La ceguera de Sansón

Entre los reproches que más tuve que oír aquel año había uno que me inquietaba particularmente: el de que ignoraba la realidad de la vida, que vivía ofuscado y me negaba en redondo a conocerla. Se me acusaba de llevar anteojeras y estar decidido a no mirar nunca sin ellas. Siempre andaba buscando lo que sabía por los libros, se me decía, y ya fuera porque me limitase demasiado a un tipo de libros, ya porque extrajese lo que había de falso en ellos, cualquier intento por hablar conmigo sobre asuntos de orden práctico estaba condenado al fracaso.

—Quieres que todo tenga un alto contenido ético, o de lo contrario, nada. La palabra libertad, que tienes siempre a flor de labios, es algo muy delicado. No hay hombre menos libre que tú mismo. Eres incapaz de enfrentarte imparcialmente a un hecho sin sacar a relucir todas tus prevenciones hasta que se torne invisible. A tu edad estas cosas tal vez no importarían mucho si no tuvieras esa tenaz resistencia, esa obstinación y ese firme propósito de dejarlas así, de no cambiarlas nunca. Pese a toda tu retórica, no tienes la menor idea de asuntos como el desarrollo, la madurez paulatina, el perfeccionamiento y, en particular, la utilidad que puede tener una persona para los demás. Tu vicio capital es la ofuscación. Tal vez hayas sacado algún provecho de Michael Kohlhaas. Sólo que tu caso no es más interesante, pues él tuvo que hacer algo, de todos modos. ¿En cambio tú? ¿Qué haces?

Era cierto que no quería hacerme cargo de la realidad de la vida. Tenía la sensación de que al observar hechos demasiado reprobables yo mismo incurriría en cierta culpa. No quería hacerme cargo de ellos, si esto significaba tener que recorrer la misma vía. El objeto de mi repulsa era el aprendizaje imitativo. Contra él sí que llevaba anteojeras, en eso tenía ella razón. En cuanto advertía que me aconsejaban algo porque era habitual en el mundo, me encabritaba y parecía no entender lo que deseaban de mí. Pero por otros canales me hallaba muy próximo a la realidad, mucho más de lo que ella y quizás yo mismo sospechábamos.

Pues una de las vías de acceso a la realidad pasa por los cuadros. No creo que haya otra mejor. Nos aferramos a lo inmutable, desligándolo así de lo que siempre cambia. Los cuadros son redes, lo que aparece en ellos es la pesca conservable. Muchas piezas se escurren y otras se pudren, pero volvemos a intentarlo, cargamos a todas partes con las redes, las tendemos y ellas mismas se refuerzan con la pesca. Pero es importante que estos cuadros existan también fuera del ser humano, en cuyo interior hasta ellos se verían sometidos al cambio. Ha de haber un lugar donde él pueda hallarlos intactos, y no sólo él: un lugar donde cualquiera que se sienta inseguro pueda encontrarlos. Cuando advierta lo abrupta y huidiza que es su experiencia, se volverá hacia un cuadro. Hasta aquí llega la experiencia, allí la mira él cara a cara y se tranquiliza al captar una realidad que es la suya propia, aunque esta vez se la hayan preparado. Aparentemente esa realidad seguiría estando allí sin él, pero esta apariencia es engañosa: el cuadro necesita de su experiencia de observador para despertarse. Y esto explica la existencia de cuadros que dormitan durante generaciones enteras porque nadie es capaz de mirarlos con la experiencia que los despierte.

Quien encuentra los cuadros que su experiencia necesita, se siente fortalecido. Son varios —tampoco pueden ser demasiados— pues su sentido es mantener unida una realidad que al dispersarse se evaporaría y reabsorbería forzosamente. Pero tampoco ha de ser uno solo, que fuerce a su dueño, no lo deje en libertad y le impida transformarse. Son varios los cuadros que necesitamos para nuestra propia vida, poco se nos perderá de ésta si los descubrimos a tiempo.

Mi suerte fue estar en Viena cuando más necesitaba de esos cuadros. Contra la falsa realidad con que era amenazado, la de la sensatez, el entumecimiento, el utilitarismo y la estrechez, tuve que encontrar esa otra realidad, lo suficientemente amplia como para permitirme superar también sus asperezas y no sucumbir a ellas.

Y recalé en los cuadros de Brueghel. Mi primer contacto con ellos no se produjo allí donde se encuentran las verdaderas joyas: el Kunsthistorisches Museum. Entre los cursos de los Institutos de Física y Química solía hacer breves visitas al palacio Liechtenstein. Desde la Boltzmanngasse bajaba a grandes trancos la Strudlhofstiege y llegaba en seguida a la maravillosa galería que ahora ya no existe y en la cual vi mis primeros Brueghels. Poco me importaba que fueran copias —quisiera ver al impertérrito, al hombre sin nervios ni sentidos que, confrontado de pronto con estos cuadros, se atreva a preguntar: ¿son copias u originales?—. Por mí hubieran podido ser copias de copias de copias, poco me habría importado, pues eran La parábola de los ciegos y El triunfo de la muerte. Todos los ciegos que he visto después provienen del primero de estos cuadros.

La idea de la ceguera empezó a perseguirme desde que, en mi primera infancia, un sarampión me hizo perder la vista durante varios días. Y un buen día descubrí a esos seis ciegos que avanzaban oblicuamente apoyándose en bastones o cogidos del hombro. El primero de ellos, su guía, ya se había caído al canal de agua; el segundo, a punto de seguirlo en su caída, volvía hacia el espectador su rostro entero: las cuencas vacías y la boca cargada de horrores con los dientes al descubierto. Entre él y el tercero se abre el máximo espacio de este cuadro: ambos se aferran todavía al bastón que los une, pero el tercero ha sentido un tirón, un movimiento inseguro y, vacilando ligeramente, se ha puesto de puntillas; su cara, que se ve de perfil —sólo uno de los ojos ciegos— no trasluce miedo, sino que esboza una pregunta, mientras que a su espalda, el cuarto, rebosante aún de confianza, tiene la mano apoyada en su hombro y la cara mirando al cielo. Su boca, muy abierta, parece esperar de las alturas algo que a los ojos les está vedado. No comparte con nadie el largo bastón que lleva en la derecha y en el cual no se apoya. Es el más creyente de los seis, optimista hasta en el rojo de sus calcetines; detrás de él avanzan, resignados, los dos últimos, cada cual satélite del que tiene delante. También van con la boca abierta, pero menos, son los más alejados del canal, no esperan ni temen nada, ni tienen qué preguntar. Si los ojos ciegos no fueran tan protagónicos, habría algo que decir sobre los dedos de los seis, que asen y palpan de manera distinta a los de la gente que ve, y también acerca de sus pies, que auscultan de otro modo el suelo.

Éste solo cuadro hubiera bastado para una galería, pero repentinamente —y aún ahora creo sentir la impresión— me encontré ante El triunfo de la muerte. Cientos de muertos, representados en forma de esqueletos activísimos, se afanan por arrebatar hacia sus filas a otros tantos vivos. Son figuras de todo tipo que aparecen masiva o individualmente, identificables por su posición social y presa de una agitación monstruosa: su energía supera con creces la de los vivos con los que se ensañan. Sabemos que aunque todavía no han logrado su objetivo, lo conseguirán. Nos ponemos de parte de los vivos y quisiéramos reforzar su resistencia, pero nos confunde el hecho de que los muertos parezcan más vivos que ellos. La vitalidad de aquellos muertos, si queremos llamarla así, tiene un único sentido: arrastrar a los vivos a su propio campo. No se dispersan ni acometen esto o aquello, sólo persiguen un fin único; los vivos, en cambio, se aferran a su existencia de múltiples maneras. Todos son activos, ninguno se rinde, en este cuadro no he encontrado un solo ser cansado de la vida, a todos hay que arrebatarles lo que de buen grado se niegan a entregar. Transformada de mil maneras, la energía de este rechazo pasó a integrarse en mi persona, y muchas veces he tenido la impresión de ser yo mismo toda aquella gente que lucha contra la muerte.

Comprendí que, por ambos bandos, se trataba de masas, y aunque cada individuo sienta ahí su muerte a solas, esto mismo es válido para cualquier otro, por lo que hay que pensar en todos como conjunto.

Cierto es que aquí triunfa una vez más la muerte, pero no tenemos la impresión de una batalla definitivamente ganada: se repite, vuelve a tener lugar, y el hecho de que aquí se nos presente en esta forma no supone en modo alguno que deba tener siempre el mismo desenlace. Este Triunfo de la muerte de Brueghel fue lo primero que me dio confianza y seguridad para emprender mi lucha. Los otros cuadros suyos que vi en el Kunsthistorisches Museum me obsequiaron todos con un trozo indeleble de realidad. He estado cientos de veces ante cada uno de ellos y los conozco tan bien como a mis seres más próximos; entre los libros que me propuse escribir y me reprocho no haber concluido, hay uno que recoge todas mis experiencias brueghelianas.

Sin embargo, no fueron éstos los primeros cuadros que frecuenté. En Frankfurt se podía atravesar el Main para llegar a Städel. Uno veía el río y la ciudad, tomaba aliento y se iba armando de valor para hacer frente al horror que lo aguardaba. Era el gran cuadro de Rembrandt La ceguera de Sansón, que me aterraba y torturaba, obligándome a detenerme. Lo veía como si la escena hubiera ocurrido ante mis propios ojos, y por tratarse del momento en que Sansón se queda ciego, era un testimonio realmente espantoso. Los ciegos me habían inspirado siempre un temor respetuoso y nunca los miraba mucho rato, aunque me fascinaran. Como ellos no podían verme, me sentía culpable. Pero en el cuadro no se representaba el estado, es decir la ceguera (Blindheit), sino el proceso de quedarse ciego (Blendung).

Sansón yace con el pecho desnudo y la camisa abierta hasta la cintura, el pie derecho oblicuamente estirado hacia arriba y los dedos curvados por un demencial espasmo de dolor. Inclinado sobre él, un soldado con yelmo y coraza le ha clavado un puñal en el ojo derecho: la sangre salpica su frente, le han cortado el cabello, y debajo de él, otro soldado le alza la cabeza en dirección al puñal. Otro esbirro ocupa la parte izquierda del cuadro. Con las piernas abiertas, se inclina hacia Sansón sujetando con ambas manos su alabarda y la dirige contra el ojo izquierdo del yacente, quien lo mantiene firmemente cerrado. La alabarda recorre medio cuadro: amenaza de la ceguera que se repetirá. Sansón tiene dos ojos como todo el mundo; al esbirro de la alabarda sólo se le ve uno, vuelto hacia el rostro ensangrentado de Sansón y el cumplimiento de su tarea.

La luz, intensa, cae sobre Sansón desde fuera del grupo que compone la escena. Es imposible apartar la mirada, esa ceguera aún no lo es del todo, está en proceso y no espera compasión ni miramiento algunos. Quiere ser vista, y quien la ha visto sabe lo que es quedarse ciego y la ve por doquier. Hay en el cuadro un par de ojos que permanecen fijos en esa ceguera inminente y no la abandonan: los ojos de Dalila que, triunfante, se aleja llevando en una mano las tijeras y en la otra la cabellera cortada de Sansón. ¿Le teme a aquél cuyos cabellos sostiene en la mano? ¿Querrá salvarse de ese único ojo mientras aún pertenezca a su dueño? Se ha vuelto hacia él, con una expresión de odio y tensión homicida en la cara, sobre la que cae tanta luz como en la del inminente ciego. Su boca, semiabierta, acaba de exclamar: «¡Sansón, los filisteos sobre ti!».

¿Entiende él su idioma? Entiende la palabra filisteo, que designa al pueblo de ella, ese pueblo que él atacaba y mataba. Dalila lo observa entre mutilación y mutilación: no le regalará el ojo que le queda, no exclamará «¡Piedad!», ni se interpondrá entre él y el cuchillo, no le devolverá su antigua fuerza cubriéndolo con los cabellos que lleva en la mano. ¿Qué contempla a sus espaldas? El ojo ciego y el que pronto lo será. Está esperando que el puñal vuelva a hundirse. Ella es la voluntad causante de esa ceguera. Los hombres de las corazas y el de la alabarda son sus esbirros. Ella le ha arrebatado su fuerza. La sostiene en la mano y continúa odiando y temiendo a Sansón también ahora, y seguirá odiándolo siempre que piense en aquella ceguera, y pensará constantemente en ella para odiarlo.

Este cuadro, ante el cual solía detenerme a menudo, me enseñó lo que es el odio. Yo lo había experimentado a edad temprana, demasiado temprana —cinco años—, la vez que quise matar a mi compañera de juegos con un hacha. Pero aquello aún no suponía una toma de conciencia de lo experimentado; para reconocerlo había que verlo antes en otra gente. Sólo adquiere consistencia real lo que se reconoce una vez vivido. Primero reposa dentro sin que uno pueda nombrarlo, luego surge de improviso como imagen, y lo que a otros les ocurre se abre paso en uno mismo en forma de recuerdo: entonces es algo real.