Capítulo 5
HABÍA jurado que no volvería nunca a Santa Pola y sin embargo, ahí estaba de nuevo, paseando por el puerto pesquero cuatro años más tarde. Todavía no podía creer que estuviese allí.
Había tardado varios meses a hacerse el ánimo de regresar y cuando al fin lo había hecho estaba seguro de que sería duro. Sabía que los recuerdos se agolparían en su mente llenándola por completo de imágenes felices. Imágenes de un tiempo ya pasado que dolía como el ayer. Hacía ya tanto de aquel último verano y sin embargo, seguía taladrando su memoria impidiendo que olvidara.
El pueblo de pescadores estaba bastante tranquilo puesto que era noviembre. Nunca había estado allí en esa época del año. Él había ido cada verano con sus padres desde que era un chiquillo. Le encantaba el olor a sal, la arena, el sol. Y lo que más odiaba... el agobio que provocaba tanta gente agrupada en un mismo lugar. Pero para disfrutar de lo que más le gustaba debía aguantar la parte desagradable también y era por eso que cada año estaba deseando que llegaran las vacaciones para regresar al lado del mar.
Ahora todo estaba demasiado tranquilo, se sentía extraño, como si no fuese la misma Santa Pola que visitó por última vez. Seguía oliendo a sal pero la arena estaba húmeda y el sol no te abrasaba la piel. El sonido de las olas en ausencia del bullicio humano, era como un bálsamo relajante. Poder pasar el invierno junto al mar era hermoso, decidió.
No, no iba a vender la casa, decidió. No podría hacerlo. Su padre la diseñó antes de conocer siquiera a su madre. Estaba orgulloso de ella, muy orgulloso. A su madre no le gustaba tanto y era por eso que no había sido un sacrificio para ella cambiar su lugar de vacaciones. Él, en cambio, no recordaba ni un solo verano de su infancia que no hubiese estado allí y que no hubiese sido feliz. Cuando subió en su coche y se dirigió al sur, estaba convencido que vendería la casa. No tenía dudas al respecto, quería pasar página de una vez y deshaciéndose de la casa ya no tendría ningún motivo para volver allí. Cerraría un capítulo de su vida. Sin embargo, ahora... no podía. Se sentía como un estúpido sentimental. Debería de ser más práctico, como su madre pero al parecer había heredado la sensiblería de su padre.
Después de lo sucedido con Ángela, ninguno de los tres regresó. Su madre había querido venderla de inmediato para asegurarse de que él no tuviese ningún momento de debilidad y regresara, pero su padre no quiso. Seguramente ese fue el motivo por el que se la dejó en herencia al morir. No quería que la casa se vendiese y su madre lo hubiese hecho sin cuestionárselo y sin consultarle.
Iba a respetar los deseos de su difunto padre. Claro que tendría que alquilarla. Una casa como esa no se merecía estar vacía, ya lo había estado demasiado tiempo. Sus padres solo la alquilaron una temporada porque implicaba volver y era lo que no querían.
Una oleada de tristeza le golpeó como hace el mar embravecido contra las rocas. Cerró los ojos y apretó los puños. No soportaba estar en Santa Pola sin ella. Sin la que fue el amor de su vida. Maldita fuera, se dijo. Esa chica había arruinado su vida. No había ni una sola noche en la que no pensara en ella y en qué hubiese sido de él si no le hubiese abandonado. Si no hubiese sido por su egoísmo, ahora sería un padre de familia. Llegaría a casa del trabajo y su mujer lo esperaría ansiosa, lo recibiría con un cálido beso. Su hijo estaría esperándole con los brazos abiertos y él le preguntaría cómo le había ido en la escuela. Seguramente también habría alguna discusión como en todas las familias pero no estaría solo.
Cada día que pasaba, cada noche se sentía más solo. ¿Por qué Ángela tuvo que estropearlo todo? No confió en él. No lo amó lo suficiente. Las horribles palabras de su madre todavía retumbaban en sus oídos: «Ángela ha abortado al niño». Aquello cayó sobre él como el peso de un yunque, aplastando todos sus planes de futuro, sus anhelos y sus ilusiones. Apenas había tenido tiempo de asimilar que iba a ser padre cuando ella le arrancó ese sueño despiadadamente. Sin consultarle y desapareciendo después sin darle ninguna explicación.
Todavía recordaba cómo la buscó por todo el pueblo. En el trabajo, en su casa, en sus lugares favoritos. Nadie sabía nada de ella hasta que un vecino le confirmó la terrible verdad. Habían visto a Paco salir de la casa con un bolso de viaje. Su madre tenía razón. Ángela se había marchado. Había cogido el cheque que su madre le ofreció y se fue a una clínica a deshacerse del niño. Cuando al fin aceptó esa realidad, su garganta se desgarró con un terrible bramido de impotencia y frustración.
No podía perdonarla por aquello al igual que no podía apartarla de su mente. La odiaba y al mismo tiempo ansiaba volver a vivir lo que habían tenido en el pasado. Pero desear eso era una quimera. El recuerdo de Ángela le seguía atormentando y necesitaba quitárselo de la cabeza de una vez y para siempre, si no jamás sería feliz.
Siguió caminando, llegó al paseo marítimo. Pasó por delante de la heladería donde conoció a Ángela. Estaba tan bonita aquel día... ¡Joder! Ya estaba pensando en ella otra vez. ¿Acaso su mente se negaba a colaborar en la tarea de olvidarla?
Eduardo quitó la vista del local cerrado y se dirigió al centro del pueblo. Iría a ver a su amigo Fernando, hacía un par de años que no lo hacía. Fer había ido regularmente a Madrid aceptando sus invitaciones pues sabía que juró no volver nunca a Santa Pola. Pero últimamente el trabajo de ambos los había mantenido ocupados, pudiendo comunicarse únicamente por internet.
Si no fuese por la muerte de su padre y los papeles de la casa que debía arreglar, nunca habría regresado. Habría cumplido con su juramento.
Fernando trabajaba en una asesoría frente al ayuntamiento. No estaba demasiado lejos del paseo donde se encontraba. En diez minutos se plantó delante del edificio de oficinas. Tenía cuatro plantas y Fernando trabajaba en la segunda. No necesitaba coger el ascensor, así que subió por las escaleras saltando de dos en dos los peldaños.
Una recepcionista de mediana edad se hallaba tras una mesa de nogal con la mirada fija en la pantalla del ordenador. Sujetaba el teléfono con una mano mientras tecleaba con la otra. Eduardo esperó hasta que se desocupara y después preguntó por su amigo.
─Enseguida le aviso ─respondió con una cordial sonrisa.
─Gracias.
Tan solo unos instantes después apareció Fernando. Llevaba un traje azul marino, una camisa rayada y una corbata lisa. El pelo engominado y peinado hacia atrás. Le gustaba llevarlo así porque le daba un aspecto serio y eficiente. Le recibió con una sonrisa triunfante que llegaba hasta sus ojos.
─¿Qué milagro te ha traído hasta aquí?
─Me alegro de verte Fer. Tengo que arreglar la escritura de la casa ─le dijo al tiempo que estrechaban sus manos con intensidad para acabar fundiéndose en un abrazo de añoranza.
─¿La vas a vender?
─No. Mi padre me la dejó precisamente por eso. No quería venderla. Mi madre en cambio, está desesperada por quitársela de encima.
─¿Nos tomamos un café y me hablas de ello? ─sugirió Fernando.
Bajaron a la calle y cruzaron hasta la cafetería que había justo enfrente. Entraron y se sentaron en los taburetes junto a la barra. Fernando se pidió un café y Eduardo un whisky con hielo.
─¿Cuándo llegaste?
─Hace una hora. Todavía no pasé por la casa.
─Imagino que te trae recuerdos de tu padre.
─Así es. Y otros también.
─¿Todavía piensas en ella?
─Intento no hacerlo, pero hay momentos que me es imposible. No dejo de darle vueltas a cómo habría sido mi vida si Ángela hubiese permanecido a mi lado.
─Creo que no debes torturarte con esos pensamientos.
─¿Te das cuenta? Ahora sería padre. Ese niño me llamaría papá.
─Algún día tendrás a un niño que te llame así. Cualquier día, cuando menos lo esperes, encontrarás a la mujer que te llene lo suficiente como para formar una familia. Volverás a sentir deseos de casarte...
─Ángela me quitó esa posibilidad ─cortó a su amigo─, durante estos cuatro años la he comparado con todas las mujeres que se me acercaban─. Eduardo apuró la copa. ─¿Por cierto, has sabido algo de ella?
─Hace unos meses me la encontré en un restaurante. Trabaja allí de camarera.
─¿De verdad? Y... ¿cómo la viste? ─No había querido preguntar, pero lo había hecho sin darse ni cuenta.
─La vi tal y como la recordaba. Alegre, simpática...
En esos momentos la sonrisa de Ángela cruzó por su mente. Era tan amplia y sincera que le llegaba hasta sus ojos de forma coqueta. Era tan guapa y encantadora. Estaba loco por ella, habría sido capaz de bajar la luna y las estrellas una a una solo por una de esas sonrisas. ¿La habrían cambiado físicamente estos cuatro años? Se preguntó.
─¿Te preguntó por mí?
─No─. Fernando vaciló un poco antes de continuar. Temía la reacción de su amigo cuando le contara lo que pensaba realmente. ─Desde que la volví a ver, he estado dándole vueltas a lo que pasó y llegué a la conclusión de que tal vez no fue culpa suya. ¿Sabes? Nunca me pareció ese tipo de mujeres.
─¡Cómo puedes decirme eso! Aceptó el cheque que le dio mi madre para la clínica. Ni tan siquiera me lo consultó─. La ira y la frustración estallaron en él como antaño, con la misma fuerza, como si no hubiesen pasado los años.
─Eduardo piensa. Apenas tenía diecinueve años, sin una madre que la entendiese, que la aconsejase y tú te habías ido. Quizá se asustó y para colmo tu madre fue a visitarla. Seguramente la asustó todavía más y acabó por convencerla.
─Sé que estaba asustada, me lo dijo en una ocasión. Pero eso no era excusa para lo que hizo. Al menos debió preguntármelo, saber qué pensaba yo al respecto. Era una decisión de los dos, no únicamente suya.
─Bueno eso sí. Pero no puedes culparla toda la vida por un error de juventud.
Eduardo se quedó observando a su amigo fijamente. ¿Por qué la estaba defendiendo con tanto ahínco? Sus ojos brillaban cuando hablaba de ella. Maldita sea, pensó. Ángela había embaucado a su amigo.
─¿Te gusta, verdad?
─La he acompañado a casa en un par de ocasiones.
─¿Te has vuelto loco? Esa mujer asesinó a mi hijo.
─Un aborto no es un asesinato. Está dentro de la ley en las primeras semanas.
─Para mí lo es. Yo quería a ese niño. ─El dolor seguía siendo tan intenso y tan fuerte que sentía que se ahogaba. Cómo era posible después de tanto tiempo. Debía de haber pasado página hacía ya mucho, sin embargo, aquí estaba sin poder dejar de pensar en ella.
─Yo quería hablar contigo de Ángela más adelante pero ya que salió el tema... me gustaría salir con ella.
─Definitivamente te has vuelto loco. Si se queda embarazada matará a tu hijo también.
─No. Eso no pasará.
─Si ya lo hizo una vez, lo puede volver a hacer.
─Como te he dicho antes, era muy joven. Además, yo no pienso dejarla sola.
─¿Me estás echando la culpa a mí?
─No, claro que no.
Eduardo tamborileó los dedos sobre la barra mientras trataba de ordenar sus pensamientos.
─Así que ya lo has decidido.
─Todavía no. Antes quería preguntarte a ti.
─¿Vas a pedirme permiso?
Lo que Fernando le estaba contando era toda una sorpresa. Lo último que había imaginado era ver a su amigo prendado de su ex. Había creído que contaba con su apoyo pero al parecer había perdido el norte por esa chica. No podía culparle, él también lo había hecho.
Al imaginar a Fer y Ángela juntos se le revolvió el estómago.
─No exactamente. Lo que quería preguntarte es si todavía sientes algo por ella.
─Odio. Eso es lo que siento por ella.
─Cuatro años y todavía la odias. Eso hace qué pensar.
─Y en qué te hace pensar.
─Desde que supe que venías he estado inquieto por tu reacción y... creo que sería bueno que la vieras.
─No sé si es una buena idea.
─¿Crees que no podrás controlarte?
─No sé si seré capaz de hablar civilizadamente. Desde que desapareció me he estado preguntando qué haría si la viera otra vez y en mi mente solo podía verme reprochándole lo que había hecho...
─Mañana tiene turno de tarde. Podemos ir a cenar al restaurante donde trabaja.
─No sé...
─Es un lugar público, eso te reprimirá el impulso de atacarla.
─Cuando regresé aquella mañana de Madrid, pensé que algo malo le había pasado porque no me cogía el teléfono. Estaba tan preocupado. Solo deseaba verla y comprobar que estaba bien. Después mi madre...
Eduardo se sentía confundido. Por un lado estaba deseando verla. En cuanto Fernando habló de un posible encuentro su corazón pegó un brinco. Pero por otro lado, seguía furioso con ella. Seguía odiándola. No había podido gritarle todo lo que sentía en su día y tenía miedo de hacerlo años después y en un lugar público. Y también estaba el hecho de que tenía curiosidad por saber si seguía tan guapa y encantadora que cuando tenía diecinueve años. Seguro que sí, afirmó.
─Amigo mío, la ansiedad te está carcomiendo. Creo que lo mejor es que la veas y así sabrás lo que sientes y te quitarás el «cómo será y qué le diré» de la cabeza.
─Está bien. Me has convencido, pero si algo sale mal tú serás el responsable.
─De acuerdo. Solo te haré una advertencia. ─Fernando le apuntó con el dedo índice hasta casi tocarle el pecho.
─Dime.
─Ángela está mucho más guapa que antes. Se le han acentuado ciertas curvas que hacen babear a cualquier hombre, ya me entiendes. Así que estate preparado y antes de recriminarle nada, trata de escucharla.
Maldita sea, pensó Eduardo. Al parecer los años le habían sentado de maravilla mientras que él había vivido amargado. Fernando parecía totalmente encaprichado y tuvo unas tremendas ganas de borrarle esa sonrisita de la cara de un puñetazo. Si le partía los dientes dejaría de pensar en Ángela en esos términos. Dios mío, ¿soportaría que su amigo saliese con ella? Ángela había sido el amor de su vida. Nunca había amado a nadie como a ella. Ni antes de conocerla ni después. Había soñado tantas veces con una vida juntos, una vida en la que ella era su mujer, la madre de su hijo. Y aun después de que le abandonase, todavía tenía ese sueño. En el fondo de su corazón latía la esperanza. Una pequeña esperanza de que algún día Ángela fuese a buscarle. Que le pidiese perdón y entonces él la perdonaría y todo volvería a ser como antes. Sin embargo, esa esperanza tenía que morir. Después de cuatro años, ella no le había buscado y además estaba pensando en salir con Fernando. Seguramente habría tenido otros novios. Estaba claro que ella ya había enterrado el pasado. Ahora le tocaba hacerlo a él. ¿Lo lograría? Solo había un modo de averiguarlo y era enfrentarse a ella de una vez.
─Podrá tener la belleza de una diosa que yo no sucumbiré a ella ─afirmó a pesar de no estar convencido del todo.
─A ver si es verdad. ─Fernando dejó el dinero encima de la barra y ambos amigos salieron de la cafetería. ─¿Nos vemos mañana a las nueve y media?
Eduardo extendió su mano para darle un apretón mientras se despedía.
─Hasta mañana.