Pensión Charlotte

Acepté sin renuencia los cambios de escenario de mis primeros años. Nunca he lamentado verme expuesto, de niño, a impresiones tan intensas y contrastantes. Cualquier nuevo lugar, por extraño que pudiera parecerme al principio, acababa conquistándome gracias a la peculiar impronta que en mí dejaba y a sus incalculables ramificaciones.

Sólo uno de aquellos pasos me llenó de amargura: jamás pude consolarme de abandonar Zürich. Tenía dieciséis años y me sentía tan intensamente unido a ciertas personas y lugares, al colegio, país, literatura e incluso al idioma —que había ido adquiriendo contra la tenaz oposición de mi madre—, que no deseaba dejar todo aquello nunca más. Tras sólo cinco años en Zürich y a esa edad tan temprana, tenía la sensación de que pasaría allí toda mi vida en medio de un bienestar espiritual creciente y sin tener que mudarme a otros lugares.

La ruptura fue violenta, y todas las razones que aduje para quedarme —como era mi deseo—, fueron objeto de escarnio. Tras el diálogo aniquilador en que se decidió mi destino, y antes de que hubiera demostrado servir para algo, quedé convertido en un personaje ridículo y apocado, en un cobarde que por pensar exclusivamente en libros no afrontaba la vida, en un ser jactancioso y perfectamente inútil, atiborrado de conocimientos falsos, en un individuo estrecho y pagado de sí mismo, en un parásito, un jubilado, un anciano.

En mi nuevo entorno, cuya elección se había producido en circunstancias para mí nada claras, reaccioné de dos maneras contra la brutal violencia del cambio. Por un lado con nostalgia, considerada una enfermedad natural de la gente en cuyo país había yo vivido y a los que me sentía unido por la intensidad con que la experimentaba. Por otro lado adopté una postura crítica frente a mi nuevo ambiente. Ya había pasado la época en que todo lo desconocido afluía sin trabas. Ahora intentaba más bien cerrarme a ello, en vista de que me había sido impuesto. Sin embargo, era incapaz de oponer una resistencia total y allegadiza —mi excesiva sensibilidad natural me lo impedía—, por lo que empezó un período de análisis y aguzamiento de mis facultades satíricas. Lo que se apartara de mis modelos conocidos se me antojaba exagerado y ridículo. Además, debo añadir que muchas cosas se presentaron de golpe.

Nos trasladamos a Frankfurt, y como la situación era incierta y aún ignorábamos cuánto tiempo nos quedaríamos, nos instalamos en una pensión. Vivíamos en dos habitaciones, bastante apretados y mucho más cerca que antes de otras personas, y si bien nos sentíamos una familia, comíamos abajo con los demás pensionistas, sentados a una larga mesa. En la pensión Charlotte conocimos a una gran diversidad de gente que yo veía a diario durante la comida principal y que sólo se renovaba paulatinamente. Unos cuantos se quedaron los dos años enteros que hube de pasar en la pensión, otros sólo permanecieron un año o incluso seis meses. Eran muy diferentes; todos se me han grabado en la memoria, pero tenía que estar muy atento para saber de qué hablaban. Mis hermanos, que a la sazón tenían once y trece años, eran los más jóvenes, y luego venía yo, con mis diecisiete.

Los huéspedes no siempre se presentaban en la planta baja. Fräulein Rahm, una maniquí joven y delgada, muy rubia —la belleza de moda en la pensión—, sólo venía a comer de vez en cuando. Comía muy poco para conservar la línea, pero en cambio era la comidilla permanente del grupo. No había hombre que no se volviera a mirarla o no la deseara, y como se sabía que además de su amigo estable —el dueño de una tienda de moda masculina que no vivía en la pensión— la visitaban otros hombres, muchos pensaban en ella y la observaban con esa complacencia que la gente dedica a lo que cree merecer y algún día podría tocarle en suerte. Las mujeres hablaban pestes de ella. Los hombres, cuando decidían arriesgarse en presencia de sus esposas o se hallaban solos, terciaban amablemente en su favor, elogiando sobre todo su elegante figura: era tan alta y esbelta que uno podía recorrerla de arriba abajo con la mirada sin encontrar ningún punto de apoyo.

A la cabecera de la mesa se sentaba Frau Kupfer, una viuda de guerra morena y extenuada por las preocupaciones, que administraba la pensión para salir a flote con su hijo, muy ordenada y precisa, siempre consciente de las dificultades de la época, que podían expresarse en cifras; su frase más socorrida era: «No puedo darme esos lujos». Su hijo Oskar, un joven regordete de cejas muy pobladas y frente angosta, se sentaba a su derecha. A la izquierda de Frau Kupfer se instalaba Herr Rebhuhn, un anciano asmático, apoderado de un Banco y sumamente amable, que sólo se ensombrecía cuando en la conversación se abordaba el desenlace de la guerra. Aunque judío, era un férvido simpatizante del nacionalismo alemán, y si alguien le daba la contraria, solía asestarle, con la rapidez del rayo y contrariando su natural placidez, una no menos ferviente «puñalada». Se iba exaltando hasta que le venía un ataque de asma y tenía que ser evacuado por su hermana, Fräulein Rebhuhn, que vivía en la pensión con él. Como todos conocían su punto débil y sabían que el asma lo hacía padecer muchísimo, evitaban en lo posible llevar la conversación hasta tan delicado punto, de modo que los ataques eran bastante infrecuentes.

Sólo Herr Schutt, cuya herida de guerra nada tenía que envidiar al asma de Herr Rebhuhn y que no podía andar sino con muletas, sufría de intensos dolores y era muy pálido (le recetaban morfina contra los dolores), no tenía pelos en la lengua. Aborrecía la guerra, lamentaba que no hubiera concluido antes de que a él lo hirieran, y aseguraba haberla previsto y haber considerado siempre al Kaiser como un peligro público; además se confesaba autonomista y decía que en el Reichstag hubiera votado, sin titubear, contra los créditos de guerra. Era realmente un fallo grave que ambos, Herr Rebhuhn y Herr Schutt, se sentaran tan cerca uno del otro, separados sólo por la revejida Fräulein Rebhuhn. Cuando el peligro se cernía, ésta, volviéndose hacia su vecino de la izquierda, aguzaba su dulce boca de solterona, se llevaba el índice a ella y lanzaba a Herr Schutt una mirada larga y suplicante al tiempo que, con el índice derecho, señalaba a su hermano oblicua y cautelosamente. Herr Schutt, hombre en general amargado, entendía y casi siempre se callaba, interrumpiéndose muchas veces en medio de una frase; de todas formas, hablaba tan bajo que había que escucharlo con suma atención para entender algo. La situación era así salvada gracias a Fräulein Rebhuhn, siempre atenta a las palabras de su vecino.

Herr Rebhuhn aún no había advertido nada: él mismo nunca empezaba, era el hombre más dulce y pacífico del mundo. Sólo cuando alguien aludía al desenlace de la guerra y aprobaba su carácter sedicioso, la puñalada se abatía velozmente sobre el atrevido y Herr Rebhuhn se lanzaba a combatir ciegamente.

Pero sería totalmente falso creer que, en general, las cosas se presentaban siempre así en aquella mesa. Este conflicto bélico es el único del cual guardo recuerdo, y tal vez lo hubiera olvidado si al cabo de un año no se hubiese agudizado tanto que hubo que alejar de la mesa a ambos antagonistas: a Herr Rebhuhn del brazo de su hermana, como siempre, y a Herr Schutt mucho más penosamente, apoyado en sus muletas y con ayuda de Fräulein Kündig, una maestra instalada hacía ya tiempo en la pensión, que se había hecho amiga suya y acabó luego casándose con él, a fin de ofrecerle un hogar propio y atenderlo mejor.

Fräulein Kündig era una de las dos maestras que vivían en la pensión. La otra, Fräulein Bunzel, tenía la cara picada de viruelas y una voz ligeramente llorosa, que parecía lamentar su fealdad en cada frase. Ninguna de las dos era joven —tal vez cuarentonas—, y ambas representaban la cultura en la pensión. Como asiduas lectoras del Frankfurter Zeitung, sabían qué estaba en el candelero y de qué hablaba la gente, y uno las sentía al acecho de interlocutores no demasiado indignos. Sin embargo, no eran en absoluto descorteses cuando ningún caballero parecía dispuesto a manifestarse sobre Unruh, Binding, Spengler o el Vincent de Meier-Graefe. Conscientes de lo que debían a la dueña de la pensión, guardaban silencio. De todos modos, la voz llorosa de Fräulein Bunzel jamás dejaba entrever sarcasmo, y Fräulein Kündig, que tenía un aspecto mucho más vivo y hablaba animadamente de hombres y temas culturales, solía esperar siempre la conjunción de ambas cosas, pues un hombre con el que no pudiera conversar sólo era capaz, según ella, de interesarse por Fräulein Rahm, la modelo. No tomaba en consideración a nadie a quien no pudiera explicarle algo y éste era además, según le había confesado a solas a mi madre, el motivo por el cual siendo ella una persona atractiva —a diferencia de su colega—, aún no se había casado. Un hombre que nunca leyera libros no era, a sus ojos, un hombre: para eso más valía ser libre y no tener que cuidar de su hogar. Tampoco la ilusionaban mucho los niños, pues en todas partes veía demasiados. Iba al teatro y a conciertos que luego comentaba, ciñéndose gustosa a la opinión del Frankfurter. Era muy curioso, decía, que los críticos compartieran siempre su opinión.

Mi madre, acostumbrada desde Arosa al medio cultural alemán que, a diferencia del decadentismo esteticista de Viena, aún lograba interesarla, apreciaba a Fräulein Kündig, le creía y no la criticaba al advertir su interés por Herr Schutt. Éste era, sin duda, un ser demasiado amargado para embarcarse en diálogos sobre arte o literatura; por Binding, a quien Fräulein Kündig valoraba no menos que a Unruh (ambos escritores aparecían mucho en el Frankfurter), no dejaba escapar sino un gruñido sofocado a medias, y cuando aparecía el nombre de Spengler —lo que por entonces era inevitable—, él comentaba: —No estuvo en el frente. Nada se sabe al respecto—. A lo que Herr Rebhuhn objetaba en tono suave: —Yo diría que esas cosas no importan tratándose de un filósofo.

—Tal vez sí en un filósofo de la historia —terciaba Fräulein Kündig, y de sus palabras podía inferirse que, con todo el respeto debido a Spengler, tomaba partido por Herr Schutt. Pero el asunto nunca degeneró en un conflicto entre ambos señores: ya el hecho de que Herr Schutt esperase que la gente sirviera en el frente, mientras que Herr Rebhuhn estuviera dispuesto a renunciar a ello, tenía en sí algo reconciliatorio: era como si hubiesen intercambiado sus puntos de vista. Pero el verdadero interrogante, saber si Spengler estuvo o no en el frente, quedó sin solución, y hasta hoy no he conseguido averiguarlo. Era evidente que Fräulein Kündig sentía compasión por Herr Schutt. Durante mucho tiempo supo ocultar su compasión tras fórmulas joviales como «nuestro hijo de la guerra» y «el que supo cumplir con su deber». En él no se advertía reacción alguna a favor ni en contra; su comportamiento frente a ella era de una neutralidad total, como si la señorita nunca le hubiera dirigido la palabra. De todos modos, la saludaba con una inclinación de cabeza al entrar en el comedor, mientras que a Fräulein Rebhuhn, instalada a su derecha, no le dedicaba una sola mirada. A mi madre le preguntó, un día que nosotros tres nos habíamos retrasado en el colegio y no llegamos a comer a tiempo: —¿Dónde está su carne de cañón? Ella misma nos lo contó luego, no sin cierta indignación, añadiendo que le replicó, irritada: —¡Eso nunca! ¡Nunca!— y él completó, sarcástico: —¡Nunca otra guerra!

Pero Herr Schutt advirtió que mi madre tomaba partido obstinadamente contra la guerra pese a no haberla vivido de cerca, y sus provocadores comentarios tendían más bien a confirmarla en su postura. Había entre los pensionistas un tipo de gente muy distinto y que él ignoraba por completo. Por ejemplo la juvenil pareja Bemberg, que se sentaba a su izquierda: el joven era un bolsista constantemente preocupado por las ventajas materiales y que alababa incluso a Fräulein Rahm por su «habilidad», entendiendo por ello su capacidad de manipular a un sinnúmero de admiradores. «La joven más elegante de Frankfurt», solía decir, pese a ser uno de los poquísimos que no habían puesto sus miradas en ella. Lo que más le impresionaba en la maniquí era «su olfato para el dinero» y su reacción escéptica ante los cumplidos: —No es de las que pierden la cabeza. Primero quiere saber qué hay detrás.

Su esposa, compuesta de varios atributos a la moda entre los que el peinado à la garçon era el que mejor le sentaba, ligera como Fräulein Rahm, aunque de otro modo, era de origen burgués, pero no se le notaba mucho. Sí se veía, en cambio, que compraba todo cuanto le apetecía, aunque sólo luciera pocas cosas. Iba a las exposiciones, se interesaba por la indumentaria femenina en la pintura, confesaba tener un «faible» por Lucas Cranach y lo explicaba aduciendo la «regia» modernidad del pintor, aunque el verbo «explicar» sugiera una idea de prolijidad excesiva aplicado a sus magras interjecciones. Herr y Frau Bemberg se habían conocido en un shimmy. Una hora antes aún eran dos extraños uno para el otro, pero ambos sabían —y él lo confesaba no sin cierto orgullo— que había algo detrás, más incluso en ella que en él, aunque ya entonces fuera reputado como un joven y prometedor bolsista. Él la encontró «chic», la sacó a bailar y le puso en seguida «Pattie». —Usted me recuerda a Pattie —le dijo—: una americana—. Y cuando ella preguntó si la tal Pattie había sido su primer amor: —Según cómo se mire— replicó él. Ella entendió y encontró regio que su primer amor fuera una americana, por lo que conservó el sobrenombre de Pattie. Así la llamaba él ante todos los pensionistas, y cuando ella no bajaba a comer, decía: —Hoy día Pattie no tiene hambre. Quiere cuidar la línea.

También yo habría olvidado a esta pareja inofensiva, si Herr Schutt no hubiera conseguido tratarlos como si de verdad no existiesen. Cuando se acercaba en sus muletas, era como si ellos dos hubieran desaparecido. Ignoraba sus saludos, no veía sus caras, y Frau Kupfer, que toleraba la presencia de Schutt en la pensión sólo en recuerdo de su marido muerto en el frente, nunca se atrevía a decirles «Herr» o «Frau Bemberg» estando él presente. La pareja aceptaba sin rechistar este boicot que, si bien partía de Herr Schutt, no se extendía a otras personas. El inválido, un hombre en apariencia pobre por los cuatro costados, les inspiraba una especie de compasión que, aunque escasa, no dejaba de ser un sentimiento perfectamente oponible a su desprecio.

En el extremo más lejano de la mesa los contrastes eran menos pronunciados. Allí se instalaba Herr Schimmel, un jefe de ventas rebosante de vitalidad, con bigote de guías retorcidas y mejillas encarnadas, ex oficial no amargado ni descontento. Su sonrisa, siempre visible en su cara, era una especie de estado de ánimo: tranquilizaba descubrir que había almas eternamente idénticas a sí mismas. No se alteraba ni cuando hacía muy mal tiempo, y lo único que resultaba un poco extraño era que tanta satisfacción se mantuviera por sí sola y no necesitara un complemento para alimentar esa sonrisa. Lo cual hubiera sido fácil, pues no lejos de Herr Schimmel se sentaba Fräulein Parandowski, una vendedora, persona bella y orgullosa, con cabeza de estatua griega, que no se dejaba confundir cuando Fräulein Kündig citaba el Frankfurter y a quien los elogios que Herr Bemberg hacía de Fräulein Rahm le resbalaban como gotas de lluvia.

—Yo no podría —decía haciendo un gesto negativo con la cabeza. Más no añadía, pero lo que no podía era evidente. Fräulein Parandowski prestaba oído, aunque apenas decía algo: su inmutabilidad le sentaba de maravilla. El bigote de Herr Schimmel, quien se instalaba casi frente a ella, parecía expresamente alisado para complacerla: era como si estuviesen hechos uno para el otro. Pero él nunca le dirigía la palabra, jamás llegaban ni se iban juntos, como si su no-presencia mutua fuera algo convenido desde siempre. Fräulein Parandowski no esperaba a que él se levantara de la mesa, ni vacilaba en sentarse a comer mucho antes que él. Cierto es que tenían una cosa en común: su silencio, pero él sonreía todo el tiempo sin pensar en nada concreto, mientras que ella, con la cabeza bien erguida, permanecía muy seria, como pensando incesantemente en algo.

Para todos era evidente que había algo detrás, pero cualquier intento de Fräulein Kündig (que se sentaba en las inmediaciones) por elucidar qué era ese algo, fracasaba ante la monumental resistencia de ambos. Fräulein Bunzel llegó un día al extremo de pronunciar la palabra «cariátide» a espaldas de Fräulein Parandowski, mientras Fräulein Kündig saludaba alegremente a Herr Schimmel con un «Aquí llega la caballería». Frau Kupfer le llamó la atención en el acto, aduciendo que no podía permitir comentarios de tipo personal en la mesa de su pensión, y Fräulein Kündig aprovechó la reprimenda para preguntarle a Herr Schimmel en su cara si le molestaba ser designado con el término «caballería». —Es para mí un honor —respondió él sonriendo—, he sido de caballería. —Y seguirá siéndolo hasta el final de sus días—. Con este sarcasmo reaccionaba Herr Schutt ante las inocentadas de Fräulein Kündig, antes de decidir que ambos se querían.

Sólo al cabo de medio año apareció un espíritu superior en la pensión: Herr Caroli. Sabía mantener a todos a distancia y era un hombre muy leído. Sus comentarios irónicos, que a la postre resultaron provenir de lecturas cuidadosamente edulcoradas, despertaban el entusiasmo de Fräulein Kündig, quien a veces no daba con la procedencia de alguna frase. En esos casos se humillaba al punto de rogarle que se lo dijera: —Oiga, por favor, ¿de dónde ha sacado esto? Mire que si no me lo dice, me pasaré toda la noche en vela. —¿De dónde quiere usted que lo saque? —respondía Herr Schutt en lugar de Herr Caroli—: del Büchmann, como todo lo que dice. Pero esto era totalmente falso y un auténtico planchazo para Herr Schutt, pues nada de lo que Caroli dijera provenía del Büchmann. —Preferiría ingerir veneno que coger el Büchmann —decía Herr Caroli—; nunca cito lo que de verdad no he leído. En la pensión se daba esto por cierto. Yo era el único en ponerlo en duda, pues Herr Caroli hacía caso omiso de nosotros, e incluso mi madre, que sin duda hubiera podido competir con él en cuanto a formación cultural, le resultaba poco grata, ya que sus tres hijitos ocupaban el puesto de otros tantos adultos en la mesa de la pensión y él tenía que reprimir sus comentarios más chispeantes debido a ellos. Yo leía por entonces a los trágicos griegos, y un día él lanzó una cita del Edipo, que había visto representado en Darmstadt. Completé su cita, pero él se hizo el que no había oído; y sólo cuando la repetí tenazmente, se volvió a toda prisa hacia mí y me preguntó con brusquedad: —¿Lo habéis leído hoy en el colegio? Muy de cuando en cuando aventuraba yo algún comentario. La alusión con la que esa vez intentó silenciarme definitivamente era injusta y los demás comensales también la interpretaron así. Pero como era temido por su ironía, nadie se quejó y yo enmudecí, avergonzado.

Herr Caroli no sólo sabía muchas cosas de memoria, sino que transformaba ingeniosamente frases enteras y se quedaba esperando a ver si alguien entendía sus retruécanos. Como asidua asistente al teatro, Fräulein Kündig era quien le seguía la pista con mayor interés. Era un tipo ingenioso, y demostraba gran talento sobre todo al deformar cosas de la máxima seriedad. Sin embargo, hubo de soportar que Fräulein Rebhuhn, la más sensible de todos, le dijera un día que para él no existía nada sagrado; a lo cual tuvo el descaro de responder: —Desde luego que Feuerbach no. Todos sabían que Fräulein Rebhuhn idolatraba a Feuerbach, además de a su hermano asmático, y decía de Ifigenia, la de Fuerbach, claro está: —Me hubiera encantado ser ella. Herr Caroli, hombre de tipo meridional y unos treinta y cinco años, a quien las damas solían decir que tenía la frente de Trotzki, no perdonaba a nadie, ni siquiera a sí mismo. —Preferiría ser Rathenau— dijo tres días antes del asesinato de Rathenau, y aquélla fue la única vez que lo vi desconsolado, pues se quedó mirándome con lágrimas en los ojos, a mí, un colegial, y dijo:

—¡Esto se acaba!

Herr Rebhuhn, hombre cordial y entusiasta del Kaiser, fue el único en quien este asesinato no hizo mella. El viejo Rathenau le inspiraba mucho más respeto que el joven, a quien no le perdonaba haber entrado al servicio de la República. Aceptaba, sin embargo, que Walther había prestado unos cuantos servicios a Alemania años antes, durante la guerra, cuando el país aún conservaba su orgullo y era un Imperio. Herr Schutt dijo furioso: —¡Los matarán a todos, a todos! Y Herr Bemberg añadió, mencionando la clase obrera por primera vez en su vida: —¡Eso nunca lo tolerará la clase obrera! Herr Caroli terció: —¡Habrá que emigrar! Y Fräulein Rahm, que no podía soportar los asesinatos porque muchas veces traen cola, le dijo entonces: —¿Me llevaría usted consigo? Caroli nunca olvidó esas palabras, pues a partir de aquel día lo abandonaron sus pretensiones intelectuales y empezó a cortejarla en público. Indignadas, las otras damas lo veían entrar en el cuarto de la modelo y no salir hasta las diez.