Último viaje por el Danubio. El mensaje

En julio de 1924, transcurrido mi primer semestre en la Universidad de Viena, viajé a Bulgaria a pasar el verano.

Iba invitado a casa de las hermanas de mi padre, en Sofía. No tenía proyectado viajar también a Rustschuk, donde había pasado mi primera infancia: no quedaba nadie que me hubiera invitado. Todos los miembros de la familia se habían ido estableciendo paulatinamente en Sofía, que había cobrado importancia como capital del país, convirtiéndose poco a poco en una gran ciudad. Esas vacaciones no fueron pensadas como un retorno a la ciudad natal, sino como una visita al mayor número posible de miembros de la familia. Pero lo realmente peculiar era el viaje río abajo, el viaje por el Danubio.

Buco, el hermano mayor de mi padre, vivía a la sazón en Viena. Como tenía negocios que atender en Bulgaria, hicimos el viaje juntos. Fue un viaje muy distinto de los que recordaba haber hecho en mi infancia, cuando pasábamos buena parte del tiempo en las cabinas y mi madre nos despiojaba diariamente con un peine duro; los barcos eran sucios y uno siempre acababa con piojos durante el trayecto. Sin embargo, esa vez no hubo tal: yo compartía la cabina con mi tío, que era un bromista nato, el mismo que en mi primera infancia solía burlarse de mí impartiéndome su bendición solemne. Pero nos pasábamos casi todo el tiempo en cubierta. Buco necesitaba gente a la cual contar sus historias; empezó con unos cuantos conocidos que había encontrado por casualidad, y pronto tuvo alrededor a todo un corro al que contaba chistes sin hacer ni una mueca, limitándose a parpadear de rato en rato. Tenía un repertorio enorme, pero yo lo había agotado a fuerza de oírlo tantas veces. No podía mantener mucho tiempo una conversación seria, aunque en la cabina se sentía obligado a darle consejos sobre la vida a ese sobrino que acababa de iniciar sus estudios. Los consejos me aburrían aún más que sus chistes, pues así como todo cuanto él destinaba a provocar risas y aplausos en otras personas me era familiar, encontraba sus consejos terriblemente irritantes.

No tenía la menor idea de lo que ocurría realmente en mi interior: sus consejos hubieran podido aplicarse a cualquier sobrino. La utilidad de la química me tenía harto. No había pariente mayor que no se explayara sobre el tema; todos esperaban que yo inaugurara un territorio vedado para ellos. Ninguno había superado el nivel de la Escuela de Altos Estudios mercantiles, y ahora empezaban a darse cuenta de que a más de las operaciones de compra y venta, en las que eran experimentadísimos, necesitaban una serie de conocimientos de tipo técnico-científico en los que eran totalmente ignaros. Yo estaba llamado a convertirme en el especialista en química de la familia y ampliar así, gracias a mis conocimientos, el área de sus actividades empresariales. De ello hablábamos siempre en la cabina antes de acostarnos; era una especie de plegaria vespertina, aunque bastante breve. La bendición con la que me tomaba el pelo de niño, desilusionándome siempre; aquélla que yo tomaba tan en serio que, cargado de esperanzas, me paraba bajo su mano abierta; que casi deseaba con ansia debido a las bellas palabras iniciales: «Io ti bendigo…»; aquella bendición, que hacía tiempo no había vuelto a desear, que se había transformado en la maldición del abuelo y en la repentina muerte de mi padre, era ahora algo muy serio y yo debía aportar felicidad a la familia, incrementando su bienestar material con unos conocimientos novedosos, modernos y «europeos». Mas pronto interrumpía su cháchara, pues antes de quedarse definitivamente dormido tenía que contar dos o tres chistes todavía. Por la mañana, sus oyentes lo atraían ya a primera hora en la cubierta.

El barco estaba lleno; muchos viajeros se sentaban o instalaban en cubierta y era todo un placer deslizarse de un grupo a otro y prestar oído a lo que decían. Había estudiantes búlgaros que volvían de vacaciones a sus casas, pero también gente que ya ejercía una profesión: un grupo de médicos que volvían después de refrescar sus conocimientos en «Europa». Entre ellos viajaba uno con una gigantesca barba negra que me resultaba conocido: no era de extrañar, pues me había traído al mundo. Se trataba del Dr. Menachemoff, de Rustschuk, el médico de mi familia, cuyo nombre se oía constantemente entre nosotros, un señor muy querido por todos y al que yo había visto por última vez antes de cumplir los seis años. No lo había tomado en serio, como a todo cuanto perteneciera a aquella época supuestamente «bárbara» de mi vida en los Balcanes, y esta vez me quedé asombrado —pronto entablamos conversación— al ver lo mucho que sabía y la cantidad de cosas que le interesaban. Había seguido el progreso científico no sólo en su campo de actividades. Daba respuestas críticas, intervenía en todo y no rechazaba de entrada lo que yo decía por el simple hecho de que lo dijera un joven de diecinueve años. La palabra «dinero» no afloró una sola vez en nuestros diálogos.

Me dijo que a veces pensaba en mí con la plena y constante seguridad de que tras la repentina muerte de mi padre, que nadie lograba explicarse, yo sólo podía estudiar medicina, pues aquella muerte era un enigma que me inquietaría hasta el final de mis días. Y aunque en realidad fuera insoluble, era un estímulo fundamental, una fuente muy particular; consideraba imposible que si yo me dedicaba a la medicina no descubriera cosas nuevas e importantes. Él estuvo presente cuando mi padre me salvó la vida al volver a toda prisa de Inglaterra después de aquella horrible escaldadura. Yo le debía mi vida dos veces, añadió, y aunque año y medio más tarde no hubiera podido salvarlo de morir en Manchester, llevaba en mí esta doble deuda para con él y estaba obligado a pagarla salvando otras vidas humanas. Me dijo esto en un tono muy sencillo, sin énfasis ni rimbombancia, pero la palabra «vidas» resonó en su boca no sólo como algo precioso, sino también raro, lo cual tuvo una repercusión extraña de cara a toda aquella gente instalada en la cubierta.

Sentí vergüenza ante él, vergüenza sobre todo de la ambigüedad con que justificaba ante mí mismo los absurdos estudios de química. Pero no hice ningún comentario: hubiera sido demasiado indigno. Le dije que deseaba saber todo cuanto hubiera que saber. Él me interrumpió, señaló las estrellas —ya era de noche— y preguntó: —¿Sabes los nombres de las estrellas? Y empezamos a mostrarnos alternativamente las distintas constelaciones: primero yo a él la Lira con la Vega, pues él me lo había preguntado, luego él a mí el Cisne con Deneb, pues su pregunta tenía que tener un fundamento. Y así nos fuimos enseñando todo el cielo constelado, sin que ninguno de los dos supiera qué constelación señalaría el otro al siguiente turno. Pronto agotamos el firmamento, sin olvidarnos de ninguna constelación; yo no había cantado aún con nadie este duetto, y él me dijo—: ¿Sabes cuántos hombres han muerto entretanto? —refiriéndose al breve tiempo en que habíamos enumerado las estrellas. Yo no respondí, ni él mencionó cifra alguna—. No los conoces. En el fondo no te importan. Pero un médico sí que los conoce. Y les da cierta importancia.

Cuando me lo encontré —a una hora aún crepuscular—, se hallaba sentado entre un grupo de personas que charlaban animadamente, mientras no muy lejos de ellas otro grupo de estudiantes entonaba canciones búlgaras a voz en cuello y con gran fogosidad. Mi acompañante ya me había anunciado en Viena que el Dr. Menachemoff viajaría en el barco y se alegraría de volver a verme al cabo de tanto tiempo (habían transcurrido trece años). No volví a pensar en el personaje, y de pronto me encontré frente a la barba negra. ¡Cómo había odiado en el Ínterin una barba negra de ese tipo! Tal vez fue algún remanente de esa vieja pasión lo que me llevó a acercarme a aquella barba. Sabía que era él —era la barba de un médico—, y me quedé mirándolo con sentimientos cruzados; el doctor interrumpió su frase —estaba enfrascado en una conversación— y me dijo: —¿Con que eres tú, eh? Ya me lo imaginaba. No te había reconocido. Me hubiera sido imposible. No tenías ni seis años la última vez que te vi.

Él vivía mucho más en el pasado que yo, que había abandonado Rustschuk con cierto orgullo —era la época en que aún no sabía leer—, y no esperaba nada de la gente que vivía ahí y con la que de pronto me encontraba en «Europa». Él, en cambio, que había permanecido allí desde entonces, no había perdido de vista a sus pacientes y esperaba algo especial de los que habían dejado Rustschuk a edad temprana. Se enteró de la maldición de mi abuelo cuando nos trasladamos a Inglaterra —la ciudad entera la había comentado—, pero creer en la eficacia de algo semejante iba en contra de su orgullo científico. La muerte de mi padre, ocurrida muy poco después, fue para él un verdadero enigma, y al no encontrarle una solución adecuada, dio por supuesto que yo había de consagrar mi vida a resolver problemas idénticos o similares.

—¿Aún recuerdas los dolores que tuviste? —me preguntó pensando en mi escaldadura de aquella vez—. Perdiste toda la piel. Sólo te quedó la cabeza fuera del agua. Era agua del Danubio. Tal vez ni siquiera lo sabes. Y ahora estamos flotando pacíficamente por el mismo Danubio.

—Pero si no es el mismo —repliqué—, es siempre uno distinto. De los dolores no me acuerdo, pero sí del regreso de mi padre.

—Fue como un milagro —dijo el Dr. Menachemoff—, su vuelta te salvó la vida. Así empieza un gran médico. Cuando a uno le ocurre algo así en la primera infancia, acaba siendo médico. Imposible ser otra cosa. De ahí que a poco de morir tu padre, tu madre se trasladara a Viena con vosotros, aún pequeños. Sabía que allí encontrarías a los grandes profesores que necesitabas. ¡Qué sería de nosotros sin la Escuela de medicina de Viena! Tu madre ha sido siempre una mujer inteligente. Me han dicho que es muy enfermiza. Tú la cuidarás. Tendrá el mejor médico de la familia: su propio hijo. Trata de terminar cuanto antes; especialízate en algo, aunque tampoco demasiado.

Y acto seguido me dio una serie de consejos pormenorizados sobre mis estudios. No hizo ningún caso de lo que yo, tímidamente, le objeté al respecto. Hablamos de muchas cosas; él respondía a todo lo otro y preparaba siempre sus respuestas con mucha antelación. Era flexible y sabio, esperanzado y cuidadoso, y sólo poco a poco me fui dando cuenta de que había algo que él no concebía ni concebiría nunca. No podía creer que yo no fuera a ser médico; después de un primer semestre aún quedaban muchas posibilidades abiertas. Me entró tanta vergüenza que abandoné mi tentativa de decirle la verdad y evité abordar el penoso tema. También es posible que titubeara. Cuando me preguntó por mis hermanos y yo, como siempre, sólo le hablé del menor, poniendo de relieve sus talentos con el mismo orgullo que si lo hubiera engendrado, quiso saber qué pensaba estudiar mi hermano. Me alivió poder decirle: «medicina», pues ya era asunto decidido. —¡Dos hermanos… dos médicos!— replicó él riendo. —¿Por qué no el tercero, entonces? Pero esto fue una simple broma, y no tuve necesidad de explicarle por qué mi tercer hermano no servía para la profesión.

Él tenía muy claro lo de mi vocación, en cualquier caso. Aún nos encontramos un par de veces en cubierta durante la travesía. Me presentó a varios de sus colegas en los siguientes términos: «Una futura lumbrera de la Escuela de medicina de Viena», lo cual no sonaba a fanfarronada, sino a algo muy natural. Cada vez me resultaba más difícil decirle la verdad en forma cruel e inequívoca. Como hablaba tanto de mi padre, como estuvo presente cuando mi padre regresó a salvarme, desilusionarlo me hubiera sido imposible.

Fue una travesía maravillosa; vi a bastante gente y hablé con muchos de ellos. Un grupo de geólogos alemanes inspeccionó las formaciones en las Puertas de Hierro y discutió sobre ellas en términos para mí incomprensibles. Un historiador americano intentaba explicarle a su familia las campañas de Trajano. Iba camino de Bizancio, verdadero objeto de sus investigaciones, y sólo lograba captar la atención de su mujer: sus dos hijas, chicas muy bonitas, preferían charlar con los estudiantes. Nos hicimos un poco amigos en inglés; ambas se quejaron de su padre, que vivía siempre en el pasado mientras que ellas eran jóvenes y vivían en el presente. Lo decían con tal convicción que uno les creía. Subieron campesinos con canastas llenas de fruta y verdura. Un mozo de cordel se echó a la espalda un piano entero, y después de bajarlo velozmente por la pasarela, lo depositó en el suelo. Era pequeño, musculosísimo y tenía una cerviz de toro; sin embargo, hasta ahora no he logrado entender cómo pudo cargar aquéllo solo.

Buco y yo bajamos en Lom Palanka. Pensábamos pasar la noche allí y a la mañana siguiente coger el tren que iba a Sofía atravesando los Balcanes. El Dr. Menachemoff, que seguía viaje hasta Rustschuk, se quedó en el barco. Al despedirme de él con la conciencia cargada de dudas, recuerdo que me dijo:

—No olvides lo que espero de ti. —Tras lo cual añadió con firmeza:

—Y no dejes que nadie te aparte de tus objetivos, ¿me oyes?: ¡nadie!

Era lo más fuerte que había dicho hasta entonces; sus palabras sonaron a mandamiento y yo lancé un suspiro de alivio.

Durante toda la noche que pasamos en Lom, en la que no pegué ojo a causa de las chinches, estuve buscándole un sentido a su última frase. Obviamente debió darse cuenta de que yo era un renegado, pero optó por disimular. Me sentía avergonzado de mi engaño, de no haberme atrevido a decirle la verdad en forma clara y concluyente. Pero él también había disimulado. Se hizo el que no comprendía lo ocurrido. Aún era de noche cuando fui al cuarto de Buco, quien tampoco podía dormir a causa de las chinches, y le pregunté:

—¿Qué le dijiste al Dr. Menachemoff? ¿Le dijiste qué estoy estudiando?

—Sí, química, ¿qué quieres que le dijera?

Era, pues, cierto que lo sabía, y había tratado de hacerme volver al buen camino. Fue el único que hizo lo que mi padre hubiera hecho: permitirme elegir libremente. Había sido testigo de lo que aquella vez surgiera entre mi padre y yo, y fue también el único en conservarlo. En el barco que me transportaba de vuelta a ese país, me había transmitido un mensaje sobre el que no tenía ningún derecho a los ojos del mundo. Y lo hizo empleando la astucia, no dándose por enterado de lo que había ocurrido. Lo que le importaba era la integridad del mensaje, la pureza de sus términos. Y no tuvo en cuenta mi estado de ánimo en el momento en que me lo transmitió.