Un mormón pelirrojo

El verano de 1926 lo pasé con mis hermanos en Sankt Agatha, un pueblito situado entre Goisern y el lago de Hallstatt. Había allí una hostería antigua y muy hermosa, en otros tiempos la herrería, con un espacioso salón-restaurante. No parecía el lugar más indicado para estar con un par de chiquillos, pero al lado mismo había una casa mucho más pequeña y moderna, administrada por una señora mayor y llamada Pensión «Agathenschmiede». Las habitaciones eran estrechas y modestas, y el comedor, donde no había más de tres o cuatro mesas, también era de proporciones similares. A una de esas mesas nos sentábamos en compañía de la dueña, una sólida dama que parecía más severa cuando no hablaba, pues resultó que no tenía ningún tipo de prejuicios contra las parejas de enamorados.

Los verdaderos huéspedes, además de nosotros, eran una pareja: un director de teatro de mediana edad, moreno y cejudo, algo avejentado y muy amigo de las bromas, y su amiga, esbelta y jovencita, mucho más alta que él, de un rubio ceniciento, no desprovista de encantos y muy impresionada por la interminable cháchara de su compañero. Éste siempre lo explicaba todo: no había nada que no conociera más a fondo. Le gustaba dialogar conmigo porque yo le replicaba. Escuchaba mis palabras y hasta parecía tomarlas en serio. Pero muy pronto se lanzaba al ataque, barría cuanto yo acababa de decir, se burlaba, hacía bromas, ridiculizaba y lanzaba silbidos —todos papeles distintos, como en el teatro—, y nunca concluía sin clavar en Affi, su amiga, una mirada autoritaria. Affi encontraba normal que él tuviera la ultima palabra, pero yo no. Y mientras ella jamás intentaba decir algo, yo volvía a la carga un par de veces. En cuanto él daba conmigo en tierra, me incorporaba de improviso y lo rebatía, cosa que originaba una refutación mordaz por parte suya. Pero aunque Herr Brettschneider no fuera un tipo malintencionado, sólo se sentía el propietario absoluto de Affi cuando ésta no escuchaba demasiado rato a otra persona de sexo masculino, ni siquiera a un adolescente. Frau Banz, la propietaria, prestaba oído en silencio, sin tomar partido por ninguno: ni el más mínimo temblor de su rostro revelaba a quién le daba la razón, pero era evidente que seguía cada viraje del diálogo.

Herr Brettschneider y Affi vivían en un cuartito contiguo al mío; las paredes eran delgadas, de modo que yo oía cada ruido: silbidos, bromas, risitas ahogadas y a veces un gruñido de satisfacción. Silencio nunca había; quizás Herr Brettschneider enmudeciera esporádicamente al quedarse dormido, pero si esto ocurría, yo ni me enteraba, por estar, a mi vez, durmiendo.

No era de extrañar que pensáramos con frecuencia en la desigual pareja: eran, aparte de nosotros, los únicos huéspedes. Pero otra cosa solía reclamar aún más mi atención esas semanas: las bandadas de golondrinas que, innumerables, anidaban en la espléndida y vieja herrería. Pasaban zumbando muy cerca de mi cabeza cuando me sentaba a escribir en la mesita de madera del jardín. Extasiado, me quedaba horas observándolas. Algunas veces, cuando mis hermanos querían ponerse en marcha, les decía:

—Id por delante que ya os daré alcance, tengo que terminar de escribir una cosa; pero sólo escribía poco, más bien me dedicaba a mirar las golondrinas y no quería separarme de ellas.

Durante dos días se celebró en Sankt Agatha la consagración de una iglesia. Es el hecho que más claramente se me ha grabado en la memoria. En la plazuela situada frente a la antigua herrería, los tenderetes circundaban un imponente tilo, pero también llegaban hasta la casa en que vivíamos. Exactamente debajo de mi ventana, un muchacho había armado una mesa sobre la que se alzaba un enorme montón de camisas de hombre. Con movimientos rápidos y bruscos iba entreverando las camisas, levantaba al azar una u otra, aunque en general dos o tres juntas, y las dejaba caer sobre el montón, al tiempo que pregonaba:

“¡Hoy día me da igual,

ser rico o no tener un real!”.

Repetía su pregón muy convencido y con gesto nervioso, como si no quisiera saber nada más de todo aquello y lo estuviera tirando. Sin embargo, por su tenderete circulaban todo el tiempo campesinas dispuestas a llevarse alguno de los despreciados regalos. Muchas inspeccionaban las camisas con aire dubitativo, como si entendieran algo, pero él se las arrancaba de las manos y volvía luego a lanzárselas, como dispuesto a obsequiarlas con ellas, y ninguna de las que habían tenido una camisa entre sus manos se iba sin comprarla: era como si se le quedase pegada a los dedos. Cuando le pagaban, el tipo no parecía mirar el dinero y lo tiraba con idéntico desinterés en una gran caja, que muy pronto estuvo llena: los montones de camisas menguaron en poquísimo tiempo. Yo lo veía desde mi ventana, situada justo encima de él; nunca había visto semejante rapidez, y constantemente se oían los versos de su pregón:

“¡Hoy día me da igual,

ser rico o no tener un real!”.

Advertí que la aparente irreflexividad de sus palabras iba contagiando a aquellas campesinas, que desembolsaban sus reales sin ningún escrúpulo: pronto no quedó ni una camisa, le habían limpiado el tenderete; él alzó entonces el brazo derecho, exclamó: «¡Un momento, señoras!», y desapareció en la esquina con su caja de cartón repleta de dinero. Mi ubicación me impidió ver adonde se dirigía; la función ha terminado, pensé mientras me retiraba de la ventana, pero aún no había llegado a la puerta de mi cuartito cuando volví a oír el pregón, acaso más intensamente que antes: «Hoy día me da igual…», etc. Y en su mesa volvieron a amontonarse las camisas, que él alzaba con aire amargado y arrojaba una y otra vez, entre irónico y desdeñoso. Las campesinas se le acercaban de todas partes y caían irremediablemente en sus lazos.

No era una feria particularmente grande; al pasearme entre los tenderetes acababa recalando siempre en el suyo: nadie sabía vender tan bien como él. Me había estado observando —ya me había visto arriba, en la ventana— y en uno de los raros momentos que pasaba solo detrás de sus camisas, me preguntó si era estudiante. Su pregunta no me extrañó, él mismo tenía aspecto de estudiante y segundos después ya había sacado una libreta de estudios de la universidad de Viena, que me acercó a los ojos. Estaba cursando el cuarto semestre de Derecho y se ganaba la vida en las ferias.

—Ya ve usted lo fácil que es —me dijo—; podría vender cualquier cosa, pero lo mejor son las camisas. Estas cretinas creen que les estoy haciendo un regalo.

Despreciaba a sus víctimas. Al cabo de una semana, me explicó, esas camisas se rompían, aguantaban cuatro o cinco puestas, pero luego… a él le importaba un bledo: cuando se dieran cuenta, él ya estaría a buen recaudo.

—¿Y el año que viene? —le pregunté.

—¿El año que viene? ¿El año que viene? Estaba desconcertadísimo con mi pregunta. —El año que viene estaré bajo tierra. Y si aún no ha llegado mi hora, me iré a otro sitio. ¿Cree que pienso volver aquí? Ni en sueños. ¿Acaso usted piensa regresar el año próximo? Seguro que tampoco. Usted por no aburrirse y yo por las camisas.

Pensé en las golondrinas y en que a lo mejor volvía por ellas, pero me guardé de decírselo y le di la razón.

Había muchas cosas que ver en la consagración de la iglesia, pero el único con el que trabé amistad fue un hombre pelirrojo con una pierna de palo, que se sentaba en las gradas de la antigua hostería, con una muleta al lado y la pierna de palo estirada. Me pregunté qué haría ahí, no se me hubiera ocurrido pensar que estaba mendigando. Hasta que advertí que de vez en cuando alguien le daba una moneda y él, sin perder su dignidad, decía: «¡Dios se lo pague!». Me hubiera gustado preguntarle de dónde era: tenía un aspecto extraño con su enorme bigote rojo, aparentemente más rojo aún que sus cabellos, pero el «¡Dios se lo pague!» lo decía como un nativo. Me incomodaba interrogarlo como a un mendigo y fingí no haber notado nada; tampoco le di nada al principio, con la idea de hacerlo más tarde.

Seguro que mis palabras no tuvieron ningún tonillo despectivo cuando le pregunté por su origen, pero no me nombró ciudad ni país alguno, sino que dijo, para mi gran asombro: —Soy mormón.

Yo ignoraba que en Europa hubiera mormones. Aunque quizás él había estado en América, viviendo entre los mormones.

—¿Cuánto tiempo ha vivido en América?

—¡Jamás he estado allí!

Consciente de que su respuesta me sorprendería, esperó un momento antes de explicarme que también había mormones en Europa e incluso en Austria, y que no eran precisamente escasos. Se reunían cada cierto tiempo y mantenían contacto entre ellos: él podía enseñarme su periódico, añadió. Tuve la impresión de estarlo interrumpiendo en su trabajo —tenía que estar atento a la gente que entrara o saliera de la hostería—, de modo que lo dejé, diciéndole que volvería más tarde. Pero a mi vuelta había desaparecido, y me extrañó no haberlo visto alejarse. Era imposible no verlo con su pierna de palo, su muleta y su rubicundez.

Entré en el salón-restaurante, que estaba repleto, y allí, en el gran comedor, lo vi de pronto entre mucha más gente, sentado a una larga mesa frente a una copita de vino del color de sus cabellos. Parecía estar solo, nadie hablaba con él o tal vez él no hablara con nadie. Lo sorprendente era que se mezclase, como cualquier otro, con los clientes del local ante cuya puerta acababa de estar mendigando. Pero aquello no parecía preocuparlo demasiado: estaba tranquilamente sentado a esa mesa, con el tronco erguido, y acaso hubiera más espacio libre a sus dos lados que entre la otra gente. Destacaba entre todos por su rubicunda cabellera y su bigote, hubiera sido el único en atraer mi atención desde su mesa, aunque no hubiese hablado previamente con él. Tenía cierto aire pendenciero, pero no discutía con nadie. No bien me vio, me hizo señas y, muy contento, me invitó a tomar asiento a su mesa. Sólo tuvo que arrimarse un poquito para hacerme sitio, y hasta encontramos una silla cerca, pues alguien se levantó y se fue. Por fin estábamos juntos como dos viejos compinches, y él insistió en invitarme a un vino.

Tenía la sensación, me dijo, de que los mormones me interesaban. Todo el mundo estaba en contra de ellos. Nadie quería saber nada de él, sólo por eso. Pensaban que tenía muchas mujeres. Aquello era todo lo que se sabía sobre los mormones, si es que algo se sabía sobre ellos. Pero era una necedad, añadió: no tenía mujer, se le había ido y justamente a raíz de eso él se había hecho mormón. Era gente buena y muy trabajadora; allí no admitían vagos y nadie bebía alcohol, no se conocían esas cosas, no era como aquí. Y al decir esto señaló, indignado, mi copa —la suya estaba ya vacía o quizás la hubiera olvidado—, y abarcó todas las copas de la sala con un movimiento de su brazo. Le gustaba tocar ese tema, dijo luego, y siempre repetía que los mormones eran gente buena. Pero los demás se enfadaban al oírlo, en cuanto abría la boca le decían: «¡Cierra el pico!» o bien: «¡Lárgate a América donde tus mormones!». Ya lo habían echado de algunos bares, añadió, sólo porque les salía con el tema. Todos tenían algo contra él, y ése era el motivo. Pero él no quería nada de la gente, nunca le pedía nada a nadie estando dentro, solamente fuera, y además, no era asunto de ellos, ¿o acaso les hacía daño? Pero no, esa gente no aceptaba que alguien descubriese un lado bueno en los mormones, para ellos eran como los paganos o herejes, y hasta le habían preguntado si todos los pelirrojos eran mormones. Su mujer le decía siempre: «¡No te me acerques con esos pelos tan rojos! ¡Estás borracho! ¡Apestas!». Por entonces él bebía mucho, y un buen día se enfureció con la mujer y le dio un par de golpes con la muleta. Por eso lo había dejado. El alcohol era el culpable; una vez alguien le dijo que los mormones quitaban la costumbre de beber, ninguno bebía alcohol, ni uno solo. Él fue entonces a verlos y, en efecto, lo habían curado: ahora no probaba una gota de alcohol. Dicho lo cual volvió a fijar una mirada de rabia en mi copa, que yo no me atrevía a vaciar.

Sentí el malestar de los que compartían nuestra mesa. El tipo nunca miraba sus copas, pero se hacía oír tanto más ostensiblemente. Su prédica contra el alcohol se volvió más intensa y enérgica, había vaciado su copa hacía rato y no pidió nada. No me atreví a ofrecerle otra yo mismo. Salí un momento y pedí a la camarera que le sirviera una más, pero no en seguida, sino cuando yo llevara ya un buen rato sentado. Adiviné la pregunta en la punta de sus labios, pero me le adelanté y pagué en el acto. Al cabo de un rato le volvieron a llenar la copa, él dijo «Dios se lo pague» y se la bebió de un solo trago: a la salud había que beber, dijo, eso hasta los mormones lo hacían. Imposible imaginarse lo buenos que eran, siempre le invitaban algo, sentían compasión por los pobres diablos: todos los compañeros de mesa le invitaban copas a cualquier pobre diablo y bebían a su salud hasta emborracharse, pero lo hacían por compasión, era otra cosa, por compasión estaba permitido beber. ¿Por qué no brindaba yo ahora con él? Me había invitado a un vino por compasión y alguien le había enviado otro a él también por compasión: ya podíamos beber tranquilos, así hacían los mormones pese a ser muy estrictos, y si esa gente tan estricta lo permitía, nadie podía decir nada en contra.

Pero a nadie se le ocurrió decir nada; cuando el tipo empezó a beber, los demás dejaron de hostilizarlo. Las miradas de los hombres sentados a nuestra mesa —había también un par de fornidos mocetones que parecían dispuestos a vapulearlo— se volvieron más amables e inofensivas. Brindaron con él por América. Y el tipo contó que yo venía de allá a visitarlo, y me pidió que dijera algo para que los señores vieran lo bien que hablaba el idioma. Presa de gran perplejidad, pronuncié unas cuantas frases en inglés y ellos brindaron conmigo, tal vez para averiguar si de verdad bebía, pues al asociarme a él me consideraban, sin lugar a dudas, un enviado de los mormones.