Capítulo 7
ÁNGELA consiguió llevar las bebidas y las cenas a todas sus mesas sin desparramarlo todo de nuevo a Dios gracias. También había sido capaz de servir la mesa de Eduardo con una decente sonrisa. En verdad se alegraba mucho de volver a verlo, aunque le doliese su abandono, tenía tanto que agradecerle. Su hijo era ahora su razón de ser y todo se lo debía a él. Así pues, no había motivo por el que no sonreír. Le resultaba muy difícil mostrar solo amistad después de lo que habían pasado juntos, no obstante, no tenía que fingir amabilidad pues eso le resultaba muy fácil dársela. Muchas veces se había preguntado qué sentiría si se lo volviese a encontrar, pues ya lo sabía. Seguía amando a Eduardo aun sabiendo que él no sentía nada por ella. Esta noche había sido muy parco en palabras y apenas le había mirado a la cara, sin embargo ella no podía evitar lo que sentía. «En el corazón no se manda», solían decir.
A la una de la madrugada salía del restaurante para su casa, se sentía molida. Limpiar una vez acabado el turno era lo que más pesado se le hacía, como si la noche no fuera a acabar nunca.
Edu ya estaría durmiendo y seguramente su padre también. Hoy solo lo había visto un ratito por la mañana antes de entrar al colegio. La próxima semana tendría turno de mañana y podría llevarle al parque, jugar a los bloques o hacer puzles, no importaba, tenía toda la tarde para disfrutarla con él. Pero ahora debía conformarse con darle un beso mientras dormía. Deseaba tanto poder pasar con él más tiempo, pero debía mantener su pequeña familia, la pensión de su padre era insuficiente para los tres.
Ángela suspiró resignada mientras salía por la puerta de roble y dirigía los pasos hasta su casa. Un Mercedes Benz Cabrio negro aparcado en la acera de enfrente, llamó su atención. Recordó que Eduardo le dijo una vez que se compraría uno de esos. Le preguntó a ella qué color le gustaba más para su coche nuevo y ella respondió que el negro. Ángela sonrió mientras aquel recuerdo llenaba su mente de nostalgia. Qué tiempo tan feliz, donde no existían las preocupaciones ni los problemas.
De pronto, advirtió que no estaba sola en la calle. Apoyado en una farola junto al coche había un hombre. Vestía pantalones vaqueros y una chupa de cuero negra le cubría del frío. La estaba mirando fijamente. Ángela descubrió de inmediato de quién se trataba, su mirada y su porte eran inconfundibles. Sus pies se quedaron inmóviles en el suelo como si les hubiesen asestado decenas de clavos. Los latidos de su corazón se aceleraron de forma inmediata y el estómago comenzó a retorcerse como si estuviesen haciendo un nudo con él.
Lo que tan solo fueron segundos, a Ángela le parecieron horas hasta que Eduardo se irguió y caminó hacia ella con pasos largos y pausados. Se paró a unos treinta centímetros sin aparatar la mirada de sus ojos. ¿Era tan alto hacía cuatro años? ¿Su pecho tan ancho? ¿Su barba tan cerrada? No recordaba que fuera tan intimidatorio como se lo parecía ahora. Quizás no fuese su aspecto físico sino más bien su talante, su mirada fría.
─Hola ─la saludó él con una sonrisa socarrona.
─Hola ─respondió sin apenas voz.
─Te acompaño a tu casa.
Ángela estaba a punto de llorar de la emoción. Fueron prácticamente las mismas palabras que Eduardo le dijo la noche que se conocieron. Respiró profundamente y las controló. Esto no significaba nada, no debía hacerse ninguna ilusión hasta que mantuviesen una larga conversación.
─Sube al coche ─continuó él al ver que ella seguía callada.
─Mi casa está a tres manzanas, no hace falta que te molestes.
─Ya sé dónde está tu casa. Igualmente te acerco. ─Su tono no dejaba lugar a discusión.
─Vale ─se vio obligada a contestar.
Eduardo cruzó la calle delante de ella. Sacó la llave y abrió el Mercedes. Ángela volvió a sentir esa emoción embargando su cuerpo. Era suyo. Era el coche que había querido comprarse cuando todavía estaba en la universidad y además del color que ella había elegido. ¿Sería una casualidad o lo había comprado pensando en ella? Con el cuerpo temblando, rodeó el coche y subió por la otra puerta.
Eduardo puso la llave en el contacto, pero no la giró. Se quedó allí en silencio con las manos apoyadas en el volante y la vista perdida en la noche. Ángela advirtió que estaba muy tenso y decidió decir algo para suavizar la situación, cualquier cosa serviría.
─¿Qué te ha traído por aquí? ─Se arrepintió en cuanto la pregunta salió de su boca. ¿Acaso su subconsciente deseaba que le contestara «tú»? Esa no era la razón, estaba segura o habría venido a buscarla mucho antes. Además, no se estaría comportando de forma tan seca y distante.
─Mi padre murió el mes pasado.
─Dios mío, lo siento mucho Eduardo. ─En su afán de consolarlo tras esa confesión inesperada, Ángela posó su mano en la de él que todavía sujetaba firmemente el volante─. Entiendo cómo te sientes.
─Mi padre me dejó a mí la casa de la playa, no quería que mi madre la vendiese. La quería mucho. ─Eduardo sentía cómo su piel ardía bajo la caricia de ella pero lo soportó sin hacer ni decir nada al respecto.
─Ah, has venido por la casa. ─Ella trató de ocultar su decepción.
─Sí.
─¿La vas a alquilar?
─Supongo.
─¿Te estás quedando allí o en un hotel?
─Allí.
Seguía parco en palabras. Entonces se dio cuenta de que todavía le acariciaba la mano con la suya y la quitó rápidamente. Permanecieron otro rato en silencio hasta que Ángela se preguntó qué leches estaba haciendo allí sentada en su coche. ¿Por qué Eduardo la había esperado y ahora no decía nada? Había pasado una larga tarde de trabajo. Le dolían los pies y la espalda. Estaba muy cansada y con ganas de ver a Edu. Entonces, los ojos se le abrieron de pronto. ¿Sería eso? ¿Querría conocer a su hijo y no sabía cómo pedírselo? ¿Cómo abordar el tema?
Debía de ser el niño, era la única explicación que se le ocurría para el extraño comportamiento de su ex.
En su afán por allanar las cosas, comenzó a decirle:
─Eduardo...
Al escuchar su nombre dicho de forma dulce y susurrante, Eduardo despertó de su shock y no la dejó decir nada más. Le pareció que esa frase, acabaría en una disculpa por su parte por lo que hizo en el pasado y él no se sentía preparado para escucharla. Este no era el momento.
─Abróchate el cinturón. ─Dicha esta orden, Eduardo giró la llave y puso el coche en marcha. Dio un volantazo para dar media vuelta, que a punto estuvo de que Ángela se golpeara la cabeza contra el cristal. En menos cinco minutos frenaba de forma brusca frente a la puerta de ella. Su conducción brusca la dejó alucinada. Él no era así, había cambiado mucho, pensó tristemente.
Eduardo no la miró a la cara ni una sola vez desde que subiese al coche. Apagó el motor y siguió con la vista puesta en la noche. Parecía como si se estuviese conteniendo de decir un montón de cosas, pensó Ángela. Quizá estaba preparando una disculpa por lo sucedido hacía ya cuatro años. Bueno si era así, ella podía facilitárselo, ya lo había intentado antes pero él no la había dejado. Decidida a hacerle sentir mejor, se desabrochó el cinturón. Abrió la puerta del coche y bajó. Antes de cerrarla se giró para decirle:
─Ya todo está olvidado. No te guardo rencor.
Esas palabras atravesaron su mente y le hicieron bullir de indignación. ¿Se atrevía esa mujer a decirle que no le guardaba rencor? ¡Era él quién tenía que perdonarla! Y aun así, tenía el descaro de decirle que todo estaba olvidado. Nunca imaginó que fuese tan hipócrita.
Una rabia desmesurada le hizo explotar. Ya no iba a guardar las apariencias, no iba a ser civilizado por más tiempo.
─¡Cómo te atreves a decirme eso!
Ángela se quedó muda ante su estallido violento. Eduardo había bajado del coche hecho una furia y ahora estaba a escasos centímetros de ella. Intimidándola como jamás lo había hecho.
─Soy yo quien debería perdonarte por haber estropeado todos mis planes ─escupió aquellas palabras con tal odio que apenas pudo reconocer a Eduardo.
─Yo...
─Y todavía no he decidido si te perdono o no.
Ángela no sabía cómo tomarse aquel reproche. Era cierto que su embarazo había cambiado los planes de él. A decir verdad, los planes de ambos. Sin embargo, él la abandonó para seguir con su vida. No entendía ahora por qué se lo echaba en cara. ¿Acaso no había continuado con su vida? ¿No había conseguido sus metas? El coche que conducía era la prueba de que sí. ¿Por qué la trataba mal? No se lo merecía.
Entonces se le ocurrió que quizá los remordimientos no lo habían dejado ser feliz durante estos años. Debía de ser eso porque no lograba comprenderlo de otro modo.
─Haz lo que quieras ─respondió ella tratando de mostrar una serenidad que no poseía─. Pero con esa actitud no podrás volver a ser feliz.
─Supongo que tú sí lo has sido. ─Eduardo hizo su comentario con su sonrisa irónica.
─Bueno... me hiciste un regalo que me ha hecho feliz durante todos estos años. ─ Recordar a Edu la hizo sonreír de forma sincera, cálida y Eduardo pensó que ahí seguía la chica de la que se había enamorado. Todavía brillaba en sus ojos la inocente juventud.
Estuvo a punto de cogerla por los hombros y estamparle un apasionado beso en la boca. Sin embargo, antes de decidirse a hacerlo, Ángela ya estaba en el portal de su casa abriendo la puerta y cerrándola tras de sí dejándole absorto. Dios mío, qué le estaba pasando, pensó consternado.
Mientras conducía hasta su casa de la playa, más calmado, Eduardo se estuvo preguntando qué había sucedido. Algunas de las palabras de Ángela no tenían ningún sentido. ¿Por qué iba ella a perdonarlo? Él no había hecho nada. Solo desvivirse por ofrecerle un futuro a ella y a su hijo. ¿Y que había recibido a cambio? Una patada en el trasero. Tal vez Fer tenía razón y ella había estado muy asustada durante los días que la dejó sola. Tal vez era eso lo que ella le perdonaba. ¿Qué hubiese pasado si él hubiese permanecido a su lado todo el tiempo? Posiblemente habría podido convencerla de no abortar al niño. Sí, Fer podía tener razón, Ángela era muy joven y él no debió dejarla sola. Tenía que volver a hablar con ella. Tenían que aclarar las cosas sino, como muy bien había dicho ella, no lograría ser feliz.
Con ese pensamiento rondando su mente se fue a la cama, aunque apenas pudo pegar ojo. La sonrisa dulce y cálida de Ángela no se lo permitió. Rememoró una y otra vez el brillo jade de sus ojos, el perfil de su rostro, sus labios rosados y húmedos... Y cómo no, las curvas de su cuerpo. Iba a ser una larga noche.
Una hora después de que Eduardo se marchara, Ángela todavía lloraba en su habitación. Nunca le había visto tan furioso y amargado. En aquellos bellos ojos castaños, que antaño la habían mirado con amor y pasión, ya solo quedaba odio y desprecio. No lo entendía. Se suponía que la había abandonado para seguir con su vida y ser feliz, ¿por qué entonces no lo era? Por su presencia, estaba claro que había terminado su carrera y seguramente hiciera ese Máster en el extranjero. Estaría trabajando en la empresa de su padre y tendría un piso de lujo. ¿Podía haberle cambiado la muerte de su padre? No tenía ni idea.
Recordaba lo enfadada que había estado con él durante todo su embarazo. Sin embargo, cuando tuvo a Edu en sus brazos desapareció todo el rencor que tenía acumulado, para sustituirlo por agradecimiento a ese hombre que le había hecho el regalo más preciado de la vida. Su hijo ocupó el vacío que Eduardo había dejado en su corazón.
En estos momentos sentía una tristeza tan grande que destrozaba su alma. El chico despreocupado y siempre sonriente que había sido su novio, ya no existía. ¿Habría sido culpa de ella por quedarse embarazada? No, rectificó, habría sido culpa de los dos, en todo caso. Pero al parecer él solo quería culparla a ella. Quizá para sentirse mejor consigo mismo, cosa que evidentemente no había conseguido.
De pronto sintió el deseo de sacudirlo con fuerza para que dejase atrás el pasado y viese lo que el mundo le ofrecía. Al parecer la vida le había sonreído porque tenía lo que había soñado... Ojalá pudiese ver todo lo que había conseguido con su esfuerzo, ojalá ella pudiese volver a hacerlo feliz. ¿Qué podría hacer para que regresara aquel muchacho? Aun después de haberla abandonado de la forma en que lo hizo, sin una simple despedida, e incluso después de lo que le había dicho esa misma noche, ella todavía lo amaba. Era una completa idiota, se dijo a sí misma. Cualquier mujer lo habría mandado a freír espárragos. Era consciente de ello. Sin embargo, nunca hubo en su vida otro hombre más que él. No pudo amar a nadie más y no había dejado que nadie más la tocase desde Eduardo. Y ahora que lo había vuelto a ver, sabía que no amaría a nadie más en el futuro. Al menos no como a Eduardo.
A veces pensaba que su destino era quedarse sola para siempre. Si no era capaz de entregarse a otro hombre por completo, sencillamente no lo haría. Aunque se condenara a la soledad eterna, porque no consideraba justo que solo uno de los dos lo diese todo.
Ángela hacía mucho que se había resignado a que Eduardo jamás sería suyo. Seguramente se habría echado otra novia, incluso podría estar casado. Sin embargo, cuando lo vio en el restaurante, todo el amor que había guardado en su corazón, volvió a salir a la superficie. Y fue tan grande, que le dolió igual que aquel espantoso día en el que se enteró de su abandono. Por su escasa conversación sabía que no debía albergar ninguna esperanza, además si había sido capaz de dejarla una vez, podría volver a hacerlo y entonces ella no sobreviviría. No, nunca volvería con él. No podía permitírselo. No obstante, era incapaz de verlo sufrir. Así que, si estaba en su mano el poder de aliviar su conciencia de alguna manera, lo haría para que pudiese seguir con su vida y ella con la suya. Le había dicho que le perdonaba, pero él no había estado dispuesto a escucharla. En cuanto lo viera, si es que volvía por allí, haría que le entrara en esa cabezota que el pasado, pasado queda y que ella ya lo había perdonado y no le guardaba rencor. Si Eduardo se mostraba razonable, entonces podría presentarle a su hijo.