Las cartas en el árbol

El año que siguió a este suceso estuvo totalmente dominado por él. Hasta el verano de 1928 mis pensamientos no giraron en torno a otra cosa. Estaba más decidido que nunca a explorar qué era en realidad aquella masa que me había subyugado interior y exteriormente. Proseguí en apariencia los estudios de química y empecé a trabajar en mi tesis doctoral, pero la tarea que me imponían era tan poco interesante que apenas si rozaba la piel de mi espíritu. Aprovechaba, pues, cualquier momento libre para estudiar las cosas que de verdad me importaban. Por los caminos más diversos y aparentemente más remotos intenté aproximarme a la experiencia que había tenido con la masa. La busqué en la historia, pero en la historia de todas las culturas. Cada vez me fascinaban más la historia y la filosofía antigua de la China. Con los griegos ya había comenzado mucho antes, en mi época de colegial en Frankfurt. Esta vez me sumergí a fondo en los historiadores antiguos, muy especialmente en Tucídides. Era natural que estudiase las revoluciones —la inglesa, la francesa y la rusa—, pero también empecé a vislumbrar la importancia de las masas en las religiones, y mi deseo de conocerlas todas, que jamás me ha abandonado desde entonces, se inició en aquella época. Leí a Darwin con la esperanza de encontrar en sus obras algún dato sobre fenómenos de masa entre los animales, y leí asimismo, muy a fondo, libros sobre las repúblicas de insectos. Debía de dormir muy poco, pues me pasaba noches enteras leyendo. Escribí algunas cosas e intenté esbozar varios estudios. Todos eran trabajos de exploración previos al libro sobre la masa y de muy escasa importancia, pues se basaban en conocimientos demasiado exiguos.

En realidad aquello fue el comienzo de un nuevo despliegue simultáneo en muchas direcciones, y lo realmente positivo es que no me fijé ningún límite. Cierto es que buscaba algo concreto: quería hallar testimonios sobre la existencia y repercusión de la masa en todos los ámbitos de la vida, pero al tratarse de un campo de estudios poco atendido, los testimonios eran muy escasos y el verdadero resultado fue que me enteré de infinidad de cosas que nada tenían que ver con la masa. Me familiaricé con nombres chinos y pronto también japoneses, entre los que empecé a moverme libremente como en mi época de colegial lo había hecho entre los griegos. Hojeando traducciones de clásicos chinos descubrí a Dschuang Dsi, de todos los filósofos el que mejor llegué a conocer, e impresionado por su lectura me puse a escribir un ensayo sobre el Tao. Para excusar ante mis propios ojos una digresión tan alejada de mi tarea principal, intenté convencerme de que jamás entendería a la masa sin antes saber qué era el aislamiento extremo. Sin embargo, el verdadero origen de mi fascinación por esta escuela tan original de la filosofía china era —sin que yo mismo me lo confesara entonces claramente— la importancia que en ella tienen las metamorfosis. Fue sin duda un buen instinto —ahora me doy cuenta— el que me guió hacia las metamorfosis: trabajar con ellas me preservó de sucumbir al mundo de los conceptos, a cuyo borde siempre me detenía.

Resulta extraño observar con qué habilidad —no puedo decirlo de otro modo— le hurtaba el cuerpo a la filosofía abstracta. De aquello que buscaba en forma de masa, un fenómeno tan concreto como potente, no encontraba huella alguna en la filosofía. Sólo mucho más tarde llegué a comprender los mecanismos de ocultamiento de la masa y la forma en que a veces se manifiesta en algunos filósofos.

No creo que ninguno de los múltiples conocimientos que adquirí con esa impetuosidad vertiginosa permaneciera en la superficie: todo echó raíces y se fue extendiendo hacia las zonas aledañas. Entre cosas separadas por grandes distancias se fueron creando relaciones subterráneas. Tardé mucho en descubrirlas, lo cual tuvo su lado positivo, pues años más tarde salieron a luz con una fuerza y seguridad mucho mayores. No creo que sea peligroso cultivar muchas cosas distintas en sí mismo. El proceso vital conlleva de por sí limitaciones, y aunque no podamos evitar del todo una que otra limitación, sí podremos atajarla y contrarrestarla ampliando al máximo nuestra esfera de intereses.

La desesperación que hizo presa de mí inmediatamente después del 15 de julio —una especie de parálisis producida por el miedo, que a veces me sorprendía en pleno trabajo, impidiéndome continuar—, duró unas seis o siete semanas, hasta principios de septiembre. Los carteles que Karl Kraus hizo pegar en esos días tuvieron un efecto catártico y me liberaron de aquella parálisis. Sin embargo, mi oído permaneció sensible a la voz de la masa. Aquel día estuvo dominado por atronadores gritos de odio. Eran gritos mortíferos, a los que respondían con disparos y que iban en aumento cuando caía gente herida a tierra. En algunas callejuelas se extinguían, en otras, aumentaban; pero donde más se mantenían era en las proximidades del incendio.

Poco tiempo después se trasladaron a las inmediaciones de la Hagenberggasse. A quince escasos minutos de camino de mi cuarto, en Hütteldorf, al otro lado del valle, quedaba el campo deportivo del «Rapid», donde se organizaban partidos de fútbol. Los días de fiesta afluían al campo multitudes que no se perdían fácilmente un partido del célebre equipo. Yo le había prestado poca atención, pues el fútbol no me interesaba. Pero un domingo después del 15 de julio —era un día igualmente caluroso, yo esperaba visita y tenía abiertas las ventanas—, oí de pronto el vocerío de la masa. Pensé que serían gritos de odio, y aún tenía tan presente la experiencia del aciago día que por un momento me desconcerté y busqué con la mirada el fuego que lo iluminaba. Pero no había ningún fuego: la cúpula dorada de la iglesia de Steinhof relucía al sol. Volví en mí y reflexioné: el griterío tenía que venir del campo deportivo. Nuevos gritos confirmaron pronto mi sospecha; presté oído en medio de una enorme tensión: no eran gritos de odio, pero sí el vocerío de la masa.

Llevaba tres meses viviendo allí y jamás le había prestado atención. Aquel griterío debía de haber llegado ya otras veces hasta mi ventana, igualmente intenso y sorprendente, pero yo había permanecido sordo a sus reclamos y sólo ese 15 de julio me había abierto los oídos. Esa vez no me moví del sitio y escuché todo el partido. Los gritos de triunfo celebraban siempre un gol y provenían del bando victorioso. También se oía —era distinto—, un griterío de desilusión. Desde mi ventana no podía ver nada —se interponían árboles y casas, y la distancia era excesivamente grande—, pero oía a la masa, a ella sola, como si todo se estuviera desarrollando a pocos pasos de mí. No podía saber de qué bando provenían los gritos. Ignoraba quiénes eran. No prestaba atención a sus nombres ni intentaba averiguarlos. Evitaba leer sobre ellos en el diario, y durante la semana no los convertía en tema de conversación.

Sin embargo, durante los seis años que viví en ese cuarto no dejé pasar una sola oportunidad de oír aquellos gritos. Abajo, en la estación del tren suburbano, veía llegar al gentío. Una afluencia inusual a cierta hora del día me indicaba la inminencia de un encuentro, y entonces me dirigía a mi puesto en la ventana de mi habitación. Me es difícil describir la tensión con que seguía desde lejos el invisible partido. Era imparcial, pues ignoraba quiénes jugaban. Para mí sólo había dos masas igualmente excitables, que hablaban el mismo idioma. Desligada de su lugar de origen, a salvo de cientos de circunstancias y detalles me llegó en esos días la primera impresión de lo que luego concebí e intenté describir como doble masa. A veces, cuando algún trabajo ocupaba particularmente mi tiempo, me quedaba escribiendo sentado a la mesa, en el centro del cuarto, durante todo el encuentro. Pero escribiera lo que escribiera, no me perdía un solo grito del campo del «Rapid». Nunca me acostumbraba al vocerío: cada grito aislado de la masa repercutía en mí. En los manuscritos que he conservado de aquel tiempo aún creo reconocer la ubicación de cada uno de esos gritos, como si estuvieran fijados en un sistema de notación secreta.

Es indudable que el emplazamiento de esa habitación mantenía despierto mi interés por el gran proyecto, incluso cuando me dedicaba a otras cosas. Era un alimento sonoro el que así me llegaba, a intervalos no muy espaciados. En mi aislamiento suburbano, que tuve mis buenos motivos para elegir y al que debo lo poco que logré hacer en esos años vieneses, permanecí siempre en contacto —a veces sin quererlo— con ese fenómeno enigmático, acuciante y aún no esclarecido. En ciertos momentos, que yo nunca elegía, me interpelaba y retrotraía al proyecto inicial, del que tal vez me hubieran distraído tareas algo más cómodas.

A partir del otoño volví a ir cada día al laboratorio de química, dispuesto a preparar una tesis doctoral que no me interesaba en absoluto. La consideraba una ocupación marginal, a la que me entregaba sólo porque ya la había empezado. Una ley fundamental —y para mí inexplicable— de mi naturaleza es concluir un trabajo una vez empezado, y no hubiera podido interrumpir ni siquiera los estudios de química, que por entonces me jactaba de despreciar, pues los tenía ya muy avanzados. En todo aquello influía un respeto secreto por la química, que jamás me había confesado y que provenía del trato con los venenos. Desde el suicidio de Backenroth los tenía siempre presentes, jamás ponía los pies en el laboratorio sin pensar en lo fácil que era, para cualquiera de nosotros, procurarse cianuro.

En el laboratorio había unos cuantos que, si bien no abiertamente, sostenían en forma inequívoca que las guerras eran algo inevitable. Tal opinión no era sólo defendida por quienes ya simpatizaban con los nacionalsocialistas. Éstos ya eran numerosos, sin que los que conocía más de cerca, en el laboratorio, se comportaran agresivamente o demostrasen hostilidad hacia mí. En ese ambiente de trabajo cotidiano casi nunca sacaban a relucir sus convicciones. Personalmente llegué a sentir en ellos a lo sumo cierta reserva, que a veces se transformaba en cordialidad cuando advertían mi repugnancia por cualquier forma de avidez pecuniaria. Entre nuestros compañeros había gente de pueblo que, de no vivir con una parsimonia extrema, no hubieran podido estudiar, y se ponían contentísimos cuando uno les dejaba cualquier cosa sin exigirles dinero a cambio. Me divertía observar la cara de perplejidad de un muchacho campesino que apenas me conocía y, pese a las apariencias exteriores, esperaba hallar en mí un alma de ganadero cuidadosamente oculta.

Pero también conocí estudiantes cuya sinceridad e inocencia aún recuerdo ahora con asombro. En una clase conocí a un chico que me llamó la atención entre la multitud por su mirada reluciente y su manera enérgica y, sin embargo, cautelosa de moverse. Nos pusimos a conversar y luego volvimos a encontrarnos varias veces. Era hijo de un juez y, a diferencia de su padre, confiaba, según me dijo, en Hitler. Tenía sus propias razones para justificar esta creencia, que defendía con absoluta sinceridad y, casi me atrevería a decir, con cierta gracia: no debería haber otra guerra, decía, las guerras son el peor flagelo que puede abatirse sobre la humanidad, y el único hombre capaz de salvar al mundo de otra guerra era Hitler. Al comunicarle yo mi convicción opuesta, insistió en que lo había oído hablar y que él mismo lo había dicho. Ésta era la razón por la que creía en él, y nadie lo haría cambiar jamás de opinión. Quedé tan perplejo al oírlo que sólo por eso lo volví a ver y mantuve con él este mismo diálogo varias veces. Me dijo las mismas frases, o quizás otras más bellas, sobre la paz. Me parece verlo con su cara de apóstol, radiante de paz, y es mi deseo que no haya pagado aquella fe con su vida.

Vivía tan al margen de la química que no puedo pensar en esos años sin que acudan a mi memoria rostros y conversaciones que nada tienen que ver con ella. Tal vez uno de los motivos que me impulsaban a llegar puntualmente al laboratorio y frecuentar con regularidad las clases fuera el contacto con todos esos jóvenes que no necesitaba buscar por mi cuenta, pues ya estaban ahí. De ese modo pude conocer de pasada y en forma natural todas las ideologías de la época, sin hacer de ello una cuestión de aprendizaje erudito. En general, nadie pensaba a la sazón en una guerra, o si lo hacía era para evocar la pasada. Recuerdo con terror lo lejos que entonces, en 1928, parecía cualquier nueva guerra. El hecho de que pudiera resurgir tan de improviso y en forma de creencia guarda relación con la naturaleza misma de la masa, y no fue un instinto falso el que me impulsó a explorar los mecanismos de dicha naturaleza. Por entonces no era consciente de lo mucho que aprendía en las conversaciones aparentemente absurdas o anodinas del laboratorio. Entré en contacto con defensores de todas las ideologías que a la sazón influían en el mundo, y de haber sido —como erróneamente creía— una persona abierta ya a todo lo concreto, hubiera podido adquirir una serie de conocimientos importantes a partir de esos diálogos supuestamente fútiles. Pero mi respeto por los libros aún era demasiado grande, y apenas había hollado el camino hacia el verdadero libro: cada ser humano individual, encuadernado en sí mismo.

Un largo camino me separaba de Veza desde que vivía en la Hagenberggasse: toda Viena, en su máxima extensión, se interponía entre nosotros. Los domingos subía ella a mi casa poco después del mediodía y dábamos un paseo por el zoológico de Lainz. El tono de nuestras conversaciones no cambió, yo seguía entregándole cada nuevo poema, ella los guardaba todos cuidadosamente en un bolsito de paja y, durante la semana, me escribía sobre ellos hermosas cartas que yo guardaba en mi casa con no menos cuidado. Había mucho espacio libre entre nosotros y en el zoológico practicábamos un verdadero culto al árbol. Había ejemplares soberbios que elegíamos con cara de expertos y a cuyos pies nos instalábamos.

Uno de estos árboles llegó a desempeñar un papel nada habitual. Ibby Gordon, el ser más alegre del mundo, me había hecho conocer las mascarillas funerarias. Quedé tan impresionado con ellas que le regalé el libro a Veza. Esto fue, y yo no me di cuenta, una grave indelicadeza de mi parte, pues todo lo relacionado con la muerte pertenecía al reino de Veza. Cuando le entregué el libro, del que ya le había hablado, puso cara de cuerva mala y lo arrojó con furia al suelo. Lo recogí, pero ella volvió a tirarlo y se negó a abrirlo. No era suyo, me dijo, era de la otra persona, de esa que se las daba de poetisa y siempre sonreía con sorna, la que me había enseñado aquellas mascarillas. Dijo «sonreía con sorna»: nunca la había visto, pero yo le había hablado de la alegría de Ibby, y siendo esto lo que más le faltaba a Veza, pensó que yo consideraba poetisa a Ibby sólo porque era alegre, y no pudo soportar que además entrara en su vida con esas mascarillas funerarias.

Recogí el libro, ella amenazó con echarlo por la ventana y sin duda lo hubiera hecho. Me gustaron sus celos, que nunca había visto en acción. Yo se lo contaba todo, era de una sinceridad total con ella: Veza sabía y creía que a Ibby no me unía sino el diálogo. Pero a este diálogo se sumaban las lecturas que Ibby me hacía, en húngaro, de sus poemas. Un día me presenté ante Veza entusiasmadísimo y me deshice en elogios sobre las bellezas de la lengua húngara, cuyos sonidos no me habían gustado antes. Le dije que era, sin duda, uno de los idiomas más hermosos, y le hablé también de las traducciones que Ibby, en su alemán tan divertido, hacía de sus poemas. Yo había ordenado ese alemán imposible y rebosante de faltas, e Ibby había anotado luego las versiones corregidas. Eran poemas muy ingeniosos, no frenéticos e impetuosos como los míos: se distinguían por su frescura y su agudeza, y estaban escritos desde la perspectiva de un personaje determinado, que iba cambiando de tono. Veza escuchó atentamente todo esto, y aunque yo dejara muy claro —cosa cierta para mí en aquel momento— que no podía otorgar a esas composiciones el rango de poemas, se me notaba el gusto con que las escuchaba y corregía.

Esta situación se mantuvo un tiempo, hasta que se produjo el estallido por lo de las mascarillas funerarias, y no me resulta nada fácil contar el resto. Tendría que hablar de cómo Veza vino un día a la Hagenberggasse, subió a mi habitación —yo no estaba—, cogió todas sus cartas —sabía dónde las guardaba— y se dirigió con ellas al zoológico de Lainz. Tuvo que andar mucho hasta encontrar en el muro algún lugar ruinoso que pudiera escalar sin dificultar. Luego buscó un árbol que, casi a la altura de sus ojos, se ahorquillaba y presentaba una cavidad: en ella introdujo el gran paquete con sus cartas. Cuando volvió a la Hagenberggasse, ya estaba yo en casa. La noté sumamente excitada y pronto la hice confesar: sus cartas habían desaparecido, y admitió habérselas llevado y tirado en medio del bosque. Presa del pánico, le insistí en que me mostrara el lugar: seguro que nadie había pasado, el zoológico estaba cerrado ese día y aún podríamos encontrar y salvar sus cartas. Mi pánico la alivió: era innegable que sus cartas me importaban muchísimo, de modo que se ablandó y en seguida me condujo al zoológico —mi presión era cada vez mayor—, siguiendo el mismo camino, por lo demás bastante largo. Escalamos el muro, ella encontró el árbol, cuyo emplazamiento recordaba muy bien, y me dijo que metiera la mano en la cavidad. Lo hice, y mis dedos tocaron papel. En seguida supe que eran sus cartas, las saqué y las abracé y besé muchas veces. Bailé con ellas al volver a la Hagenberggasse bordeando el muro. Veza me seguía, pero no le hice caso: toda mi atención estaba concentrada en las cartas recuperadas, llevaba él paquete en brazos como a un niño, subí a grandes trancos las escaleras de casa y, una vez en mi cuarto, guardé el paquete en el correspondiente cajón. Emocionadísima por todo el incidente, Veza olvidó sus celos y creyó en lo mucho que la amaba.

Es posible que a partir de entonces viera menos a Ibby, aunque no dejé de verla; cuando nos encontrábamos en el café le preguntaba por sus nuevos poemas. Me los leía con gusto, yo prefería escucharlos primero en húngaro y luego, ya embrujado por los sonidos, intentábamos traducirlos juntos. Suicida en el puente, se titulaba uno de ellos, y otros eran: El jefe caníbal enfermo, Cuna de bambú, Pamela, Emigrante en el Ring, Funcionario urbano, Déjà vu, Muchacha con espejo. Con el tiempo llegó a reunir una pequeña colección de versiones alemanas, pero durante su estancia en Viena no hizo nada con ellas, nosotros dos éramos los únicos que nos divertíamos con los poemas. De no haberlos oído primero en un idioma totalmente incomprensible para mí, quizás me hubieran dejado indiferente. Pero me gustaba su liviandad, su ausencia de pretensiones en cuanto a profundidad o altura, el parlando matizado con giros ligeros y siempre inesperados, cosas todas que nunca hubiera relacionado antes con la poesía. Me daba miedo enseñarle algún poema mío. El tono de nuestras conversaciones, muy variadas y llenas de ocurrencias, le hizo pensar que debían ser cosas inauditas, de las que todavía no era digna. Interpretó el hecho de que no se los mostrara como pura deferencia de mi parte. Creyó que no quería avergonzarla con ellos, y me lo agradecía al tiempo que me contaba cientos de historias sobre hombres estúpidos que la cortejaban y asediaban en vano.

Esto se prolongó hasta la primavera del año siguiente. Luego se hartó. Sobre todo porque entre los dos hermanos había estallado, por ella, una guerra que llegó a adquirir proporciones muy serias. El juego le resultaba incómodo, pues la aburría, y un buen día desapareció de Viena. Estuve casi dos meses sin noticias suyas. Y de pronto —ya la daba casi por perdida— me llegó una carta de Berlín: que le estaba yendo bien y que las traducciones de sus poemas le habían traído suerte. Ignoro quién le daría recomendaciones para gente en Berlín, más tarde tampoco me diría una palabra al respecto, pero el hecho es que de pronto se vio inmersa entre figuras muy interesantes; conoció a Brecht y a Döblin, a Benn y a George Grosz, y Querschnitt y Die literarische Welt le habían aceptado sus poemas, que pronto editarían. Volvió a escribirme, animándome a ir también a Berlín, al menos durante las vacaciones de verano. Entre julio y octubre tenía tiempo, me dijo: tres meses largos. Un editor amigo suyo me acogería con gusto en su casa: necesitaba alguien que lo ayudara a reunir material para un libro, y yo no tendría el menor problema en rivalizar con la gente del lugar. Además, ella tenía tanto que contarme que tres meses tampoco bastarían.

Las cartas menudearon y se volvieron más insistentes a medida que se acercaba el verano. Que si tenía que ir todo el tiempo a las montañas, me preguntaba: ya debía de conocérmelas al dedillo, y además ¿había algo más aburrido que las montañas? Tenían la espantosa cualidad de nunca transformarse, de modo que no se me iban a escapar. La pregunta importante era si Berlín seguiría siendo tan interesante como en ese momento. Y ¿qué haría ella cuando se le acabaran los poemas? Nadie podía ayudarla como yo, aquello no era un trabajo, simplemente nos sentábamos un rato juntos, conversábamos y de pronto… ahí estaban los poemas. ¿O acaso sería capaz de dejarla morir de hambre, ahora que por fin tenía la posibilidad de vivir de sus poemas?

Es probable que también pensara en cómo traducirlos, pero creo que más le interesaban nuestras conversaciones, el hecho de poder contarme todo, de poder burlarse a sus anchas sin enemistarse con sus conocidos locales. ¿Cómo hubiera podido no comentar tantísimas cosas? Una vez me escribió que, si no iba a verla pronto, no tardaría en leer en los diarios la horrible noticia del estallido, en Berlín, de una poetisa taciturna.

Sus cartas estaban dosificadas de tal forma que dejaban entrever cosas no dichas: lo que no se podía escribir, ella me lo contaría personalmente en Berlín, donde ocurrían las cosas más emocionantes y extrañas, y uno no daba crédito a lo que veían sus ojos.

Mi curiosidad aumentaba con cada una de sus cartas. En ellas no figuraba nadie que no fuera famoso por algo. Yo apenas si había leído a los escritores que nombraba Ibby, pero sabía, como cualquiera, quiénes eran. Más que todos ellos me interesaba George Grosz. La idea de poder conocerlo fue para mí decisiva.

Y el 15 de julio de 1928, en cuanto terminó el semestre, viajé a Berlín para pasar allí el verano.