32

 

 

 

 

«Hemos conocido a un hombre de Dios, Grigori, de la provincia de Tobolsk.»

Está escrito en el diario de Nicolás el 1 de noviembre de 1905. Sí, ese año horrible nos trajo también ese gran consuelo. Trajo a nuestras vidas a Nuestro Amigo, al hombre que, después de mi marido, mejor me ha comprendido. En muchos aspectos, por supuesto, superaba a Nicolás: un santo, un elegido de Dios. Por eso no lo situaré entre las amistades comunes que me fueron dadas en esos años, sino muy por encima de todas ellas.

Me lo presentó Militza, como a nuestro benefactor anterior.

«Por favor —le supliqué cuando me habló de él—, ten en cuenta que cualquiera que se gane nuestra confianza atravesará un escrutinio cruel y su vida dejará de ser privada. No importa lo recto que haya sido, su pasado será analizado bajo una lupa, bajo varias, y el menor defecto cobrará importancia. No deseo que alguien venerable pase por ello. Se paga caro el trato con los zares.»

«Sé eso de sobra —dijo la montenegrina—, pero no te preocupes. La reputación del padre Rasputin es impecable: le avalan el padre Iván y el archimandrita Teofán. Incluso el metropolitano Sergio me habló de él y lo tiene en alta estima. Conoce la Biblia y la vive. Sus milagros son incuestionables y, lo mejor de todo, es un staret: no le importa lo que digan de él. Es más, él mismo te reconoce, con toda humildad, sus pecados y sus debilidades.»

Me revolví en mi asiento molesta. Militza me puso la mano sobre el antebrazo.

«Te convencerá con solo mirarlo a los ojos, Alix. No he visto, jamás, en nadie, una mirada así. ¿Te acuerdas del general ingeniero Lojtin? ¿Recuerdas a su esposa?»

«Vagamente...»

«Una mujer preciosa, una auténtica belleza. Ha sido el alma y el centro de uno de los salones de moda de Petersburgo... y ha estado muy enferma. Dábamos por hecho que se quedaría inválida. Pero ¡no! Rasputin la sanó, la curó por completo la primera vez que la visitó. Y la ha cambiado por completo. La frívola Olga Lojtina es ahora una mujer piadosa.»

«En fin. Tráemelo.»

Militza nos lo presentó en una cena, en lo que creíamos que iba a ser una conversación de apenas unos minutos y que se convirtió en más de una hora. El padre Grigori vestía como un campesino, con una blusa ancha, como las que luego le hice, gris, de tejido grueso, unos pantalones de cosaco y botas recias. Llevaba el cabello y la larguísima barba escrupulosamente limpios, un crucifijo al cuello y un pequeño rosario de mano en un bolsillo.

Esos detalles menudos podrían deshacerse en mi cabeza; pero lo que nunca desaparecerá será su mirada. Militza no había exagerado. ¡Aquellos ojos! Si en algo se adivinaba que ese hombre nos traía un mensaje especial era en su mirada, gris, de pupilas muy pequeñas, que de pronto se fijaban en algo y se dilataban. ¡Aquellos ojos no eran de este mundo!

Con el tiempo he llegado a leer muchas tonterías y algunas barbaridades. Se le ha descrito como un ente diabólico. Incluso los informes de la Ojrana que me pasaron se encontraban plagados de contradicciones y de absurdos: unos lo describían como extremadamente alto y desgarbado, otros más bien como robusto y de talla media. Hay quien dice que sus cabellos rezumaban grasa y que de él se desprendía un olor acre, como de macho cabrío. Qué asco. Otros defienden que, como muchos campesinos, se bañaba a menudo, incluso en baños de vapor. Viejo, joven, cada cual lo recuerda de una manera, pero todos están de acuerdo en que había algo en esos ojos de acero. Dios toca a sus ángeles en la tierra, los marca. Solo hay que estar atentos para descubrirlos.

Quizás esa manera de confundir a los humanos fuera un truco que usara para desorientarnos. Nosotros mismos, esa noche, mientras nos acostábamos, comentábamos nuestras dudas.

«¿Qué edad crees que tendrá? —preguntó Nikki—. No es mayor, pero se nota que ha vivido mucho.»

«Ha peregrinado a Tierra Santa.»

«Vaya, en eso nos lleva ventaja —contestó—. Alix, no comas esas dichosas galletitas en la cama.»

«Dos más. Sí, ha vivido mucho. Militza me dijo que había nacido en 1869.»

Nikki echó cuentas.

«¡Imposible! —bufó—. ¿Treinta y seis años? Si sería más joven que yo...»

Pero si sobre su aspecto no había concordia, ¿qué no se llegó a decir sobre él? Mentiras tan repugnantes que no quiero ni recordar, para no infamar la memoria de un santo difunto. Lo convirtieron en mi amante, en el de mis hijas, ¡en el de las niñas, las pobres inocentes!, en el de Anna. Nos pasaron caricaturas en las que aparecía con cuernos, con dientes de lobo, con un miembro viril de caballo.

«Eso debe de ser cierto —susurró Anna Vyrubova en una ocasión—. Dicen que tiene eso descomunal.»

«¡Anna, por Dios! —exclamé escandalizada—. ¿Cómo puede una chica decente como tú hacerse eco de esas bajezas?»

«¡Yo solo repito lo que me han contado!»

«¡Pues te prohíbo que lo repitas más veces!»

Pero el mal ya estaba hecho, y durante la siguiente visita me sorprendí con la mirada fija, sin quererlo, en los pantalones del santo. Así funciona la curiosidad, traicionando incluso las mentes más templadas.

No, nunca creí a quienes decían que el padre Grigori era un mentiroso y un depravado. ¿Qué persona honrada cree esas atrocidades de un amigo? Me precio de ser constante en mis afectos una vez que alguien se ha ganado mi respeto, y lo defendí todo lo que pude. Intenté seguir la estela de mi abuela, la reina Victoria, a la que rodearon de indignos rumores por su amistad con John Brown. Nada malo para mí podía provenir de esa persona, y por lo tanto, como mi abuela, ni las críticas de mi propia hermana ni la maledicencia pública fueron suficientes como para renunciar a una amistad sincera y leal. Ambos, mi amigo y el de mi abuela, han pagado esa intimidad con la muerte.

¿Bebía? Eso me cuentan, aunque yo nunca lo presencié, ni acudió borracho ni con olor a alcohol a ninguno de nuestros encuentros. ¿Qué campesino ruso no bebe, qué sacerdote ruso no lo hace? ¿Se enamoró Anna de él? No lo creo, aunque no hubiera sido una sorpresa, porque mi atontolinada Anya estaba siempre enamorándose de alguien. ¿Le gustaban las mujeres? Eso ocurre, generalmente, con los hombres. Ninguno de mis ilustres cuñados, grandes duques de Rusia, pueden presumir de comportarse mejor, y a ninguno le he retirado el saludo, aunque no me hayan querido ni consolado ni una vigésima parte de lo que Rasputin hizo. Me consta que llevaba una vida frugal, que ayunaba y rezaba, que repartía su dinero y su influencia sin mirar a quién. Y para mí eso es suficiente.

Ni siquiera Nikki sabe esto, no porque sea nada malo, sino porque preferí reservármelo para mí; dos días más tarde de ese primer encuentro, Rasputin se presentó en Tsarskoye Selo. Había venido a visitar a Anna y pidió permiso para verme. Me encontró de milagro en casa, porque a esa hora no solía estar, pero el Nene llevaba dos días inquieto, sin dormir más que a ratos perdidos y con unas décimas de fiebre, y había decidido quedarme cerca.

Nuestro Amigo me saludó con un beso y se sentó sin ceremonias. Muchas veces iniciaba la conversación en mitad de la nada, como si continuáramos una charla interrumpida hacía unos segundos. Era la manera en la que las revelaciones divinas acudían a él, sin previo aviso, casi a empellones.

«Ocultas un enorme sufrimiento, madrecita, una carga muy pesada que nadie comprende. No me lo niegues. Frunces los labios con altivez, pero yo sé leer el corazón de las personas y a mí no me engañas. Ahora mismo estás a punto de llorar.»

Era cierto. Abrí la boca, sorprendida, y volví a cerrarla.

«No tienes que decirme nada. Yo sé qué sientes incluso aunque no lo digas. Me basta con cogerte de la mano, así, y lo sé todo. Dios me ha concedido este don, que supone también un gran agotamiento. Me ocurre como a ti, sobrellevo el dolor de muchas otras personas. Tú, los de tu familia; yo, los de todos los siervos de Rusia. Pero, mujer, ese padecimiento no queda sin recompensa. Créeme: tu recompensa será inmensa.»

«Pero ¿en esta vida o en la otra?»

El padre me atravesó con la mirada por un momento, en silencio. Me ruboricé. Me invadió la sensación de ser transparente, como lo eran mis hijas para mí. Estaba leyendo en mi alma y en mi corazón, tan claramente como en un libro. O más, porque el buen mujik casi no sabía leer ni escribir.

«Mucha gente te ha engañado. Has creído muchas falsas promesas. Eres una mujer buena y quieres fiarte de todos, pero has comprendido que no puede ser. Todos esos falsos profetas te han hecho creer que debes callar, que sufras, que no cuentes nada. Te hacen creer que tu premio no será posible en este mundo y que todo es un pago para que compres tu alma. Así te mantienen sometida y haces lo que ellos te indican. Pero yo te digo, te lo digo hoy, no temas, no deberás esperar a la otra vida para obtener una recompensa. Lo que tanto esperas se cumplirá y será antes de lo que crees. Mientras no te apartes de Dios y de sus auténticos mandatos, todo te saldrá bien.»

Entonces sí rompí a llorar. Aquello era exactamente lo que ocurría: cuando hablaba con los médicos, nadie me ofrecía una esperanza. Cuando lo hacía con los sacerdotes, todos me decían que no temiera, que incluso si mi niño moría lo encontraría en la otra vida, que era mi sufrimiento y el suyo en esta lo que nos permitiría ganarnos el Más Allá.

A mí, Dios me perdone, no me importaba el Más Allá. ¿De qué me servía la promesa de otra vida si esta la iba a pasar lejos de mi cachorrito? ¿El sufrimiento no tendría un sentido por sí mismo aquí, entre los vivos?

«Tu fe ha flaqueado algunas veces, pero nunca por tu culpa —continuó—. Es más, hay pocas personas con tu grandeza de alma, pero has estado mal aconsejada. Ni siquiera tu marido, que es un hombre bueno, puede comprender las complejidades de tu interior. Ni tampoco yo, que soy un simple, un pecador, pero Dios sí las ve, y las ama, y te ama a través de mí. No sufras, madrecita. Yo no voy a abandonarte. Ya has sentido lo que tenías que sentir y sabes que no miento. Al padrecito le costará algo más, pero lo verá, también. Pero tú te encuentras más evolucionada que él y por eso se te exige más a ti.»

«Yo solo quiero descansar —gimoteé—. Hace demasiado tiempo que no puedo cerrar los ojos con confianza. He perdido la fe en el mañana. Intuyo cosas, pero no sé si son ciertas, si me las dicta la imaginación o si tengo la capacidad de comprender lo que a otros no les ha sido concedido. Siempre supe que era diferente a los demás, y que los que amo son también distintos, pero ¿cómo puedo distinguir eso que siento de la locura? ¿Me estaré volviendo loca, padre Grigori?»

Su respuesta me dejó sin palabras.

«¿Quién sabe? ¿Qué hay de malo en estar loco? Dios ama a sus locos. Para ser su hijo es requisito volverse un poco loco.»

«¿Por qué me dices eso?»

«Porque le tienes demasiado miedo a lo que no entiendes, y has de perdérselo. Las voces de Dios no se comprenden. Se oyen, son un don. En mi aldea había un hombre al que muchos consideraban un idiota. Se pasaba el día mirando al aire, a veces rezaba y otras se olvidaba de rezar. Entonces, un día llegó a la plaza gritando: “¡El río, el río, el río!”. Dios le había enviado una visión, en la que veía el pueblo bajo las aguas. Solo por no oír sus gritos lo siguieron cauce arriba; allí vieron que el ojo del puente se había taponado con troncos y madera y que casi no pasaba el agua. El deshielo se avecinaba y si el agua hubiera saltado por encima del puente, ¿qué habría ocurrido con las casas cercanas? Limpiaron el puente y el agua fluyó como la sangre de una herida.»

«¿Eras tú ese hombre?»

«Eso no importa. Tienes que aprender a confiar en lo que no entiendes. Solo así encontrarás la paz. La inteligencia tiene que callar a veces.»

Sentía deseos de cerrar los ojos, de hacerme un ovillo allí, en el sofá, y de dormir. Algo en su voz me calmaba.

«Padre, quiero confesarme. Quiero abrirte mi corazón.»

«No, madrecita. Soy yo quien te va a contar mi historia. En lo sucesivo escucharás muchas mentiras, algunas verdades y lo peor, que son las mentiras entrelazadas con una brizna de verdad. Quiero que me conozcas bien para que nada pueda interponerse entre nosotros.»