Invitación al vacío

Todo era igualmente asequible en Berlín, cualquier tipo de acción estaba permitida; a nadie se le prohibía hacerse notar, si el esfuerzo no lo intimidaba. Pues fácil no era, había mucho ruido, y siempre, en medio del bullicio y de la congestión, se era consciente de que había cosas dignas de ser vistas y oídas. Además, todo estaba permitido, las prohibiciones, que no escaseaban en ninguna parte y menos aún en Alemania, quedaban allí invalidadas. Por más que yo viniera de una antigua capital como Viena, en Berlín me sentía un provinciano y abría mucho los ojos hasta que se acostumbraran a permanecer abiertos. Había en la atmósfera un elemento penetrante y corrosivo que estimulaba y daba ánimos. Uno se enfrentaba con todo, sin protegerse de nada. Las terribles confusión y exorbitancia que a uno lo amenazaban desde los dibujos de Grosz no eran exageradas, sino más bien naturales; una nueva naturaleza que se iba haciendo imprescindible y a la cual uno se acostumbraba. Toda tentativa de encerrarse tenía algo perverso y era lo único considerado como tal, y aunque uno lo consiguiera fugazmente, al poco tiempo volvía a sentir la comezón y se lanzaba al torbellino. Todo era permeable, no había intimidad, y si la había, era fingida y existía no en función de sí misma, sino para sobrepujar la de otra persona.

Los componentes animal e intelectual, desnudados y potenciados al máximo, se entremezclaban allí como en una especie de corriente alterna. Quien antes de llegar hubiera despertado a su propia animalidad, tenía que intensificarla para afirmarse ante la de los otros, y si no era muy fuerte, perecía al poco tiempo. Pero quien vivía dominado por su intelecto y no había hecho sino pocas concesiones a su animalidad, sucumbía forzosamente a la profusión de cuanto se ofrecía a su espíritu. Aquello se abatía sobre uno con toda su versatilidad, antinomia e inexorabilidad, sin darle tiempo a entender nada: sólo se recibían golpes, y cuando los de la víspera aún no estaban superados, caía una nueva lluvia. Uno deambulaba por Berlín como un trozo de carne blanda que, sin sentirse aún bastante blanda, aguardaba nuevos golpes.

Pero lo que más me impresionó, lo que ha sido decisivo para mi vida ulterior hasta el día de hoy, fue la incompatibilidad de aquello que me agredía. Todo individuo que tuviera un nombre —y muchos lo tenían— embestía a los demás con su persona. Era dudoso que éstos lo entendieran: él se hacía oír, y no parecía molestarle que otros hicieran lo mismo de manera distinta. En cuanto se hacía oír, adquiría importancia y tenía que seguir atacando para no ser suplantado en los oídos de la mayoría. Acaso nadie tuviera tiempo para preguntarse cuál sería el resultado. Éste no era, en ningún caso, una vida transparente, que tampoco figuraba entre los objetivos perseguidos. El resultado eran libros, cuadros, piezas dramáticas: todos contra todos, a diestra y siniestra.

Yo salía siempre acompañado, ya fuera por Wieland o por Ibby; nunca me paseaba solo por Berlín, y pese a no ser la mejor forma de conocer una ciudad, tal vez lo fuera en el caso de Berlín aquellos años. La gente vivía en grupos, en camarillas, quizá hubiera sido imposible arrostrar de otro modo una existencia tan dura. Siempre se oían nombres, en general nombres conocidos: se esperaba a alguien, y ese alguien llegaba. ¿Qué es una época de esplendor? Una época con muchos grandes nombres, muy próximos unos a otros, en la que ninguno asfixia a su vecino aunque combatan entre sí. Lo importante ahí es el contacto diario y permanente, los golpes que el esplendor es capaz de recibir sin extinguirse, cierta falta de sensibilidad cuando entran en juego esos golpes, algo así como un deseo intenso de buscarlos, el placer de exponerse a ellos.

Los nombres se frotaban unos contra otros, tal era su objetivo; debido a una misteriosa osmosis, cada nombre intentaba escamotearle el máximo de luminosidad a su vecino y se alejaba luego a toda prisa en busca de otro con el cual repetir lo mismo. En el palpamiento o roce mutuo de los nombres había cierta precipitación, pero también algo arbitrario, lo divertido del juego era la imposibilidad de saber a qué nombre le tocaría el próximo turno. Esto dependía del azar, y como de todas partes llegaban nombres deseosos de probar fortuna, todo parecía posible.

La curiosidad por las sorpresas, lo inesperado o lo aterrador lo sumía a uno en un ligero estado de embriaguez. Para aguantar tanto, para no ser presa de la confusión definitiva ni perderse en ella, los que allí vivían se acostumbraban a no tomar nada demasiado en serio, y menos aún los nombres. El primero en quien pude observar este proceso del cinismo hacia los nombres era un personaje al que veía a menudo. Su método consistía en expresarse agresivamente sobre cualquiera que hubiese destacado en algo. Esto podía interpretarse como expresión de una postura política, pero en realidad era otra cosa: una especie de lucha por la existencia. Uno mismo era alguien en la medida en que reconocía lo mínimo y apuntaba en todas las direcciones. Quien no supiera hacerlo estaba perdido y ya podía retirarse en el acto: Berlín no era para él.

Muy importante era dejarse ver todo el tiempo, durante días, semanas y meses. Las visitas al «Romanisches Café» (y a un nivel más alto al «Schlichter» y al «Schwanecke»), que sin duda también eran un placer, no obedecían sólo a éste. Surgían asimismo de cierto imperativo de automanifestarse, al que nadie se sustraía. Quien no deseaba ser olvidado, debía dejarse ver. Esto era válido a todos los niveles y jerarquías, incluyendo a los gorrones que en el «Romanisches Café» iban de mesa en mesa y obtenían algo siempre que mantuvieran la integridad del personaje que estaban representando, y no tolerasen en él cambio alguno.

Un fenómeno esencial de la vida berlinesa de entonces eran los mecenas. Había muchos y se los veía en todas partes al acecho de clientes. Algunos vivían siempre allí, otros iban de visita y había unos cuantos que alternaban entre París y Berlín. El primero que conocí —en el «Romanisches Café»— era un señor con gran mostacho, cara redonda y labios que delataban sus hábitos gastronómicos. Yo estaba con Ibby, había poco sitio, en nuestra mesa se desocupó una silla y el señor del mostacho y los labios carnosos se sentó en ella, sin decir una palabra. Nosotros seguimos hablando sobre unos poemas que acababan de pedirle a Ibby: me leyó unos cuantos en voz alta y discutimos cuáles debía entregar. El señor prestó oído y sonrió, como si nos entendiera. Me hizo pensar en un menú lleno de nombres franceses. Chasqueó la lengua un par de veces, como dispuesto a decir algo, pero volvió a enmudecer. Quizá buscara las palabras apropiadas. Y al final las encontró, con ayuda de una tarjeta que sacó de su bolsillo. Era fabricante de cigarrillos y vivía en París, cerca del Bois de Boulogne: allí cada obrero cuidaba muy bien lo que metía en su olla, dijo, y conocía el contenido. Esto de la olla y su impoluto contenido fue dicho en un tono explosivo y amenazador, y al ver que ambos nos asustamos, el caballero nos invitó a comer con una cortesía y afabilidad exageradas. Rechazamos, arguyendo que teníamos algo importante que discutir. Él insistió: también tenía algo que discutir con nosotros, dijo. Tanto insistió que nos entró curiosidad y fuimos a comer con él.

Nos llevó a un restaurante caro, que no conocíamos, y se deshizo en floridos elogios a la cocina francesa. Mencionó Baden-Baden, su lugar de origen, y luego me preguntó con toda modestia si podía ofrecer a la joven poetisa una renta mensual de doscientos marcos durante un año. Una cantidad mínima, una fruslería, pero para él un imperativo muy profundo. No dijo una palabra sobre los poemas que había escuchado. Le bastaba con no entenderlos. Una hora antes había visto a Ibby por primera vez en su vida. Era una chica guapa, sin duda, y al leer los poemas, su alemán con acento húngaro resultaba sumamente seductor. Pero yo ponía en duda que el tipo tuviera dedos de organista. Cuando Ibby, ante mi pregunta más bien negativa, se declaró dispuesta a aceptar el ofrecimiento, él le besó la mano, agradecido, y eso fue todo lo que se permitió. Debo añadir que era un hombre en lo mejor de su vida y sabía lo que quería no sólo en cuestiones culinarias. Pero lo importante allí era el mecenazgo, tema que deseaba discutir con nosotros. Cumplió su palabra, y como casi nunca iba a Berlín, jamás trató de importunar a Ibby.

Aprendí a distinguir entre los mecenas ruidosos y los silenciosos, aquél era de los silenciosos. El volumen de voz dependía de su participación en el diálogo: para ello tenían que estar al corriente del argot del círculo al cual apoyaban. En el grupo de Grosz y de la gente vinculada a la editorial Malik aparecía a menudo un joven cuyo nombre he olvidado. Era rico, estrepitoso y quería que lo tomaran en serio. Participaba en las conversaciones y argumentaba muy a gusto, quizá supiera mucho sobre muchas cosas, pero lo primero que escuché de él fue la teoría del vaso de agua. Esta teoría se puso muy de moda por entonces, en todo Berlín no había cosa más trivial; cuando aquel joven hablaba de ella, cogía un vaso vacío en la mano, se lo llevaba a la boca, se hacía el que lo vaciaba y volvía a ponerlo en la mesa con aire despreciativo: «¿El amor? Un vaso de agua: lo vacías y ¡listo!». Tenía un bigote rubio que se le inflaba de orgullo: cada vez que sacaba a colación su teoría del vaso de agua, el bigote se le erizaba. Aquel joven solía ayudar por todo lo alto, es posible que ayudase a financiar también la editorial Malik, en cualquier caso, era mecenas de George Grosz.

Un mecenas realmente silencioso, que no participaba en las conversaciones porque conocía tan a fondo su propio campo que no quería decir tonterías sobre otros, era un muchacho aún más joven llamado Stark, que tenía algo que ver con las bombillas Osram. Solía asistir a las reuniones y escucharlo todo atentamente, no decía palabra y a veces ayudaba cuando parecía oportuno, pero sin aspavientos y siempre mesuradamente. En una casa que era suya o de su empresa había un piso libre: tres hermosas habitaciones seguidas, y en pleno centro. Se lo ofreció a Ibby por un par de meses, pues no estaría desocupado más tiempo. En los cuartos sólo había moquetas. Él le hizo instalar un diván para que durmiera, nada más. El resto era asunto de ella.

Ibby tuvo la graciosa idea de dejar vacío el piso, no conseguirse un solo mueble, nada, e invitar gente al vacío, en su propia casa. «Que me nombren los muebles» —decía—, «quiero invitados imaginativos». En apoyo de ese talento inventivo, un burrito de porcelana pastaba en la verde alfombra del cuarto intermedio. Era un animalito precioso: ella lo vio un día en el escaparate de una tienda de antigüedades, entró y ofreció escribir un poema sobre él si se lo regalaban.

—Brecht un coche, yo, un burro. ¿Qué prefieres? —me preguntó sabiendo cuál sería mi respuesta.

La dueña de la tienda aceptó el trato —también había gente así en Berlín—, e Ibby quedó tan sorprendida que le escribió su «mejor poema», que no se ha conservado.

Para inaugurar el piso dio una gran fiesta: al entrar, cada invitado era conducido ante el burro y, tras las presentaciones del caso, invitado a tomar asiento donde le apeteciera. En todo el piso no había una silla, la gente se quedaba de pie o se acuclillaba en el suelo. La bebida estaba asegurada, también había mecenas para eso. Vinieron todos, nadie que hubiera oído hablar del piso vacío quiso perderse la ocasión de verlo, pero lo curioso del caso es que todos se fueron quedando y ninguno se marchaba. Ibby me rogó no perder de vista a George Grosz: temía que, borracho, la atacara y dijera todo aquello que yo me negaba a creer. Cuando llegó estaba encantador, en su vena de dandismo más sublime; había traído a alguien cargado de botellas para Ibby.

—¡Lástima! —dijo ésta— que yo no me enamore. La cosa ha empezado bien. ¡Pero espera y verás!

No hubo que esperar mucho rato. Grosz ya estaba borracho cuando entró haciéndose el refinado. Sentado en el sofá-cama —Ibby en el suelo, no muy lejos de él—, estiraba los brazos hacia ella, que a su vez lo esquivaba, impidiéndole alcanzarla. Por último estalló el volcán y no hubo modo de pararlo:

—¡No deja que nadie se le acerque! ¡No deja probar a nadie! ¿Qué le pasa? Las quejas siguieron en este tono y otros mucho peores. Luego se transformaron en un panegírico al «jamón»: —¡Jamón, jamón, dulce placer mío!

Ibby me anunció todo esto la primera vez que fui a casa de Grosz y volví con la carpeta del Ecce-homo que me había regalado, rebosante de entusiasmo por él y de respeto por la perspicacia de su ojo, por la implacabilidad con que fustigaba los vicios de esa sociedad berlinesa. Y ahora lo veía allí muy colorado, borracho, en un estado de excitación incontrolable porque Ibby se le escabullía, echando pestes descaradamente en presencia de los demás invitados —que no se escandalizaban de nada—, y de pronto se me antojó uno de sus propios personajes.

Me resultó insoportable: estaba desesperado y furioso con Ibby por haberlo puesto en semejante situación, sabiendo lo que ocurriría. Quería irme, y siendo el único invitado que no se sentía a gusto, intenté escabullirme pero no pude, pues Ibby, que en ningún momento me había quitado el ojo de encima, se plantó ante la puerta, cerrándome el paso. Estaba asustada. Había provocado todo aquello para demostrarme que Grosz se comportaba realmente como ella me había contado. Pero el estallido de él fue tan violento y prolongado que a Ibby le entró miedo. Ella, que nunca se asustaba y había capeado innumerables situaciones difíciles —de todas me había hablado, yo las conocía todas—, no se atrevió esa vez a quedarse en el piso —por lo demás lleno de gente—, si no me quedaba yo a protegerla. La odié por no poderla dejar sola. Tuve que quedarme y ver cómo uno de los pocos hombres a quien yo admiraba en Berlín y que había sido generoso conmigo, comportándose como yo aún esperaba de la gente, tuve que ver cómo ese hombre se degradaba y además cuidar de que Ibby se escondiera de él y no volviera a caer en sus brazos. Personalmente hubiera preferido que se fuera con ella: ¡tan horrible era escucharlo rabiar! Nadie pareció asombrarse, pero nadie se rió tampoco: ya estaban habituados a ese tipo de escenas, que formaban parte de su vida cotidiana. Yo quería irme, sólo irme, y no pudiendo irme del piso, quería irme de Berlín.