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Los niños no supieron nunca que esa tarde, después de visitarlos y abrazarlos, de consolar a María, que no paraba de sollozar y decir que ella querría haberle recibido en pie, después de cenar, el antiguo zar de todas las Rusias lloró amargamente, sin consuelo, en mi salita malva.
«¿Has escuchado a María? Cuando deliraba por la fiebre, decía: “Mucha gente..., qué miedo..., han venido a asesinar a mamá... ¿Por qué hacen esto?”.»
«Todos han preguntado lo mismo. No saben qué está pasando.»
«¿Quién sabe ya lo que está pasando, Alix? Ya no soy emperador. Antes compartíamos un trono, y ahora solo se nos presenta la miseria.»
«Fue lo que prometí compartir contigo cuando nos casamos... Ya no eres emperador, pero eres padre, eres esposo, y así te seguimos amando. ¡Es eso, y no el trono, lo que vale a mis ojos!»
«Quiero contarte cómo ocurrió todo... El general Rousky fue el primero en mencionar el tema de la abdicación. Apareció en mi tren de pronto, se nos unió en mitad de la ruta, sin anunciarse. Después de hablar de ello sin detalles, me informó de que Goutchkov y Shoulgine venían de camino para tratar la misma cuestión. Así fue, subieron en la siguiente estación y comenzaron a discutir el tema entre ellos, como si ya fuera cosa hecha. Tuve que golpear mi despacho con el puño para que se callaran y me permitieran hablar.
»“Es necesario que abdiquéis a favor del zarévich, y que el pueblo nombre un regente”, dijeron los dos hombres. “Pero ¿de qué manera beneficiará al país mi abdicación?” “Majestad, es precisamente el único modo de salvar al país en esta terrible crisis.” “Debo reflexionar sobre ello. Os anunciaré mi decisión en un par de horas.”
»Cuando ellos accedieron, mi primera reacción fue llamar al doctor Fedorov: sabía que si abdicaba, inmediatamente se dirigirían aquí para arrebatarte al niño, y quise preguntarle qué efectos tendría eso sobre su salud. Fedorov fue franco: “Creo que con el vínculo que tiene el zarévich con su madre y con vos, y teniendo en cuenta su enfermedad, eso no hará sino acortar su vida”.
»Los delegados regresaron y me demostré dispuesto a abdicar, pero no a favor de Alexis, sino de mi hermano Miguel.»
«¡Miguel! —musité—. ¿Por qué tu hermano no nos ha sacado de aquí?»
«Déjame que te explique... Ellos parecieron contrariados con mi decisión, pero les anuncié que era irrevocable. A continuación, firmé el acta. Me temblaban las manos, aunque, por muy breve espacio de tiempo, me sentí aliviado. Qué responsabilidad tan grande, un reino como Rusia... Entonces el tren regresó de nuevo al cuartel general. Inmediatamente después de abdicar me permitieron leer los telegramas que había recibido: muchos me insultaban, pero otros eran testimonios vivos de lealtad y amor. Había nobles que se negaban a darse por enterados de que existía una revolución o de que el zar había abdicado, y así me lo anunciaban. Creo, de todas maneras, que Rousky me ocultó algunos y que es posible que los que le envié a Rodzianko, por ejemplo, nunca llegaran porque el propio Rousky se los arrebató al barón Stackelberg, que era el encargado de enviarlos.»
Siguió hablando y hablando, pero muchas preguntas quedaban sin responder. La más urgente, qué sería de nosotros, ni siquiera se había formulado.
Los revolucionarios no nos trataron mal, pero algunos de sus métodos rayaban lo intolerable. Nos insultaban, sobre todo a mí, y nos robaban hasta las cucharas, como recuerdo. Para algunas cosas la disciplina se había relajado lo indescriptible y los jóvenes centinelas se quedaban dormidos durante las guardias; pero para pequeñas concesiones parecían terribles.
El coronel Kotzebue, uno de los mandos asignados a Tsarskoye Selo, era un primo lejano de Lily y nos aseguró que haría lo posible por suavizar las normas y que se consideraba aún a nuestro servicio. La realidad no se mostró tan complaciente. Cuando María necesitó, por complicaciones de las paperas, una segunda opinión médica, las autoridades accedieron, siempre que estuvieran presentes un oficial y dos soldados en la inspección médica. ¡Una gran duquesa, una jovencita soltera y pudorosa, en ropa interior frente a cuatro hombres desconocidos! Jamás lo toleraríamos.
Nikki se empeñó en retomar el ritmo normal de la vida cotidiana en Tsarskoye Selo, pero pronto el menor movimiento se hizo muy complicado. Tan solo leer el periódico resultaba una prueba muy dolorosa. Pese a su indignación y a que en muchas ocasiones se enteraba de nuestra auténtica situación por la prensa, sentía que su deber era conocer lo que estaba ocurriendo. Los paseos estaban restringidos y los niños continuaban muy enfermos. María deliraba constantemente y necesitaba atención las veinticuatro horas. Todos nos sentíamos cansados y desanimados, y las menores delicadezas nos parecían inmensas. Un caballero británico se ofreció, a través de Lily, a entregar nuestra correspondencia a nuestros parientes ingleses, de regreso a Londres. Después de pensarlo mucho, declinamos el amable gesto: no podíamos comprometerle a él, ni correr el riesgo de que la Duma supiera que estábamos en contacto con el extranjero.
En un principio se nos insinuó la posibilidad de enviarnos a Inglaterra. De todos los países del mundo, era en el que mejor hubiera soportado un exilio, cerca de nuestro primo Jorge V y de los recuerdos de la abuela. Más tarde, quizás por discusiones internas, no se volvió a hablar del asunto. Quizás sabíamos demasiado o nos guardaban para un intercambio provechoso. Bajo pena de muerte se nos prohibió abandonar Tsarskoye Selo. Nosotros no queríamos abandonar Rusia ni finalizar como otros monarcas destronados, asediados por la prensa en hoteles suizos.
«Preferiría acabar en Siberia», dijo Nikki, y sus palabras se revelaron proféticas.
A veces era capaz de tomarse a broma lo que lo rodeaba y volvía a sus antiguas bromas. Le encantaba la palabra «ex».
«Exzarina, ¿podríais venir un momento, por favor?»
«Por supuesto, exemperador. ¿En qué os puedo ser útil?»
Todo era ex: una noche nos sirvieron un jamón infecto, seco y pasado, sin sabor. Él lo masticó como pudo por un momento y acabó por decir:
«Si esto fue alguna vez un jamón, no tengo duda de que ahora es un exjamón».
El ofrecimiento de Kotzebue pronto fue puesto a prueba unos pocos días más tarde, cuando un destacamento de soldados llegó a Tsarskoye Selo con la misión de llevarse a Nikki a la prisión de Pedro y Pablo.
«No puede llevarse al emperador —respondió Kotzebue al oficial al cargo—. Soy el comandante aquí y me niego a entregar al emperador a su autoridad.»
«Ah, ya veo... —dijo el oficial—. El emperador ha volado..., eso nos habían dicho en San Petersburgo. ¡Registrad el palacio!»
Kotzebue tuvo que hacer un esfuerzo para no golpear al hombre.
«Le aseguro que el zar permanece aquí y se lo demostraré. —Y ordenó al conde Benckendorff que le pidiera a mi marido que paseara por el corredor. Al cabo de un momento Nikki apareció caminando lentamente—. Ahora regresen a la Duma, díganles que continúa aquí y no se les ocurra aparecer de nuevo con esas tonterías.»
A Nikki le permitían salir a caminar por el parque todos los días, pero volvía sombrío y casi siempre con una nueva humillación. Sufría horriblemente al verse confinado de esa manera, inactivo, ignorante, con la sensación de que su patria se desmoronaba entre los dedos.
«Es una idiotez por mi parte permitir que su comportamiento me afecte de esta manera..., pero son mezquinos, llamándome a gritos “coronel”. Al fin y al cabo, es un digno título.»
Yo me encontraba cada vez más cansada, y la energía que me había permitido subir y bajar escaleras sin reposo me había abandonado. Comencé a moverme en silla de ruedas, que me permitía visitar a los fieles que nos acompañaban. En primer lugar hablaba con los que se mostraban serenos y fuertes y dejaba para el final a Anna, que era sin duda la que más necesitaba de mi apoyo y de mi energía, porque no podía apartar sus miedos y sus aspavientos. Se empeñaba en visitar a las niñas enfermas sin reparar en que ella misma no estaba bien ni sabía controlar sus emociones y en que no serviría de nada su gesto.
Me daba pena Anna, tan necesitada de seguridad. Nuestros amigos tenían sus propias preocupaciones: el niño de Lily, mi ahijado, estaba muy enfermo y apenas le permitían hablar unos minutos con él por teléfono. Lily pretendía continuar con su rutina de siempre y no se quejaba ni permitía que la viéramos triste, pero a mí me destrozaba el corazón. Ahora que Alexis comenzaba a recuperarse, sentía más que nunca el dolor de un hijo enfermo, lejano y privado de cuidados tiernos. Rezaba con ella y lloraba con ella: no podía hacer otra cosa.
Nos privaron de Kotzebue, al que consideraron sin duda demasiado humano, y llegó a nosotros el temido Kerensky. Era un hombre esbelto, pálido, con los labios finos y unos ojos penetrantes, un hombre que dejaba una impresión siniestra. Vestía casi como un obrero. Entró en los cuartos de las niñas, donde Olga y Tatiana se recuperaban, como si se paseara por su cuartel, gritando órdenes, y cuando nos encontró en el cuarto del fondo, caminó hacia nosotros.
«Soy Kerensky. Sin duda conocen mi nombre —nos dijo cuando se encaró a nosotros, y ante nuestro silencio, continuó—: Bien, pero al menos habrán oído hablar de mí. —Continuamos callados, y él se encogió de hombros—. De algo estoy seguro; no sé por qué continuamos de pie. Siéntense, estaremos más cómodos.»
Todos nos sentamos, y entonces me pidió que le dejara solo con Nicolás. Mis hijas se arrojaron a mis brazos.
«¡Mamá, mamá! ¿Qué está pasando?»
«No os preocupéis, hijas. En el peor de los casos, tal vez me arresten.»
No, no fui yo la arrestada, sino Anna. La detuvieron bajo el cargo de complot político, como si nuestra querida inválida pudiera ser de gran ayuda en ningún complot. Cuando me despedí de ella, las dos llorábamos. Sabíamos que aquella podía ser la última vez que nos viéramos. Ese mismo día, y por sorpresa, se llevaron a Lily. Apenas pudimos darle una medalla y algunas fotografías de recuerdo. Tatiana lloró amargamente.
No hemos vuelto a ver a ninguna de las dos. Sé que fueron interrogadas y que quedaron luego en libertad, que lograron escapar de Rusia, que Lily huyó con Titi a través de Odesa y de ahí a Inglaterra, donde se reunió con Dehn. Incluso en la distancia, no han dejado de arroparnos con su cariño, y las cartas de las dos han continuado llegando a este perdido lugar del mundo.
Quedamos al cargo del coronel Korovitchenko, un hombre rubio de boca cruel.
Pocos días después vimos en la distancia el cortejo de un funeral: no se trataba de una celebración cualquiera sino del entierro de los soldados revolucionarios que habían muerto en Tsarskoye Selo el primer día del levantamiento. Habían cubierto los ataúdes con paños rojos, y los que los seguían vestían enteramente de rojo también, y las banderas escarlata ondeaban por doquier. Sobre el suelo nevado, daba la sensación de que un riachuelo de sangre se deslizaba lentamente hacia el parque, donde fueron enterrados. Tuve un mal presentimiento al verlo, como si la propia tierra sangrara. No era la primera vez que me pasaba; con el tiempo, lo reconozco, he llegado a odiar el color rojo con toda mi alma.