54

 

 

 

 

Por fin han llamado a la puerta.

—Mamá —ha dicho la voz de María—, soy yo. ¿Puedo pasar?

—Pasa, cariño.

—Nos han dicho que bajemos de una vez. Los camiones esperan.

—¿Qué hora es?

—No sé, tardísimo.

He suspirado.

—¿Adónde, ahora?

—Qué más da. Lo único que importa es que estemos juntos. Te ayudo a bajar, ahora subirán a por el Nene.

Alexis aguarda, somnoliento, abatido.

—No me dejes solo, mamá.

María me ha detenido con la mano.

—Baja, ya le hago yo compañía.

El resto de las niñas esperan en la escalera. Nikki también. Me sonríe. Sus ojos se llenan de arruguitas. Besaría cada una de ellas.

—¿Adónde, ahora? —repito.

El pasado domingo, antes de ayer, Yurovski nos concedió la gracia de un servicio religioso con el padre Storoyev. Eso acalló mis lamentos internos: hasta a los condenados a muerte se les otorga el socorro de la religión. De vez en cuando Yurovski, ese hombre endurecido, muestra una grieta, una pequeña zona blanda. Dios permita que se agranden. Un escalón, otro. Adónde, ahora. No importa. Estamos juntos. Seguiremos juntos. Nos amamos. Amamos Rusia.

No pueden quitarnos ya nada más. No pueden quitarnos eso.