El orador

Pasé mis tres primeras semanas en Sofía en casa de Rachel, la hermana menor de mi padre. Era la más adorable de todas sus hermanas, una mujer hermosa e íntegra, grande y robusta, cálida y alegre. Tenía dos caras: uno podía verla sonriente o bien convencida de algo que defendía con ardor y firmeza y era siempre algo altruista, una creencia, alguna convicción. Tenía un esposo de aspecto viejo y circunspecto, muy respetado por su amor a la justicia, y tres hijos, el menor de los cuales tenía ocho años y llevaba, como yo, el nombre del abuelo. En esa casa se respiraba animación: por todas partes se oían ruidos y risas, las llamadas se escuchaban a través de varios cuartos y nadie podía esconderse; al que buscara paz, le bastaba con salir a la calle para encontrarla. Enigmática era, en cambio, la verdadera posición del puntal del hogar: el esposo y padre de familia. Casi nunca hablaba, sólo podía arrancársele uno que otro veredicto indispensable. Y en esos casos respondía con un «sí» o un «no», o con alguna frasecita breve y proferida en voz tan baja que costaba trabajo oírla. Cuando quería decir algo, todos los ruidos cesaban sin que nadie lo ordenase. La casa entera enmudecía por espacio de un instante que de tan breve casi parecía siniestro; luego emergía en voz muy queda, apenas perceptible, en palabras contadas y ligeramente grises, el veredicto, la decisión. Y al punto volvía a estallar el bullicio; era difícil precisar qué producía más ruido, si la algarabía de los muchachos o las sonoras amonestaciones, ultimátums y preguntas de la madre.

Aquella agitación me resultaba nueva. Todo en esos niños giraba en torno a la actividad corporal; de libros nunca se hablaba, pero sí de deporte. Eran muchachos fuertes y activos, incapaces de estarse quietos, que se propinaban incesantemente rudos golpes. Su padre, pese a ser una persona de temperamento muy distinto, parecía desear y promover aquella desmesura en la existencia física. Yo esperaba siempre de él algún ¡Ya basta!, y lo observaba en medio del máximo alboroto. Él lo advertía, pues nada se le escapaba, y sabía también lo que yo esperaba; sin embargo, guardaba silencio y el tumulto continuaba, interrumpiéndose sólo brevemente cuando los tres chiquillos abandonaban la casa al mismo tiempo.

Pero tras esta promoción de la vitalidad en estado puro había una convicción y un método. La familia estaba a punto de emigrar. Junto con otras familias se habían propuesto abandonar la ciudad y el país en las próximas semanas. Palestina, como entonces se llamaba, era la meta prometida; se contaban entre los pioneros y eran perfectamente conscientes de su condición de tales. Toda la comunidad sefardí de Sofía, y no sólo de Sofía, sino del país entero, se había convertido al sionismo. No les iba mal en Bulgaria, no sufrían ningún tipo de persecuciones, no había ghettos ni una miseria oprimente, pero entre ellos había oradores cuyas chispas habían prendido y que no cesaban de predicar el retorno a la Tierra prometida. La incidencia de estos discursos era notable desde más de un punto de vista: iban dirigidos contra el orgullo separatista de los sefardíes. Todos los judíos eran iguales, se decía, cualquier intento de separatismo era despreciable y en los últimos tiempos los sefardíes no se habían distinguido precisamente por prestar servicios especiales a la humanidad. Por el contrario, se hallaban sumidos en un letargo espiritual del que ya era tiempo de que despertaran, dejando a un lado su orgullo, ese inútil caballito de batalla.

Uno de mis primos, Bernhard Arditti, era considerado el más fogoso de estos oradores, capaz de provocar auténticos milagros. Era el hijo mayor de aquel Josef Arditti de Rustschuk, un hombre fanático del Derecho, que acusaba de robo a cada miembro de la familia y los enredaba en procesos, y de la hermosa Bellina, que parecía sacada de un cuadro del Tiziano y se pasaba día y noche pensando en hacer regalos que pudieran alegrar el corazón de la gente. Bernhard era abogado, pero la praxis lo tenía sin cuidado (es probable que el amor desmesurado de su padre por los artículos del código le hubiera quitado la afición). Muy joven aún se había convertido al sionismo, descubriendo en sí mismo unas dotes oratorias que puso al servicio de la causa. Cuando llegué a Sofía, todos hablaban de él. Miles de personas se congregaban para escucharlo, y la sinagoga más grande apenas daba cabida a sus oyentes. Me felicitaban por tener un primo así, al tiempo que me compadecían porque yo mismo no pudiera escucharlo: en mis pocas semanas de estadía no estaba prevista ninguna asamblea. Todos se habían dejado arrebatar y ganar por él; conocí a mucha gente en esos días, y nadie se hallaba a salvo; era como si una ola gigantesca los hubiera arrollado y arrastrado mar afuera, un mar del que ahora formaban parte. No encontré un solo adversario de su causa; él les hablaba en ladino y los vapuleaba por su orgullo, que se basaba en este idioma. Utilizaba el ladino antiguo y pude observar con asombro que era posible discutir asuntos de carácter general en ese idioma a mi entender atrofiado, infantil y macarrónico; que era posible infundir en la gente una pasión tal que los indujera a dejar todo como estaba, a volverle la espalda a un país en el que estaban afincados hacía varias generaciones, donde se los aceptaba y respetaba y donde sin duda les iba bien, para emigrar a un país desconocido, que les había sido prometido milenios atrás, pero que por entonces no les pertenecía en absoluto.

Llegué a Sofía en un momento crítico. No era, pues, extraño que dadas las circunstancias no hubiera una sola cama para mí en el piso: a fin de darme cabida, uno de los hijos tuvo que dormir fuera. Tanto más admirable fue la generosidad con que me recibieron. Estaban recogiendo y empacando cosas, y al desorden habitual que parecía imperar siempre en esa casa, se sumaba ahora el de una mudanza totalmente inusitada. Oí mencionar nombres de otras familias que se hallaban en situaciones parecidas. Era todo un grupo el que se disponía a emigrar, y al ser esta acción mayor la primera en su género, raras veces se hablaba de otra cosa.

Pero cuando salía a la calle para visitar Sofía o escapar al ruido, solía encontrarme, con mi primo Bernhard, quien con sus discursos era el causante de todo esto o, por lo menos, había dado el impulso definitivo hacia este último paso. Era un hombre bajito y regordete, de cejas muy pobladas, unos diez años mayor que yo y de aspecto siempre juvenil; nunca hablaba de asuntos privados (lo contrario de su padre), y las palabras le salían en alemán tan redondas y seguras como si éste hubiera sido su verdadero idioma; todo cuanto decía parecía irrevocable y, no obstante, seguía siendo algo líquido e incandescente, como una lava que jamás se enfriara. Con aire de irónica superioridad iba eliminando las objeciones que yo le hacía sólo por dármelas de valiente, al tiempo que parecía disculparse por su práctica en los debates políticos con una risa magnánima y en modo alguno vejatoria.

Me agradaba su desapego de las cosas materiales. Como la oficina le interesaba poco y más bien le resultaba una carga, no se entregaba a ningún negocio lucrativo. Caminando a su lado por las anchas e impecables calles de Sofía, uno se preguntaba cómo haría para ganarse la vida. Era evidente que necesitaba su tipo particular de alimento: vivía de aquello que lo llenaba. Acaso la incidencia de sus palabras en la demás gente se debiera a que no las tergiversaba ni manipulaba en su provecho cotidiano. Le creían porque no deseaba nada para sí, y él creía en sí mismo porque no malgastaba ideas pensando en dinero ni propiedades.

Un día le confié que de ninguna manera pensaba ser químico. Sólo aparentaba estudiar, para prepararme entretanto a otros menesteres.

—¿Y por qué este engaño? —me dijo—; tienes una madre inteligente.

—Pero se halla bajo la influencia de gente ordinaria. Durante su convalecencia en Arosa conoció a una serie de personas que «saben lo que es la vida», como suele decirse, y han triunfado en ella. Ahora quiere que también yo «sepa lo que es la vida» como lo sabe esa gente, y no a mi manera.

—¡Cuidado! —dijo clavándome al punto una mirada muy seria, como si en ese instante descubriera en mí, por vez primera, a una persona—. ¡Cuidado! De lo contrario estás perdido. Conozco ese tipo de gente. Mi padre también quería que yo asumiera todos sus juicios pendientes.

Y de ahí no pasó. El asunto era demasiado privado para seguirlo interesando. Pero era evidente que estaba de mi parte, y sólo cuando le dije que quería escribir en alemán y en ningún otro idioma, meneó la cabeza con despecho y replicó:

—¿Para qué? ¡Aprende hebreo! Es nuestro idioma. ¿O crees que hay un idioma más hermoso?

Me gustaba encontrarme con él, pues había conseguido no darle importancia al dinero. Aunque ganaba poco, nadie era tan respetado como él, y no lo criticaba ninguno de esos rendidos esclavos del negocio a los que pertenecía gran parte de mi familia. Sabía infundirles una esperanza que necesitaban más que su riqueza y su trivial felicidad. Sentí que quería convertirme, pero no de manera brutal, a través de un discurso en una gran manifestación, por ejemplo, sino de hombre a hombre, como si pensara que yo podía ser tan útil a su causa como él mismo lo era. Le pregunté qué sentía realmente al hablar en público, si seguía siendo consciente de quién era y no temía perderse en el delirio de la masa.

—¡Jamás, jamás! —me dijo con gran decisión—. Cuanto más entusiasmados los veo, más me siento yo mismo. Tienes a la gente entre tus manos, son como una bola de pasta blanda con la que puedes hacer lo que quieras. Podrías animarlos a incendiar sus propias casas, es un tipo de poder que no conoce límites. ¡Inténtalo tú mismo! ¡Basta con que lo desees! ¡Tú no abusarías de este tipo de poder! Los ganarías para una causa justa, al igual que yo: para nuestra causa.

—Ya he tenido algunas experiencias con la masa —le repuse—, en Frankfurt. Yo mismo me sentí pasta blanda. No puedo olvidarlo. Quisiera comprender lo que es. Quisiera entenderlo.

—No hay nada que entender. En todas partes es lo mismo. O eres una gota que se diluye en la masa, o bien eres alguien que sabe darle alguna orientación. No te queda otra elección.

Le parecía ocioso preguntarse qué era realmente esa masa. La aceptaba como algo ya dado, como algo que uno puede convocar para obtener ciertos efectos. Pero ¿acaso tenía derechos sobre ella quienquiera que pudiese hacerlo?

—No, no cualquiera —replicó en tono muy decidido—. Sólo quien la oriente hacia la causa verdadera.

—¿Y cómo puede él saber si es la causa verdadera?

—Porque la siente: ¡aquí! —dijo golpeándose el pecho repetidas veces—. ¡Quien no la sienta, tampoco podrá hacerlo!

—Todo dependerá entonces de que crea en su propia causa. ¡Pero tal vez su enemigo crea lo contrario!

Yo iba diciendo estas cosas en un tono de tanteo, vacilante, sin ánimo de criticarlo o confundirlo. Tampoco hubiera podido: Bernhard estaba demasiado seguro. Mi único interés era abordar un tema que, como una sensación indefinida, me venía asediando desde aquellas experiencias en Frankfurt y que no conseguía comprender del todo. La masa me había subyugado; era un delirio en el que uno se perdía y olvidaba, sintiéndose monstruosamente vasto y a la vez colmado; lo que uno sentía, no lo sentía para sí: era una especie de altruismo absoluto, y ya que a todos nos predicaban constantemente el egoísmo y terminaban por amenazarnos con él, necesitábamos vivir la experiencia de aquel desinterés —un desinterés estruendoso como las trompetas del Juicio Final—, y nos guardábamos muy bien de vilipendiarla o depreciarla. Pero a la vez nos sentíamos privados de nuestro libre albedrío, algo siniestro nos sucedía, mitad delirio y mitad parálisis. ¿Cómo era posible conjugar ambas cosas? ¿Qué era todo aquello?

Pero tampoco esperaba yo de Bernhard, el orador que estaba ya en la cúspide de su carrera, una respuesta a mi pregunta aún inarticulada. Le ofrecía resistencia, aunque en el fondo lo aprobaba. No me hubiera bastado convertirme en prosélito suyo. Uno podía convertirse en secuaz de mucha gente que a su vez defendía todas las causas posibles. Aunque no me lo dijera a mí mismo, en el fondo lo veía como a un hombre capaz de transformar en masa a los seres humanos.

Cuando volvía a casa de Rachel, hallaba a todos en ese estado de excitación en que él, con sus discursos, mantenía hacía varios años a esa gente, al igual que a muchos otros. Durante tres semanas fui testigo de esa atmósfera de partida, que alcanzó su cota máxima de intensidad en la estación del tren. Cientos de personas se habían reunido, deseosas de despedir a sus parientes. Los emigrantes, todas las familias que ocupaban el tren, fueron cubiertos de flores y deseos de prosperidad; la gente cantaba, bendecía, lloraba; era como si hubieran construido la estación especialmente para despedir a esos viajeros, y como si ésta tuviera las dimensiones justas para dar cabida a tanta proliferación de sentimientos. Sostenían a los niños ante las ventanillas de los compartimientos; los mayores, sobre todo las señoras ya medio encorvadas, permanecían de pie en el andén mientras las lágrimas les impedían ver si los niños a quienes hacían señas eran en realidad los suyos. Todos eran nietos, lo importante eran ellos; los nietos partían, los viejos se quedaban: tal era el aspecto —no del todo exacto— que presentaba esa partida. Una expectativa enorme colmaba la sala de la estación, y acaso los nietos estuvieran ahí en función de esa expectativa y de aquel momento.

El orador, también presente, se quedaba.

—Aún tengo trabajo —dijo—, no puedo irme. Debo infundir valor a los pusilánimes.

En la estación estuvo moderado; no se abrió paso entre la multitud; era como si hubiese preferido permanecer de incógnito o pasar inadvertido bajo una capa invisible. La gente lo saludaba de vez en cuando y aludía a él, cosa que parecía irritarlo. Pero luego insistieron en que pronunciara unas palabras, y después de la primera frase ya era otro hombre: fogoso y seguro, fue floreciendo al conjuro de sus propias frases; encontró las bendiciones que aquella gente necesitaba y se las repartió.

Del piso de Rachel, que quedó vacío y abandonado, me trasladé al de Sophie, la hermana mayor de mi padre. Tras la agitación de las semanas anteriores, todo parecía ahora trivial y amortiguado, como si allí recelaran de cualquier actividad que desbordase lo cotidiano. Claro está que compartían el punto de vista de los emigrantes, pero no hablaban de eso: guardaban su entusiasmo para las ocasiones solemnes, limitándose a los quehaceres de siempre. Allí imperaba la repetición, la rutina de mi primera infancia, que ahora no me significaba nada: huyendo de ella nos habíamos trasladado a Inglaterra, y el horrible suceso de Manchester me bloqueaba el acceso a esa infancia. Escuchaba los discursos caseros de Sophie, mujer previsora y experta en dietas y lavativas, pero que jamás contaba una historia; escuchaba también a su prosaico esposo, muy parco en palabras; a su prosaico hijo mayor, que con un torrente de palabras no decía mucho más y —la suprema desilusión— a su hija Laurica, la compañera de juegos de mi infancia, a la que quise matar con un hacha a los cinco años.

Algo había ya en sus proporciones que no acababa de encajar: la recordaba como una chiquilla alta, mucho más alta que yo, y ahora la veía más pequeña, graciosa, coqueta, pensando en un marido y en el matrimonio. ¿Dónde estaba su peligrosidad? ¿Qué había ocurrido con sus codiciados cuadernos de notas? Todo aquello se le había borrado, en el ínterin se le había olvidado la lectura, no guardaba ningún recuerdo del hacha con que yo la amenazara, ni tampoco de sus propios chillidos. No había sido ella quien me empujó en la caldera de agua hirviendo: yo mismo me había caído; no estuve en cama por espacio de varias semanas, «te escaldaste un poquito»; y cuando yo, convencido de que había olvidado todo cuanto la concernía personalmente, evoqué la maldición del abuelo, soltó una carcajada cristalina como la de una criada de ópera: «Que un padre maldiga a su hijo, imposible; son imaginaciones tuyas, puros cuentos, y los cuentos no me gustan». Y cuando le espeté que en Viena había presenciado, entre el abuelo y mi madre, numerosas escenas alusivas a esa maldición; que mi abuelo se había ido de casa furioso y sin despedirse, y que mi madre se había derrumbado luego, llorando durante varias horas, Laurica lo negó todo con aire arrogante: «Son puras imaginaciones tuyas».

Yo podía decir lo que quisiera: no había manera; nada espantoso había ocurrido, nada espantoso llegó a ocurrir; hasta que por último —y contra mi voluntad— le conté que me había encontrado con el Dr. Menachemoff en el vapor del Danubio, que habíamos estado conversando muchas horas y él se acordaba de todo. Lo tenía tan claramente aún ante sus ojos como si hubiera sucedido ayer, me dijo. En Rustschuk, Menachemoff había sido el médico de la familia de Laurica, quien lo conocía mejor que yo por haber vivido allí hasta su traslado a Sofía. Pero esta vez también tenía su respuesta preparada:

—En provincias la gente es así. Son personas chapadas a la antigua, que se lo imaginan todo. No tienen otra cosa en qué pensar. Sólo creen en puras patrañas. Tú mismo te caíste al agua.

Y no te pusiste tan enfermo. Tu padre no vino de Manchester. Quedaba demasiado lejos y viajar no era muy barato en esos tiempos. Tu padre no volvió más a Rustschuk. ¿En qué momento pudo haberlo maldecido el abuelo? El Dr. Menachemoff no sabe nada. Esas cosas sólo las sabe la familia.

—¿Y tu madre?

El día anterior, su madre estuvo hablando de cómo me sacó del agua y me quitó la ropa, y cómo entonces yo perdí toda la piel.

—Mi madre se olvida de todo —dijo Laurica—. Chochea un poco. Pero no hay que decírselo.

Me indignaban su testarudez y cortedad. Lo único que aceptaba era su propia resolución de encontrar pronto un marido y casarse. Tenía veintitrés años y temía que empezaran a considerarla una solterona. Me asediaba rogándome que le dijera la verdad: ¿podría aún gustarle a un hombre? A los diecinueve yo debía saber esas cosas. Que si tenía ganas de besarla. Que si su peinado de hoy me animaba más que el de ayer a darle un beso. Que si la encontraba delgada: era más bien graciosa, pero delgada, no. Que si yo sabía bailar. Ésa era la mejor oportunidad de gustarle a un hombre. Una amiga suya había conseguido novio bailando. Pero después el tipo le dijo que la cosa no iba en serio, que se le había ocurrido al bailar, simplemente. En mi opinión ¿no podría ocurrirle lo mismo a ella?, me preguntó.

Yo no opinaba; no tenía respuesta a ninguna de sus preguntas, y por más que llovieran ininterrumpidamente sobre mí, guardaba un obstinado silencio. Desconocía tales sentimientos, le dije, pese a tener diecinueve años. Era incapaz de darme cuenta si una mujer me gustaba. ¿Cómo puede uno darse cuenta? Tontas eran todas ¿de qué se podía hablar con ellas? Todas eran como ella y no recordaban nada. ¿Cómo puede gustarte una persona que no recuerda nada? Su peinado era siempre igual, proseguí, y es cierto que era delgada ¿por qué no había de serlo una mujer? En cuanto a bailar: no sabía. Una vez lo había intentado en Frankfurt y me pasé todo el rato pisando a la chica. Un hombre que se compromete bailando es, en mi opinión, un idiota, le dije. Todo el que se compromete es un idiota.

Conseguí desesperarla, pero también hacerla entrar en razón. Y para arrancarme una respuesta cualquiera, empezó a acordarse. No llegó a confesar mucho, pero sí que aún le parecía ver el hacha levantada y que constantemente soñaba con ella, la última vez cuando el noviazgo de su amiga se fue a pique.