Capítulo 18

UN beso suave y húmedo en la mejilla la despertó. Abrió sus ojos somnolientos y esbozó una media sonrisa pensando en la maravillosa noche de amor que había tenido con Eduardo. Hoy iba a ser un gran día, no veía el momento de tenerle enfrente, de mirarle a los ojos y saber si para él ha sido igual de especial que para ella.

─Mamá quiero leche.

Ángela casi pega un salto de la cama. Por un momento había pensando que quien tenía al lado era Eduardo y no su hijo. Menos mal que no había abierto la boca todavía, sino a saber que estupidez hubiese salido de ella.

─Mamá, la leche ─insistió el niño que ahora se había subido a la cama de su madre y saltaba en ella.

─Ya voy, cariño. Déjame que me levante y pueda vestirme.

Ángela se puso unos vaqueros azul oscuro de cintura baja y un jersey de lana amplio. Bajó a la cocina para preparar el desayuno. Dentro de unas horas llegaría su padre, tenía muchas ganas de verle. Nunca se había separado tanto tiempo de él.

Hoy era Nochebuena y ese hecho merecía una cena especial, como lo había hecho durante años. La diferencia era que esta vez sería perfecta. Era la primera Navidad que iba a pasar junto a Eduardo y no estaba segura de si sería la última. La noche anterior, él le había pedido que se quedara allí y ella le había dicho que no. Si se marchaba, quizá Eduardo se buscara a otra mujer que se quedara con él. Por mucho que le había dicho que la quería, tenía claro que no podía pedirle una relación a distancia. Esas cosas nunca funcionaban. ¿Y por qué se había negado? Se preguntó de pronto.

Miedo. Tenía miedo. Si Eduardo se cansaba de ella, entonces qué le quedaría. No estaba segura de poder regresar a su vida después de haber convivido con Eduardo. Además, tenía que pensar en Edu. No podía cambiarlo de colegio al son que andaban sus sentimientos o los de su padre. No sería justo para él. Y acostumbrarlo a todos esos lujos para luego regresar a su humilde casita en Santa Pola, eso tampoco era justo.

¿Y por qué iba Eduardo a cansarse de ella? Se preguntó después. Aquel verano en el que se conocieron, no había dudado de sus sentimientos. Se habría marchado con él sin pensárselo ni un segundo. Estaba dispuesta a abandonarlo todo por él y lo habría hecho. ¿Por qué ahora no podía hacer eso? ¿Por qué le era tan difícil arriesgarse? Muy sencillo, se contestó a sí misma, porque antes era joven, ingenua y además estaba sola. Ahora era más sabia y tenía un hijo en el que pensar.

El miedo que sentía le impedía aceptar la felicidad que Eduardo le estaba ofreciendo. No sabía si algún día lo superaría. Solo esperaba estar tomando la decisión correcta y que ninguno de los tres sufriera permanentemente sus acciones.

Absorta en sus pensamientos, Ángela entró en la cocina. Olía a pan tostado. Sus tripas rugieron hambrientas. Enfocó su visión y pudo ver a Eduardo haciéndolas.

─Buenos días ─saludó cautivada por la imagen del hombre con un pantalón de pijama y una camiseta blanca de tirantes.

─Hola ─contestó alegremente─. Estoy haciendo tostadas y zumo de naranja, ¿te apetece?

─Eso estaría bien, gracias.

─Vamos, siéntate.

─No puedo, tengo que preparar el desayuno de Edu. Quiere leche con Cola Cao.

─¿Ya se despertó?

─Ha sido él quien me despertó a mí. ¿Por cierto, tienes Cola Cao?

─Por supuesto. La leche la encontrarás en la nevera y el Cola Cao en aquel armario. ─Eduardo lo señaló con su dedo índice.

Entre los dos hicieron los desayunos y los colocaron en la mesa de la cocina. Llamaron a Edu, que se bebió su leche casi sin respirar y pidió permiso para subir a jugar con su tren. Eduardo y Ángela se quedaron mirándose el uno al otro y después a la silla vacía que había dejado el niño.

─Es todo nervio ─comentó él.

─Ni te imaginas cuánto.

─¿Te das cuenta de que es la primera vez que compartimos el desayuno?

─Sí ─ella se ruborizó de pronto al notar el grado de intimidad que estaban compartiendo. Le pareció incluso mayor que el de anoche.

Eduardo sonrió al verla y decidió no insistir con un tema íntimo. No quería incomodarla. Podía imaginar que allí, en su casa, se sentía fuera de lugar y en su terreno además. Iba a tener que acostumbrarse pues tenía claro que esa sería su casa.

─¿Cuándo llega Paco?

─Sobre las once y media de la mañana.

─Mandaré a Renato que le recoja.

─No hace falta que le molestes, yo puedo ir en un taxi.

─Le pago para que se moleste.

─Aun así...

─Ángela... ─dijo a modo de advertencia.

─De acuerdo.

Se quedaron callados un buen rato mientras se dispusieron a recoger los platos y colocarlos en el lavavajillas.

─Necesito ir a comprar algunas cosas para la cena ─comentó ella al fin.

─Emi preparará la cena, no te preocupes.

─Es Nochebuena, deja a Emi que cene con su familia. Yo me ocuparé.

Tras estudiar su rostro un par de segundos, Eduardo asintió con la cabeza. Normalmente Emi preparaba la cena los días señalados con antelación y después se marchaba a su casa. Hoy harían una excepción, pues Ángela y él tenían un hijo en común y sin embargo nunca había probado nada cocinado por ella misma. La idea de que hiciese la cena de Nochebuena lo inundaba de una inmensa felicidad.

─En cuanto recoja a tu padre, Renato te llevará donde necesites.

─¿Tú que vas a hacer?

─Tengo que trabajar. Mi gente lo hará hasta el mediodía, sin embargo yo me quedaré un poco más, no vendré a comer.

─Nos vas a dejar solos mucho tiempo. ─Había una nota de decepción que Eduardo advirtió enseguida.

Él no quería decepcionarla. Es más, no quería que pensara que era de esos hombres que piensa que el trabajo está por encima de la familia. Era su primera Navidad juntos, quería pasarla con Ángela y con Edu. Pero tenía un cliente importante e impaciente. Si lo zanjaba hoy, podría tomarse vacaciones toda la semana y quizá la próxima también.

─Te prometo, mi chiquita, que no siempre será así, intentaré estar en las comidas y en las cenas siempre y por supuesto respetaré las vacaciones.

─No tienes que darme explicaciones. ─Aunque en realidad le encantaba que se las diera y que siguiera llamándola «mi chiquita».

─Claro que tengo que hacerlo, eres la mujer a la que quiero.

Ella no pudo replicar a ese comentario. Cada vez que le decía «te quiero» algo bullía en su interior. Cada vez que escuchaba esas dos palabras, la confianza en él crecía un poquito más. Deseaba tanto que regresara como antaño...

─Qué y dónde comerás.

─Pediré comida y me la traerán a la oficina.

─Eso no suena muy hogareño.

─Te prometo estar aquí bastante antes de que comience la cena.

Ella le creyó.

* * *

Después de recoger Paco, Renato lo instaló en una de las habitaciones de arriba. Luego llevó a Ángela al mercado.

Compró costillas de cerdo para hacerlas al horno y también patatas y otras verduras para acompañarlo. También compró fruta para hacer una macedonia de postre y sirope de chocolate. No dejó que Renato pagara por Eduardo. Faltaba más, después de estar de gorra en su casa.

Cuando llegó al loft ya pasaba del mediodía, Emi estaba allí y tenía casi todo listo para la comida. De pronto a Ángela le vino una idea a la cabeza. No sabía si sería buena pero le apetecía mucho y pronto descubriría hasta dónde podía tomarse libertades.

─¿Emi podrías preparar comida para dos en una fiambrera? Para llevar.

─Por supuesto. ─La mujer le giñó un ojo adivinando lo que iba a hacer.

Después, Ángela fue a buscar a Renato, lo encontró en el salón charlando con su padre animadamente.

─Renato, ¿podrías llevarme a la oficina de Eduardo?

─Claro, aunque el jefe estará ocupado.

─Lo sé, solo quiero llevarle las provisiones ─sonrió─ la comida que venden por ahí preparada no es demasiado buena. Incluso podría ser del día anterior.

Viendo que Renato asentía con la cabeza y se dirigía ya hacia la puerta, regresó a la cocina impaciente por coger lo que Emi había preparado. Al salir se paró frente a su padre. Le dio un beso en la mejilla.

─Papá, cuida de Edu. Vendré después de comer.

─Espero sepas lo que haces.

─Eso espero yo también. ─Su voz no sonó del todo segura. No sabía cómo reaccionaría Eduardo. Quizá se molestase y le pidiese que se fuera a casa o quizá, si es el mismo Eduardo de antes, la abrazase y la besase por tener el detalle de llevarle comida al trabajo. Con la esperanza puesta en esa última opción, se dirigió a la puerta para marcharse.

Todavía cruzaba el salón cuando unas voces sorprendidas y estridentes la sorprendieron. ¿De qué le eran familiares? Se preguntó Ángela.

Cuando llegó hasta la puerta encontró a Renato sin saber qué hacer con esas dos mujeres. Su suegra y la ex novia de Eduardo estaban allí, plantadas y con cara de espanto. ¡Dios mío!

─Vaya, vaya. ¿Qué tenemos aquí? ─dijo Silvia en tono burlón.

─Es evidente que la camarera ha atrapado a un buen partido. ─Lorena la miró con desprecio.

─Yo no he atrapado nada. ─La indignación de Ángela no detuvo a ninguna de las dos mujeres que prosiguieron.

─Ya lo creo que sí. Veo que no has parado hasta conseguir que mi hijo te traiga a su casa. Y no creas que no me he enterado de la grandiosa pensión que ha dispuesto para ti.

─Ese dinero es para Edu.

─Eso le has hecho creer a él. A saber cuántos ardides has trazado para conseguirlo.

─Mire señora, no creo que yo tenga que darle ninguna explicación. ─Después miró a Lorena─. Y a ti mucho menos.

─Fíjate Silvia. Le ha puesto al mocoso el nombre de Eduardo.

─Seguro que para que sintiera lástima.

─Y yo no estoy muy segura de que ese niño sea de Eduardo. Silvia, deberías exigirle una prueba de paternidad, antes de que esta lagarta se quede con su casa y con todas sus propiedades.

Ángela estaba atónita ante semejante despliegue de arrogancia y prepotencia. Quiénes se habían creído esas mujeres que eran. No iba a permitir que la humillaran.

─Por supuesto que mi hijo es de Eduardo. Si alguien aquí no fue honesta, fue usted ─espetó señalando a su suegra─. Me mintió a mí, a él y hasta a mi padre cuando fue a su casa a decirle que no había abortado al niño. Nos engañó a todos. ¿Y se atreve usted a desacreditarme? Si no es más que una vulgar embustera.

─¡Te estás pasando niñita!

─Ya no soy una niña. Y menos aquella de hace cuatro años. Aquella que usted engañó tan fácilmente.

─Silvia, no puedes permitir que te llame mentirosa. ─Lorena echó más leña al fuego que ya alcanzaba temperaturas insospechadas. Estaba deseando que se agarraran de los pelos, cómo lo disfrutaría.

─Apuesto a que fue usted la que me quitó el móvil con la intención de que perdiera el contacto con Eduardo.

─Silvia, ahora te llama ladrona.

─Ojalá hubieras perdido al niño aquel día.

Renato tuvo que sujetar a Ángela antes de que se abalanzara sobre Silvia. Con ella podía meterse cuanto quisiera, sabía defenderse. Pero jamás iba a permitirle a aquella mujer, que se metiera con su hijo. Eso jamás.

─¿Acaso tiene un trozo de plomo dentro de su pecho, señora? Mi hijo también lleva su sangre aunque no lo quiera reconocer.

Antes de que Silvia pudiera refutar aquella afirmación. Edu apareció corriendo. Los gritos lo habían asustado y fue a esconderse tras las piernas de su madre agarrándolas con fuerza y asomando la carita entre ellas.

Silvia miró a aquella criatura enmudecida. No había esperado encontrar a un niño tan grande. ¿Tantos años habían pasado? Miró aquel pequeño rostro medio oculto y vio a su propio hijo en aquellos rasgos, en aquel pelo revuelto, en aquella mirada atenta. Dios mío, era su nieto. Su nieto, se repitió, y el único que tenía además.

Eduardo se había enfrentado a ella tras conocer que su hijo estaba vivo y que ella le había mentido. No le había vuelto a ver desde entonces. Le había dejado infinidad de mensajes en casa y en la oficina, pero él no había contestado ninguno. Tan solo un par de palabras cuando habían sido estrictamente necesarias.

Descubrió que por culpa de esa mujer y ese niño que no conocía, había perdido a su único hijo. Sin embargo, ahora que lo había visto, algo en sus entrañas se revolvió.

Sin importar si Ángela había ido o no tras la fortuna de Eduardo, la realidad era que existía un niño. Uno que evidentemente llevaba su sangre. Un niño por el que Eduardo casi se vuelve loco pensando que había perdido. Recordando aquel día, su corazón se partió en dos. Había tratado de detenerlo para que no viajara en ese estado, pero no pudo pararlo. Se dio cuenta entonces, que su corazón no era de plomo como había sugerido Ángela.

Silvia subió su mirada hasta posarla en su nuera. Porque quisiera o no, esa mujer ya era su nuera. Eduardo no iba a cambiar de opinión, eso lo tenía muy claro. Solo había ido hasta allí con la intención hacerla cambiar de idea a ella. Sin embargo, ya no iba a insistir. Ya no podía.

─Lorena, vámonos.

─¿Vas a permitir que te llame ladrona y mentirosa y que se salga con la suya?

─Lorena, vámonos. ─Esta vez Silvia la tomó por el brazo y la arrastró afuera. Ambas salieron juntas del edificio.

Una vez fuera, Lorena soltó su brazo de un tirón.

─¿Pero qué te pasa? Creía que querías echar a esa cualquiera.

─Quería. Pero después de ver a esa criatura...

─No me digas que ese mocoso también te ha cautivado. Te creía mas lista.

─Creo que fue su mirada, su boquita. Me recordaron tanto a Eduardo a esa edad. Tiene un gran parecido.

─Y ahora te pones sentimental. ¿Acaso no querías que fuera yo quien se casara con tu hijo?

─Eduardo no se casará contigo. Tú no viste lo enfadado que estaba cuando me echó en cara todo lo que hice.

─Lo hiciste para protegerle.

─Sí, así es. Y en el proceso, le hice mucho más daño y desatendí a mi nieto.

Lorena sacudió su cabeza. Si Silvia se echaba atrás, lo tenía todo perdido con Eduardo. Ella era el único apoyo que tenía.

─No me lo puedo creer ─murmuró.

─Deberías ir olvidándote de Eduardo y buscarte otro marido.

Apretando los dientes y los puños, Lorena se machó hecha una furia. Había perdido a su alidada. Ya no tenía nada que hacer.

Se miró la mano y observó el zafiro en su dedo. No pensaba devolvérselo. Lo vendería y le sacaría una buena tajada. Se lo debía por el tiempo que había perdido con él.