poder. Katie todavía no dominaba el puñal, y no tenía suficiente estatura para imponerse a un oponente, pero era una de las más rápidas, y la que más confiaba en su propio cuerpo, en sus reflejos y en su equilibrio. Virginia era más alta y tenía los músculos más desarrollados, pero no encontraba dónde empujar, y al cabo de unos segundos Tear les ordenó parar y empezó a señalar lo que no habían hecho bien. Virginia parecía contrariada, pero Katie no creía que fueran a tenérselo en cuenta. Eran nueve los que se entrenaban allí: Katie, Virginia Warren, Gavin Murphy, Jess Alcott, Jonathan Tear, Lear Williams, Ben Howell, Alain Garvey y Morgan Spruce. Cada uno tenía sus virtudes, pero Virginia era la más valiosa: no le temía absolutamente a nada. Katie había aprendido mucho en el último año, pero la intrepidez no podían enseñártela, y ella la codiciaba.

—Virginia, siéntate y observa. A ver si esta vez consigues verlo. —Tear chasqueó los dedos—. Alain, ataca a Gavin.

Alain se levantó del corro y se acercó a Gavin con cautela. Eran buenos amigos, pero Alain era el luchador más débil del grupo, y Gavin lo sabía; en sus ojos ardía un brillo de exceso de confianza. Katie sacudió la cabeza. Gavin era un buen luchador, pero tenía tendencia a la arrogancia, y eso le había causado problemas en más de una ocasión.

—¡Encógete, Garvey! —gritó tía Maddy desde detrás de Tear—. ¡O te hará saltar por los aires!

Alain encogió los hombros hacia el pecho y desenvainó el puñal que llevaba en la funda de la cintura. Eran unos puñales muy bastos, poco más que punzones afilados con empuñadura, las mismas herramientas que los trabajadores utilizaban para sacrificar el ganado. Pero Katie había oído a su madre hablando con tía Maddy, y esta le había dicho que Tear les había fabricado a todos auténticos puñales de combate. Esas armas tenían que fabricarse en secreto, y había que llevarlas también en secreto (a veces Katie tenía la impresión de que, desde aquel día, hacía ya un año, en que se había sentado en un banco con William Tear, su vida se había llenado de secretos, como el cazo que colocabas bajo una gotera), y no se las entregarían hasta que estuvieran preparados. Katie estaba impaciente. Alain era más alto que Gavin, pero este era el que mejor manejaba el puñal de todos ellos, y además sabía moverse como una lagartija. En solo unos segundos se había colocado detrás de Alain, le había agarrado la mano del puñal y empezó a golpear la muñeca de Alain contra su rodilla, metódicamente y con decisión, tratando de obligar a este a soltar el puñal.

—¡Alto! —gritó Tear, y entró en el cuadrilátero. La madre de Katie iba con él y miró a Gavin con reproche.

—¿Qué habría pasado en una pelea real, Gavin? —preguntó ella.

—Lo habría inmovilizado —contestó Gavin con voz monótona—. Le habría roto la muñeca y luego le habría destrozado la rodilla.

—La derrota no significa gran cosa en este cuadrilátero —le dijo Tear a Alain—. Pero en la vida real, en un combate real, la derrota significa una muerte instantánea. Eso es algo que hay que entender y recordar.

Con el rabillo del ojo, Katie vio que Virginia asentía con gesto adusto. Eran amigas, de alguna manera, aunque Virginia era demasiado agresiva para entablar una amistad verdadera con nadie. La semana anterior, durante la fuerte discusión sobre el reparto de la cosecha, Virginia había agarrado al señor Ellis por el cuello, y Katie estaba segura de que, si varios adultos no la hubieran apartado, Virginia lo habría estrangulado. En la ciudad que Katie había conocido de niña nunca había peleas; cuando tenía problemas, la gente los solucionaba hablando. Ahora daba la impresión de que había un conflicto cada semana, y muchas veces Katie se preguntaba si estarían entrenándose para mantener la paz, si sería ese el problema que William Tear había previsto.

Jonathan Tear, al lado de Virginia, observaba a las dos figuras que estaban en el centro del cuadrilátero, absorbiéndolo todo con la mirada. Jonathan era un duplicado de William Tear, salvo por los ojos, grandes y oscuros. Los ojos eran de su madre, Lily; Katie se había fijado muchas veces en ese parecido. Jonathan no destacaba en el combate; Katie lo había derrotado varias veces, pese a que él era un año mayor que ella. Pero eso no importaba mucho. Jonathan siempre estaba aprendiendo; aprendía de todo. Katie se daba cuenta, veía cómo aquellos ojos oscuros grababan la información y la enviaban a aquella habitación enorme que era el cerebro de Jonathan para que fuera procesada. ¿Habitación? Qué demonios, era toda una casa.

—Cambio, Gavin. Lear contra Alain.

Lear se levantó, y Katie casi vio lamentarse a Alain. Lear no era el mejor combatiente del grupo, y sin embargo era el más respetado, porque era inteligente. Su padre, que había muerto durante la Travesía, había sido uno de los hombres de confianza de William Tear, y su madre solía decir que Lear había heredado la inteligencia de su padre. Era aprendiz del anciano señor Welland, el historiador de la ciudad, y Lear estaba trabajando en su propia crónica. No era una historia de la Travesía; ninguno de ellos sabía suficiente sobre ese período, y las respuestas que conseguían sonsacarles a los adultos eran vagas hasta la desesperación. Pero, según Gavin, Lear se había propuesto redactar una crónica de la historia de la ciudad durante el resto de su vida y publicar la obra justo antes de su muerte. Nadie quería pelear con un chico capaz de pensar a tan largo plazo.

—Cerrad un poco el corro —ordenó la madre de Katie—. Menos posibilidad de error.

Todos avanzaron un poco.

—¡Ya! —Lear rodeó a Alain, que se había quedado prácticamente paralizado.

Alain era el más débil del grupo, y a Katie le fastidiaba esa debilidad; allí no había espacio para ella.

«Hablas igual que Row». Arrugó el ceño y lamentó no poder silenciar aquella voz. Últimamente sus pensamientos parecían los de un esquizofrénico; daba la impresión de que cualquier idea que tuviera pudiera clasificarse según perteneciera a Row o a Tear. Alain no era un buen combatiente, pero, como muchos niños de la Travesía, tenía otras habilidades, concretamente un don espectacular para los juegos de manos. Nadie jugaba a las cartas con Alain, a menos que fuera por el simple derecho a jactarse de ello; había ganado varias madejas del mejor hilo de Katie hasta que ella comprendió que tenía que dejar de apostar. Todos los otoños, en la fiesta de la cosecha, Alain realizaba un espectáculo de magia con el que impresionaba a los adultos y dejaba absolutamente maravillados a los más pequeños. Quizá no fuera muy buen luchador, pero Katie sabía reconocer el gran valor de tener a personas tan diferentes en una comunidad, cada una peculiar, cada una con defectos, virtudes, intereses y singularidades. Todos juntos conformaban un tapiz, como habrían hecho los personajes de un libro. Esa era la lección de la ciudad, la lección que enseñaban a los niños antes de que aprendieran a andar: tú eres especial, todos somos especiales, y nadie es mejor que nadie. Cada uno tiene su valor.

Pero Row no sabía apreciar el valor de ese tapiz. Katie intentaba explicárselo a menudo, pero dudaba que él lo entendiera. Row no tenía paciencia con la incompetencia, y a veces sus pensamientos se entrelazaban con los de Katie y estrangulaban la voz de Tear hasta extinguirla.

Lear dejó de describir círculos y avanzó, rápido y silencioso. En cuestión de segundos se había colocado detrás de Alain y lo había agarrado por el cuello con ambos brazos, inmovilizándolo.

—¡Alto! William Tear, de pie y con los brazos cruzados, miraba fijamente a Alain. Su mirada no estaba desprovista de compasión, pero tampoco de frialdad, y de pronto Katie se dio cuenta de que Alain estaba en apuros.

—Ya es suficiente por hoy. Podéis volver todos a vuestros oficios. Lear soltó a Alain, que se separó de él tambaleándose y frotándose el cuello. Lear le dio una palmada en la espalda, y Alain sonrió, afable, pero se notaba que no las tenía todas consigo; Katie estaba segura de que él también sabía que solo estaba en período de prueba. Gavin empezó a meterse con él, pero Gavin era así; estaba tan convencido de sus talentos que a veces pecaba de cruel sin darse cuenta. El año anterior, Gavin la había invitado al pícnic de verano, y, aunque era atractivo, Katie había rechazado la invitación. Gavin era implacable, estaba dispuesto a pasar por encima de lo que hiciera falta para lograr su objetivo. Katie dudaba que fuera capaz de anteponer nada a sí mismo.

«¡Venga ya! —protestó su vocecilla interior—. ¿Acaso Row es mejor?». No, pero Row no se engañaba respecto a sí mismo. Y eso significaba una gran diferencia. Row quizá fuera antipático, pero Gavin era estúpido. Ni siquiera le gustaba leer.

Tear, tía Maddy y su madre salieron del claro y se dirigieron hacia el oeste, hacia la ciudad. La madre de Katie le hizo una discreta señal con la cabeza a su hija para indicarle que ese día lo había hecho muy bien. Gavin, Howell, Alain y Morgan desaparecieron entre los árboles y se encaminaron hacia el este; después rodearían la colina y torcerían hacia el sur, hacia la granja. Jess descendió por la ladera, hacia el aserradero, y Virginia la siguió; formaba parte de un grupo muy numeroso que había empezado a explorar y trazar el mapa de las extensas tierras alrededor de la ciudad, la «Tierra de Tear», como habían empezado a llamarla, aunque Katie sabía por su madre que a William Tear no le gustaba que la llamaran así. Todos tenían oficios que les servían para camuflar aquellas sesiones; hasta Jonathan Tear trabajaba de día en la lechería. Sin embargo, no había ningún oficio que pudiera compararse con las lecciones de Tear. Les estaba enseñando a combatir, pero eso solo era una parte. De alguna manera, aunque fuera difícil explicarlo, Tear también les estaba enseñando, no mediante palabras sino mediante el ejemplo, a ser mejores. Mejores personas, mejores miembros de la comunidad. Durante las sesiones, la voz de Row seguía presente en la cabeza de Katie, pero muy débil. En el mundo de Row, a Alain ya lo habrían echado hacía mucho tiempo, pero las ideas de excepcionalidad de Row, su visión del mundo competitiva y despiadada no parecían tener cabida en el claro.

Katie esperó un momento antes de levantarse, y se sacudió las briznas de hierba del fondillo de los pantalones. Podía permitirse llegar un poco tarde a la granja; trabajaba mucho, y el señor Lynn, que supervisaba a las hilanderas y las tintoreras, consideraba casi milagrosos los resultados que Katie obtenía. Seguramente, no se habría quejado aunque ella no hubiera aparecido en una semana.

En el otro extremo del claro, Jonathan Tear seguía sentado en el suelo con la vista al frente. Tenía el rostro impasible, casi como si estuviera adormecido, y Katie se marchó sin decirle nada; ¡Jonathan era tan raro! Pese a pertenecer a una comunidad que valoraba a los individuos, Katie no sabía muy bien qué papel ocupaba Jonathan. En teoría, habría podido disfrutar de un estatus muy elevado por ser su padre quien era, pero Jonathan no aceptaba la adulación que a la ciudad le habría encantado dedicarle; no parecía saber qué hacer con ella. Pasaba casi todo su tiempo libre en la biblioteca, acurrucado con un montón de libros en los rincones oscuros del segundo piso. Hasta en las sesiones de entrenamiento Jonathan permanecía aislado, al margen de la jocosa camaradería de la que disfrutaban los demás, aquella agradable sensación de pertenencia a una elite que los definía. Era raro, sencillamente raro, y el primer impulso de Katie fue dejarlo en paz.

Pero, cuando llegó al borde del claro, redujo el paso y acabó deteniéndose del todo. La voz de su madre rondaba por su cabeza, la voz de la infancia de Katie, una voz que decía que cuando veías que tu vecino tenía un problema, por muy antipático que te cayera o por mucho que discreparas con él, te parabas. Y le ofrecías ayuda.

Jonathan Tear no tenía buen aspecto. Katie suspiró con hastío, dio media vuelta y fue hacia él.

—¿Estás bien? —Jonathan siguió mirando al frente y no contestó.

Katie se puso en cuclillas y escudriñó su cara, y entonces comprobó que lo que le había parecido embotamiento era en realidad concentración; era como si Jonathan observara algo a lo lejos. Katie volvió la cabeza, pero solo vio la hilera de árboles del fondo del claro.

—¿Jonathan?

Chasqueó los dedos delante de sus ojos, pero él ni siquiera pestañeó. Tenía las pupilas dilatadas, y Katie se preguntó si estaría sufriendo algún tipo de ataque, y si debía avisar a alguien. Pero el resto del grupo ya se había alejado, y solo se oía la melodía del bosque: el canto de los pájaros y el débil murmullo del viento entre las ramas de los árboles.

Poco a poco, indecisa, Katie estiró un brazo y le puso una mano encima del hombro a Jonathan. Él dio un respingo, pero sus pupilas no se contrajeron, y cuando se volvió tenía la misma mirada extraviada e inexpresiva que antes, y Katie tuvo la impresión de que la atravesaba, y se estremeció.

—Se ha estropeado —dijo en voz baja—. La ciudad, la tierra. Tú y yo, Katie. Tú y yo, Katie, y un puñal.

Al oír esa última palabra, Katie dio un respingo y automáticamente llevó una mano al puñal que tenía en la cintura. Jonathan alargó una mano y le agarró la muñeca con unos dedos fríos, y las comisuras de su boca se elevaron y compusieron una sonrisa siniestra.

—Nosotros lo intentamos, Katie —susurró—. Hicimos todo lo que pudimos.

Katie dejó escapar un grito ahogado y se soltó de su mano. Jonathan parpadeó y la luz moteada de la tarde contrajo sus pupilas. La miró fijamente, con el ceño fruncido.

—¿Katie?

Ella se echó hacia atrás. El corazón todavía le latía muy deprisa, y no quería estar tan cerca de Jonathan. Sentía que proyectaba peligro, que lo irradiaba casi como el calor.

—Estabas soñando —dijo por fin.

«¿Soñando? —dijo aquella vocecilla con sorna—. Estaba en trance, en algún tipo de trance, como le pasa a veces a Annie Fowler cuando le preguntan qué tiempo hará mañana».

Pero Annie solo cerraba los ojos un momento antes de predecir el tiempo, y solía acertar. Lo que le había pasado a Jonathan había sido completamente diferente. Era casi como si…

—¿Ha acabado el entrenamiento? —preguntó Jonathan.

—Sí. —Se levantó y le ofreció una mano.

Lo ayudaría a ponerse en pie, y basta. Ya había hecho la buena obra del día. Se marcharía de allí, bajaría a la granja, teñiría un poco de lana y se olvidaría de toda aquella escena tan repulsiva.

Pero, en lugar de eso, preguntó:

—¿Qué has visto? Él adoptó una expresión introspectiva.

—¿Qué quieres decir? Katie lo levantó.

—A veces tu padre entra en trance. Me lo ha contado mi madre. Tú también has entrado en trance. ¿Qué has visto?

—No puedes contárselo a nadie.

—¿Por qué no? Yo no tengo la culpa de que hayas decidido hacerlo en mitad del entrenamiento.

Jonathan la sujetó por los hombros, y Katie se puso en tensión; de pronto reparó en que Jonathan le sacaba más de un palmo. Llevó la mano hacia el puñal, pero antes de que pudiera desenvainarlo Jonathan la soltó y retrocedió.

—Lo siento —dijo fríamente—. Es que no quiero que lo sepa nadie.

—¿Por qué? —insistió Katie, perpleja—. A mí me encantaría ser clarividente. Yo no soy como los niños de la Travesía, no tengo ningún don.

Jonathan la sometió a una mirada escrutadora.

—Desde que tengo uso de razón, la gente no ha dejado de observarme, atentos a ver cómo me convierto en un doble de mi padre. Y no me importa; entiendo por qué lo hacen. Pero las dinastías son peligrosas. No sé a quién escogerán para sucederlo y gobernar la ciudad, pero no deberían elegir a nadie por ser el hijo de nadie. Decidirán mejor si creen que soy como cualquier otro.

—¿No es algo un poco difícil de ocultar?

—No, no mucho. Paso la mayor parte del tiempo solo.

Katie agachó la cabeza, abochornada. Siempre había dado por hecho que el aislamiento de Jonathan no era más que una muestra de ineptitud social; nunca se le había ocurrido que pudiera ser voluntario. Recordó los comentarios maliciosos que Row y ella habían compartido sobre aquello y se avergonzó de sí misma.

—No te avergüences —dijo Jonathan, y Katie se sobresaltó—. Era la impresión que yo quería que tuvieras.

Katie, asustada, se apartó de él. ¿Había oído lo que estaba pensando? En la ciudad había varios adolescentes que tenían algo de aquel talento; una vez, Katie había oído a su madre y a tía Maddy hablando de eso. Su madre había dicho que William Tear les había ordenado que no hablaran de esas cosas, para que los niños de la Travesía no se sintieran especiales. Row sabía hacer cosas extraordinarias con el fuego; ese era su don, del mismo modo que Ellie Bennett sabía encontrar agua o Matt van Wye podía hacer desaparecer los objetos. Row tampoco exhibía su don; solo Katie (y tal vez la madre de Row) sabía que esa habilidad suya era lo que hacía que Row trabajara tan bien los metales. Katie, que había nacido casi dos años después de la Travesía, no poseía ninguno de esos dones, y muchas veces los había envidiado. Pero tenía la impresión de que los niños de la Travesía, con sus pequeños poderes mágicos, diseminados por la ciudad como los huevos que escondían en las fiestas de primavera, eran muy diferentes de Jonathan. Él parecía estar rodeado de poder. Katie miró hacia abajo y vio que tenía el vello de los brazos erizado. No apartó la mano del puñal.

—No soy ningún peligro para ti —le aseguró Jonathan.

Tal vez no lo fuera, pero aun así había peligro en él, y Katie trató de analizarlo. ¿Acaso no estaba pensando, hacía solo un momento, que la ciudad era un lugar donde todos eran igual de valiosos, donde todos sus dones se unían para componer un tapiz?

«¿Igual de valiosos? ¿Y William Tear?». Katie parpadeó. Se preguntó qué diría Row si se enteraba de lo que había descubierto, e inmediatamente llegó la respuesta.

«No necesitamos a otro William Tear». Sí, esa era la voz de Row, pero este no había estado allí aquella noche, sentado en el banco, y no había sentido la grandeza de Tear, su majestuosidad. Tear les había pedido a los mentores de los muchachos que los cubrieran, que no revelaran que no estaban en sus puestos de aprendices cuando se suponía que sí lo estaban, y de momento nadie sospechaba nada. Pero ocultarle cosas a Row era muy diferente; él sabía que Katie no era del todo sincera, y eso había abierto una pequeña brecha entre ellos dos. Katie odiaba esa brecha, pero no podía hacer nada para evitar que existiera. Aunque a veces todavía la irritaban las restricciones de la ciudad, su innata hipocresía, sabía que ella nunca podría ir contra William Tear. Este no quería que lo adoraran como a un dios, ni siquiera como a un rey; eso era peligroso, se contradecía con la democracia que él tanto valoraba. Pero de todas formas Katie lo adoraba. Y allí estaba el hijo de Tear, el raro de la escuela, un chico a quien ella siempre había considerado sin ninguna importancia, y de pronto un poder similar al de William Tear emanaba de él. Entonces a Katie se le ocurrió otra cosa, algo que nunca se había planteado: ¿qué pasaría con la ciudad cuando ya no estuviera William Tear?

—¿Puedes apartar la mano del puñal? —preguntó Jonathan.

Katie soltó el puñal. Él se relajó y se sentó en cuclillas, y de pronto Katie recordó que solo le llevaba un año. Durante unos momentos, la diferencia de edad había parecido mucho mayor.

—No se lo contaré a nadie —aseveró.

Él levantó la cabeza y sonrió. Katie tuvo que desviar la mirada, pues era una sonrisa reluciente, con una carga de bondad casi cegadora. Le dieron ganas de suplicarle perdón. Volvió a acordarse de aquella noche en el jardín, sentada al lado de Tear en el banco, y se dio cuenta de que haría cualquier cosa que él le pidiese. Los Tear eran peligrosos, pero su peligro no tenía nada que ver con los puñales.

—Gracias —dijo Jonathan.

Katie miró la hora. Hacía mucho que debería haber regresado a la granja, pero seguía vacilando sin saber por qué, y, cuando por fin identificó el origen de esa indecisión, se quedó atónita: estaba esperando a que él le ordenara marcharse.

—Vete —le dijo Jonathan.

Katie fue tambaleándose hacia el borde del claro. No podía concentrarse y tenía la piel de gallina. Se sentía como creía que debían de sentirse los árboles después de que les cayera un rayo.

Volvió la cabeza, pero Jonathan ya había desaparecido. Katie siguió andando hacia el este, buscando el sendero que atravesaba la ladera y que la devolvería a Hill Road. Al final lo encontró, pero la sensación de haber sido golpeada por un rayo no la abandonó.

«¿Qué ha pasado? —se preguntó, aunque sabía que no iba a obtener respuestas—. ¿Qué ha pasado en el claro?».

No lo sabía, pero al menos había una cosa que sí había cobrado solidez en su mente: ahora tenía otro secreto que guardar. Y no tenía que ocultárselo a la ciudad, lo que habría sido fácil, sino a Row. Otro secreto que los separaría, y Katie sintió que la cuña se hincaba un poco más en su mente: Tear y Row, tan distantes ahora que habrían podido hallarse en los lados opuestos de un barranco; y ¿dónde clavaba Katie su bandera?

«¡Puedo ser las dos!», se dijo, pero, a pesar de no haber hablado en voz alta, su voz sonó estridente, y tenía ese tono agudo y angustiado de alguien que intenta encubrir una mentira.

Se oyeron unos golpecitos. Katie despertó bruscamente de un sueño en el que volaba, y se encontró a oscuras. Los golpecitos continuaron y durante unos instantes sintió que su sueño se transformaba, de manera fluida, sin interrupciones, como suelen hacer los sueños, en algo nuevo, un poema que su madre le había leído cuando ella era pequeña. Fuera había un cuervo, y golpeaba con el pico, y Katie no podía abrir la ventana, porque fuera solo había locura.

Unos cuantos golpecitos más. Se dio cuenta de que estaba despierta, de que el ruido lo hacían unos dedos en la ventana, una tabla que su madre había construido y que se abría hacia fuera girando sobre unos goznes. A diferencia de las ventanas con cristales de sus libros, esa ventana era opaca, de madera, y Katie no podía ver lo que había fuera.

«Nada —le dijo una vocecilla—. Nada bueno. No le hagas caso y sigue durmiendo».

Pero no podía ignorar aquellos golpes. De hecho, eran cada vez más rápidos y más fuertes, y no tardarían en despertar a su madre. Katie inspiró hondo, se recordó que era un animal feroz, quitó el pestillo y abrió un poco la ventana.

Row estaba agazapado bajo el alféizar y miraba a Katie con sus oscuros ojos bajo la luz de la luna.

—Abrígate y ven.

—¿Adónde?

—Afuera.

—¿Qué hora es? —Buscó su reloj a tientas en la mesilla de noche.

—Las dos y media. —Row levantó una masa negra y deforme—. He traído capas para los dos. Así podremos hacernos pasar por adultos.

Katie no se movió. El instinto le aconsejaba no salir, y sin embargo la oscuridad que vislumbraba detrás de Row ejercía una fascinación irresistible. Él podía saltarse las normas sin miedo a sufrir represalias. Pero Katie no era tan temeraria.

Row sonrió.

—¿Por qué no? Ya me conoces, Katie; nunca me pillan. —Ella se retiró, súbitamente estremecida al recordar aquel momento, la otra tarde, con Jonathan Tear. ¿Acaso ahora todos podían leerle el pensamiento? Miró con recelo a Row y se preguntó si habría estado ocultándoselo todo ese tiempo.

—No me digas que…

—Te conozco, Rapunzel. ¿Desde cuándo necesitamos magia para adivinar lo que piensa el otro?

Era verdad. A veces alcanzaban una armonía tan perfecta que ni siquiera necesitaban hablar.

—Dime, ¿de qué tienes miedo? —Row cruzó los brazos y los apoyó en el alféizar—. ¿De mí?

No, no era exactamente de Row de lo que tenía miedo, pero Katie no habría podido explicarlo. Como siempre, lo que Row le ofrecía era descabellado, misterioso y prohibido: la noche al otro lado de su ventana. Si la descubrían después del toque de queda, no solo la castigaría su madre, también se enteraría William Tear, y hasta podían expulsarla de la guardia.

—¿A qué has venido? —le preguntó—. ¿Y Mia?

Row se encogió de hombros, y en ese simple gesto Katie pudo leer sin ninguna dificultad toda una conversación. Sí, esa semana Row dormía con Mia Gillon, pero esta esperaría, como por lo visto lo esperaban todas las mujeres de la ciudad. Row tenía muchas camas a su disposición, y hacía buen uso de ellas, pero las mujeres no le importaban. A Katie la reconfortaba pensarlo. El círculo mágico que los rodeaba a los dos desde la infancia era sólido, demasiado sólido para que lo rompiera alguien tan ridículo como Mia Gillon.

Row se inclinó un poco más y le puso delante la capa, haciéndola oscilar.

—Tu última oportunidad, Rapunzel. Katie cogió la capa con dedos ligeramente temblorosos.

—Tengo que vestirme.

—Te espero fuera. Date prisa.

Temblorosa, Katie cerró la ventana. Se le encogió el estómago, como siempre que ocurría cuando existía la posibilidad de meterse en un lío. Tenía ganas de vomitar.

—¿Qué haces? —se dijo mientras se ponía unos pantalones gruesos de lana y una camisa de abrigo—. ¿Por qué lo haces?

No había respuesta. Katie pensó en Jonathan, en su padre, en su madre, en los libros… en cosas que ocupaban las horas del día, pero ahora era de noche.

—Qué estúpida —susurró, y pasó una pierna al otro lado del alféizar—. Qué estúpida, qué estúpida, qué estúpida.

Saltó al suelo y cerró la ventana. Los goznes chirriaron un poco e hizo una mueca. Sin el pestillo cerrado, la madera no quedaba perfectamente alineada, y dejaba un resquicio de un par de centímetros, pero eso no podía evitarlo. La hierba que crecía bajo su ventana estaba húmeda de rocío, y notó que empezaba a traspasarle los gruesos zapatos de lana. Con todo, sus pies parecían llevarla sin necesidad de que ella se lo ordenara; salió al camino que había delante de la casa, donde Row la esperaba en silencio, con la capa y la capucha puestas; él le dio la mano y Katie sintió que la recorría un extraño estremecimiento.

—Vamos.

Recorrieron presurosos el sendero y luego descendieron hacia el extremo sur de la ciudad. La niebla cubría la ladera del monte, ocultándolo todo salvo algún que otro farol encendido. Todo estaba tranquilo, y el silencio recordó a Katie, más que ninguna otra cosa que hubiera pasado ese día, el extraño momento vital en que se encontraba, a punto de hacerse mayor. Todos los otros niños estaban acostados, pero allí estaban Row y ella, que no eran ni niños ni adultos, corriendo por las calles sin permiso, intrusos en un mundo azul oscuro.

Al cabo de unos minutos, el camino empezó a descender de forma más pronunciada. Katie se había desorientado por culpa de la niebla, pero Row parecía saber adónde iban, porque le tiró de la mano, la sacó de la calzada y la metió en el espacio entre un grupo de casas. Katie no entendía cómo podía estar tan seguro del camino; ella no veía más de un metro más allá. Tenía los zapatos calados y se le estaban durmiendo los dedos de los pies. Ya no había casas: habían llegado al bosque; Row corría entre árboles y matorrales arrastrando a Katie. La niebla empezó a desaparecer y ellos siguieron descendiendo, y al poco rato Katie ya podía ver dónde pisaba. Se encontraban en el Lower Bend, la parte más baja de la ciudad, donde la ladera oriental lindaba con el bosque. Allí estaba el taller de metales de Jenna Carver donde trabajaba Row, y Katie pronto comprendió que era allí adonde iban.

—Row, ¿qué…?

—¡Chisss!

El taller de Jenna era un edificio de madera desvencijado, desprotegido del viento incesante que azotaba la ladera oriental. Katie suponía que la puerta estaría cerrada con llave, puesto que Jenna guardaba allí objetos personales de muchos clientes, pero cuando subían los gastados escalones Row le enseñó una llave.

—¿De dónde has sacado eso?

—He hecho un duplicado.

Katie sabía que acababa de hacer una pregunta estúpida. Entre muchos otros objetos de metal, Row y Jenna fabricaban llaves y cerraduras. En la ciudad poca gente cerraba la puerta de su casa con llave, aunque todas tenían cerradura. Katie sospechaba que esa rareza, como muchas otras, tenía algo que ver con el período de la Travesía, pero no podía estar segura. Todos los adultos eran iguales: no les importaba hablar de la Travesía (aunque lo hacían con una imprecisión exasperante respecto a la geografía), ni de historia mundial, pero el período inmediatamente anterior al éxodo, que abarcaba unos treinta o cuarenta años, era un agujero negro en la conciencia de la ciudad. Fuera lo que fuese lo que los había llevado a todos hasta allí habían decidido borrarlo de su memoria.

Entró detrás de Row en la tienda, y esperó, temblorosa, mientras él encendía una lámpara.

—Será mejor que valga la pena. Me estoy congelando.

—Vale la pena —dijo Row, hurgando en un cajón de la mesa de Jenna—. ¡Mira!

Sacó una piedra preciosa, oscura, con múltiples y relucientes facetas. Pese a estar en penumbra, Katie reconoció al instante la joya de William Tear, la misma que ella había tenido encerrada en el puño hacía más de un año, pero se quedó mirándola como si no la hubiera visto jamás.

—¿Qué es? —preguntó. Por una parte sentía pena, esa pena que sentía cuando le mentía sobre dónde había pasado la tarde. ¡Cuántos secretos tenía ya!

—Es de William Tear —respondió Row—. Se la dio a Jenna; quiere que la monte en un collar con engaste de plata. Se supone que yo no sé nada.

—Entonces ¿cómo es que lo sabes?

—Les escuché a escondidas —Row sonrió.

Katie conocía muy bien aquella sonrisa, pero en aquel momento le pareció casi grotesca. No le hizo ninguna gracia ver el zafiro de William Tear en la mano de Row.

—Y ¿me has traído hasta aquí solo para enseñarme esto?

—¡No es una piedra como otra cualquiera! —protestó Row—. Mira, cógela.

Katie la cogió. No tuvo ninguna de las sensaciones que recordaba haber tenido aquella noche en el banco: solo notó su peso, su frío y sus múltiples puntas, que se le clavaban en la mano. Row la miraba fijamente, emocionado, pero al cabo de un rato arrugó la frente.

—¿No lo notas?

—Notar ¿qué?

—La magia —contestó Row.

—¿La magia? —dijo Katie con sarcasmo.

—¡Es magia de verdad, Katie! ¡Yo la noto cuando sostengo la piedra!

Katie lo miró con fingido desprecio, pero, además de la tristeza que le producía engañar a su amigo, sentía un dolor repentino y más profundo. El entusiasmo de Row no era falso; hacía mucho tiempo que Katie no lo veía tan emocionado por nada. Cuando sostenía la joya, le pasaba algo. Sentía una magia, como decía él. ¿Por qué ella no notaba nada? Encerró la joya en el puño y apretó con todas sus fuerzas, pero no sintió nada, ni siquiera un cosquilleo parecido al que recordaba haber notado aquella noche en el banco con Tear. La joya era una piedra inerte en su mano.

—¿Qué clase de magia?

—¡Me muestra cosas! —A Row le brillaban los ojos—. El pasado. La Travesía. ¡Sé lo que pasó, Katie! ¡Sé por qué lo guardaron en secreto!

Hizo una pausa, dando pie a que ella preguntara qué, pero Katie no dijo nada. En su interior estaba encendiéndose la rabia, una rabia que comenzaba con un goteo ácido y repugnante: los celos.

—No digas tonterías, Row —dijo, y se dio la vuelta.

Row la cogió por el brazo.

—¡No estoy mintiendo! ¡Lo he visto!

—Ya, claro.

Una parte de Katie se sentía fatal por aquella conversación, por mentirle otra vez a su mejor amigo. Pero no podía evitarlo; el goteo de los celos se había transformado rápidamente en un río furioso. Katie era quien había hecho una promesa, quien había seguido a William Tear, quien hacía todo lo posible por aprender sus lecciones, y ahora, además, guardaba los secretos de Jonathan Tear. Row odiaba a William Tear. Entonces ¿por qué él podía ver esas cosas?

Row la miraba fijamente, enojado y dolido.

—¿Crees que te miento?

—Creo que te engañas a ti mismo.

Row entrecerró los ojos. Alargó una mano sin decir nada; Katie le devolvió el zafiro, y se alegró al ver que él lo guardaba de nuevo en el cajón. Antes de que el cajón se cerrara del todo, Katie vio que dentro había algo más: un débil destello de plata sin pulir, casi circular.

—Siento haberte hecho perder el tiempo —dijo Row fríamente—. Vamos, te acompaño a casa.

Katie asintió también con frialdad. Le habría gustado marcharse sola, pero la idea de volver atravesando toda la ciudad a oscuras le ponía los pelos de punta. Esperó en silencio mientras Row apagaba la lámpara, y luego salió detrás de él por la puerta.

El viento volvía a susurrar entre los pinos. Katie solo veía un mundo negro más allá de las vigas del porche. «Ahora la ciudad se ha vuelto más oscura», pensó, pero no sabía qué significaba ese pensamiento.

Row cerró la puerta del taller de Jenna, y en cada uno de sus movimientos Katie percibió el profundo abismo que de pronto los separaba, un abismo que nunca había existido. Sí, a veces discutían, pero nunca así. Sintió el impulso absurdo de retirar sus palabras y decirle que sí le creía, pero su orgullo se lo impidió. ¿Qué demonios hacía Row jugando con el zafiro de William Tear? Se suponía que ni siquiera conocía su existencia; él mismo lo había dicho. «Bobadas. Al menos reconoce que lo que pasa es que estás celosa». Katie hizo una mueca. Sí, podía admitirlo, pero no ante Row. Apretó el paso, alcanzó a su amigo y lo adelantó, persiguiendo su aliento en el aire helado. Esperaba poder no dirigirle la palabra hasta la mañana siguiente, cuando ya se hubiera calmado. Además, ¿por qué sentía tantos celos? Estaba contenta de ser Katie Rice. No necesitaba hacer magia, no necesitaba ser como los niños de la Travesía, con su extraña colección de dones. Era Row el que no se contentaba con las cartas que le había repartido la vida; era Row el que no descansaría hasta haber destruido la ciudad de William Tear…

Katie se detuvo. Ese último pensamiento no era suyo; era como si hubiera un extraño dentro de su cabeza. No se trataba de Row, ni de Tear, sino de un tercero, una voz que ella nunca había oído.

«Oír voces. Estás en un tris de volverte loca». Pero Katie no lo creía. Se volvió y miró a Row para ver si aquella voz tenía razón, si veía afán de destrucción en su rostro.

La calzada estaba vacía. Katie describió un círculo completo. Estaba a punto de llegar al Lower Bend, donde el camino se empinaba bruscamente y empezaba a ascender trazando curvas muy pronunciadas hacia el centro de la ciudad. En aquella zona había algunos faroles encendidos, pero eso solo servía para destacar aún más las numerosas zonas de oscuridad que tenía detrás. A ambos lados, los edificios deteriorados crujían y chirriaban bajo el azote del viento. Aquella parte del Lower Bend era lo más parecido a un polígono industrial que podía exhibir la ciudad: la forja del señor Eddings; el molino de Ellen Wycroft; el taller de cerámica, que tenía diez tornos de alfarero y dos hornos y estaba abierto para todos a través de una hoja de inscripción; y la tienda de material artístico del señor Levy, llena de barras de grafito, lienzos, pinturas de fabricación casera y marcos de cuadro de roble, sencillos pero bonitos. Eran todos ellos edificios de aspecto agradable, edificios conocidos, pero ahora se inclinaban y crujían en la oscuridad, y Katie se inquietó al ver lo diferentes que le resultaban, lo rápido que desaparecía la certeza en la oscuridad. ¿Dónde estaba Row? Si le estaba gastando una broma, se las pagaría.

—¿Row?

El viento atrapó su voz y la arrastró calle abajo, llevándola hasta los rincones más oscuros, a sitios donde ella no quería que fuera. Pensó en el cementerio, y vio huesos esparcidos por todas partes por un animal que no tenía reparos en abrir las tumbas y llevarse los cadáveres. Su imaginación, tan poderosa que la señorita Warren solía leerle sus redacciones al resto de la clase, estaba cobrando vida y haciendo de las suyas. Detectaba movimiento a su alrededor, detrás de ella, en todos los rincones oscuros.

—¡Row! —gritó, y se le quebró la voz.

Ya no le importaba que los descubrieran a los dos; de hecho, lo habría agradecido, habría agradecido que algún adulto contrariado la acompañara hasta la ciudad y le contara a su madre que la habían encontrado en la calle después del toque de queda. Delante, Katie tenía una espesa masa de árboles entre los que apenas se vislumbraba el camino. Prefería que la descubrieran a tener que adentrarse, sola, en aquel bosque tan cerrado.

—¡Row! —volvió a gritar, pero el viento atrapó su voz y la hizo añicos.

En aquella parte de la Ciudad no vivía nadie. Todos los edificios estaban cerrados y vacíos por la noche, pero de pronto el hecho de que estuvieran vacíos la atemorizaba: era un vacío que quería llenarse. Nunca perdonaría a Row por hacerle aquello, nunca. La había adelantado, había tomado uno de sus atajos secretos por el bosque, y seguramente ya estaría llegando a su casa, y no habría parado de reírse por el camino. A los dos les gustaba leer historias de terror, pero a Row no lo asustaban tanto como a Katie. Seguro que él no creía que fuera tan grave dejarla allí sola, en la oscuridad; debía de considerarla una broma estupenda.

«¿No crees que te conoce demasiado para algo así?». Sí, era cierto. Row sabía que Katie tenía mucha imaginación, sabía que no le gustaría que la dejara sola de noche y con aquel viento. Lo había hecho a propósito. Katie se había portado mal con él en el taller de Jenna, y lo sabía. Le habría gustado disculparse. Pero lo que había hecho Row era deliberado y, por tanto, cruel.

Katie oyó algo. Entre el agudo y frío ulular del viento, detectó el sonido de algo que se movía furtivamente. No detrás de ella, sino delante, entre el molino y el taller de cerámica. Allí había mucho movimiento; en aquella ladera el viento era tan fuerte que los árboles siempre hablaban y susurraban en su idioma secreto, pero aquello no era ruido de árboles. Lentos y torpes, pero decididos, los sonidos iban acercándose. Katie oyó el chasquido de una rama volviendo a su sitio.

—¿Row? —preguntó con voz débil.

El sonido apenas se despegó de sus labios, y Katie se alegró. Quizá ella no tuviera ningún don; no veía en la oscuridad, como Gavin, ni se movía con la agilidad y el sigilo animal de Lear; pero tenía más intuición que nadie, y eso que había oído era malo. No «malo» en el sentido en que lo era Row, travieso y seductor, sino terrible. Katie lamentó no llevar encima su puñal, que había dejado encima de su tocador, junto a un montón de ropa. No les dejaban llevar sus puñales encima salvo para ir a las sesiones de entrenamiento, pero Katie habría dado cualquier cosa por tenerlo en ese momento.

No tuvo más remedio que darse la vuelta y echar a andar por el camino hacia el bosque, con la cabeza encogida, tratando de pisar sin hacer ruido, decidida a no mirar atrás. El bosque podía ser peligroso, pero Katie no se arredró; ya tenía quince años. El camino era más largo que el atajo de Row, pero al menos era un camino que ella conocía, así que no podía perderse. Iría derecha hasta la ciudad y se metería en la cama, y, la próxima vez que Row la despertara, no abriría la ventana.

Pese a lo oscuro que estaba, avanzaba deprisa; era un bosque espeso, pero se filtraba suficiente luz de luna entre las ramas y Katie podía ver por dónde iba. Se había propuesto lo contrario, pero no pudo evitar mirar atrás varias veces, y no vio nada. Fuera lo que fuese lo que había hecho aquel ruido (y no tenía ninguna intención de seguir preguntándoselo, al menos hasta que estuviera a salvo en su cama y hubiera salido el sol y hubiera iluminado la ciudad), no la había seguido hasta allí.

El camino describió una curva. Más allá, Katie vio un gran hueco entre los árboles y, detrás, un extenso campo. La luz de la luna delimitaba claramente el campo, y revelaba las formas oscuras y redondeadas de las lápidas. Era el cementerio. La ciudad, preocupada por la posible contaminación de las reservas de agua, siempre había enterrado a sus difuntos cerca del pie de la colina. William Tear recomendaba la cremación (en eso, al menos, Row y él estaban de acuerdo), pero había demasiada gente cuya fe religiosa exigía que los enterraran. La última vez que había salido el tema en una asamblea, Paul Annescott había congregado a un contingente de cristianos; habían ganado la votación para mantener el cementerio, y la habían ganado limpiamente, pero durante unos instantes Katie los odió a todos. Aquella extensión de campo relucía, fantasmagórica, bajo la luz de la luna, pero lo que más la inquietaba eran las lápidas. ¿No era bastante desagradable meter a la gente bajo tierra y dejarla pudrirse allí, que encima tenían que conmemorarlo?

Una rama se partió detrás de ella. Se dio rápidamente la vuelta. Por una pequeña abertura en el follaje, oteó, muy lejos, las débiles luces del Lower Bend, pero el tramo del camino que acababa de recorrer era una larga alfombra de sombras. Oía los latidos del corazón en los oídos, pero eso no le impidió oír otra vez aquel sonido: el furtivo latigazo de las ramas volviendo a su sitio después de que alguien las apartara. Algo iba hacia ella, pero ¿por la derecha o por la izquierda?

—¡Row! —gritó, y el miedo le comprimió la garganta—. ¡Si eres tú, te voy a matar, desgraciado!

No hubo respuesta, y en cambio volvió a oír aquel ruido de algo que se aproximaba, con decisión y cautela. Katie se tiró al suelo y empezó a escarbar en la tierra hasta que encontró lo que buscaba: una piedra grande, lisa y ovalada pero pesada, una piedra que pudiera blandir. Una de las caras era irregular; una geoda, quizá, cuyos cristales asomaban por la superficie agrietada de la roca. Katie se enderezó, con la piedra fuertemente apretada en la mano, y se quedó inmóvil al ver que algo se movía en el camino. Estaba a unos diez metros, y había tapado un hueco por donde entraba la luz de la luna.

Fuera lo que fuese, era grande, quizá de la estatura de un adulto. Katie solo distinguía vagamente una silueta, unos hombros redondeados y la protuberancia de la cabeza, pero la forma, la postura, no encajaban: estaba encorvada casi por completo, como si estuviera en cuclillas. Desesperada, intentó convencerse por última vez de que era Row, que estaba tomándole el pelo, pero sabía que no podía ser: se lo decía la intuición. Hasta distinguía el olor de aquella cosa, un olor rancio como el de las hortalizas cuando empezaban a echarse a perder.

La figura se quedó quieta, observándola en silencio, y Katie percibió una amenaza en aquel silencio, y no era la amenaza impetuosa de un lobo o de cualquier otro animal salvaje, sino algo mucho peor: una amenaza pensante. De pronto Katie tuvo la certeza de que aquella cosa sabía quién era ella, de que había ido a buscarla a ella deliberadamente.

«Sabe mi nombre», pensó, y el valor la abandonó. Se dio la vuelta y echó a correr.

Fuera lo que fuese, era veloz. Las ramas restallaban y se partían detrás de Katie a medida que aquella cosa pasaba y las apartaba. La joven oía sus propios ásperos resuellos, pero detrás también oía a aquella cosa, que no respiraba sino que gruñía, produciendo un rumor como el que hacía el viento cuando pasaba por los molinetes que había enfrente de la escuela. Katie no estaba acostumbrada a correr cuesta arriba. Le pareció que aquella cosa la estaba alcanzando.

Atravesó el aserradero, corriendo cuanto podía, y oyó un estruendo de metal y madera cuando la cosa que la perseguía derribó unas herramientas. Se arriesgó a mirar atrás con la esperanza de ver que se había caído, pero la cosa seguía en pie, incluso más cerca que antes, una sombra negra que corría a paso largo, muy encorvada. Allí, el bosque no era tan espeso, y Katie contuvo un grito al distinguir una piel blanca y unos ojos que miraban fijamente, y unas manos que tanteaban el suelo como las patas de un animal. Era un hombre, pero no era un hombre, porque un hombre no podía doblar la espalda de aquella forma, ni emitir aquellos jadeos ásperos e inhumanos.

«Es mala —pensó Katie—. Sé cuándo una cosa es mala, y esta lo es. ¿Me comerá? ¿Será así cómo acabará esto?».

Entonces el bosque volvió a cerrarse y Katie se encontró de nuevo rodeada de árboles. El aliento le rascaba la garganta como el papel de lija. Saltó por encima del tronco de un árbol caído, y las ramas le arañaron las piernas, pero casi ni lo notó. No apartaba la vista del camino, apenas visible, porque sabía que, si se desviaba, estaba perdida.

Poco a poco, el trazado del camino empezó a distinguirse mejor: un surco largo y claro en la oscuridad, teñido de azul. ¡Sí, ya veía! ¡Lo veía todo! Si no hubiera estado tan asustada, se habría reído, porque Gavin no era el único que había recibido el don de la visión nocturna. Pero al cabo de un momento se dio cuenta de que aquello no era visión nocturna. La luz provenía de su mano derecha, con la que todavía sujetaba la piedra que había desenterrado. Unas diminutas líneas de luz azulada salían de entre sus dedos, lo bastante brillantes para alumbrar el camino.

La cosa que la perseguía dio un gruñido, y Katie gritó, porque se le estaba echando encima: había oído su voz casi al lado de su oreja izquierda. Algo la agarró por las caderas, y Katie dio un chillido, estridente como la alarma de incendios de la ciudad, y se soltó, y corrió entre los árboles, y allí, reluciendo a lo lejos, estaba la ciudad, en todo su aburrido y comunal esplendor; pero ahora Katie estaba deseando abrazar aquel aburrimiento; si hubiera podido encontrar el impasible y sordo corazón de la ciudad, lo habría besado apasionadamente.

Volvió a mirar atrás, y se detuvo, pero tan bruscamente que cayó de bruces al suelo y se rasguñó el codo izquierdo.

Allí ya no había nada. Se había caído a unos treinta metros de la linde del bosque, justo al final de High Road, donde empezaban las casas y los faroles, encendidos, mitigaban la oscuridad. Las ramas de los árboles del borde del bosque se movían y hacían ruido, pero aquel era el sonido natural que Katie había oído toda su vida: el de las hojas y las ramas frotándose unas con otras, agitadas por el viento que soplaba desde la llanura. Salvo eso, no había ni rastro de nada que se moviera.

—¿Katie?

Se volvió, asustada, y llevó hacia atrás la mano con la que sujetaba la piedra, dispuesta a lanzarla pese a estar tumbada boca abajo. La luz azulada ya se había apagado (¿de verdad la había visto?), pero los faroles todavía parpadeaban, y no necesitó más luz para reconocer a Row, que estaba de pie un poco más allá, en High Road, sin un pelo fuera de sitio.

—Katie, ¿qué te ha pasado?

—¡Row! —Se levantó, sollozando, y se lanzó a sus brazos—. ¿Dónde te habías metido?

—He vuelto por un atajo, y de repente he mirado y ya no estabas. ¿Qué ha pasado?

Katie se lo contó, llorando. Row la abrazaba, pero su abrazo era un poco distante, y al cabo de unos minutos, cuando todavía no había terminado su relato, Katie se fijó en que él no la estaba consolando. Solo la escuchaba mientras miraba hacia otro lado.

—… Y entonces he salido del bosque y me he dado la vuelta y no había nada, había desaparecido, Row, pero te aseguro que lo he visto, y…

—Yo no me preocuparía mucho —dijo Row, en absoluto impresionado.

—¿Qué?

Row la miró, y Katie vio que sus labios dibujaban una sonrisa triunfante, cruel. No era la primera vez que veía sonreír a Row de aquella forma, ni mucho menos, pero nunca lo había hecho mirándola a ella, y se sintió tan ofendida que se soltó y se apartó de él, y lo miró con los ojos muy abiertos, dolida.

—Yo no le daría importancia —continuó Row—. De hecho, Katie, seguramente se trata de una alucinación.

Se quedó mirándolo perpleja, pero Row ya se había dado la vuelta y subía por la colina.

Kelsea salió del pasado y se encontró atrapada en la oscuridad. Tardó un rato en liberarse de su visión, y se sacudió, jadeando, hasta que reconoció el duro suelo de piedra sobre el que estaba tendida. Seguía en su celda, y durante un largo minuto lo único que sintió fue un profundo alivio por no estar con Katie en el bosque.

Detrás de los barrotes no había nadie, y eso también suponía un alivio; la Reina Roja estaba al corriente de lo de sus fugas, pero a Kelsea no le gustaba la idea de que pudieran observarla. Al otro lado de la pared que tenía detrás, su vecino (o vecina) debía de estar trabajando, porque le oía barajar papeles y rasguear, curiosamente, con una pluma. Todavía no había conseguido arrancarle ni una sola palabra, pero de vez en cuando percibía silencios que parecían indicar que la escuchaba cuando ella hablaba. Sin embargo, en ese momento solo se oía el roce de la pluma. Por lo demás, la mazmorra estaba en silencio. Kelsea supuso que debía de ser de madrugada.

Tenía algo en la mano, un objeto duro y redondeado. Parpadeó un poco y trató de pensar qué podía ser, pero no tenía ni idea. Desde hacía poco, recibía un tratamiento especial; la paje, Emily, le había llevado una vela y unas cuantas cerillas. Kelsea no se decidía a gastar una cerilla, pero al final la venció la curiosidad. Tanteó el suelo hasta que sus dedos encontraron la vela y, tras varios intentos, consiguió encenderla. La llama era débil, y la amenazaban las continuas corrientes de aire que atravesaban la mazmorra, pero bastó para que Kelsea alumbrara el objeto que tenía en la mano; se quedó mirándolo fijamente largo rato, cavilando, tratando de descifrar su significado.

Lo que tenía en la mano era una piedra lisa y ovalada, con una incrustación de cuarzo azul.