Gilgamesh y Aristófanes

El período de Frankfurt no sólo comprendió mis experiencias con la gente que iba conociendo en la pensión Charlotte. Pero al repetirse éstas a diario —un proceso permanente—, no podía restarles importancia. Nos sentábamos a la mesa siempre en el mismo sitio y frente a frente; y siempre en los mismos sitios actuaba gente que para mí se habían convertido en personajes. Idénticos a sí mismos en su mayor parte, de sus bocas jamás salía nada inesperado. Pero algunos lograban conservar más plenamente su naturaleza y eran capaces de acrobacias sorprendentes. De cualquier forma era un espectáculo, y ni una sola vez puse los pies en ese comedor exento de curiosidad y expectativas.

Ninguno de los profesores del colegio, salvo una excepción, lograba despertar realmente mi entusiasmo. El colérico profesor de latín perdía la compostura al menor pretexto y nos insultaba llamándonos «bueyes hediondos», expresión que no era su única invectiva. Sus métodos de enseñanza, basados en «frases modelo» que debíamos repetir como loros, eran ridículos. Lo extraño es que, pese a la aversión que me inspiraba su persona, no olvidara yo el latín que había aprendido en Zürich. En ningún colegio me tocó aguantar nada tan penoso y estridente como sus bravatas. Era un ser marcado por la guerra, que debió de haberlo afectado seriamente: de vez en cuando nos lo decíamos para soportarlo mejor. Muchos profesores llevaban en sí la impronta de la guerra, aunque no en forma tan manifiesta. Entre ellos había, sin embargo, un hombre cordial y fogoso, rebosante de cariño por sus alumnos. Y también un excelente profesor de matemáticas ligeramente trastornado, pero cuyo trastorno repercutía en él mismo, no en sus alumnos. En sus clases se entregaba totalmente, con una escrupulosidad casi aterradora.

Observando atentamente a esos profesores sentía uno la tentación de perfilar los distintos efectos de la guerra en los seres humanos. Pero ello hubiera requerido información acerca de sus experiencias personales, sobre las que nunca nos hablaban. Frente a mí sólo tenía sus rostros y figuras, y no conocía su comportamiento más que en el aula; todo el resto lo sabíamos de oídas.

Sin embargo, quisiera hablar de un hombre fino y taciturno a quien debo muchas cosas. Gerber, nuestro profesor de alemán, parecía casi tímido en comparación con los demás. A partir de las redacciones, cuyos temas él mismo nos daba, se fue desarrollando una especie de amistad entre nosotros. Al principio sus redacciones me aburrían, ya versaran sobre la María Estuardo o algo similar, pero eran bastante fáciles y él quedaba contento con los resultados. Luego, a medida que los temas fueron cobrando interés, empecé a soltar mis verdaderas opiniones, bastante levantiscas como reacción contra el colegio, y sin duda nada acordes con las suyas. Me las aceptaba, sin embargo, y si bien al final añadía largas disquisiciones en tinta roja invitándome a reflexionar sobre algunos puntos, era tolerante y no escatimaba su aprobación por mi manera de exponer tales tesis. Nada de lo que dijera contra ellas me parecía hostil, y aunque no se lo aceptara, su interés me hacía sentir feliz. No era un profesor demasiado sugerente, pero sí muy comprensivo. Tenía manos y pies pequeños y sus movimientos también lo eran; sin ser particularmente lento, todo cuanto hacía daba cierta impresión de empequeñecimiento, y en su voz tampoco se advertía ese tonillo de prepotencia viril que otros profesores prodigaban a manos llenas.

Gerber me dio acceso a la biblioteca de los profesores, que él dirigía, permitiéndome leer cuanto quisiera. Yo estaba encandilado con la literatura de la Antigüedad y me puse a leer —tomo tras tomo y en traducciones alemanas— a los historiadores, dramaturgos, poetas líricos y oradores, dejando de lado solamente a los filósofos: Platón y Aristóteles. Salvo éstos, leí casi todo, no sólo a los grandes autores, sino también a los que interesaban por el material que ofrecían, como Diodoro o Estrabón. Gerber se asombraba de mi tenacidad y constancia: durante dos años sólo le pedí ese tipo de libros. Cuando hube llegado a Estrabón, él meneó ligeramente la cabeza un día y me preguntó si, al menos por variar, no me apetecía algo de la Edad Media, pero esa vez tuvo poca suerte.

Otro día que estábamos en la biblioteca de los profesores, Gerber me preguntó discretamente, casi con ternura, qué deseaba ser de grande. Yo intuí qué respuesta esperaba, pero le dije, con cierta inseguridad: —Médico—. Muy desilusionado, pensó un instante e hizo un comentario conciliador: —En ese caso llegará a ser un segundo Carl Ludwig Schleich— me dijo. Apreciaba las Memorias de Schleich, pero hubiera preferido oírme confesar sin rodeos que quería ser escritor. Desde entonces siempre dejaba caer, discretamente y en cualquier circunstancia, nombres de médicos escritores.

En sus clases leíamos piezas teatrales distribuyéndonos los diferentes papeles. Yo no diría que aquello era un placer, pero él intentaba ganar para su causa incluso a quienes mostraban escaso interés por la literatura, asignándoles un papel. Raras veces elegía obras manifiestamente aburridas. Leíamos Los bandidos, Egmont, El rey Lear, piezas que, en gran parte, teníamos ocasión de ver montadas en la Schauspielhaus.

En la pensión Charlotte se hablaba mucho de representaciones dramáticas. Se comentaban minuciosamente, y como los pensionistas expertos partían siempre de las críticas del Frankfurter Zeitung, las discutían y, aunque no pensaran igual, testimoniaban sus respetos a la exigente opinión impresa; esas conversaciones alcanzaban cierto nivel y eran quizá más serias que las que abordaban otros temas. Se notaba un auténtico interés por el teatro, que además era motivo de orgullo. Cuando fracasaba algún montaje, se sentían afectados y no se contentaban con simples ataques desdeñosos. El teatro era una institución reconocida, e incluso quienes militaban en campos enemigos se hubieran guardado muy bien de atacarlo. Herr Schutt, impedido por sus graves lesiones, casi nunca iba al teatro, pero sus escasos comentarios revelaban que pedía información a Fräulein Kündig sobre cada representación. Hablaba con tal seguridad que parecía haber asistido personalmente a la función. Quien de veras no tuviese nada que decir al respecto, guardaba silencio: no había nada más lamentable que mostrar su lado flaco en este campo.

Como la mayoría de los temas de conversación parecían tan inseguros —todos fluctuaban, y si las opiniones se cruzaban siempre no era debido simplemente a la superficialidad—, yo tenía la impresión, sobre todo siendo una persona tan joven, de que pese a ello había algo sagrado para todos: el teatro.

Yo mismo iba a la Schauspielhaus con bastante frecuencia, y en cierta ocasión quedé tan fascinado con un montaje que hice lo posible por verlo varias veces. Trabajaba una actriz que me dio mucho que pensar durante un tiempo y que aún hoy creo ver frente a mí: Gerda Müller, en el papel de Pentesilea. Esa pasión penetró en mí, nunca dudé de ella: mi iniciación en el amor fue la Pentesilea de Kleist. Me recordaba una de las tragedias griegas que por entonces leí: Las bacantes. La ferocidad de las beligerantes amazonas era como la de las ménadas; pero en vez de las criaturas furibundas que desgarran vivo al rey, aquí es Pentesilea quien azuza a su jauría de perros contra Aquiles y, como uno más, le clava los dientes en la carne. Desde entonces nunca me he atrevido a ver esta pieza otra vez en escena, y cuando la leía, escuchaba la voz de ella, que para mí jamás perdió sonoridad. Así he permanecido fiel a la actriz que me persuadió de la verdad del amor.

No veía relación alguna entre todo esto y los penosos incidentes del cuarto contiguo en la pensión; y Las confesiones de un loco me han seguido pareciendo una mentira.

Entre los actores más solicitados del momento figuraba Carl Ebert, que al principio aparecía con regularidad, y más tarde como actor invitado. Años después se hizo famoso por cosas muy distintas. En sus primeros tiempos lo vi en los papeles de Karl Moor y de Egmont. Me fui acostumbrando a verlo en papeles diferentes, y hubiera sido capaz de ir a una función sólo por él, debilidad de la cual no me avergüenzo, pues le debo la experiencia más importante de mi vida en Frankfurt. Durante una matinée dominical Ebert había programado la lectura de una obra cuya existencia yo ignoraba aún por completo. Era más antigua que la Biblia: una epopeya babilónica. Sabía que los babilonios conocieron un diluvio y que, según decían, la leyenda había pasado de allí a la Biblia. Eso era todo cuanto podía esperar de la lectura, y por ella sola nunca hubiera ido; pero leía Carl Ebert, y así, a partir de mi entusiasmo por un actor muy estimable, descubrí el poema de Gilgamesh, obra que como ninguna otra ha influido en mi vida, en su sentido más íntimo, su fe, energía y expectativas.

El lamento de Gilgamesh por la muerte de su amigo Enkidu me conmovió profundamente:

«Por él he llorado día y noche,

No consentí que lo sepultaran,

por si mi clamor despertaba a mi amigo.

Lo he llorado siete días con sus noches,

Hasta que el gusano invadió su cara,

desde que murió, no he vuelto a encontrar vida,

Y errante voy por la estepa, como un salteador».

Luego viene su expedición contra la muerte, su peregrinación por las tinieblas de la Montaña Celestial y por las Aguas de la Muerte hasta que encuentra a su antepasado Utnapishtim, salvado del diluvio, a quien los dioses concedieron la inmortalidad. Por él quiere saber cómo se llega a la vida eterna. Es cierto que Gilgamesh fracasa y también muere. Pero esto no hace más que corroborar en nosotros la necesidad de su expedición.

De este modo he podido sentir la incidencia de un mito en mi propia persona: como algo que durante el medio siglo transcurrido desde entonces he pensado y repensado de muchas maneras, dándole vueltas de un lado a otro en mi interior, pero que ni una vez he puesto seriamente en duda. Capté como unidad algo que en mí ha continuado siéndolo. Me es imposible criticarlo. La cuestión de si creo o no en semejante historia, no me afecta; ¿cómo podría decidir, frente a la sustancia más específica de la que estoy compuesto, si creo en ella? Pues no se trata de repetir como un loro que, hasta la fecha, todos los hombres han muerto, sino sólo de decidir si uno se resigna a aceptar la muerte o se rebela contra ella. Rebelándome contra la muerte he adquirido un derecho al brillo, riqueza, miseria y desesperación de cualquier experiencia. He vivido inmerso en esta rebelión infinita. Y si bien el dolor por los seres queridos que con el tiempo he ido perdiendo no es inferior al de Gilgamesh por su amigo Enkidu, tengo una ventaja única sobre el hombre-león: que me importa la vida de cada ser humano y no sólo la de mis seres más próximos.

La concentración de esta epopeya en unos pocos personajes contrasta con la turbulenta época en que me tocó descubrirla. El recuerdo de mis años de Frankfurt está dominado por acontecimientos de carácter público que se sucedieron muy rápidamente. Llegaban precedidos por rumores: en la sobremesa de la pensión corrían rumores que no siempre resultaban ser falsos. Recuerdo que se habló del asesinato de Rathenau antes de leer la noticia en el periódico (aún no había radio). Eran los franceses los protagonistas más frecuentes de esos rumores. Después de ocupar Frankfurt se habían retirado, y de pronto empezó a decirse que volverían. Represalias y reparaciones se convirtieron en palabras de uso cotidiano. Gran escándalo provocó el descubrimiento de un depósito secreto de armas en el sótano de nuestro colegio. Al hacer las investigaciones pertinentes, se descubrió que el responsable del almacenamiento de esas armas era un joven profesor, a quien yo conocía sólo de vista y que era muy querido, el profesor más querido del colegio.

Mucho me impresionaron las primeras manifestaciones que vi: eran bastante frecuentes y siempre de carácter antibélico. Había una marcada diferencia entre quienes apoyaban el colapso que había puesto fin a la guerra, y aquéllos cuyo rencor no tenía por objeto la guerra, sino el Tratado de Versalles, firmado un año después. Ésta era la línea divisoria más importante, y sus efectos se dejaban sentir ya por entonces. Una manifestación contra el asesinato de Rathenau convocada en la avenida Die Zeil, me proporcionó mi primera experiencia con la masa. Como las consecuencias que esta experiencia tuvo para mí se articularían años más tarde en diversas discusiones, preferiría referirme a ellas en otro momento.

El último año en Frankfurt transcurrió una vez más, para nuestro pequeño clan familiar, bajo el signo de la disolución. Mi madre se sintió enferma —tal vez le resultara intolerable la tensión originada por nuestras discusiones diarias— y viajó al sur, como hacía antes con frecuencia. Nosotros, los tres hermanos, dejamos la pensión Charlotte y nos instalamos en casa de una familia cuya solícita ama en jefe, Frau Suse, nos acogió con un cariño y una bondad que nadie esperaría ni de su propia madre. Integraban la familia el padre, la madre, dos niños casi de nuestra edad, una abuela y una criada. Llegué a conocerlos tan a fondo a todos ellos y a los dos o tres pensionistas extranjeros que habían recibido además de nosotros, que sólo un libro entero podría dar una idea de lo que en ese tiempo aprendí sobre los seres humanos.

Era la época en que la inflación alcanzó su cota máxima; el salto diario, que al final llegaría hasta el billón, tuvo para todo el mundo consecuencias extremas, aunque no idénticas. Era un espectáculo monstruoso; todo cuanto ocurría —y no era poco—, dependía de una sola condición: la devaluación progresiva del dinero a un ritmo demencial. Fue mucho más que un caos lo que se abatió sobre la gente, algo similar a explosiones cotidianas: quien sobrevivía a una, sucumbía a la próxima al día siguiente. Yo notaba los efectos no sólo a nivel general, sino también a mi lado, sin tapujos, en cada uno de los miembros de esa familia; el suceso más ínfimo, privado y personal tenía una y la misma causa: la delirante fluctuación del dinero.

Para consolidar mi posición frente a los que en mi propia familia idolatraban el dinero, me había inventado una virtud algo barata: despreciarlo. Lo consideraba algo aburrido, inmutable, que no permitía obtener ningún beneficio espiritual, y cuyo contacto marchitaba y volvía paulatinamente estériles a quienes se consagraban a él. Y de pronto descubrí otra faceta suya, esta vez siniestra: lo vi como un demonio que con un látigo gigantesco azotaba todo y llegaba hasta los cuchitriles más recónditos de los hombres.

Tal vez fuera también este extremarse de una situación que en principio hubiera aceptado por estar a salvo de ella, pero que yo le recordaba incesantemente, lo que indujo a mi madre a huir de Frankfurt. Viena volvió a atraerla; y en cuanto se repuso a medias de su enfermedad, partió con mis dos hermanos menores y les encontró colegio en Viena. Yo me quedé medio año más, pues estaba a punto de dar el examen de bachillerato para luego ingresar en la universidad de Viena.

Aquellos seis últimos meses en Frankfurt, que pasé en casa de la misma familia, me sentí completamente libre. Asistía con frecuencia a asambleas y escuchaba las discusiones que luego se armaban en las calles, de noche, lo cual me permitió observar cada opinión, cada convicción y cada creencia en conflicto con las de otros. Se discutía con tal apasionamiento que la gente parecía crepitar y echar fuego; yo nunca participaba, limitándome a escuchar con una intensidad que hoy día encuentro aterradora, pues me hallaba inerme. Mis propias opiniones no estaban a la altura de toda esa presión y desmesura enormes. Muchas cosas que no podía refutar provocaban mi repulsa. Pero otras me atraían sin que pudiera decir por qué. Era incapaz de captar lo que separaba a esos lenguajes en constante pugna. No podría conjurar ni tampoco imitar la imagen real de ninguna de las personas que llegué a escuchar. Lo que captaba era la diferencia de opiniones, el duro meollo de las convicciones; era una especie de olla de bruja que despedía burbujas y vapores, pero todos los ingredientes que en ella flotaban, conservaban su olor y eran reconocibles.

Nunca he sentido tanta inquietud en los seres humanos como en ese medio año. No importaba mucho hasta qué punto se diferenciaran entre sí como personas. Yo apenas advertía cosas que, en años posteriores, hubiera sido el primero en ver. Tomaba en cuenta cada convicción, aunque estuviera en contra de ella. Muchos oradores públicos que vivían seguros de su probada eficacia me parecían unos charlatanes. Pero luego, en las discusiones callejeras, cuando todos se dispersaban y muchos que no eran oradores intentaban convencerse mutuamente, su inquietud se apoderaba de mí y yo los tomaba en serio uno a uno.

No quisiera parecer arrogante ni frívolo al calificar esa época como mi etapa de aprendizaje aristofánico. Por entonces leí a Aristófanes y quedé muy impresionado por la intensidad y consecuencia con que una sorprendente idea central origina y preside cada una de sus comedias. En Liststrata, la primera que llegó a mis manos, la huelga de las mujeres que se niegan a sus maridos pone fin a la guerra entre Atenas y Esparta. Muchas ideas centrales de este tipo hay en su obra, y al perderse la mayoría de sus comedias, esas ideas desaparecieron también con ellas. Hubiera tenido que ser ciego para no advertir similitudes con lo que ocurría a mi alrededor. Todo partía también allí de un presupuesto único y fundamental: la delirante fluctuación del dinero. No era una idea, era la realidad, y por eso no era divertida, sino espantosa; pero en cuanto situación que uno intentaba captar en su totalidad, se parecía mucho a una de esas comedias. Podría decirse que la crueldad de la perspectiva aristofánica ofrecía la única posibilidad de cohesión para algo que se iba desintegrando en miles de fragmentos.

Desde entonces me ha quedado una inquebrantable aversión por la recreación teatral de hechos o situaciones exclusivamente privados. En la querella entre la comedia antigua y la nueva, tal como ambas habían surgido en Atenas, tomé partido por la antigua sin saber muy bien por qué. Sólo encuentro digno de escenificarse lo que concierne a la colectividad en su conjunto. Siempre me ha avergonzado un poco la comedia de carácter que, aunque sea buena, se centra en una individualidad concreta: tengo la impresión de hallarme recluido en un escondite del que sólo saldría por necesidad, para buscar alimentos o algo parecido. Como en su época de nacimiento con Aristófanes, la comedia vive, para mí, de su interés general, de su mirada sobre los grandes hechos y problemas del mundo. Con éstos sí que debe actuar libre y temerariamente, permitirse ideas que lleguen al límite del desvarío, atar, desatar, transformar, confrontar, hallar nuevas estructuras para las nuevas ideas, no repetirse ni vender nada a bajo precio, exigirle el máximo al espectador, sacudirlo, sacarlo de sus casillas y agotarlo.

Partiendo sin duda de una reflexión muy tardía he llegado a la conclusión de que la elección del drama que habría de interesarme se decidió ya en esa época. Y no creo equivocarme afirmándolo; pues ¿cómo explicar entonces que mi recuerdo del último año en Frankfurt esté absolutamente dominado por la turbulencia de los acontecimientos públicos, y que al mismo tiempo, cual si se tratara del mismo mundo, surjan las comedias de Aristófanes tal como me sorprendieron a la primera lectura? No veo ninguna línea divisoria, una cosa se compenetra con la otra y la estrecha vecindad en la que mi memoria las ha conservado debe significar que fueron, para mí, lo más importante de aquel período y que una influyó decisivamente en la otra.

Pero en la misma época se iba gestando algo relacionado con Gilgamesh y que servía de contrapeso. Su centro de interés era el destino del hombre individual, aislado de todos los otros, tal como existía para sí solo: el imperativo ineludible de su propia muerte y la aceptación —o no— de la amenaza que dicha muerte supone.