22
Mientras mi marido y yo luchábamos por mantener una vida tan preciada como la suya, fuera de nuestro palacio se libraban batallas muy distintas. Los codiciosos cortesanos, los políticos arteros, nuestra propia familia se preparaban para un cambio de escenario.
Nicolás era joven y fuerte, pero como cualquier otro mortal podía enfermar, podía morir. Estaba enfermo, de hecho. Se encontraba a las puertas de la muerte, de hecho. Y en ese caso, Miguel sería el nuevo zar.
«Si llega el caso —me dijo Nikki—, habrá que resignarse y deberás llevarlo con paciencia.»
«¿Con paciencia? —repliqué sin dar crédito—. ¿Con paciencia? Tienes tres hijas, y otro bebé que llevo en el seno y que será, si Dios quiere, varón. ¡No puede ser así! Si mueres, el niño debe ser nombrado zar. Aunque nazca póstumamente. Nikki, me espanta hablar de estas cosas, pero es necesario.»
Y era cierto. Tocaba en el bolsillo, por el interior de mi falda, una pequeña reliquia de madera santa, para que nos protegiera del mal de ojo.
«No hay antecedentes de nada así, Alix.»
«No me importa. ¿Tú confías en mí?»
«Más que en nadie, y lo sabes.»
Me miraba con sus ojos de hombre bueno enrojecidos por la fiebre, con los labios cuarteados. Se me iba. Se me iba.
«Entonces, dispón que yo ejercería como regente durante la minoría de edad del niño. En caso de la desgracia mayor, sería espantoso que por un lapso de unos pocos meses fuera Misha quien heredara el trono.»
Nikki asintió. Pese a nuestro cariño por él, Misha no se encontraba en absoluto preparado para acceder al trono de los zares. Y además, era tan confiado, tan fácilmente manipulable...
Sin embargo, esa idea convenía a muchos de los partidarios de Miguel.
«No hay antecedentes históricos de ninguna clase —indicaron, en especial Witte, el ministro de Hacienda, que sería más tarde primer ministro— de que una zarina sea nombrada regente bajo la base de un futuro nacimiento. La ley marca claramente que el zarévich Miguel continuaría la dinastía. Y así debe ser.»
No me querían. Y en vista de que corríamos peligro de perderlo todo, decidí darlo todo, hasta la última gota de sangre, por salvar a Nikki. Y para mi decepcionado espanto, no podía contar ni siquiera con aquella a la que le había perdonado todo porque creía que, por encima de sus defectos, defendía a su hijo. Mi suegra me sorprendió al mostrarme solo un tibio apoyo cuando le revelé los planes que teníamos para la regencia.
«¿Qué ocurre? —le pregunté desesperada—. ¿No estás con nosotros? ¿Preferirías a Miguel como zar?»
«No es eso, Alicky —dijo insegura—. Pero como madre debes entenderme. Amo a todos mis hijos por igual y no puedo tomar partido por la descendencia de Nikki para perjudicar a Miguel.»
Nunca hasta entonces le había levantado la voz a María Feodorovna, y sabe Dios que me habían sobrado ocasiones para ello. Pero entonces, con mi marido enfermo en el cuarto contiguo, no me importó el respeto, ni el recato debido, ni la educación recibida.
«¿Tú? ¿Precisamente tú, que me ridiculizas por ser madre y no ser zarina, te excusas ahora con esa frase vacía? ¡Tú no tienes hijos! ¡Eres, por sangre y por juramento, la primera súbdita leal al zar Nicolás, y el resto no importa! ¡Y Miguel se encuentra sujeto al mismo mandamiento!»
Ella cambió de color. La vi flaquear por primera vez. Una sensación inesperada, pero satisfactoria. Muy satisfactoria.
«No te enfades así, hija. No te enfades así en tu estado. Piensa...»
«No. ¡Piensa tú en tu nieto! Hasta ahora te tenía por una zarina íntegra, por un ejemplo. ¡Intenta comportarte como tal!»
Tras esas discusiones me sentí cada vez más y más responsable de mi destino. Comencé a suplicar noche y día, a todas horas, que me mandaran un niño. Pero también reparé en algo desconocido: me era permitido exigir. Si hasta entonces había callado y obedecido, porque así había creído cumplir mejor con mi cometido, mi deber como zarina incluía también pedir cuentas a los demás y asegurarme de que las presentaran.
Nicolás sobrevivió. Sin embargo, fue otro miembro de la familia quien falleció: la reina Victoria de Inglaterra. La abuela de los cien mil hijos y las cien mil decisiones moría en Osborne, al final de un reinado próspero y largo. Con eso me quedaba definitivamente huérfana. No pude asistir al entierro por el embarazo, pero ayuné y lloré a la abuela con una amargura inconsolable, porque sabía que con su desaparición comenzaba una nueva era y una nueva Gran Bretaña. Y no sabía qué iba a pasar con nuestra Rusia. La corte se puso de luto (era enero y cortábamos de cuajo la temporada, pero no me importó en absoluto), y encargamos una fastuosa misa memorial en la iglesia anglicana de San Petersburgo.
Allí no pude contenerme y lloré en público. Me preparé para las críticas y los hachazos posteriores, pero para mi sorpresa esa vez no fue así. Quizás, pensé en aquel momento, quizás pese a nuestros miedos no resultaba tan mala idea que presenciaran nuestros sentimientos. Al menos el pueblo. El pueblo nos comprendía, lloraba, gemía, amaba como nosotros. Perdía a sus abuelas, rezaba por sus antepasados. Para mí era evidente que el protocolo era una mordaza y un error.
Aquellos meses no me dieron tregua. Sanó Nikki y enfermó Olga, de tifus también. Tuvimos que aislarla en la planta alta del palacio durante cinco semanas, mi pobre niña, donde hacía un calor asfixiante y a mí me costaba un mundo subir. Perdió muchísimo peso y tuvimos que cortarle su delicioso pelito rubio, porque se le caía a mechones. Pero mientras yo estuviera a su lado, no se quejaba.
«No te vayas hasta que me haya dormido», suplicaba como todos los niños del mundo.
Era la primera enfermedad de mis hijos, la primera vez que mi corazón sangraba esas diminutas gotas de dolor. Pero Dios cuidó de ella y pudimos llevarla de nuevo con sus hermanas, que lloraron como ante una extraña, porque no la reconocían.
«¡Soy Olga, soy Olga! —comenzó a decir ella entre lagrimones y me miró llena de dudas—. ¿No soy Olga?»
Yo estaba tan convencida, tan segura de esperar un chico. Si no hubiera tenido la certeza de que iba a ser así, me habría ahorrado los enfrentamientos y los disgustos de la regencia. Me encontraba sorprendentemente bien, apenas había engordado, mi rostro brillaba; era de los denominados «embarazos de belleza», que auguraban siempre hijos. Me enfrentaba sin miedo a los preparativos, como una mujer ya madura y experimentada, y me dispuse a sentir la alegría de acoger en mis brazos al heredero.
El 5 de junio de 1901 nació otra niña: Anastasia. Cinco kilos doscientos gramos y apenas tres horas de parto. La alegría de una vida nueva. La oleada inmediata, irracional, de amor por aquel pequeño ser y la renovación de mi agradecimiento, mi delirante agradecimiento por mi esposo. Luego la decepción, las lágrimas, la reflexión.
Nadie ocultó su disgusto. Para qué. Todos, del primero al último ciudadano ruso, se sentían estafados, defraudados conmigo y con mi estirpe. Mientras me visitaba, mi cuñada Xenia rompió a llorar.
«Perdóname, perdóname —decía entre sollozos—, es una niña preciosa, pero ¡una cuarta hija! Que me perdone Dios por sentir esta tristeza, pero ¡esperábamos que esta vez fuera el varón! ¡Y otra niña!»
¿Qué podía decir yo? ¿Cómo podía acallar los rumores, los cotilleos sobre el mal de ojo que alguien me había echado o que yo misma atraía, qué podía hacer con mi cuerpo, con mi voluntad, para que se callaran? La alemana distante y recogida, la loca del malva, fracasaba de nuevo.
«Y habrá que intentarlo de nuevo», repitió Nikki como una broma privada.
Durante los días que siguieron al nacimiento y el bautizo de la pequeñita perdí el norte. Había mantenido una actividad frenética durante los meses anteriores y me encontraba agotada. Y todo, ¿para qué?
«Vamos, Sunshine, debemos tomar el control de esta situación. Vamos, Sunny, hemos de seguir.»
Nicolás había encontrado más tiempo para reaccionar y había preparado, a mis espaldas para no desanimarme, toda una estrategia si nacía una niña. Sería el símbolo de nuevos tiempos. ¿Acaso no acabábamos de cambiar de siglo?
Escogimos para ella el nombre de Anastasia, que significa ‘resurrección’. Decidimos que el bautizo sería celebrado con todo el esplendor posible para demostrar lo orgullosos que nos sentíamos de ella. Aunque sujetos a las normas del protocolo, lo estiramos al límite y Nicolás dispuso una amnistía más que generosa, así como festejos que se asociaran durante años al nacimiento de una gran duquesa. A mí me cubrió de joyas, más de las que pudieran esperarse como regalo. Una malla de perlas diminutas que se convirtió en una de mis tiaras predilectas, unos pendientes de diamantes de ensueño. Pero estaba triste y sentía que me inclinaba cada vez más hacia la obsesión.
Cuando miraba a las mujeres solo podía pensar en si tenían hijos o no. Cuando Nicolás comenzó a perfilar una reforma que permitiera a Olga ser la heredera, en lugar de sentir cierto alivio, aún me atenazó más la certeza de no cumplir con mi deber. Continuaba pasando muchas horas en el cuarto de las niñas, pero mi atención no se encontraba allí. Miraba a mis hijitas, a María, que era el objetivo preferido de las maldades de sus hermanas, con sus piernas llenas de hoyuelos, o la boquita delicada de Tatiana, y solo hallaba una burla del destino.
Ya no rezaba por otra cosa. Comencé a ayunar más y a suplicar en mis oraciones únicamente un hijo. El resto de los problemas quedaron aparcados, ya tendrían quien rezara por ellos. Había desperdiciado demasiado tiempo y me hacía vieja. Necesitaba ese hijo.
Por primera vez me acostaba con Nikki sin alegría, casi por compromiso. Algunas noches una intuición me hacía cantar y mostrarme cariñosa. Otras miraba al techo y rezaba para mis adentros, o ni siquiera rezaba, y murmuraba una y otra vez: «Un niño, un niño, un niño»...
Me deshice de todos mis prejuicios. Era preciso un milagro y lo buscaría. Incluso peregriné a la canonización de distintos santos, como la de san Serafín de Sarov. No olvido aquellas peregrinaciones; largas, tediosas, plagadas de una esperanza siempre truncada. Pero en aquella en especial encontré un curioso alivio, y tiempo más tarde, aunque nunca supe a quién debía el milagro, consagramos una iglesia a san Serafín.
«Ya te lo habíamos advertido —me dijo mi suegra, y mis cuñadas asintieron en silencio—, las peregrinaciones son increíblemente eficaces. Pero no quisiste hacernos caso.»
Levanté la cabeza.
«¿Cuándo me habéis recomendado una peregrinación?»
«¿No recuerdas que el día antes de tu boda te sugerimos que rezaras ante uno de los iconos de la catedral de Kazán?»
No, no lo recordaba. Casi no recuerdo nada de aquel día, y menos aún los centenares de consejos y supersticiones que me imponían. Aquel icono era de la Virgen Madre, una devoción a la que yo, recién convertida, ni siquiera estaba acostumbrada. Pero así era, la tradición decía que quien no se inclinara ante ella no tendría hijos varones. De manera que, con cuatro hijas de retraso, me dirigí a la catedral de Kazán, caí de rodillas ante el icono y con todo el fervor de mi corazón oré, oré y oré.
Rezaron sobre mí, agitaron incienso y velas de cera virgen, dormí sobre algunas reliquias y caminé descalza sobre las tumbas de innumerables santos. Los sacerdotes me miraban primero con piedad y después con cierta rabia, al no atinar con el milagro preciso. Encargaron misas en mi nombre y bajo otras identidades, por el nacimiento de un zarévich y el de un hijo de una pareja que deseaba un niño, sin más.
Pero nada ocurría. Cada mes, ante mi ropa interior manchada de sangre lloraba cada vez con menos lágrimas y más gemidos. Pasaron dos meses, tres, y nada ocurría. Entonces me sequé las lágrimas, llamé a mis cuñadas y les pedí:
«Traedme un mago».