16

 

 

 

 

—¿Qué ocurre ahora?

—Nada, mi vida. Tenemos que esperar.

—¿Las niñas están...?

Nikki cierra la puerta, mueve con la bota el paño que hemos colocado en el hueco para evitar la corriente.

—Les he pedido que no cogieran equipaje, solo las almohadas, pero creo que...

Los dos nos miramos. Él se encoge de hombros.

—Qué desgracia.

—Qué desgraciados somos.

Alexis ya conoce el juego y sonríe con anticipación.

—Tantos hijos, y tan desobedientes.

—Tan malos.

—Y tan feos.

No creo que nos tengan esperando eternamente. Fuera, en la noche, no se oye un ruido.

 

 

Entre baile y baile y alguna cena para romper la monotonía, se acercaba la primavera de 1896, en la que estaba prevista nuestra solemne coronación. Unos días antes viajamos al palacio Petrovski, en Moscú, para cumplir con las meditaciones y el ayuno rituales. La ceremonia no tenía solo importancia política; representaba la amnistía casi general, se suspendían los impuestos y las deudas se condonaban, de manera que los súbditos pudieran compartir la alegría de los zares y comenzar a amarlos por el bolsillo. Un detalle importante que ningún monarca debe menospreciar. El tío Sergio, el marido de Ella, se encargó de que los edificios estuvieran recién pintados y las calles cubiertas por la bandera imperial.

La fiesta se extendía a toda Europa y los príncipes de las distintas casas reales recibían su invitación para asistir a Moscú. Los reyes no: en la coronación se festejaba a los zares, y nosotros debíamos acaparar toda la atención. Otra merienda familiar, pero sin que los padres nos vigilaran.

El 25 de mayo, cuando llegamos de San Petersburgo, el pueblo llenaba las calles; no solo la ciudad entera, toda Rusia, desde los Urales hasta Tartaria, estaba allí, y como si Moscú fuera una feria cercana, súbditos de todos los rincones, todos los colores, todas las costumbres, nos aguardaban vestidos de domingo.

La procesión real se dirigía hacia el Kremlin con el zar a la cabeza sobre un caballo blanco. Cabalgaba solo y vestido con humildad, como un soldado pobre antes de ser elevado a un gran honor.

Las zarinas lo seguíamos, detrás de los grandes duques rusos y los príncipes extranjeros, en dos carrozas distintas del siglo XVIII. Es decir, la zarina María, que conocía bien el ritual porque años antes había sido ella la coronada de la misma manera, venía inmediatamente después, en la carroza dorada de Catalina la Grande, tirada por ocho caballos blancos. Y después se podía ver mi carruaje, menor, con menos caballos, como correspondía a la zarina aún sin coronar. Sola también.

Yo vestía de blanco, con una túnica muy sencilla pero recamada de piedras preciosas y con un collar de inmensos diamantes. El pueblo nos vitoreó durante horas, hasta que los aristócratas entraron en el Kremlin. La coronación tendría lugar al día siguiente en la catedral Uspenski, una de las más hermosas de Rusia, y hasta entonces heraldos y mensajeros vocearían en los distintos idiomas oficiales que pronto tendríamos un nuevo zar. Para la ocasión se mostrarían los iconos más venerados, las joyas más preciosas del patrimonio religioso ruso.

Nos levantamos al amanecer, un amanecer precioso, azul y claro, mucho más nerviosos que el día de nuestra boda, y mientras nos vestíamos ensayábamos los movimientos y las frases ceremoniales. El peluquero me amonestó porque no paraba quieta:

«Madame, si no os sosegáis, esto va a ser muy complicado para todos».

«No te preocupes, amor mío —me susurraba Nikki—. Haremos un esfuerzo. Todo habrá pasado antes de lo que imaginas, y ya no tendremos que volver a sufrirlo nunca más. A partir de ahora, todo va a ser mucho más sencillo.»

A mí se me escapaban los suspiros, muy a mi pesar, y abotonaba y desabotonaba los broches del vestido. El peluquero acabó clavándome una horquilla de diamantes, sospecho que a propósito. En esos momentos Nikki y yo nos sentíamos siempre como dos colegiales en un examen y nos mirábamos para inspirarnos confianza, ya que a partir de un determinado momento no podríamos hablar.

Llegamos a pie a la catedral, cada uno bajo un palio distinto; para esta ocasión no lucí más joyas que un collar de perlas rosadas, porque mi vestido, pesadísimo, antiquísimo y de tisú dorado, no necesitaba más adornos. El zar vestía el uniforme del regimiento militar más antiguo de Rusia. Con gesto solemne, Nikki se sentó en el trono diamantino de un antiguo zar, un mueble-joya que lucía ochocientos sesenta diamantes incrustados. Pobrecillo, estaba muy incómodo. A mí me reservaron un trono bizantino de marfil, un poco menos ostentoso pero mucho más confortable.

La ceremonia se prolongó durante cinco horas; no la olvidaré jamás, por muchas razones. El altar resplandecía, todos los sacerdotes cantaban al unísono y los rezos se perdían hacia las cúpulas. Nos arrebataban el alma con sus voces, y subían a lo alto, enredadas con el humo del incienso. En aquel rito bellísimo sentí que la búsqueda de mi identidad había finalizado: era, entonces y para siempre, rusa.

Nicolás se sometía además a una ceremonia muy similar a la toma de hábitos, que incluía los santos óleos, y lo nombraban sacerdote de la Iglesia; en ese momento, cuando Nicolás se dirigía al altar, se le cayó al suelo la cadena de la orden de San Andrés. Desde donde yo estaba, solo veía el resplandor del sol ornando la cabeza de mi marido. Él me lo contó más tarde:

«Fíjate en qué país absurdo vives. Cuando se me cayó la cadena, la recogieron inmediatamente, y todos los oficiales que lo vieron han jurado mantener el secreto, para que no se interprete como un mal augurio».

«Pero ¿es un mal augurio?»

«Según la superstición, sí.»

Nicolás tomó la corona de Catalina la Grande de manos del metropolitano y se coronó. Por un instante se tambaleó. Pesaba cinco kilos y su borde rozaba la cicatriz del ataque japonés. Ya no se podría deshacer de ella en todo el día. Nos hubiera gustado emplear otra corona más sencilla, la venerable Monomaj, que solo pesaba un kilo, pero el protocolo lo hizo imposible. Luego se la quitó y la colocó suavemente sobre mi cabeza. Nos miramos, casi sin sonreír. Ya éramos zares.

Me la quitó, se la puso de nuevo, me entregó una más pequeña. Aun así, la mía pesaba tres kilos. Después me besó, tomó mi mano y nos dirigimos juntos hacia los tronos para recibir el homenaje de los nobles. Cuando la ceremonia terminó, las campanas sonaban en todas las iglesias de Moscú y los cañones disparaban salvas. Saludamos al pueblo inclinándonos tres veces en lo alto de la escalinata roja, como señal de respeto y de servicio. El escándalo era ensordecedor, pero a ratos el latido de mi pecho lo eclipsaba.

Había siete mil invitados al banquete de la coronación, muchos de ellos procedentes de países muy lejanos, y solo un grupo vestía con ropas vulgares: eran los descendientes de los hombres que habían salvado la vida de los zares rusos en distintos años: su presencia me pareció tétrica, como la de los esqueletos en los banquetes romanos, como si nos recordaran constantemente que íbamos a morir. Nikki y yo comíamos en una mesa aparte, perdidos en nuestros pensamientos. Ya nos habíamos acostumbrado a no hablarnos en público. Los platos se sucedían, y por lo general, no comíamos más que unos pocos bocados de cada uno: borsch, sopa de pimientos, empanadas de carne, pescado hervido, un cordero entero, que se retiraba después de haberle raspado unas virutas de carne, unas chuletillas o un suspiro de la pierna. Yo ni lo miré: aborrecía el cordero desde que me di varios atracones durante el embarazo. Después venía el faisán, con su leve olor a putrefacción, la ensalada con espárragos, la fruta, y finalmente, los helados y sorbetes.

Aquella noche, después del baile de coronación, se inauguró la iluminación eléctrica de Moscú; yo pulsé el interruptor, oculto en un ramo de rosas, y miles de bombillas se encendieron a la vez. Durante el resto de la noche, que ya no era noche, bailamos y nos divertimos, esa vez sí, en uno de los bailes más esplendorosos, más memorables a los que yo haya asistido. Todo salió bien, todo resultó hermoso, el pueblo nos amaba, nosotros nos amábamos aún más, y ese amanecer nos tendimos el uno junto al otro, sudorosos y exhaustos, convencidos de que era la noche ideal para engendrar al heredero al trono.

Las celebraciones debían alcanzar también al pueblo, y Sergio había planeado una verbena al aire libre en la pradera de Jodynka, a las afueras de la ciudad. No era el mejor de los lugares, porque aquella zona había servido como campo de maniobras del Ejército y había trincheras que recorrían el terreno en varias direcciones, pozos y varios fosos, pero se esperaban muchos miles de asistentes y no había espacio suficiente para todos en otro sitio.

La masa desbordó todas las expectativas: durante toda la noche se agruparon millares de personas, y cuando amaneció había más de quinientas mil esperándonos. Muchos de ellos ya estaban borrachos y casi ninguno había dormido, porque se habían pasado la noche cantando, lanzando bendiciones a nuestra familia y asando patatas y carne en pequeñas hogueras. Sergio había dispuesto que se repartieran tazas y recuerdos de la coronación, así como barriles de cerveza.

Pero de pronto algunos hombres comenzaron a gritar porque se dieron cuenta de que no llegaría el alcohol para todo el mundo, y la gente echó a correr para conseguir su premio. Algunos cayeron en las trincheras; los niños, que aguardaban en primera fila para poder ver a sus zares, resultaron pisoteados. Fue una carnicería; los huesos crujían mientras la multitud, aterrada, no sabía hacia dónde dirigirse. La Policía intentaba contenerlos, y se dice que incluso dispararon contra los pobres infelices, que se les echaban encima.

Hubo tantos muertos y heridos que las autoridades apenas pudieron calcularlos; para colmo, a la ineptitud se unió la cobardía, y, sin saber cómo darnos la noticia, tardaron todo el día en informarnos. Para entonces los centenares de víctimas se apiñaban en los hospitales y sus familiares aullaban cuando reconocían a un nuevo muerto.

Mi primera reacción fue echarme a llorar. La de Nikki, suspender inmediatamente la fiesta de esa noche, un baile que tenía lugar bajo el auspicio del embajador francés; pero el desaire a Francia, nuestro único aliado europeo, hubiera sido tan grande que los consejeros, y sobre todo los tíos Romanov, nos obligaron literalmente a que asistiéramos.

Nos reunimos con ellos y con los consejeros, todos con el rostro pálido. Las cifras que llegaban de la pradera resultaban cada vez más difíciles de asumir. En un momento dado me pidieron amablemente que saliera del salón y permitiera a los hombres deliberar y discutir con más crudeza.

Aquella noche bailamos sin apreciar la vajilla de plata ni las cien mil rosas que el embajador había ordenado traer de París. Yo me secaba los ojos de vez en cuando con una servilleta, y Nicolás estaba demudado.

«Esto ha sido un error», musitó cuando abrimos el baile.

En cuanto nos fue permitido visitamos a las víctimas y distribuimos entre ellas dinero y regalos de nuestro bolsillo. Nicolás se empeñó en que cada cadáver tuviera una tumba individual y no se perdiera en la fosa común, y destinó mil rublos a cada familia. Fueron unos días terribles, terribles, y aunque los festejos continuaron hasta el 7 de junio, habían perdido toda su gracia. Ya no nos divertíamos, ya para siempre esa fiesta estaría asociada para nosotros a la desgracia, que no pudo preverse, y a los malos consejos, que desde luego debían evitarse.

Los rumores de mala suerte continuaban y el pueblo comenzaba a culparme de ello a mí, a la zarina extranjera que bailaba mientras los rusos humildes morían. Nunca pude perdonárselo a los tíos, jamás.