4
¡Rusia! Desde Alemania, Rusia apenas parecía existir. No resultaba más real que cualquiera de los reinos míticos de los que nos hablaban en los poemas, Shangri-La, o Liliput, o el país del hada Titania. ¡Rusia! Recuerdo cuando me dijeron que viajaríamos al este y que pasaríamos algún tiempo allí. Me encogí de hombros como si me dijeran que pasaríamos un día en el campo. Me encontraba en esa edad imposible en la que mi mayor deber era sacar de quicio a mis mayores.
Yo tenía solo doce años cuando viajamos para acompañar a Ella a San Petersburgo para entregarla a su futuro marido, el gran duque Sergio Romanov, y la alegría de mi hermana, y la de toda la familia, se contagió al paisaje y a las fiestas que se organizaron.
Aquel viaje fue, además, una de las pocas ocasiones en las que nos unimos de nuevo. Mis hermanas mayores, que habían sido presentadas en sociedad un poco antes de lo habitual, apenas paraban en casa, con tantas invitaciones como su agenda y su energía permitían, y como a mí aún no me dejaban acudir a fiestas, las veía arreglarse y marchar sin envidia, pero con el corazón pesado; las seguía con la mirada por la ventana y luego me dirigía muy despacio hacia mi asiento y continuaba leyendo. Ernesto Luis estudiaba en la universidad, y casi no lo veíamos. Papá y yo sabíamos que se avecinaban cambios, pero en el fondo nos aferrábamos a la sensación de que aún nos respetarían por algún tiempo.
Nos engañábamos, y lo sabíamos. Mis hermanas eran ya tan renombradas por su belleza (Victoria, con su gran estatura y sus facciones clásicas; Ella, tan rubia y hermosa; Irene, esbelta y delicada) que muy pronto se prometieron. Victoria se casó en abril de 1884 con el primo Luis, de los Battenberg, en Darmstadt y entre lágrimas. Una boda triste en la que echamos de menos tanto la figura de mamá, tan refinada, como si hubiera muerto apenas unos días antes.
Pero para la boda de Ella, mi favorita y creo que la de todos, con el hermano del zar («seréis reinas, seréis princesas»), la familia al completo viajamos a San Petersburgo.
¡Era tan hermoso el país que veía a través de las ventanillas! ¡Tan distinto de todo lo conocido, tan exótico! Ríos anchos como lagos brillaban bajo la luz del amanecer, que hacía danzar las hojitas tiernas de los álamos. Los bosques se perdían hasta donde alcanzaba la vista, inacabables sucesiones de troncos blancos de abedul, o de negros triángulos de pinos majestuosos. Los rayos de sol, muy oblicuos, muy claros, con una luz transparente como nunca había visto, iluminaban el paisaje, que parecía recién salido de la mano del Creador.
De vez en cuando una mujer con una anticuada falda roja o un anciano acarreaba una gavilla de hierba seca en una horca, posada en el hombro, con la que reparaban los tejados de sus chozas; veíamos a pastores inmóviles y con los pies envueltos en trapos entre los rebaños de ovejas grises. Niños muy rubios daban gritos a los gansos que cuidaban. En mitad de la nada una iglesia ortodoxa se alzaba contra el cielo plano e incoloro. El campo, mucho más llano que en Alemania, casi infinito, se encontraba notablemente más atrasado, pero mientras atravesábamos las marismas plagadas de pájaros desconocidos que rodeaban San Petersburgo todas esas imágenes primitivas me evocaban las escenas de los cuentos de hadas.
Y la hermosa e irreal ciudad que se alzaba sobre las aguas parecía también una invitación a los sueños. De hecho, había nacido de los sueños de un genio de voluntad de hierro, el zar Pedro el Grande. A él le debía Rusia su apertura a Europa y aquella ciudad de canales, palacios barrocos, bulevares amplísimos y muros de granito rojo. Al llegar a ella, la primera impresión transmitía una falsa modernidad. Muchos no llegaban nunca a descubrir qué se escondía bajo ese estuco y regresaban a sus países occidentales convencidos de que Rusia no se encontraba tan lejos ni tan en el pasado.
«Parece que estuviéramos en Roma», dijo mi padre en varias ocasiones.
«En Londres», pensaba yo. «En París», decía mi hermano.
San Petersburgo, tan cerca del norte que su horario se regía por los husos nórdicos, tenía un alma rusa y un cuerpo occidental. No sabía aún que el invierno prolongaba las noches durante jornadas inacabables, y que de palacio en palacio los trineos iluminados por teas y guiados por el tintineo de los cascabeles de plata transportaban a los incansables nobles para continuar las fiestas que comenzaban en un lado del bulevar y podían finalizar días más tarde en el otro extremo.
Y aquellos palacios de aire italiano, con mármoles de colores en cada habitación, parecían esconder tantos encantos, tantos secretos... Incluso las iglesias excedían en mucho el lujo de las nuestras. Los ortodoxos procesionaban con las hieráticas imágenes de Nuestra Señora y su Hijo sobre fondo de plata o de oro, con coronas en las que brillaban topacios, rubíes y granates del color de la sangre o el vino. El incienso no permitía pensar con claridad ni ver con nitidez, y los centenares de velas parpadeaban a cada movimiento de la túnica del sacerdote que, con su aspecto medieval, debía detenerse cada pocos pasos por las calles para que unos u otros le besaran la mano.
Ya sabía que no podría participar en todas las celebraciones, pero las escenas que llegué a presenciar eran tan hermosas que parecían existir solo en la imaginación. Nos esperaban en la estación, casi en las afueras, con la pompa debida a una princesa. Así, Ella entró en San Petersburgo en una carroza dorada tirada por caballos blancos. Recibió su primera bendición en la catedral de Nuestra Señora de Kazán y a su salida, incluso antes de la boda, comenzaron las fiestas.
La nobleza rusa bailaba durante la noche y cazaba durante el día. Vivían para divertirse y para lucir el vestido más bello, el caballo más brioso. La zarina María, mi madrina, se movía con la vivacidad de una ardilla joven, el pecho cuajado de diamantes, y llevaba a mi hermana, que le sacaba una cabeza, de la mano.
«No te sientas abrumada —le decía, aunque sabía bien que eso era imposible, y hacía gala de una seguridad ganada a lo largo de los años que resaltaba aún más la confusión de Ella—, pronto nos conocerás a todos. Van a adorarte, pequeña, a adorarte.»
Su hijo, el zarévich Nicolás, era un muchachito de dieciséis años con los ojos de un azul luminoso que me recordaba más a su hermosa madre que a su padre y a sus tíos, unos hombres gigantescos que ya entonces no me resultaron muy simpáticos.
Aunque yo no cumpliera ningún papel relevante en la boda, para la ocasión me habían cortado varios vestidos blancos, de un tul vaporoso, y mis hermanas me peinaron con tirabuzones larguísimos y rosas blancas prendidas entre ellos. Un estilo un tanto anticuado incluso para la época, pero que siempre ha favorecido a las niñas que se encuentran en esa edad ingrata en que el cuerpo cambia y el corazón galopa.
«Pareces un ángel», me dijo Victoria.
Pero era la opinión de Ella la que me importaba. De todas nosotras, era la que mejor gusto tenía, a veces expresado de una manera irónica e hiriente. Y su juicio severo e insobornable me parecía aún más determinante ahora que sabía que vería a mi hermana en muy pocas ocasiones.
«Vas a romper muchos corazones, Alix», dijo Ella distraída con su propio tocado.
Aquella tarde, durante el té que se sirvió para todos los jóvenes, supe por primera vez del temblor de resultar bonita, de ser elegida. Mientras mordisqueábamos en el jardín el pan con mantequilla que nos habían dado, el zarévich Nicolás se acercó a mí y, sin casi mediar palabra, depositó algo en mi mano.
«¿Qué...?», pregunté, pero ya se había alejado y cerré la boca.
Era un broche, un prendedor pequeño salpicado de perlas diminutas. Jamás me había regalado algo un hombre que no perteneciera a mi familia, y mucho menos una joya. Desde que recuerdo, las perlas eran mis piedras preferidas, porque procedían del mar y no de los yacimientos oscuros donde no cabe la vida, y supe que aquella hilera nacarada realzaría mejor que nada mis vestidos nuevos.
«Gracias», dije, al aire, en su dirección, demasiado entusiasmada como para sentirme tímida, y me levanté para alcanzar otra rebanada de pan.
Mi padre charlaba con uno de los grandes duques Romanov, y no me pareció de buena educación interrumpirlos para enseñarles mi tesoro. Enseguida me di cuenta del error que había cometido. ¿Cómo podía haber aceptado sin más protocolo el regalo de un desconocido, y de un príncipe extranjero por añadidura? Imaginé el ceño de mi abuela, la decepción de mi hermano ante mi coquetería. El broche comenzó a quemarme en la mano. Busqué al zarévich, que me miraba apoyado en el muro del estanque, y fui hacia él.
«Me siento muy honrada, pero no puedo aceptarlo.»
«¿Cómo? —exclamó él con su precioso acento británico—. No es más que...»
«Lo lamento, pero no puedo aceptarlo», repetí y le embutí la joya en la mano antes de echar a correr.
Desde ese día evité al zarévich. Ya no me gustaba cómo me miraba y descubría intenciones oscuras en su sonrisa. Si antes me sentaba donde quedara un sitio libre, aprendí a hacerme la remolona, a olvidarme algo en el otro cuarto y a llegar a la mesa, al jardín, al té, cuando ya todos estaban distribuidos. Me acerqué a las chicas, me hice amiga de sus hermanas, Xenia y Olga, y sobre todo, disfruté del éxito del que gozaba Ella en su nueva familia. Era muy feliz, se sentía muy enamorada del gran duque Sergio, y esa dicha calaba en los demás como llovizna.
Los zares la adoraban y la trataron enseguida como a una hija más, hermosa y reluciente como las propias zarevnas no serían nunca. Muy pronto se dijo que solo había dos mujeres hermosas en la realeza europea, y que las dos se llamaban Elizabeth: la extravagante emperatriz de Austria y mi hermana.
A María esta historia la enloquece. He perdido la cuenta de las veces que me ha pedido que se la repita. Los niños sienten fascinación por la historia de cómo sus padres se conocieron, como si encontraran en ella claves secretas de cuando no existían y entendieran que hubo un mundo antes de ellos, que sus padres y sobre todo sus madres vivieron días en los que ni siquiera se imaginaban su presencia.
En ocasiones creo que en la repetición constante del relato de ese primer encuentro quisieran colarse a la fuerza una especie de fantasías en forma de intuiciones que yo, al menos, estaba muy lejos de sentir.
«¿Y cómo supiste que le querías?»
«No lo supe tan pronto.»
«¿Y cuándo supiste que te casarías con él?»
«Aún faltaba mucho...»
«¿Y tú, papá?»
Nikki sonreía siempre ante esa pregunta, sus ojos azules perdidos entre las arrugas que se le formaban cuando fumaba.
«Yo lo supe entonces. Lo supe siempre.»
Y mis hijas ponen los ojos en blanco, con horror, con resignación o con júbilo, depende de la edad a la que lo escuchen, y alguna de ellas, la que se encuentre en esa franja propicia al sentimentalismo, deja escapar un suspiro:
«¡Qué romántico!».
No importa que le haya dicho que no conviene alentar en una niña sensible y un poco cursi como es María la idea de que un matrimonio feliz puede fraguarse cuando la novia conoce, por azar, a los doce años, a un muchachito que le atrae. A Nikki le gusta tanto contar la historia de esa manera como a las niñas escucharla.
A nosotros nos funcionó, cierto, nosotros fuimos una pareja fraguada en lo alto y que vino mecida por la mano de Dios. Pero no les ha ocurrido lo mismo a las niñas, lo que no quita para que todas ellas, en especial la dulce María, hayan fantaseado desde los doce años, o antes quizás, con ese amor que, no importa cuántas veces nos empeñemos en contarlo, imaginan a su manera, adaptado a sus propósitos.