El refugio

Hacia mediados de agosto volví a Viena. No guardo ningún recuerdo de un reencuentro con mi madre. La libertad que, gracias al «balance general», había conquistado en las montañas, tuvo un efecto revolucionario. Empecé a buscar sin temor ni sentimiento de culpa al único ser que me atraía, al único con el que podía hablar según mi estado de ánimo. Cuando visitaba a Veza y nos poníamos a conversar sobre los libros y cuadros que amábamos, nunca olvidaba la energía y decisión con que ella había conquistado su libertad: una habitación en la que todo respondía a sus gustos, donde podía dedicarse a cosas adecuadas a sus inquietudes.

Su lucha había sido mucho más ardua que la mía: pues si bien el decrépito caballero, que siempre estaba en casa, ya no se hacía notar por sus arrebatos, era enemigo de todo el mundo y sólo se conocía a sí mismo; la perspectiva de tener que asediarlo y vigilarlo siempre para eludir sus asedios respondía a la naturaleza de Veza mucho menos que a la mía las constantes luchas con mi madre, que de algún modo eran auténticos combates entre dos adversarios perfectamente conscientes de lo que se reprochaban.

Y ahora, el refugio que Veza se había agenciado convirtióse también en el mío. Podía presentarme cuando quisiera, nunca era inoportuno, mis visitas eran deseadas, sin que ello me obligara a hacerlas. Siempre se abordaban temas estimulantes.

Uno llegaba ya con cierta carga y salía con otra no menos importante. En dos horas, lo que me inquietaba sufría una transformación similar a la de un proceso alquímico: parecía más diáfano y puro, aunque no menos perentorio. Me seguía inquietando varios días en forma distinta y sorprendente, hasta que la acumulación de nuevas preguntas servía de pretexto para la próxima visita.

Y entonces puse sobre el tapete todo cuanto omitiera —debido a mi fogosa defensa de una vida sin fin para el rey Lear— en aquella visita inicial del mes de mayo. No es que me quejara de la situación imperante en casa. Era demasiado orgulloso para contarle la verdad a Veza. Además, me aferraba a la imagen que la gente tenía de mi madre, como si dicha imagen pudiera retrotraerla a su antiguo yo. Con cuarenta años recién cumplidos era aún considerada una mujer hermosa, y su erudición literaria se había convertido en leyenda para quienes sabían de su existencia. No creo que por entonces leyera muchas cosas nuevas, pero al no olvidar nada, podía disponer de todo lo anterior en cualquier momento, y si no se hablaba de algo que acabara de conocer gracias a mí, en su conversación con los demás parecía una mujer elegante y juiciosa. Sólo frente a mí ponía de manifiesto lo mucho que sus facultades de antes se habían extinguido. Cuando nuestras relaciones era particularmente tensas, me decía que yo se las había matado.

En mis primeros meses de trato con Veza, tal vez medio año, nunca mencioné este asunto. Veza aceptaba que no le hablara de mi madre, a quien colocaba muy por encima de ella. Sólo empecé a sospechar algo sobre las facultades que le atribuía una vez que, en tono casi tímido, me preguntó por qué mi madre aún no había publicado nada. Estaba firmemente convencida de que escribía libros, y cuando yo se lo negué —aunque me sintiera halagadísimo por su convicción—, no se dio por vencida y encontró una explicación para la clandestinidad en que dicha escritura se llevaba a cabo:

—Nos considera a todos unos charlatanes. Y con razón. Admiramos los grandes libros y sólo hablamos de ellos. Ella los escribe y nos desprecia tanto a todos que no lo comenta. Algún día sabremos bajo qué seudónimo publica. Y nos avergonzaremos de no haberlo notado antes.

Yo insistía en que aquello era imposible: la hubiera visto escribir.

—Lo hace sólo en sus ratos de soledad. En las temporadas que pasa en el sanatorio, lejos de todos ustedes. No es que esté realmente enferma: sólo se agencia tranquilidad para escribir. ¡Algún día se asombrará usted de leer los libros de su madre!

Me sorprendía a mí mismo deseando que así fuera, al tiempo que estaba seguro de que era imposible. Veza le infundía a todo el mundo confianza en sí mismo. Y esa vez consiguió, aunque sólo a medias, crear en mí expectativas por alguien en quien yo había perdido mi fe. No sabía hasta qué punto mitigaba mi apostasía con este efecto disociador. Pues cuando mi madre, que no perdía oportunidad para echarme en cara mi ingratitud, pintaba su propio futuro en tonos sombríos —sin su hijo mayor, que hasta entonces se había ido autodestruyendo o se hallaba reducido a un estado tan deplorable que ya no existía para ella—, despertaba en mí el espejismo de su escritura secreta; tal vez sea cierto, me decía, y esto la consuele en el futuro.

Mucho más importante era constatar el cambio que mis visitas a Veza operaban en todo cuanto yo había conocido. El pasado más reciente se diluía: me iba quedando sin historia. Las ideas falsas que se hubieran fijado eran corregidas, aunque sin lucha. No me sentía obligado a aferrarme a algo por el simple hecho de que lo atacaran.

Veza sabía de memoria muchos poemas, pero nunca me importunaba con ellos. Teníamos uno en común: el Prometeo de Goethe. Un día quiso escuchármelo y se lo leí en voz alta. Ella no lo iba repitiendo, cosa que le hubiera resultado fácil, quería escucharlo de verdad, y cuando al final me dijo: «No le ha quitado usted nada», me alegré muchísimo y sólo luego advertí que ella tenía en mente un poema más largo, por el que quería entusiasmarme: The Raven, de Edgar Allan Poe. Vivía obsesionada por él, y pese a su longitud, se lo había aprendido de memoria; aquel día me lo recitó del principio al fin. Mi extrañeza ante semejante obsesión no la desconcertó (era un ser extremadamente sensible a cuanto ocurría en los demás). Sentí que no debía interrumpirla, y temí que nunca volviera a invitarme a su casa si, cuando me entraban ganas de lanzar un «¡Basta!», cedía a mi impulso. De modo que escuché The Raven hasta el último verso y también quedé atrapado en sus redes. Sentí al cuervo en mis nervios y empecé a estremecerme al ritmo del poema. Cuando Veza llegó al final y me vio agitado aún por un leve temblor, dijo en tono alegre:

—Ya ha caído usted en sus redes. Lo mismo me ocurrió a mí la primera vez. La poesía debería leerse siempre en voz alta y no sólo en silencio, para uno mismo.

Y el diálogo, claro está, recaló pronto en Karl Kraus. Me preguntó por qué la evitaba en las lecturas. Creía saber el motivo, añadió, y de ser cierta su sospecha, se vería obligada a respetarlo: mi emoción era tan grande que no deseaba hablar con nadie; quería llevarme todo aquello sin desmembrarlo ni comentarlo. A ella también le gustaba ir sola, prosiguió, pero después prefería discutir a guardar silencio. No estaba de acuerdo con todo lo que se decía. Veneraba profundamente a Karl Kraus, pero no le permitía dictaminar qué se podía o no leer. Me enseñó un ejemplar de La situación en Francia de Heine, preguntándome si lo conocía. Era, según ella, un libro sumamente ameno y sensato; lo había abordado tres años atrás, después de una visita a París, y ahora lo estaba leyendo por segunda vez.

Me negué a coger el libro en mis manos. Nada había prohibido Kraus tan rigurosamente como leer a Heine. No le creí a Veza, pensé que estaría bromeando y hasta me asusté de su broma. Pero ella insistió en demostrarme su independencia. Me acercó el título a la nariz, lo leyó en voz alta, hojeó un rato el ejemplar y me dijo:

—¿De acuerdo?

—¡Pero no lo habrá leído! ¡Bastante mal hace ya con tenerlo!

—Pues tengo todo Heine: ¡allí, fíjese!

Y abrió la puerta de un armario que contenía su biblioteca más íntima, «aquellos libros sin los cuales no quisiera vivir», dijo, y allí estaba, aunque no encima de todos, la obra completa de Heine. Después de este sablazo, que me asestó muy complacida, me mostró lo que yo estaba esperando: Goethe, Shakespeare, Molière, el Don Juan de Byron, Les Miserables de Victor Hugo, el Tom Jones, Vanity Fair, Anna Karenina, Madame Bovary, El idiota, Los hermanos Karamazov y, como una de sus lecturas preferidas, los Diarios de Hebbel. Eso no era todo, era sólo lo que ella seleccionaba, lo más importante. Las novelas le interesaban mucho: había leído varias veces las que me enseñó ese día, demostrando también así su independencia frente a Kraus.

—A él no le interesan las novelas. Y los cuadros tampoco. No se interesa por nada que pueda debilitar su cólera. Me parece estupendo. Pero no podemos imitarlo. La cólera ha de estar en uno mismo, no podemos pedirla prestada.

Aunque sus palabras sonaron totalmente naturales, me impresionaron muchísimo. Yo la veía sentada en primera fila junto a Kraus, radiante y llena de expectativas, y tal vez minutos antes hubiera estado leyendo La situación en Francia, de Heine. ¿Cómo se atrevía a comparecer después ante él? Cada frase de Kraus era una exigencia, si no se le hacía caso, carecía de sentido ir a escucharlo. Yo llevaba año y medio asistiendo a cada lectura y estaba impregnado por ellas como por una Biblia. No ponía en duda una sola de sus palabras. Jamás, bajo ninguna circunstancia, hubiera contrariado sus indicaciones. El era mi convicción y mi fuerza. De no haber tenido el pensamiento puesto en él, no hubiera soportado ni un día los absurdos frangollos del laboratorio. Cuando Kraus leía Los últimos días de la humanidad, iba poblando Viena para mí. Yo oía sólo su voz. ¿Acaso había otras? Sólo en él se encontraba justicia; no, no es que uno la encontrara: él era la justicia. Verlo fruncir el ceño me hubiera hecho romper con mi mejor amigo. Un gesto suyo, y me hubiera arrojado al fuego por él.

Se lo dije a Veza, tuve que hacerlo, y le dije incluso más, se lo dije todo. Una monstruosa falta de pudor se apoderó de mí, obligándome a revelar mis impulsos más íntimos y serviles. Ella me escuchó sin interrumpirme, soportando mi discurso hasta el final. Yo me fui acalorando más y más, ella permaneció muy seria hasta que de pronto —ignoro de dónde la sacaría— alzó una Biblia en la mano y dijo:

—¡Ésta es mi Biblia!

Sentí que deseaba justificarse. No es que estuviera en contra de la incondicionalidad con que yo veneraba a mi Dios. Pero si bien no era creyente, tomaba la palabra «Dios» más en serio que yo y a ningún mortal le concedía el derecho a endiosarse. La Biblia era el libro que con mayor frecuencia leía, sobre todo los Paralipómenos, los Salmos, los Proverbios y los Libros Proféticos. Lo que más le gustaba era el Cantar de los Cantares, que conocía muy bien sin citarlo nunca. No importunaba a nadie con él, pero en el fondo le servía de paradigma para evaluar obras literarias y, según sus propias exigencias, también el comportamiento de la gente.

Pero al nombrar los índices espirituales de su vida estoy ofreciendo una imagen muy descolorida de ella. Al yuxtaponerse, los títulos de libros famosos suenan aquí a conceptos. Habría que aislar un solo personaje e irlo transcribiendo tal y como surgía paulatinamente de su boca, a fin de dar una idea de la próspera y caprichosa vida que llevaba en el espíritu de Veza. Ninguno surgía de un tirón, sino que iba cobrando forma a través de muchos diálogos, y sólo el cabo de varias visitas se tenía la sensación de conocer realmente bien a cualquiera de los personajes conjurados por ella. Y ya no cabía esperar sorpresas, sus reacciones se hallaban determinadas, era posible aferrarse a ellas y el misterio del personaje pasaba a integrarse plenamente en el de Veza.

A los diez años empecé a sentir que estaba compuesto por muchos personajes, pero era una sensación difusa: no hubiera podido decir cuál de ellos hablaba a través de mí en determinado momento, ni por qué uno desplazaba al otro. Era un río multiforme que pese a toda la certeza de mis convicciones y exigencias recién adquiridas, jamás se secaba. Yo tenía el deseo y la capacidad de abandonarme a él, pero no lo veía. Y de pronto conocí en Veza a un ser humano que había encontrado e instalado grandes personajes literarios en la multiplicidad de su propio mundo interior: los había plantado en él y allí crecían, de suerte que, cada vez que lo deseaba, los tenía a su disposición. Lo sorprendente para mí era la claridad y precisión, el hecho de que nada se mezclara con elementos aleatorios, que fueran realmente ajenos. Había allí una conciencia, como si hubiera que leerlos en una elevada Tabla de la Ley. Allí estaban todos grabados: cada uno de los personajes saltaba a la vista claramente delimitado, no menos vivo que uno mismo, definido por su sola veracidad, siempre a salvo de cualquier condena.

Era un espectáculo emocionante observar cómo Veza se movía lentamente entre sus personajes. Eran su respaldo contra Karl Kraus, que nunca hubiera conseguido vulnerarlos: constituían su garantía de libertad. Jamás llegó a ser esclava de él, y era un rasgo de generosidad de su parte hacerme caso cuando yo, encadenado, iba a verla. Pero había algo que uno sentía mucho más que esas riquezas recatadas: era su secreto. El secreto de Veza estaba en su sonrisa. Era consciente de ella y podía convocarla, pero cuando hacía su aparición ya no era capaz de revocarla: la sonrisa permanecía y daba la impresión de ser su verdadero rostro, cuya belleza engañaba mientras no sonriera. A veces cerraba los ojos al sonreír, y sus negras pestañas se abatían hasta rozarle las mejillas. Entonces parecía observarse desde dentro, utilizando su sonrisa como lámpara. La imagen que veía de sí misma era su secreto, pero aunque se lo guardara, uno no se sentía excluido de su mundo. Su sonrisa, un arco rutilante, llegaba desde ella hasta el observador. Nada hay más irresistible que la tentación de hollar el espacio interior de un ser humano. Cuando se trata de alguien que sabe disponer muy bien sus palabras, su silencio aumenta la tentación al máximo. Nos lanzamos a recoger esas palabras en espera de encontrarlas detrás de su sonrisa, donde aguardan al visitante.

No había forma de romper el recato de Veza, pues estaba impregnado de tristeza. Ella misma alimentaba su aflicción constantemente: era sensible a cualquier dolor, siempre que fuera un dolor ajeno; sufría en carne propia la humillación de otra persona, y no se contentaba con este compadecer, sino que cubría a los humillados de alabanzas y regalos.

Seguía padeciendo bajo esos dolores aunque se hubieran calmado tiempo atrás. Su aflicción era abismática: contenía y retenía todo cuanto fuera injusto. Su orgullo era enorme y no costaba nada herirla. Pero ella admitía la misma vulnerabilidad en todo el mundo y se creía rodeada de personas sensibles que necesitaban su protección y a los que nunca olvidaba.