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Llamamos a todo el mundo, a todos los profesionales. La respuesta era siempre la misma; la hemorragia, muy grave, no se podía detener ni intervenir. Botkin me advirtió que lo peor estaba por llegar. Y así fue. La hinchazón continuó, el niño gemía, lloraba.
«Dios mío, Señor mío, ten piedad de mí. —Después me miraba con los ojos perdidos—. Mamá, ¡ayúdame! Mamá, ¿verdad que me vas a ayudar?»
«Sí, cariño, sí, no te preocupes, descansa.»
Los gritos se convirtieron en alaridos, en un gemido constante que me partía el alma, porque no podía hacer nada, sino sostener su manita y mantenerme calmada. ¿Cómo se puede saber si un corazón sangra? El mío se derramaba con mi hijo.
Durante once días y once noches velé a mi hijo, sin comer apenas, sin dormir más que alguna cabezada. Desde entonces me salieron canas. Nicolás entraba a relevarme, pero lo pasaba tan mal, era tan incapaz de soportar el dolor del niño que prefería que no lo hiciera. Yo estaba más acostumbrada a sufrir. En una ocasión rompió a llorar y salió del cuarto, creyendo que no lo había visto.
«Cuando me muera no me dolerá más, ¿verdad? —decía Alexis—. Quiero que me enterréis aquí, en el bosque, y que me hagáis un entierro muy bonito.»
«Calla, mi vida», solo podía decirle yo.
A nuestro alrededor la vida seguía con aparente tranquilidad. Estábamos fuera de nuestra casa y rodeados de extraños: no podíamos permitirnos que supieran nuestra tragedia. El niño estaba mal, sí, una gripe, una tontería. Las cenas continuaron, los días pasaron con una agónica lentitud. Entre el 6 y el 10 de octubre fueron sin duda los peores. El niño tenía mucha fiebre y convulsiones. No dejábamos que sus hermanas menores entraran a verlo, y las mayores no sabían qué decirles.
María y Anastasia quisieron representar El burgués gentilhombre: ni siquiera era la obra entera, sino un par de escenas aprendidas, pero eran tan graciosas, habían trabajado tanto en ello que las observamos como a primeras damas del teatro, y recuerdo que por un instante me reí, que disfruté aquellos momentos con los invitados y con las niñas disfrazadas. De pronto, oí un gemido. Me detuve en seco. Nadie más parecía haberlo oído. Alexis, a varios salones de distancia, volvió a gemir. Apenas pude contener mi angustia. Salí del salón y cuando llegué al pasillo eché a correr, sin darme cuenta de que tropezaba con Gilliard, que supervisaba la obra.
No pude hacer nada. Tampoco entonces pude aliviar el dolor de mi hijo. Lo dejé en aparente calma; se había quejado mientras dormía, y era preferible que continuara así. Respiré hondo, ensayé una sonrisa. Cuando regresé al salón (las risas proseguían, las copas se vaciaban al mismo ritmo), encontré a Nikki en una esquina desde la cual podía divisar la puerta. Me miró con desesperación, y yo moví ligeramente la cabeza, sin dejar de sonreír. No sé si alguien advirtió mi máscara.
Aquella fue, desde luego, una de las últimas noches que la mantuve. Nada, ni siquiera mis deberes como anfitriona ni el respeto debido a mis invitados podrían apartarme del lecho de Alexis. Nikki continuó con sus partidas de caza, con su amable hospitalidad con nuestros huéspedes. Yo, que sabía con cuánto dolor apretaba mi hombro cuando velaba junto al niño, le admiraba cada vez más por su autocontrol, por su amor callado y sacrificado.
El profesor Feodorov llegó de San Petersburgo el 17 de octubre y dos días más tarde el niño tenía tanta fiebre que estuvimos seguros de que moriría. Mi niño iba a morir, y mientras tanto los periódicos, a los que algunos de nuestros invitados habían filtrado noticias injuriosas, inventaban las historias más descabelladas acerca de lo que le ocurría. Nunca nunca debimos permitir que se supiera que había estado enfermo. Nunca.
Entonces entró en agonía. Con el corazón en un puño, advertí a su padre con una nota. Había que administrarle los santos sacramentos. Había que comunicar su muerte al Gobierno y a los periódicos de manera oficial. Lo que ocurriría después ya no me importaba. Mi vida acababa.
Durante todos esos días no habíamos logrado contactar con Rasputin. Nuestro Amigo se encontraba en su remota aldea, sin posibilidad de ser localizado. Aun así, aquella noche desesperada le supliqué a Anna que lo intentara de nuevo y que lo telegrafiara. Que rezara por él. Que lo ayudara. Para nuestra sorpresa, otro telegrama llegó casi de inmediato. Era de él.
«Dios ha visto tus lágrimas y ha escuchado tus plegarias. No te preocupes. El niño vivirá. No dejes que los médicos le molesten demasiado.»
¡El niño se salvaría! Entre las lágrimas, logré esbozar una sonrisa y regresé a su cuarto.
«¡Fuera! —grité y eché de allí a los doctores—. Quiero quedarme a solas con él.»
Cuando amanecía, la hemorragia cesó. Mi hijito, agotado, pudo al fin dormir. Vivía. Nadie pudo explicar qué había ocurrido. Yo lo sabía, por supuesto. En adelante, ya sabría qué hacer.
El sufrimiento no acabó ahí. Fue un mes eterno, un mes lleno de dolor, de gemidos, de fiebre y delirios por la falta de sueño. Por fin, mediado noviembre, nos llevamos al niño, al frágil niño de cristal, a casa, a Tsarskoye Selo, a pasar el invierno. A iniciar un nuevo tratamiento para que los nervios de su piernecita, que durante todos esos días le habían mantenido alzada contra el pecho para dejar espacio a la sangre, no se atrofiara y le causara más daño aún.
Tardó casi un año en poder andar bien; inventaron nuevos aparatos ortopédicos. Todas las imágenes oficiales fueron falseadas, y aun así, en todas aparece con una seriedad recién estrenada. Inició una prematura madurez, falsa, como la de todas las frutas verdes, pues enseguida volvió al griterío y los caprichos de un niño pequeño.
No pudo hacer prácticamente nada salvo ocuparse de su salud durante los siguientes meses, hasta que en el verano de 1913 nos trasladamos a Livadia, a pasar allí nuestras vacaciones. En Livadia, Alexis continuaba con sus baños de barro y su lenta recuperación, pero me atormentaba el hecho de que creciera salvaje, todas sus lecciones interrumpidas por la mala suerte y la mala salud. ¿Cómo educar a un niño como Alexis, tan quebradizo y tan lleno de energía, llamado a una misión tan alta?, ¿en quién confiar? Después de meditarlo mucho, decidí que su tutor principal fuera el amable Pierre Gilliard.
«Se lo confío. Es mi mayor tesoro. Ahora es suyo también.»
Me lo agradeció más con su expresión que con palabras, y pude ver que por encima del honor, sentía el peso de la responsabilidad que le entregaba. ¡El zarévich! Yo le entregaba al futuro heredero de uno de los más importantes reinos del mundo. Y le entregaba también a un niño inteligente pero nervioso, con un corazón de oro pero mimado y consentido, responsable pero desobediente. Un príncipe, ni más ni menos, excepcional, único y amenazado por la mala suerte.
Fue informado de la enfermedad del niño sin ocultarle su gravedad, y se le advirtió de nuevo de que bajo ningún concepto podría castigarlo de manera física, ni permitir que se distrajera durante las clases con juegos que pudieran herirlo. Y después lo dejé solo con él. Le recomendé que pasearan juntos, que pasara tanto tiempo con él como pudiera, de manera que se ganara su respeto y se convirtiera en su mentor, en su mejor amigo.
Quería que mi hijo aprendiera ruso, francés, inglés, historia, geografía y religión. Que de ninguna forma aprendiera alemán. Bastante había sufrido yo con mi origen. Yo hablaba con mis hijos en inglés, su padre en ruso. A su alrededor se manejaba con fluidez el francés. Las clases tenían lugar durante la mañana, y por la tarde podría jugar en el jardín siempre que el clima lo permitiera.
¿Es mi hijo valiente o rebelde? Nunca he sabido determinarlo. Bastaba con que se le prohibiera un juego para que lo convirtiera en su favorito. Le encantaba patinar y correr con su perro, el que tuviera en aquel momento, y con el burrito Vanka, que le habíamos comprado en el circo Cinizelli. A veces Alexis le enseñaba trucos nuevos, precisamente lo que Vanka no necesitaba: ¡aquel burro! Sabía sacar comida de nuestros bolsillos, sabía caminar a tres patas..., solo le faltaba hablar, lo juro.
Qué triste ha sido que mi hijo tuviera que jugar únicamente con sus hermanas y con animales. Porque las niñas, por muy masculinas y hasta brutas que hayan sido, no eran varones. Y el resto de los Romanov han criado hijos bruscos y grandes que podrían destrozar a Alexis de un solo golpe.
Quizás me equivoqué en la educación de Alexis, quizás una mayor disciplina le hubiera favorecido. A veces pensaba que si la voluntad de Dios era llevarse a mi hijo, ¿para qué hacerle sufrir? Que al menos los años que le quedaban sobre la Tierra fuera feliz, que hiciera su voluntad, que no se viera restringido, como sus padres, por leyes severas y protocolarias.
Otras me asustaba tan siquiera pensar eso. Que viviera, que viviera a cualquier costa, que ya nos encargaríamos su padre, Nuestro Amigo y yo de protegerlo. Teníamos todo el dinero que quisiéramos, podríamos ampararle. Lo teníamos todo. No teníamos nada.