Kant se incendia

Desde que me instalé en mi colina de la periferia, Viena, tal como se extendía entre Hacking y el piso de Veza en la Ferdinandstrasse, es decir Viena en su máxima anchura, se había convertido en mi coto de caza. Al volver de donde Veza a mi cuarto, ya muy entrada la noche, no cogía el tren suburbano —el enlace más directo— hasta la estación final Hütteldorf-Hacking. Había dos líneas de tranvía que, no lejos del tren suburbano y corriendo paralelas una a otra, atravesaban un barrio más densamente poblado. De ellas me servía, era un trayecto muy largo, y en algún punto del mismo, donde me entraban ganas, bajaba y me lanzaba a deambular por las calles oscuras. En ese gran coto de caza no había calleja ni tal vez casa alguna que se me hubiera escapado en mis correrías. Y con toda seguridad estuve en cada uno de los bares que cerraban tarde.

Mi afición por este tipo de paseos se había incrementado tras la vuelta a Viena. Los nombres me inspiraban una profunda aversión, no quería oír nada sobre ellos, me hubiera gustado arremeter a golpes contra todos. Desde mi estancia en medio de la enorme fábrica de nombres —tres meses la primera vez, seis semanas, la segunda—, me asaltaba una sensación de asco frente a ellos y me veía a mí mismo —una visión terrorífica ya presente en mi infancia— como un ganso de engorde inmovilizado al que a la fuerza atiborraban de nombres. Me mantenían el pico abierto y me iban introduciendo puré de nombres. No importaba qué nombres se mezclaran, siempre que de todos ellos resultase un puré y uno creyera asfixiarse al tragarlo. A esta mezcla de desamparo y opresión provocada por los nombres oponía yo al que no tuviera ninguno, a todos los «pobres de nombre».

Quería ver y oír a cada uno de ellos, oírlos largo rato y siempre de nuevo, aun en la infinitud de su repetición. Cuanto más libertad tenía para hacerlo, cuanto más tiempo les dedicaba y mayor información iba adquiriendo, más me sorprendía ver que hubiera tanta variedad justamente en la pobreza, la trivialidad y el uso abusivo de las palabras, y no en la afectación ni en la petulancia de los escritores.

Cuando entraba en algún bar nocturno que ofreciera condiciones favorables para oír, me quedaba largo rato, hasta que cerraran a las cuatro de la madrugada, y me entregaba al cambiante juego de los clientes que entraban, salían y regresaban. Me entretenía cerrando los ojos como si durmiera a medias, o limitándome a escuchar de cara a la pared. Aprendí a distinguir a la gente con sólo oírla. No veía si alguien salía del bar, pero echaba de menos su voz, y en cuanto volvía a escucharla, sabía que había vuelto. Si uno no era reacio a la repetición y la aceptaba plenamente y sin desprecio, pronto advertía un ritmo entre el discurso y la réplica; a partir de este vaivén, a partir del movimiento de esas máscaras acústicas iban surgiendo escenas que, en contraste con el estéril griterío de autoafirmación de aquellos nombres, eran interesantes, no interesadas. Surtieran o no efecto, lo cierto es que regresaban, tal vez sería más correcto decir que el radio de acción de su interés era tan restringido que al oyente debía parecerle algo abortado ya al nacer y, por lo tanto, también vano e inocente.

Me gustaban esos tipos, incluso los más odiosos de entre ellos, porque carecían del poder de la palabra. Quedaban en ridículo al utilizar palabras, luchaban contra ellas. Al hablar se miraban en un espejo deformante, poniéndose de manifiesto en esa distorsión de las palabras que, supuestamente, había llegado a ser su imagen fiel. Se traicionaban a sí mismos al tratar de comprenderse, se inculpaban tan equivocadamente unos a otros que la ofensa sonaba a elogio y el elogio a ofensa. Tras la experiencia berlinesa del poder, que había vivido muy de cerca bajo la ilusoria imagen de la fama —en la que creí asfixiarme—, era comprensible que me hubiera vuelto receptivo a cualquier forma de impotencia. Me subyugaba, le estaba agradecido, no conseguía saciarme en ella; y no era esa impotencia abiertamente declarada que algunos gozan manipulando de manera egoísta, sino la oculta, la arraigada en los individuos que permanecen aislados, que no encuentran sus vías de acceso mutuo y a los que el lenguaje, muy lejos de unir, separa.

En Thomas Marek me atraían muchas cosas, pero sobre todo el esfuerzo cotidiano por vencer su impotencia. De toda la gente que había conocido era el menos afortunado a este respecto, pero hablaba y yo lo entendía, y lo que decía tenía sentido. No me interesaba sólo porque le costara tanto formar palabras con su aliento. Lo admiraba porque gracias a su inteligencia se había situado en un plano de superioridad que, de objeto de compasión, lo había convertido en un personaje hacia el cual se peregrinaba; y no es que fuera un santo en el sentido tradicional del término, pues le tenía apego a la vida y la amaba en todos sus aspectos, sobre todo en aquellos que le estaban vedados. Comenzó a vivir en medio de un ascetismo no deseado, y todo cuanto a costa de grandes esfuerzos había conseguido en varios años, lo orientaba ahora a la adquisición de capacidades y funciones evidentes para otros.

Le pregunté una vez si no le convendría más oír leer que leer por su cuenta. Ya lo había probado antes, fue su respuesta; cuando era más joven, su hermana solía leerle en voz alta poemas, historias y piezas dramáticas. Así había comenzado la amistad entre ambos, así se habían hecho inseparables. Pero luego a él no le bastaba aquello, pues quería aprender cosas más difíciles que su hermana no entendía. ¿Debía leerle acaso mecánicamente, sin entender el sentido de las frases que iba pronunciando? Lo encontraba indigno de ella, añadió, y ella también pensaba lo mismo: compartía con él cuanto le leía, tenía que ser igualmente importante para ambos, y él no estaba dispuesto a rebajarla al nivel de un simple loro repetidor. Además, a veces necesitaba meditar con calma sobre ciertos puntos, y cuando no recordaba el texto exacto, tenía que consultar el libro, como quien dice, y cerciorarse del contenido. Por estas dos razones juzgó indispensable aprender a leer por su cuenta, dijo al tiempo que me preguntaba si tenía algo que objetar a su método de lectura.

Claro que no, repliqué, todo lo contrario: había resuelto el problema en forma tan convincente que me parecía la cosa más natural del mundo.

Y así era, en efecto, aunque nunca llegué a acostumbrarme del todo. Siempre que me leía algo en voz alta (a veces sólo una frase, a veces una página entera), yo tenía la impresión de escucharlo por vez primera. Era algo más que respeto lo que sentía, era vergüenza de que leer me hubiera sido siempre tan fácil, y cierta expectativa por lo que pudiera resultar de todo aquello. Cada frase que Thomas formaba con su aliento tenía una entonación distinta a la de todas las frases que yo había oído hasta entonces.

En mayo de 1930, cuando empezaron mis visitas a casa del joven Marek, llevaba ya más de medio año trabajando en mis esbozos. Los ocho personajes de aquella Comédie humaine de la locura existían, y parecía seguro que cada uno de ellos se convertiría en el centro de una novela independiente. Avanzaban paralelamente, yo no tenía preferencias y me ocupaba tan pronto de uno como de otro, alternando velozmente; ninguno era descuidado, pero tampoco favorecido, cada uno poseía un lenguaje y un modo de pensar particulares, era como si me hubiera escindido en ocho personas sin perder el control sobre ellas ni sobre mí mismo. Me resistía a darles nombres y los designaba, como ya he dicho, por sus atributos dominantes, limitándome a las iniciales de éstos. Mientras no tuvieran nombres propios, se ignorarían unos a otros. Permanecerían libres de adherencias, actuarían en forma neutral y no tratarían de imponerse sobre lo que no veían. El salto era grande del «Enemigo de la muerte» al «Despilfarrador», y de éste al «Hombre-libro», pero la vía estaba libre, ellos mismos no la interceptaban. Nunca me sentía acosado, vivía en un estado de exaltación y plenitud que no he vuelto a conocer desde entonces: como administrador y vigilante solitario de ocho territorios exóticos y bastante alejados entre sí, que iba diariamente de uno al otro, cambiando a veces de morada en el camino, no retenido contra su voluntad en ninguno de ellos, no dominado por ninguno, cual ave de rapiña capaz de nombrar suyos ocho territorios en vez de uno y que no corre el riesgo de ser enjaulada por cautela alguna.

Las conversaciones con Thomas giraban en torno a temas científicos o filosóficos. Lo que él tenía que decirme no era poco y lo decía con gusto, pero también deseaba saber qué hacía yo. Le hablaba sobre las culturas y religiones que estaba estudiando en busca de fenómenos de masa. También entonces, en la época de plasmación de esos esbozos literarios, consagraba algunas horas diarias a dicho trabajo. Nada le decía sobre mis proyectos literarios: estaba seguro de que mis personajes tenían en sí mismos algo capaz de herirlo, ya fuera porque su amplitud de movimientos le pudiese parecer desesperada e inalcanzable, ya fuera porque sus limitaciones le recordaban la suya propia. Me impuse el deber de no mencionárselos, cosa que no me resultaba muy difícil, pues nuestras conversaciones tenían además un tema inagotable, una obra que entró en mi vida en la misma época que él y adquirió una importancia capital para mí: la Historia de la cultura griega de Jacob Burckhardt. Hacía tiempo que Thomas estaba familiarizado con los griegos, pero los había conocido a través de la ortodoxia científica propia de la época. Era capaz de explicarme en qué divergían de Burckhardt los que entonces se consideraban nuevos, pero captaba a la perfección las ideas del pensador suizo, incomparablemente más profundas. Estábamos de acuerdo en señalarlo como el gran historiador del siglo pasado, y pensábamos que ya era hora de hacerle justicia.

Este diálogo, importante para mí, lo mantenía con sólo una parte de mi persona. Pero intuía que mi relación con Thomas y nuestras frecuentes reuniones también repercutían en esa otra parte que yo le ocultaba.

Su presencia me era más tangible que la de todos mis otros conocidos. Y esto no se debía únicamente a lo incomparable de su existencia: también me sorprendía con cosas que superaban mis expectativas. En muchos aspectos era como uno de esos personajes inventados por mí: si se sabía de qué postulado dependía, todo cuanto tuviese lugar en él era preciso y consecuente, nada hubiera podido ser distinto de como era, su comportamiento —pensaba uno— resultaba abarcable y concebible. Aunque no apareciera en la Comédie humaine, Thomas se convirtió en su pieza clave, en la prueba definitiva de su verdad. Pero al ser tan distinto de ellos parecía más vivo que todos juntos. Tampoco era posible matarlo: sus tres intentos de suicidio, calculados muy seriamente, habían pasado sin dejar rastro; lo que hubiera matado a otra persona no había podido acabar con él. Y ahora se hallaba a salvo de cualquier tentativa de autosuprimirse, él mismo lo sabía y estaba de acuerdo. Cuando no atravesaba un período particularmente malo, hasta se sentía orgulloso de ello, y todo cuanto le aportaran los demás, incluido yo mismo, contribuía a fortalecerlo.

El era más que los personajes que me habitaban, pues al ser independiente se agenciaba su propia vida. Pese a su estado era capaz de aventurarse en metamorfosis imprevisibles, y era allí donde más me sorprendía. Uno creía conocerlo, y resultaba inabarcable. Creo que por ser justamente mucho más fuerte y misterioso que esos ocho personajes con los cuales chocaba en mi interior, hubiera podido aniquilarlos. Thomas no los conocía, ellos a él sí, y al no tener nombres propios, se hallaban a merced del suyo.

Pero él mismo, que en el curso de pocos meses se había convertido en un peligro silencioso y permanente para mi proyecto, que sin saberlo había conseguido entrar en cada uno de esos personajes y los socavaba desde dentro, debilitándolos, llegó a ser también la causa de una salvación. Siete de ellos perecieron, pero uno sobrevivió. La desmesura de mi empresa llevaba en sí misma su castigo, pero la catástrofe en la que terminó no fue completa: algo —hoy se llama Auto de fe— quedó de ella.

Con frecuencia me interrogaba Thomas sobre experiencias que le estaban vedadas, y una vez insistió en que le hiciera un relato detallado de los sucesos del 15 de julio. Le conté todo sin reservas y con lujo de detalles, como nunca antes había conseguido evocarlo y relatarlo. Me di cuenta de lo viva que, al cabo de tres años, aún seguía en mí aquella jornada. Thomas la sintió de otra manera: no le dio miedo, la rapidez del movimiento y el frecuente cambio de escenario tuvieron sobre él un efecto estimulante. —¡El fuego! —dijo, y repitió varias veces—: ¡El fuego! ¡El fuego!—. Me pareció casi contento, y cuando le hablé del hombre que, distanciado de la masa, palmoteaba con las manos sobre su cabeza sin dejar de gritar en tono lastimero: «¡Las actas se queman! ¡Todas las actas!», le vino un ataque de risa, una carcajada tempestuosa, y se rió tanto que su cochecito empezó a deslizarse y se alejó junto con él. La risa se había convertido en su fuerza motriz, y como no podía parar de reírse, tuve que correr a sujetarlo y sentí las vigorosas sacudidas que sus carcajadas transmitían al coche.

En aquel instante vi ante mí al «Hombre-libro», uno de los ocho personajes: de pronto empezó él a saltar en vez del llorón de las actas, junto al Palacio de Justicia en llamas, y pensé que debería arder junto con todos sus libros.

—Brand (incendio) —murmuré. Brand.

Thomas, cuando por fin dejó de reírse y el coche se detuvo, repitió:

—¡Brand! ¡Eso debe haber sido un incendio!

El muchacho ignoraba que la palabra ya era un nombre propio para mí, el nombre del héroe del libro que a partir de entonces pasó a llamarse así, el primero y único de los personajes que recibió un nombre, y fue justamente ese nombre el que, a diferencia de lo que ocurrió con los demás, lo salvó de la autodisolución.

El equilibrio entre los personajes se había roto: Brand empezó a interesarme cada vez más. Ignoraba cuál era su aspecto físico, y si bien había ocupado el lugar del hombre de las actas, no se parecía en nada a éste. No es que estuviera simplemente al lado del incendio: yo lo tomé en serio tal como él tomaba en serio ese fuego que era su destino y en el que habría de perecer por decisión propia. Creo que la expectativa creada por este incendio fue desecando paulatinamente a los otros personajes. Sin duda me volví aún varias veces hacia ellos e intenté seguir escribiendo. Pero el fuego, que entonces había vuelto a avivarse, estaba cerca, y en su presencia todos ellos parecían más bien seres vacíos, librescos. ¿Qué clase de criaturas eran ésas, no amenazadas por ninguna muerte? Yo las había liberado expresamente de la muerte, destinándolas a vivir y a encontrarse en aquel pabellón que había escogido para ellas. Allí deberían proseguir el diálogo del que yo esperaba tanto: me había imaginado incluso que ese diálogo tendría sentido, a diferencia de los diálogos entre la gente «normal», que no se decían más que trivialidades y, sin embargo, no se entendían entre sí.

Hasta la idea de ese diálogo había perdido brillo desde que empecé a mantener conversaciones auténticas y rebosantes de sorpresas, aunque yo mismo intentara darles un rumbo preventivo. Estaban pensadas en función de una persona a la que había que tratar con mucho tacto y cuya susceptibilidad me importaba más que la mía propia. Pero lo que oía en ellas me ocupaba más que todo cuanto pudiera imaginar. El pabellón de Steinhof, que seguía viendo ante mis ojos, quedó pronto tan vacío como los personajes que en él debían encontrarse. Empezó a parecerme ridículo, se alzaba ostentosamente ante los otros y no entendía por qué lo había destinado, justamente a él, a tan altos honores: cualquiera de esos pabellones hubiera servido. Eran muy parecidos.

Y así, mientras mis personajes iban quedando cada vez más a merced de ellos mismos sin que yo les impusiera un final violento —no los repudié ni los oculté, a todos los fui dejando un día u otro en medio de una frase. Brand, el Hombre-libro, me absorbió a tal punto que durante mis paseos lo buscaba con la vista. Cierto es que me lo imaginaba alto y descarnado, pero ignoraba su rostro. Antes de conocerlo, este personaje también tenía algo de esa vaguedad que había hecho perecer a los otros siete. Sabía que no estaba en Hacking: Brand debía vivir en el centro de la ciudad o muy cerca de él, y allí me dirigía a menudo esperando encontrarlo.

No me engañó mi expectativa. Lo encontré convertido en propietario de una tienda de cactáceas frente a la que había pasado a menudo sin reparar en él. Al comienzo del pasaje que conducía del Kohlmarkt al Café Pucher había, a la izquierda, una pequeña tienda de cactéreas. Tenía un solo escaparate, no muy ancho, en el que se veían muchos cactus de todos los tamaños, espina contra espina. Detrás de ellas, el propietario, un hombre enjuto y esmirriado, observaba el pasaje: una mirada aguda que atravesaba todas las espinas. Me detuve un momento ante el escaparate y clavé la vista en su cara. Me llevaba una cabeza y miraba por encima de mí, pero igual hubiera podido ver a través de mi cuerpo sin notarme. Era tan ausente como descarnado, sin las espinas de las cactáceas nadie hubiera reparado en él: estaba compuesto de espinas.

Así había encontrado, pues, a Brand, que ya no me dejó en paz. Me había plantado un cactus en el cuerpo, un cactus que siguió creciendo resuelto y despreocupado. Llegó el otoño y me puse a trabajar, avanzando sin interrupción día a día. Atrás quedaron los desórdenes del año anterior, ahora imperaban leyes estrictas. No me permitía salto alguno ni cedía a ninguna seducción. Me interesaban la cohesión y la densidad, algo que en mi caso denominé indestructibilidad. Gogol, a quien yo admiraba por sobre todo, había sido mi maestro durante el año de los desórdenes. En su escuela me había entregado a la libre invención, placer éste que no perdí más tarde, cuando ya me ocupaba de otras cosas. Pero aquel año, el año de la concentración, en que la claridad y la densidad eran mis objetivos —una transparencia inmaculada, como la del ámbar—, me aferré a un modelo no menos admirado: Rojo y Negro de Stendhal. Cada día, antes de ponerme a escribir, leía unas cuantas páginas de la novela, repitiendo así lo que el mismo Stendhal había hecho con otro modelo: el famoso Código civil de su época.

Conservé varios meses el nombre de Brand. El contraste entre los atributos del personaje y las llamaradas de su nombre no me molestó al principio, pero cuando los atributos se perfilaron todos en forma precisa e irreversible, el nombre empezó a ganar terreno a costa del personaje. Me hacía pensar en su final, cosa que yo no deseaba hacer a destiempo. Temía que el fuego pudiera anticiparse y consumir lo que aún estaba surgiendo. De modo que le cambié el nombre de Brand por el de Kant.

Me tuvo un año entero en sus manos. La inexorabilidad con la que se cumplió este trabajo fue una experiencia nueva para mí. Me sentía sometido a una regularidad que me dominaba, a algo que recordaba la disciplina de esa ciencia natural que en forma tan peculiar había entrado en mi espíritu, aunque yo mismo me apartara tan drásticamente de ella. Los primeros síntomas de su repercusión pude apreciarlos en el rigor de aquel libro.

En el otoño de 1931 Kant prendió fuego a su biblioteca y se quemó con sus libros. Su final me emocionó tanto como si hubiera sido el mío propio. Con esta obra se inicia mi aventura intelectual propia e independiente. El manuscrito, que permaneció intacto en mi casa, llevó durante varios años el título de Kant se incendia. El dolor de semejante título era difícil de soportar. Cuando, a regañadientes, me decidí a cambiarlo, no conseguí alejarme totalmente del fuego. Kant se convirtió en Kien (leña resinosa), y la inflamabilidad del mundo, cuya amenaza yo sentía, se mantuvo así en el nombre del protagonista. Pero el dolor se incrementó hasta desembocar en el nuevo título: Auto de fe (Die Blendung), que conservó, irreconocible para todos, el recuerdo de la ceguera (Blendung) de Sansón, de la que tampoco ahora me atrevo a abjurar.