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Toda mi vida, desde que yo recuerdo, he tenido que cuidar a seres enfermos. Sus piernas, sus riñones, su corazón fallaban. O eran enfermedades invisibles, esas que manda Dios como una prueba para la paciencia y la santidad. He pasado más tiempo arrodillada junto a la cama de un doliente que frente a un altar. Ha sido mi particular manera de rezar y de servir a los santos.

Ahora la enferma soy yo, y el niño al que he dado a luz. Lo veo estirarse con cuidado, moverse sobre su pierna enferma como si en cualquier momento fuera a romperse. Observo cómo mi marido le evita, y aun de espaldas siente por su calor dónde se encuentra el niño y se aleja para no rozarlo, mucho menos aún golpearle en un movimiento brusco.

Desde el susto que nos dio hace unos días, no nos atrevemos a preguntarle cómo se encuentra. Yo sigo pensando con firmeza que fue un accidente, que mi hijo jamás atentaría contra su vida. Se caería. Su mente es inquieta, se aburre. Sabía de sobra que no debía arrojarse escaleras abajo sobre esa tabla. Ya no es tan pequeño, conocía muy bien el riesgo de muerte que corría, a estas alturas la enfermedad es una presencia constante de la que él mismo debe ocuparse. Y aun así, se tiró de cabeza.

Está en la edad de esos desafíos. Cualquier chico normal lo haría..., pero los otros chicos no saben a qué se exponen. Viven como si el peligro no existiera. Alexis, en cambio...

Pero no, ¿por qué querría quitarse la vida? Me duele el pensamiento como si fuera una parte del cuerpo. No, no un hijo mío. No un nieto de Alejandro III.

El zar, aquella fuerza de la naturaleza a la que esperaba conocer mejor tras mi boda, en quien confiaba para que nos guiara durante largos años hasta encontrarnos preparados para el gobierno de mi tierra adoptiva, languidecía, si es que un roble de ese tamaño puede languidecer. Al principio con molestias menores, que apartaba de sí con un encogimiento de hombros, y después con dolores severos. Unos meses antes de la fecha fijada para nuestro matrimonio era innegable que empeoraba con rapidez, y toda la familia se había congregado en torno a su lecho en la residencia imperial de verano. La corte rusa había enloquecido y los mensajes de Nikki resultaban cada vez más acuciantes.

La abuela, sin embargo, fue cauta y no me dejó marchar hasta que tuvo claras dos cosas: una, que Alejandro III se encontraba en peligro de muerte, y dos, que mi ajuar podía prepararse en mi ausencia.

A mí me desesperaban las dos premisas, pero la última me resultaba incomprensible. La abuela, con los hombros cubiertos por dos o tres echarpes (teníamos el mismo tono exacto de tez y a menudo nos servíamos como modelos para apreciar el color de los tejidos), sostenía un bastón con empuñadura de marfil y asistía impávida a las pruebas inacabables de mi ajuar, apenas conmovida por mis quejas.

«Tú no lo entiendes porque aún tienes una visión del bosque limitada por los árboles, pero con esto te juegas tanto la opinión que tenga tu nuevo país sobre ti como tu reputación.»

«Tienes razón, abuelita. No lo entiendo.»

«Porque te miras a ti misma como si te vieras en un espejo, de cerca, pero no percibes cómo te verán los demás. Vivimos tiempos complicados, hija, y los tuyos se complicarán aún más. Las comunicaciones prosperan, el tren acorta las distancias, hay telégrafos. La prensa habla de todo sin control, y más aún esa infame prensa del corazón, que se cebará contigo. De todo se opina, de todo se cotillea. Nos encontramos tan expuestos a la curiosidad pública y a la especulación como en tiempo de la Revolución francesa. Antes, en mi juventud, no era así. Aún contábamos con el respeto del pueblo, y sobre todo, con su miedo. Los cambios les habían hecho sufrir mucho. Pero el tiempo ha pasado, nada se olvida con mayor rapidez que el dolor, y hay que recordarles con tacto, pero sin cesar, quién manda. Los hombres tienen las leyes, Alix. Las mujeres, sus vestidos.»

Levantó una mano gruesa, cargada de ópalos y esmeraldas muy oscuras.

«No me interrumpas. Antes no eras tan impaciente. También yo tuve que doblegarme, aunque no abandonaba mi país, aunque era soberana por sangre y no por matrimonio. Es verdad que yo escogí otros colores, más prácticos. Azul marino y castaño, en lugar de esos lilas que se arruinarán con una llovizna, o este pecho de pato, o estos marfiles tan delicados. Pero la moda ha cambiado: nuestra única distracción era caminar y, como mucho, montar a caballo, y para eso bastaba una cretona suave o una lana oscura. Ahora, con tanto deporte moderno y con esas bicicletas endiabladas, y con la moda de cambiaros de traje tres veces al día...»

«Abuelita, yo no me cambiaré de traje tres veces al día ni...»

«Tú te cambiarás las veces que haga falta —dijo la abuela irritada, y al separar algunos de los cortes de seda con el bastón, los rollos de tela cayeron en cascada sobre uno de los perritos, que se sobresaltó y levantó las orejas como si tuviera que cazar algún patrón perdido—. Si son tres, tres. Si son cinco, cinco. A eso me refiero con que no te ves cómo los demás te apreciarán. Ahora te debes no solo a tu marido, sino también a tu cargo. Y una princesa en Rusia debe ser adorada a distancia, como si fuera una figurita en un altar. Pero al mismo tiempo, los cortesanos te observarán muy de cerca. Los que no te oigan hablar, los que no se beneficien de tu generosidad o tus caprichos te juzgarán por tu apariencia. Pide consejo a tu suegra. María es una buena conocedora de su país, los rusos la adoran, y le ha tomado el pulso al gusto de la corte.»

«¿Y mi personalidad? ¿Dónde quedará, si me doblego ante todo?»

La abuela se rio y acarició con la punta del borceguí el lomo rizado de su perrito preferido, que ni siquiera abrió los ojos.

«¡Si estás escogiendo tú misma los colores! ¿Qué más personalidad quieres? ¡Ya me hubiera gustado a mí, a tu edad, gozar de tanta libertad! Por cierto, hijita, que toda tu ropa parece de alivio de luto. Muy práctica, pero qué tristeza da verla...»

«Es la moda», gruñí porque no se me había ocurrido hasta ese momento, pero la abuela tenía razón: no había ni una prenda roja o verde o azul pavo; los colores suaves y moderados me sentaban mejor.

«Bendita sea la moda. Ah, por fin traen las medias.»

Yo me sentía abrumada con las pruebas y con el inacabable desfile de modistas y de artesanos. Me daba igual que la abuela me asegurara que, una vez tomadas las medidas y elegidos los colores y cortes, el resto marcharía solo: era una pérdida de mi precioso tiempo, y la pierna derecha, al permanecer de pie inmóvil tanto rato, se me hinchaba y dolía. Solo me consolaba, lamento decirlo, la sorda pero muy sonora envidia de Ducky, que me pedía explicaciones sobre mi ajuar, sobre el que yo no me ahorraba detalle; y me alarmaban las cartas de Ella, insaciable: «¿Solo seis cestas de medias? Son pocas, necesitarás más. ¿Solo nueve? Más, más».

Ella sabía de lo que hablaba y se entendía directamente con la abuela. De todas maneras, las medias eran, de todas mis prendas nuevas, mis preferidas, aquellas de las que no me quejaba de escoger personalmente o incluso de encargar algunos diseños nuevos. ¡Y qué preciosas eran, y cuántos pares encargaron a los artesanos de Nottingham!

Tuve incontables pares de seda muy fina para los vestidos de noche de media etiqueta. Eran rosa claro, azul pálido, grises, con un leve tono plateado, y algunas verdes y de un delicado gris de Francia. Todas estaban bordadas con hilo de seda finísimo, en los mismos colores o en un elegante contraste.

«¿Qué nombre has escogido, por fin?», me preguntó la abuela antes de encargar las iniciales.

«Catalina.»

«Como Catalina la Grande. Un buen nombre. No te pega en absoluto, pero es un buen nombre.»

«Será Catalina Feodorovna. Todas las conversas de la casa real adoptamos el patronímico de Feodorovna.»

«Una C y una F. Qué feo. Qué difícil de entrelazar, qué sucio queda el diseño. Dejémonos de iniciales. Están ya muy vistas. Vamos a escoger algún emblema bonito, como se ha hecho siempre. Coronas imperiales y águilas bicéfalas por todas partes.»

Luego estaban las medias de seda de diario, negras, más gruesas y prácticas, con un bordado geométrico en el empeine del pie, que me duraron años y años. Otras de seda negra, más finas, pensadas para los vestidos de tarde, los que llevaría para recibir visitas, servir el té o estar con los íntimos, algunas de ellas bordadas con florecitas. Otras, muy de moda entonces, eran negras pero con un bordado a cuadros en rojo y seda color bronce. Eran muy originales, y el diseño favorecía a todos los pies, grandes o pequeños.

Escogí también unos pares plateados, bordadas con líneas y con lunares de un gris pálido que parecía, por contraste, casi blanco. ¡Me encantaban esas medias! Y no olvidemos las que llegaron en último lugar, porque el bordado hacía juego con alguno de los vestidos de ceremonia; esas eran siempre negras, con flores de seda: hojas de trébol, anthurium, gloxíneas malvas y vincapervincas.

Y no acabábamos: faltaban las más maravillosas de todas, las negras de seda con tiras en el más exquisito encaje del mismo color, superpuesto sobre el tejido, como un finísimo bordado. Encargué otras menos finas, pero también con un encaje con textura de tela de araña, con un bordadito sutil donde se prendían en el liguero. Estaban, desde luego, las que irían a juego con el vestido de terciopelo estuardiano, una reliquia familiar de la que no nos librábamos ninguna de las nietas de la abuela; en esas, que estaban festoneadas en blanco y negro, habían ordenado bordar una A en rojo con una coronita principesca, porque ese sería mi nombre y mi rango siempre en la familia de mi abuela, princesa Alix. Y por último, estaban las docenas de seda corriente, las de lana de uso diario, muy suaves y cálidas, algunas bordadas y otras lisas.

Otra de las cosas de las que no me quejaba era de los guantes, y tampoco lo hacen las niñas, por cierto, que han heredado algunos de ellos. Eran de cabritilla muy fina, con pespuntes planos en el mismo color que, por lo general, oscilaba entre el amarillo y el tostado, o como mucho, gris. Para ocasiones especiales me hicieron los de gamuza, claritos, en lo que entonces se estilaba llamar «tonalidades champán». Un color que no era del todo un color. Y a esos se les unían los blancos, grises, tostados y cremas. Los de ante, típicamente británicos, suaves más allá de lo imaginable, y duraderos, y otros más resistentes de piel de antílope, especiales para montar y para conducir. Había aún otros más, confeccionados con cuero de Rusia, curtidos en Crimea, pero de manufactura inglesa.

Y todavía nos faltaban los velos.

«No podemos olvidar los velos.»

«Claro que no, abuela. ¿Cómo olvidarnos de los velos?»

Y con toda mi mala intención, le describía por escrito a Ducky el listado de los tules adaptados a mis tocados y mis sombreritos. En blanco, en negro, en gris. Los de malla ancha y lunares muy gruesos. La nueva moda en velos, que parecían de punto de Alençon, los de encaje de Bruselas y, finalmente, los muy delicados velitos marfil, que tanto favorecían a las pálidas.

«Debes de sentirte muy agobiada con tanta parafernalia», me escribía ella, la letra temblorosa por la envidia.

«No lo sabes tú bien. Agobiadísima», respondía yo.

El resto de lencería delicada incluía unas preciosas chaquetillas matutinas de sarga muy fina en tonos pálidos, con cuellos de encaje, y otras de corte marinero también con inserciones de encaje. Había otras magníficas blusas de satén ribeteadas de terciopelo o encaje. Mi preferida era una con puntillas españolas negras en el canesú y en las mangas, desde el puño hasta el codo. Usé esa blusa durante mi primer año de casada, hasta que, literalmente, se pulverizó. Había otro vestido para el té, de sarga de seda con entredoses y encaje crudo.

Respecto al resto del ajuar, corría menos prisa porque se esperaba de una novia real rusa que dejara en la frontera sus vestidos, junto con su anterior vida, y se vistiera con atavíos rusos de pies a cabeza en una pequeña ceremonia que se realizaba en público; o al menos, el resultado se hacía público. La norma no se llevaba a cabo al pie de la letra, pero sí se presuponía que gran parte del ajuar fuera confeccionado en tierras rusas, o lo que era lo mismo, que se encargara, ya de casada, a París o a las modistas de San Petersburgo. De manera que, además de unos pocos vestidos imprescindibles, solo me quedaba encargarme de los camisones, que ordené en fina batista, con bordados y encajes de Honiton.

«Espero que te asignen una buena doncella, y que María Feodorovna tenga el ojo fino para elegirla —gruñía la abuela—, porque de lo contrario, te destrozará todo esto en dos lavados. Que planche bien y peine bien. Llévate a Gretchen von Fabrice, de momento. Todo lo demás es accesorio.»

Entre las pruebas y las elecciones de modelos, yo no perdía el tiempo: respondía a las cartas y los telegramas que me llegaban, las de Nikki eran diarias, estudiaba ruso y francés, me aplicaba en doctrina ortodoxa con el padre Yanishev y dejaba en orden mis propios asuntos, tanto en Inglaterra como en Hesse.

Con el tiempo supe que aunque creía que había dejado cuerpo y alma en estos quehaceres banales, no había sido suficiente. Mi hermana Ella ocultó su decepción por mi ajuar y su falta de espectacularidad y fue testigo de cómo mi suegra se sentía en cierta medida agraviada por mi gusto, que consideraba mediocre y poco refinado. Para encontrarse devastados por el dolor, analizaban mi presencia con ojo crítico y no se les escapaba un detalle. La expectación que había despertado en la corte la presencia de dos zarinas se desplomó bruscamente: María Feodorovna era la clara ganadora.

Nada de aquello me importaba, pero se esperaba de las princesas y de las emperatrices que cumpliéramos nuestra parte del sueño de lujo y oropel de la realeza. Todas ellas, incluso las más rebeldes, habían comprendido que podían actuar como desearan siempre que fueran hermosas y estuvieran bien vestidas, y el juicio si no se estaba a la altura podía ser muy cruel. Cuando me tocó el turno, yo no lo estuve.